Crítica y canon

Jorge Luis Borges en “El escritor argentino y la tradición” escribió que “la idea de que una literatura debe definirse por los rasgos diferenciales del país que la produce es relativamente nueva; también es nueva y arbitraria la idea de que los escritores deban buscar temas de sus países”(p.103). Dicho planteamiento, más allá de una novedad, se ha convertido en una obsesión, bien que podría contrastar con la demanda de escribir temas ligados al contexto donde el escritor vive. Responder a las inquietudes particulares de su contexto.

Dichas producciones literarias parecen estar obligadas a plantearse problemas de su representatividad y arraigo a la cultura a la cual pertenece. Los campos literarios operan, de una manera (más o menos discreta, declarada o abierta), bajo un conjunto de características deseables en un autor para darle o negarle carta plena de ciudadanía literaria. Estos criterios de selección también forman parte de los circuitos en donde las producciones realizadas por los escritores circulan. Bajo el panorama constante que exigen las tendencias se establecen los textos que son más relevantes por encima de otros. Se configura una suerte de canon, sectorizado por la coyuntura actual. “El canon, como ley escrita, no intenta sino homogeneizar gusto y producción estética”. (Montaldo, p. 74). La literatura que se prioriza responde al nivel de compromiso con el contexto social. Las temáticas dentro de la diversidad de lo distinto operan bajo la lógica de sus mecanismos internos. No se sabe hasta qué nivel dichas literaturas estás comprometidas consigo mismas, o lo están con un público potencial.

Ante esta necesidad de múltiples urgencias la calidad de la obra puede ser claramente discutible. Las obras que se hacen no tienen como tal un fin social, lo que sí pueden tener es un destino social, dependiendo de la capacidad que tenga la obra misma de defenderse y circular por su cuenta, con o sin ayuda de factores determinantes como la publicidad, o diversas estrategias de mercadeo que dan cierta vitalidad a la vigencia de dicha obra, que facilitan su acceso y consumo inmediato. Sin embargo, esto no garantiza que la obra se pueda sostener por méritos propios, es decir, que sea capaz de coexistir por su propia fuerza verbal, de manera independiente en los circuitos del mercado, ni siquiera bajo el respaldo de la figura del escritor-marca, que se presenta como una garantía de calidad; pero esto es un asunto cuestionable.

La literatura es una forma de conocimiento. El escritor se bandea dentro de esa producción de conocimiento en función de su nivel de compromiso a niveles históricos, políticos, lúdicos y sociales de una época. Escribir implica una responsabilidad. El escritor tiene quizá la obligación, a menos que decida hacer otra cosa, de analizar la realidad como si se tratara de un caso clínico del cual tiene que desarrollar una poética discursiva que pueda transmitirse al resto de sus semejantes, sea con dificultades en su presente, o en un futuro donde el novelista no exista físicamente pero su obra sea capaz, de manera independiente, de poder defenderse sola bajo su propia lógica constructiva, así como su formación estética, resultado de una memoria particular.

Los textos que responden a las necesidades de la circunstancia, que se ajustan a la particular imaginación de una época, pasan a una sistemática consagración que ya no queda solo limitada ni determinada por un grupo específico, sino que dentro de esa consagración se tejen redes de relaciones para la consolidación de un conjunto de textos que, pasando por las diversas redes de relaciones, pueden ser clásicos, concentrar en las propuestas (sin tomar para esta problemática la calidad de dicha obra) un conjunto de valores estéticos. Son esta suma de cualidades las que conforman la idea de corpus.

El corpus, es decir, el conjunto de textos que conforman lo que bajo el nombre de literatura una determinada época pone a circular de manera legítima, es aquella escritura permitida que ha pasado las pruebas de autorización de los agentes del campo intelectual. El canon es la forma en que se arma, con los textos del corpus, el conjunto del paradigma estético de una época, aunque en menor medida que el corpus, también está ligado a la idea de organización nacional de una cultura y tiene que ver con la constitución de los clásicos. Los clásicos son textos que cultural y convencionalmente se instituyen como modelos (Montaldo, p.74).

Los textos que conforman el corpus, y a su vez se clasifican en un orden canónico, o marginal, funcionan como una mediación de lenguaje. La pregunta que nace ante este panorama incesante es cómo producir una crítica de los textos que vendrán. Roland Barthes estableció una discusión entre la vieja crítica y la nueva crítica. La vieja crítica se basa de la noción de lo verosímil, planteada por Aristóteles, lo que proviene de aquello establecido por la tradición, que toma como punto de apoyo el pasado. El método abre una pregunta a eso que no sabemos. Quien tiene la verdad no se pregunta nada, no se cuestiona, solo establece. A través del método se impone la duda, una duda que se interroga por el azar y el sentido de la naturaleza. Sin preguntas no puede existir el método.

La crítica clásica ha concebido la idea de objetividad, al momento de abordar un texto, bajo un molde establecido. La obra bajo una nueva crítica, necesita ser medida en sus justas dimensiones, como un elemento autónomo.

Cada época puede creer, en efecto, que detenta el sentido canónico de la obra, pero basta ampliar un poco la historia para transformar ese sentido singular en un sentido plural y la obra cerrada en obra abierta. La definición misma de la obra cambia; ya no es un hecho, histórico: pasa a ser un hecho antropológico puesto que ninguna historia lo agota. La variedad de los sentidos no proviene pues de un punto de vista relativista de las costumbres humanas; designa, no una inclinación de la sociedad al error, sino una disposición de la obra a la apertura; la obra detenta al mismo tiempo muchos sentidos, por estructura, no por la invalidez de aquellos que la leen. Por ello es pues simbólica: el símbolo no es la imagen sino la pluralidad de los sentidos (Barthes, p.54).

El gusto está signado por la crítica tradicional en definiciones abstractas, como aquello que es bueno o malo, basados en modelos esenciales ¿cómo se adjudica lo bello y lo bueno en el lenguaje? ¿Cómo el texto en cuestión se somete a evaluaciones consolidadas con el paso de los años, donde han cambiado de manera simultánea las propuestas artísticas? Es lo que la crítica nueva busca cuestionar: cómo analizar una obra total a partir de la reducción entre lo bueno y malo, lo bello y lo feo. La nueva crítica busca analizar las obras desde enfoques distintos, más que las técnicas, consecuencias del lenguaje, no como algo estático, sino como un conjunto de procesos multifactoriales que la misma escritura genera y, a su vez, cómo se experimenta todo este conjunto de cualidades en una obra, en el lector.

La crítica se vale de su propia jerga, de su propio orden del discurso, su abordaje específico de los fenómenos; es ideológico, y se da como una verdad, establecida desde el poder (Focault). La jerga es el lenguaje del otro, pero cómo esta se legitima dentro de los espacios del saber, cuyas miradas, declaraciones, determina el porvenir de lo que se lee y lo que no puede, o no debería tenerse en cuenta. El lenguaje de la nueva crítica aboga por la presencia del otro, pero eso no la excluye de volverse, situación inevitable, con el paso del tiempo, en un discurso por igual hegemónico. Apertura a los sentidos del texto.

Alexander JM Urrieta Solano

Consultas bibliográficas

Barthes, Roland. Crítica y Verdad. Buenos Aires: Siglo XXI Editores, 1992.

Borges, Jorge Luis. El Escritor argentino y la tradición. Barcelona: Círculo de lectores, 1975.

Focault, Michel. El orden del discurso. Barcelona: Tusquets Editores, 1999.

Montaldo, Graciela. Teoría Crítica. Teoría Cultural. Caracas: Equinoccio, Ediciones de la Universidad Simón Bolívar, 2001.

¿Lecturas para el día del libro?

Como una novela

Leer y escribir en un país invisible

El secreto del éxito japonés

Ministro, estuprista y beato

Los demasiados libros, o las virtudes del exceso de plástico

La esquina de barro

Tanizaki en Las Vegas

El intersticio primero

por Bastián Desidel

Metáfora de la nervadura en La surtidora de María Sol Pastorino

La poesía no resuelve. Tensiona. Bien se sabe al leer los versos de la poeta María Sol Pastorino, quien publicó su primer libro hace algunos años. La surtidora es muestra y producto de la elaboración consciente de una escritora que se sabe en condición y que despliega su lenguaje sin temor al nudo y al callejón sin salida. Doblemente válido es para La surtidora, poemario que ha sobrevivido a los retazos de los años, a la búsqueda de su decir poético y a la complejidad del mundo editorial en tanto publicación como distribución.

Cosas varias podrían decirse de este libro donde la sutileza no es un acierto inconsciente. La surtidora comienza sus páginas con el siguiente poema: 

Empeño en escribir, 
tarea que la surtidora realiza sin el menor esfuerzo. 
Si ella se esforzara, dejaría de juntar hojas de otoño, 
dejaría de creer en el ardor de los nervios. 
La página en blanco la enciende ella misma. 
Funda una metafísica propia 
la de arder en una nervadura. 

En el desglose del poema, sin abandonar la totalidad a la cual se debe, reconocemos el imaginario expuesto al servicio de un arte poética. El protagonismo de La surtidora, quien escribe y es escrita, a la manera de la heteronomía, nos presenta las siguientes preguntas: ¿El poema es escuchado por la poeta quien transmite el dictum de lo que llamamos inspiración? ¿O será que el poema es construido a la manera de una cuidada artesanía del alma? La dualidad gestacional del “poema” es la obertura de este libro. El “empeño” demuestra rápidamente la irónica sutileza de una escritura experimentada, y que busca desbaratar en el siguiente verso la complejidad e intencionalidad que denota la acción de escribir. La escritura no es la poesía. La surtidora intuye: responde más al hábito de quien mantiene un vínculo extraño y personal con los objetos, personas, estaciones de su vida cotidiana. Significante será la presencia silenciosa de los cuartos, las bolsas, las manecillas, los otoños y los lápices, en ellas se gesta la primera sílaba que remueve a la poeta. Esta poética denota una idea de la escritura antes de la escritura y el sacrificio implícito que conlleva la poesía y que llamará más adelante “la dificultad afectuosa del poema”. ¿Es capaz la escritura de esbozar este contacto tan personal de la “metafísica propia”? Vitalidad, en esencia: el hechizo poético y la particularidad del poema reside en su cierre. Retorno al último verso: “la de arder en la nervadura”; resulta llamativa la utilización de la palabra nervadura, en un doble vínculo con “las hojas de otoño” y “los nervios”, lo que permite el ingreso del lector al bagaje botánico que potencia esta metáfora. 

La condición de la nervadura es básica para la totalidad de la estructura biológica de una hoja. Su símil humano, el nervio

Si escarbamos en algunos tomos sobre la composición de las plantas, como el Diccionario de botánica redactado por Pío Font Quer, publicado el año 1953, podemos asociar la nervadura como el conjunto y disposición de nervios que componen la hoja en forma de redes —similar a las venas humanas. A través de esta se puede lograr una clasificación dependiendo de su estructura, lo que variaría la complejidad de su función, no obstante, su presencia se liga a ciertas funciones básicas: la óptima distribución del agua, la estabilización de la estructura, promover la robustez enfocada en reducción de daños, entre otras tantas bifurcaciones existentes en el tema; es reconocible que sus funciones se ligan a otras como los de la fotosíntesis. La condición de la nervadura es básica para la totalidad de la estructura biológica de una hoja. Su símil humano, el nervio, remite de igual manera al contacto entre el sujeto y su entorno, en este caso a la acción pre-cognitiva con la cual responde el sujeto ante su ambiente. La utilización metafórica de la nervadura posibilita el ingreso a la sensibilidad poética: apertura ante la recepción de la intemperie y contención de la luz, como también su apreciación de estructura casi irreducible. Para indagar como lo hacen estos poemas con su cotidianidad, hay que entrar en esa región primaria de la cual la nervadura es signo. Así, “arder en la nervadura” será un mandato primario.

Esta nervadura, pura metafísica poética, es la que sostiene a la poeta en la hoja de papel. Más que respuesta reflejo, es el espacio límpido de trampas cognitivas, espacio del misterio. En este punto se podría considerar la posibilidad de desovillar una esencia común respecto a este espacio poético con la del poema “En el coto de la mente” del poeta peruano Carlos Germán Belli, la cual cobra relevancia en sus últimos versos “aquel que los arneses despojóse,/ para con premeditación nadar,/ entre sedosas aguas, pero ajenas,/ sin pez siquiera ser, ni pastor menos.” Pero apuntalar un posible significado no basta para esclarecer los pliegues de un poemario como el presente. Posiblemente este resquicio biológico permite acoger la tensión entre el Poeta que intenciona la escritura (como un oficio a partir de la práctica) y el Poeta que recepciona la palabra poética y vuelca la inspiración en un ejercicio activo (nacimiento desde ese espacio primario) y sostener una dialéctica que no llega a contraponerse jamás, pues ambas formas se contienen en una mayor. Así el roce de estas dos formas hace pensar en la experiencia humana abierta a la sensibilidad de los estímulos cotidianos y su comunicación privada. Imagen que en cualquiera de los casos le es fiel a la autora. 

Imagen de portadilla. La surtidora. Ruinas Circulares, 2019.

La plena confianza en la metáfora y, con esto, confianza también en la palabra como medio de contacto con una Realidad que, ligera, se asoma en los objetos más cotidianos, es otro atributo de la poeta María Sol Pastorino. Si bien La surtidora, máscara sujeta a otra metáfora, alude constantemente que el verbo “escribir” es un puente incompleto o un objeto defectuoso si se erige con base en una razón ciega, la “dificultad afectuosa del poema”, principal constitutivo del poema como triunfo del lenguaje en su expresión últimaserá “realizable” desde el posicionamiento en la “nervadura”. Ante la escritura de La surtidora se evidencia la necesidad que el lenguaje toque, ingrese, remueva ese nervio, que se sepa estar dentro, vivir la metáfora, pues los textos aquí reunidos son constatación de la palpitación poética, el habitar desde la sensibilidad de ese intersticio primero y su constante contacto privado con la simbología cotidiana en que la experiencia humana se mueve. Es por eso que la necesidad de la “metafísica propia” se presente como un imperativo para quien se bate ante la página en blanco. La vitalidad mística que destella y estalla en el verbo poético. La poesía de la surtidora se siente y se descubre, es hallazgo, sólo se nos hace poeta al encontrarnos con la poesía, el ejercicio lógico en sí mismo imposibilita esta vitalidad basada en el sentir. Se nos dice: 

XI 

Las llaves buscan el giro dice la surtidora.
Las cerraduras no comprenden en el círculo, 
las bendiciones que nadie ve. 
Los mandalas de nuestros verbos 
se abren y cierran en la geometría 
del esfuerzo y la utilidad que sobregira. 
Las llaves se desgastan en la comprensión. 

El poema es la labor del poeta. El conocimiento del trabajo y la nervadura es la esencia que provee a La surtidora misma en la posibilidad de la escritura poética: la Poesía en el intento de escribir poesía, el intento de retornar a esa región única que provee. El ejercicio escritural, carente de finalidad como se nos demostrará en el poema que cierra el conjunto, sobrevive al por qué, se escribe porque se arde en la nervadura, sin más. En esta batalla de la comprensión y el sentir, lo posible y lo concreto diluyen su dialéctica. La surtidora descree de la respuesta objetiva. María Sol posee tinta escéptica, lo cual no nos aleja de esa región nerviosa a la cual nos llama a arder, la creación de la metafísica propia conlleva al distanciamiento del lenguaje común. Desde el escepticismo y la cotidianeidad la surtidora enseña a retornar a uno mismo luego del contacto con el otro. Me perdonará la autora por citar a Roberto Juarroz, poeta que no es de su predilección. El poeta argentino refiere a su interlocutor Guillermo Boido, en el libro Poesía y creación: “La única manera de recibir una creación es crearla de nuevo. Tal vez, crearse con ella”. Pienso que esa metafísica propia nos lleva a fundir los polos en el sacrificio único de la creación, la surtidora nace en la dificultad afectuosa del poema, luego de horas de intento aprendiendo el fallo, habitando la palabra dictada a la mano por una voz más profunda, —nacida en la nervadura y su crepitar— y que quizás no nos pertenece en su totalidad. 

XI

Los caminos de la tensión y la insistencia dice la surtidora, 
en el corazón de la nervadura. 
En la dificultad 
el color de la página en blanco.

Como la insistencia de la vida, hay que insistir dice la surtidora.
Llevar la colección de nervios y corazones más allá de lo tibio. 
Llevar la acción, 
sus tensiones y nacimientos, 
junto a la memoria 
y sus fundiciones en la muerte.

Misceláneas compartidas

El fin de los dirigibles

La calle de los hoteles

Un mundo inmóvil

Je me souviens

Pathei mathos

El Poeta en el mundo

La casa de Asterión

El Expediente H

En 1933 dos filólogos estadounidenses, Milman Parry y Albert Lord, realizaron un viaje a Kosovo. Especializados en las formas de literatura oral se propusieron recopilar las epopeyas medievales transmitidas de generación en generación. De este suceso Ismaíl Kadaré publicó El expediente H. (1981),novela que narra la llegada de dos investigadores irlandeses asentados en Nueva York (Max Roth y Willy Norton) a las montañas del norte de Albania. Tienen como objetivo registrar por medio de un innovador magnetófono (retenedor de memorias) los poemas épicos albaneses recitados por los últimos rapsodas (lahutarë) de la región.

La misión de los folcloristas irlandeses es cotejar las versiones de los relatos épicos albaneses y las semejanzas que hay con los poemas épicos de la Ilíada y la Odisea. A través del registro de las variantes dadas por los últimos hombres homéricos se pretende descifrar el misterio de la existencia de Homero. La reconstrucción oral de la épica albanesa y sus vinculaciones con el enigma H. La novela tiene como tema central los vínculos entre la memoria y el olvido como medios de indagación de la genealogía de los relatos.

El rapsoda constituye la pieza esencial en la maquinaria de la epopeya. Cuya versión oral va modificando a partir de sus olvidos. “El rapsoda es a la vez editor y librero, y también bibliotecario, pero al mismo tiempo es más que todo eso: es a la vez coautor tardío y en calidad de tal posee el derecho de modificar el texto” (Kadaré, 2001: p. 55) .Capitalizar los recuerdos también implica la gestión del olvido de ellos, una reescritura perenne de los principios. En la literatura los testimonios sirven para reconstruir una memoria bajo tratamientos estéticos.

La relación entre estética y memoria, literatura y testimonio, permite abordar aspectos que la historia y los trabajos de la memoria, por compromisos ideológicos u oficiales, no contemplan. Los discursos del arte y la literatura recogen “vocabularios de lo incompleto”, le otorgan al recuerdo “volumen expresivo”, en otras palabras, permiten “recordar por los huecos de la representación, por las fallas del discurso social y sus lapsus; por todo lo que entrecorta la sintaxis ordenadora de las recapitulaciones oficiales con el fuera-de-plano de motivos truncos, de señales difusas y visiones trizadas” (Richard, 2002: p. 191).

Parry returned to Yugoslavia from June 1934 to September 1935 and was assisted principally by Nikola Vujnović (a singer from Stolac) and Albert Lord (a former student at Harvard and future curator of the Milman Parry Collection). During those 15 months, they collected over 12,500 individual texts, mostly in written form, but many of them recorded on double-sided aluminum discs. These sound recordings of poetic performances represent a significant milestone in the collection of oral poetry, since the recording device they used, which consisted of two turntables connected by a toggle switch, allowed Parry and his assistants to record songs without interruption and indefinitely by alternating between turntables.
Source: https://mpc.chs.harvard.edu/milman-parry-collection-1933-35/

Las voces fragmentadas de los rapsodas, ordenadas en un sistema literario, pueden ir más allá de los efectos narrativos de las lógicas oficiales. Presentando una nueva versión de la memoria para resolver el enigma del pasado. Los folcloristas presentan sus indagaciones mediante breves reflexiones de sus posibles hallazgos y conclusiones.

Según parece no se trata únicamente de un mero problema de memoria. Está vinculado con otro elemento básico de la epopeya oral: el mecanismo del olvido. El cual, a su vez, tampoco es simple olvido sino un proceso bastante más complejo. Puede tratarse quizá de un olvido involuntario, pero a la vez también deliberado. Un supuesto olvido que legitima la intervención (Kadaré,2001: p. 55).

El olvido ya no se trata de una capacidad limitada de la memoria humana, sino que forma parte integrante del laboratorio de producción de la misma épica. “En resumen, como en los seres vivos, se trata de una muerte que garantiza la continuidad de la vida” (p. 107). El olvido se reivindica como un proceso no solo terapéutico sino también como un vínculo con el poder. Aquel que controla el pasado es capaz de editarlo, manipularlo. El olvido es la otra cara de la moneda. El olvido también es la dimensión donde habitan los destellos y las elipsis. En la medida que los rapsodas eliminan también añaden, alteran, en pequeñas o grandes claves, la versión de los relatos.

Estas observaciones hace a los folcloristas preguntarse por el índice de merma por unidad de tiempo que cambia en cada registro oral. Cuánta información se añade y se pierde en un periodo de diez semanas, diez años, un siglo, un milenio. Para los investigadores dichas variaciones no son más que “omisiones anteriores, corregidas después por el rapsoda, de igual modo que los olvidos no son más que adiciones transitorias que el rapsoda, por razones probablemente desconocidas para él mismo, decide excluir nuevamente del texto, y así sucesivamente, hasta el infinito” (p. 108).

En 1960 Albert Lord publicó The Singer of Tales. Allí analiza la tradición oral como teoría de la composición literaria y sus aplicaciones a la epopeya homérica y medieval. Tomando como referencia el trabajo previo realizado con Parry, grabando a los poetas balcánicos declamando, expone un conjunto de reflexiones sobre el impacto de la narración oral y su transición a la escritura.

Lord plantea que los relatos orales de los rapsodas son de naturaleza fluida, imágenes que acontecen, como el poema, en el instante del presente, por lo que cualquier registro escrito que tengamos de ellos solo nos puede dejar una interpretación (residual) de ellos. Lord parte de la definición que Parry hizo sobre la fórmula oral: conjunto de palabras usadas bajo unas mismas condiciones métricas, y que sirven para expresar una idea en cuestión. El rapsoda aprende a contar la epopeya no solo por un acto de repetición, también asimila estás epopeyas como si se tratara de un lenguaje vivo, establece un vínculo congénito con el relato; vida y memoria habitan dentro del relato. Con esto se podría explicar la capacidad que tenían dichos rapsodas, que recorrían grandes distancias de un sitio a otro, tuvieran la capacidad de memorizar e interpretar cuentos tan extensos; y sin embargo el rapsoda no cuenta la historia dos veces con las mismas palabras. Es el índice de merma que varía cada relato contado una y otra vez en el paso del tiempo. Lord entonces nos dice:

«…every performance is a separate song.»

[…cada interpretación es una canción aislada]

«What is important is not the oral perfor­mance but rather the composition during oral performance.»

[Lo que importa no es la interpretación oral, sino más bien la composición durante la interpretación oral]

«One of the reasons also why different singings of the same song by the same man vary most in their endings is that the end of a song is sung less often by the singer.»

[Una de las razones por las que diferentes interpretaciones de una misma canción cantadas por un mismo hombre varían, mayormente en sus finales, es porque el final de la canción es interpretado con menos frecuencia]

«… About three stages of learning for the singer: (A) period of listening and absorbing; (B) period of application; (C) period of singing before a critical audience.»

[Acerca de los estados de aprendizaje del poeta oral: (A) periodo de escucha y absorción; (B) periodo de prueba; (C) periodo de interpretar ante un público]

«The fact of narrative song is around him [= the singer] from birth; the technique of it is the possession of his elders, and he falls heir to it. Yet in a real sense he does recapitulate the experiences of the generations before him stretching back to the distant past. From meter and music he absorbs in his earliest years the rhythms of epic, even as he absorbs the rhythms of speech itself and in a larger sense of the life about him. He learns empirically the length of phrase, the partial cadences, the full stops.»

[Es un hecho que la canción narrativa lo rodea [= al rapsoda] desde su nacimiento; la técnica del canto es posesión de sus mayores, y él la hereda. Sin embargo, en un sentido real, él rememora las experiencias de las generaciones anteriores a él, que se remontan a un pasado lejano. A partir de la métrica y la música, absorbe en sus primeros años los ritmos épicos, al igual que absorbe los ritmos del habla misma y, en un sentido más amplio, de la vida que lo rodea. Aprende empíricamente la longitud de la frase, las cadencias parciales y las pausas completas]

«…we cannot correctly speak of a ‘variant,’ since there is no ‘original’ to be varied!»

[…no podemos hablar correctamente de una ‘variante’, ya que no hay un ‘original’ que pueda variarse]

«Usually the rhythms and melodies that the youth learns at this period of initial specific application will stay with him the rest of his life.»

[Generalmente los ritmos y melodías que el joven aprende en este período de aplicación específica inicial permanecerán con él por el resto de su vida]

«And the picture that emerges is not really one of conflict between preserver of tradition and creative artist; it is rather one of the preservation of tradition by the constant re-creation of it.»

[La imagen que nace (del poema) no es un conflicto entre la preservación de la tradición y el artista creativo; es preferible preservar la tradición mediante la constante re-creación de la imagen]

¿Qué vínculos hay entre la novela y el ensayo? ¿Cómo recrean el interés por las memorias y los olvidos?  La memoria es una facultad para resistir, preservarse. En la novela hay implícito no solo una demanda social del pasado, sino también el deber de memoria, un deber de los descendientes, la urgencia de reconstruir, “recordar el pasado como un presente, volver a él para reencontrar en las banalidades de la mediocridad la forma horrible de lo innombrable” (Augé, 1998, p.102).

La historia nace y se destruye en la oralidad.

La obra literaria es un mecanismo del recuerdo.

El texto nos recuerda que el pasado es un terreno de disputas.

Kadaré plantea los vínculos inseparables entre la capacidad de producir una forma de memoria en función de aquello que se olvida. Los rapsodas albaneses son capaces de ir más allá de las verdades oficiales impuestas por fuerzas estatales, conformando una forma de memoria autónoma en donde los cantos son la respuesta al enigma de Homero, al problema de la memoria como vínculo común entre los seres humanos que buscan dar con una mejor comprensión del presente desde el pasado. La memoria y el olvido son necesarios para nuestra asimilación del paso del tiempo. Es precisamente mediante ambos actos que el recuerdo se convierte en un hecho consumado y, sin embargo, un acto imperfecto y necesario.

«Multiformity is essentially conservative.»

[La multiformidad es esencialmente conservadora]

«The habit is hidden, but felt.»

[El hábito está oculto, pero se siente]

Alexander JM Urrieta Solano

Referencias:

Augé, M. (1998). Las formas de olvido. Gedisa

Kadaré, I. (2001). El expediente H. Alianza Editorial.

Richard, N. (2002). La crítica de la memoria. Cuadernos de Literatura, 187-193.

Páginas de consulta:

A personal checklist of memorable wordings in Albert B. Lord’s The Singer of Tales

(Agradezco en particular al autor de este enlace, Gregory Nagy, del cual tomé los extractos del libro de Lord. Su selección me ha parecido grata y pertinente para complementar la lectura de la novela de Kadaré. Ignoro si existe alguna edición en español de Singer of Tales. Por otra parte, me disculpo quizá por las traducciones hechas por el administrador de esta página, las cuales pueden ser defectuosas)

The Milman Parry Collection, 1933–35

Pathei mathos

por Rick Marshall

Querido lector,

He comenzado a leer Moira: Fate, Good, & Evil in Greek Thought (Moira: el destino, el bien y el mal en el pensamiento griego), de William Chase Greene, y estoy impresionado con las cinco primeras páginas, que incluyen una de las revisiones más ágiles sobre las concepciones griegas básicas que yo haya leído. Esas páginas tamizan relaciones entre docenas de elementos cruciales, aunque la exploración más profunda de sus significado se deja al resto del libro. Para auxiliarme en el desmenuzamiento de este sustancioso material voy a explorar un tanto su vocabulario, de manera que me ayude a examinar el contexto cultural de sus filósofos, comenzando en este párrafo de la página 5:

El fuerte de Greene no está en sus prioridades, ni tampoco en sus conclusiones, sino en la riqueza del material con que trabaja. Es decir, a pesar de que no siempre interpreta de manera correcta ese material, acierta más o menos tanto como se equivoca -y en verdad, la mayoría de los modernos no llega a comprender el nivel de profundidad que los griegos demandan-. Lo importante, sin embargo, es que selecciona material clave para comprender las preocupaciones de la Grecia de la antigüedad. En ese capítulo introductorio enfoca, uno tras otro, términos centrales. Si de verdad se desea comenzar a comprender muchos de sus conceptos medulares, que de manera tan radical separan la visión clásica del mundo, de la actual, -si de verdad quiere uno entenderse a sí mismo y a su mundo-, tendremos que entrar y considerar, además de la cosmovisión que hoy se maneja, otra distinta y, a partir de ambas, cerrar un triángulo con la perspectiva individual; pues sin ella no se alcanzaría una percepción real. Y justo ahí, en esas páginas introductorias del libro, están esos conceptos y una visión ordenados secuencialmente y listos para que uno comience su propia investigación.

Y empezando como ejemplo por pathei mathos, hay que advertir que ni Greene ni la mayoría de los estudiosos de su significado lo han comprendido cabalmente. Este autor lo resume como: descubrir que la sabiduría puede provenir del sufrimiento (pathei mathos), lo cual es –implica– una escuela del carácter. Esto, apenas es el comienzo de lo que pathei mathos quiere decir. Se acerca a ello tanto como se aleja. Y el peculiar tono condicional de su interpretación, muestra la característica forma moderna de distanciarse de este concepto griego esencial, y que expone una sentencia acerca de la naturaleza humana en absoluto condicional o arbitraria. Por el contrario, señala algo que no es consustancial, un conflicto que nosotros mismos creamos, la razón por la que “Conócete a ti mismo” fue tan central para los griegos antiguos, que aparecía escrito a la entrada del Oráculo de Delfos.

Pathei mathos ha debido ser una expresión citada con frecuencia en la Grecia clásica, aunque hoy la conozcamos mayormente a través de Agamenón, la tragedia de Esquilo. En un contexto semejante, solo una reacción poderosa nos habrá impedido comprender el inequívoco que Esquilo se esmera en presentarnos.

Para los griegos, la piedra angular de la literatura fue la Ilíada de Homero, que selecciona una secuencia crucial del ciclo de historias sobre la guerra de Troya. Una guerra que cierra de manera definitiva los tiempos heroicos, con la aniquilación de sus hombres más brillantes sobre las llanuras troyanas; vidas desperdiciadas en una disputa doméstica.

La cultura que transformó este hecho de pérdida y vergüenza horrorosas, en su épica principal, añadió a esta, otra obra de Homero, la Odisea. Selección de historias sobre los retornos, en los que los “vencedores”, los sobrevivientes de aquella debacle, fueron muriendo, casi todos en el viaje de regreso a sus hogares o en el momento de hacerlo. La épica de Homero escoge los diez años de horror y desesperación en los que Odiseo añora regresar a su hogar; uno de los poquísimos personajes que sobrevivieron a la guerra terrible y, luego, al penoso retorno.

Este es el contexto del Agamenón, que trata sobre el gran rey de los griegos, el que comandó la fabulosa flota de mil barcos a su ruinosa victoria sobre Troya, y cuy retorno terminó mucho menos felizmente que el de Odiseo. Pero más allá del total y fútil desperdicio de la guerra misma, Agamenón regresó oliendo a sangre y a culpa por haber sacrificado a su propia hija, Ifigenia, en aras de cambiar los vientos que, en un comienzo, impedían a la flota griega partir hacia Troya. Regresó al hogar con su concubina Casandra, la profetisa troyana que adivinó los horrores por venir y quien era portadora de la maldición de no ser creída, incluso por los que más la querían; condenada a vivir sin remedia lo que inútilmente había predicho. Regresó para ser asesinada por su esposa Clitemnestra, en venganza por la muerte de Ifigenia, hija de ambos. Para provocar que su hijo Orestes asesinara a su madre Clitemnestra por haberlo asesinado a él.

El gran Gilbert Murray, en el prefacio de su traducción magistral del Agamenón (disponible gratuitamente en Proyecto Gutemberg), nos introduce de lleno en el asunto:

En el resumen de Murray, aunque no totalmente clara, está implícita la naturaleza de ese don: subsanar un defecto de la humana naturaleza, que hace posible que seamos tan abismalmente estúpidos como para cometer crímenes en nombre de la justicia sin darnos cuenta de que esto perpetúa inevitablemente el ciclo de crímenes. Este don no es uno más a recibir entre muchos otros, como parece implicar la interpretación de Greene en su Moira. El uso específico que le da Esquilo a pathei mathos, si se traduce de manera clara no deja lugar a dudas. Desafortunadamente, Murray, no entiende tan bien esta obra, oscurece un tanto el tema al moldearlo para su traducción en verso, pero la traducción de Herbert Weir Smith sí es bien clara:

Por distorsión, juzgamos a la cultura griega como foránea y ajena; pero el verdadero motivo es que choca con nuestros prejuicios modernos. Y así, optamos por pasar por alto o alterar intencionadamente lo más grave de sus sentencias. No nos molestamos en encarar el verdadero significado de esta ley.

Para empezar: únicamente el sufrir puede conducirnos al conocimiento. Mas, debido a los defectos de la naturaleza humana, haremos cualquier cosa para no desbancar nuestras más amadas ilusiones, y así, nuestra sabiduría sólo podrá sufrir metamorfosis, o cambios, en contra de nuestra voluntad y bajo la coacción del pathos.

Luego, la sabiduría ni siquiera siempre ni con frecuencia nos alcanza a través del sufrimiento, pues de ser así, hace mucho tiempo que habríamos roto la cadena de crímenes y castigos que constituye la justicia primitiva. Tal como se muestra en el Agamenón, quienes padecieron esas lecciones de sabiduría, sufrieron, pero no retuvieron la necesaria para romper ese ciclo de violencia. De modo que sea cual sea el conocimiento que un individuo pueda comprender, lo habrá obtenido a la fuerza. El hombre moderno se siente molesto con esta interpretación e insistirá en leer este pasaje aislado del resto de la obra y, por supuesto, de este ciclo de obras, pero ello es simplemente una ilustración del punto primero: que haremos cualquier cosa para no desbancar nuestras más amadas ilusiones.

Este don que Zeus trae a la humanidad no es un don cristiano, como la salvación ofrecida a todos los seres humanos (deducible de lo que Murray dice en su prefacio), ni un don moderno, del tipo de verdad evidente por sí misma y compartida por todos. Es un don tal y como lo entendían los griegos antiguos, para quienes los males eran muchos y los bienes escasos, y no enfatiza el que la sabiduría alcance gratuitamente a todos los hombres; es más bien al revés, lo hace en contra de nuestra voluntad. La concepción de pathei mathos de Esquilo de seguro contó con la aprobación de Heráclito: “Todos los animales son llevados a pastar a palos” y “Lo mejor para los hombres no sería conseguir lo que quieren”. Queremos las cosas erróneas y, dejados a nuestro capricho, nos alejamos de la sabiduría en favor de placeres fatuos y viciosos.

La lectura apresurada de Green del pathei mathos tuerce su significado característicamente griego, favoreciendo una lectura moderna: “Eh, hombre, haz lo que tú quieras, incluso puedes tratar de sufrir de manera que te hagas más sabio; esta es una manera de formar tu carácter”. Con todo, llama nuestra atención sobre este poderoso aserto y éste es un servicio por el que, con el mayor gusto, se perdona un lapsus de interpretación perfectamente comprensible. Como antídoto a la vaga versión de Greene ofrezco unos apuntes del curso de filosofía clásica griega del filósofo tejano Kenneth Smith.

Finalmente, a pesar de que hubo muchos intentos de traducir este pensamiento difícil y vital, quisiera llamar la atención sobre uno más: el artículo The Worst Week (La peor semana) apareció en el número del 19 de noviembre de 2007 de Newsweek. Allí, Evan Thomas discute las conexiones entre el colapso de la presidencia de Lyndon Johnson y los asesinatos de Martin Luther King Jr y Robert Kennedy. Narra la historia de cómo Kennedy buscó el respaldo de King a su campaña presidencial y estuvo a punto de obtenerla cuando King fue asesinado. El 4 de abril del 1968, en lo que se suponía debía ser un mitin de campaña en Indianápolis, sucedió que en su lugar le tocó a Kennedy transmitir la terrible noticia a la multitud que se había reunido para escucharle. Dejó de lado su charla preparada al efecto y habló basándose en las notas que tomó en el vuelo, las cuales capturan su conmoción y sufrir iniciales. El punto de quiebre de su alocución fue su interpretación del pasaje de Agamenón: “Mi poeta favorita fue Esquilo. Él escribió: ‘En nuestros sueños, el dolor que no se puede olvidar, cae gota a gota en el corazón hasta que, para desesperación propia, en contra de nuestra voluntad, la sabiduría nos alcanza por medio de la espantosa gracia de Dios.’”

Sinceramente suyo

Rick.

Texto original:

Verbal Medicine

*Para esta nota estamos agradecidos y a la búsqueda del traductor de este texto cuyo original está en inglés. Este texto llegó bajo unas circunstancias muy particulares pero gratas.

Botellas al mar:

Apuntes para Abraxas

Je me souviens

El poeta en el mundo

El secreto del éxito japonés

La correcciones

Tanizaki en Las Vegas

Selección natural

«Quizá todas las invitaciones deban proceder del cielo; quizá sea inútil que los hombres traten de unirse, porque al intentarlo solo consiguen ensanchar el abismo que los separa.»

 E. M. Forster A Passage to India

Parque La Llovizna – Puerto Ordaz

Como una novela

por Daniel Pennac

56

Pocos objetos como el libro despiertan tal sentimiento de absoluta propiedad. Una vez han caído en nuestras manos, los libros se convierten en nuestros esclavos…, esclavos, sí, por ser de materia viva, pero esclavos que nadie pensaría en liberar, por ser hojas muertas. Como tales, padecen los peores tratos, fruto de los más locos amores o espantosos furores. Y te doblo las páginas (¡oh, qué herida, cada vez, la visión de la página doblada!, «¡pero es para saber dónde estooooooy!») y poso mi taza de café sobre la tapa, esas aureolas, esos relieves de tostadas, esas manchas de aceite solar…, y te dejo un poco en todas partes la huella de mi pulgar, el dedo con el que aprieto mi pipa mientras te leo… y esa Pléiade secándose miserablemente sobre el radiador después de haber caído en tu baño («¡tu baño, cariño, pero mi Swift!»)… y esos márgenes garrapateados de comentarios afortunadamente ilegibles, esos párrafos nimbados por rotuladores fluorescentes…, ese libro definitivamente inválido por haber pasado una semana entera abierto por el lomo, ese otro supuestamente protegido por una inmunda funda de plástico transparente con reflejos petrolíferos…, esa cama que desaparece debajo de un témpano de libros esparcidos como pájaros muertos…, ese montón de Folio abandonados al moho del granero… esos desdichados libros infantiles que ya nadie lee, exiliados en una casa de campo adonde ya nadie va…, y todos esos otros en los muelles, liquidados a los revendedores de esclavos…

Todo, a los libros se lo hacemos sufrir todo. Pero la manera como los maltratan los demás es la única que nos apena…

No hace mucho tiempo vi con mis propios ojos cómo una lectora arrojaba una enorme novela por la ventanilla de un coche que corría a toda marcha: era por haberla pagado tan cara, convencida por competentes críticos, y sentirse tan decepcionada. ¡El padre del novelista Tonino Benacquista llegó al extremo de fumarse a Platón! Prisionero de guerra en algún lugar de Albania, con un resto de tabaco en el fondo de su bolsillo, un ejemplar del Cratilo (¿qué diablos hacía allí?), una cerilla… ¡y crac!, una nueva manera de dialogar con Sócrates…, por señales de humo.

Otro efecto de la misma guerra, más trágico todavía: Alberto Moravia y Elsa Morante, obligados a refugiarse durante varios meses en una cabaña de pastor, sólo habían podido salvar dos libros, La Biblia y Los hermanos Karamazov. De ahí un terrible dilema: ¿cuál de los dos monumentos utilizar como papel higiénico? Por cruel que sea, una elección es una elección. Con gran dolor de corazón, eligieron.

No, por sagrado que sea el discurso trenzado en torno a los libros, no ha nacido quien impida a Pepe Carvalho, el personaje favorito de Manuel Vázquez Montalbán, prender cada noche un buen fuego con las páginas de sus lecturas predilectas.

Es el precio del amor, la contrapartida de la intimidad.

En cuanto un libro acaba en nuestras manos, es nuestro, exactamente como dicen los niños: «Es mi libro»…, parte integrante de mí mismo. Ésta es sin duda la razón de que devolvamos con tanta dificultad los libros que nos prestan. No es exactamente un robo… (no, no, no somos unos ladrones, no…), digamos un deslizamiento de propiedad, o, mejor dicho, una transferencia de sustancia: lo que era de otro bajo su mirada, se vuelve mío cuando se lo come mi ojo; y, caramba, si me ha gustado lo que he leído, siento cierta dificultad en «devolverlo».

Sólo me estoy refiriendo a la manera como nosotros, los particulares, tratamos los libros. Pero los profesionales no lo hacen mejor. Y yo te guillotino el papel a ras de las palabras para que mi colección de bolsillo sea más rentable (texto sin márgenes con las letras desmedradas de puro apretujadas), y yo te hincho como un globo esta novelita para hacer creer al lector que vale el dinero que paga por ella (texto ahogado, con las frases asustadas por tanta blancura), y te coloco unas «fajas» cuyos colores y cuyos títulos enormes cantan hasta ciento cincuenta metros de distancia: «¿Me has leído? ¿Me has leído?». Y yo te fabrico ejemplares «club» en papel esponjoso y portada acartonada adornada con ilustraciones deprimentes, y yo pretendo fabricarte unas ediciones «de lujo» con el pretexto de que adorno una falsa piel con una orgía de dorados…

Producto de una sociedad hiperconsumista, el libro está casi tan mimado como un pollo alimentado con hormonas y mucho menos que un misil nuclear. El pollo con hormonas de crecimiento instantáneo no es, por otra parte, una comparación gratuita si se aplica a los millones de libros «de circunstancias» que se escriben en una semana bajo el pretexto de que, esa semana, la reina la ha diñado o el presidente ha perdido su empleo.

Así pues, visto bajo esta perspectiva, el libro no es, ni más ni menos, que un objeto de consumo, y tan efímero como cualquier otro: inmediatamente destruido si no funciona, muere con mucha frecuencia sin haber sido leído.

En cuanto a la manera como la misma universidad trata los libros, sería bueno preguntar su opinión a los autores. He aquí lo que escribió al respecto Flannery O’Connor el día en que descubrió que hacían a los estudiantes estudiar su obra:

«Si los profesores tienen hoy por principio abordar una obra como si se tratara de un problema de investigación para el que sirve cualquier respuesta, con tal que no sea evidente, mucho me temo que los estudiantes no descubran jamás el placer de leer una novela…»

Dispersos:

El fin de los dirigibles

Los demasiados libros, o las virtudes del exceso de plástico

La calle de los hoteles

Un mundo inmóvil (fragmento)

Cómo estafar a otros creyendo que salvas el planeta

La esquina de barro

Ensayo sobre el lugar silencioso

Apuntes para Abraxas II

15 de julio-2023

Estamos a mitad de julio. El Centro está repleto de buhoneros con productos puestos en diversas sábanas extendidas. Muchos artículos escolares. También muchos juguetes. En los parabrisas de los carros se pueden leer los logros de extraños: «mi hijo pasó a primer grado», «familia orgullosa por su bachiller», «sobrina hermosa ya sabes leer»,»me graduaron». Ves a los chamos entrando a la farmacia con sus chemises rayadas: «éxitos nunca cambies», «te voy a extrañar no me olvides». Hay tanta gente en la Hoyada que no se puede caminar. La saturación en las ciudades son mezcla de nostalgia con desesperación, que en suma viene a ser lo mismo que otra máscara de la esperanza. Gastar implica una forma de ser feliz. Eso, en tiempos y lugares tan caóticos y absurdos, no se tiene que discutir. Vamos a paso de fila india, como las hormigas. Sin ánimos de pisar la mercancía ajena. La oferta de mangos y ropa íntima a un dólar. Parece que la fecha próxima al día del niño no conoce rango de edades. El mundo está tan infantilizado que la idea de ser adulto se toma con vergüenza. La gente de quince años no asume que ya tiene treinta. El metabolismo y el dolor no son iguales. Crecer es una ambigüedad. Crecer es andar desnudo, lidiar con tu soledad. Para ignorar el paso del tiempo nos refugiamos en algún ejercicio de vanidad, exponer la vida irrelevante que se tiene, esperando que otros consuman lo que ofreces de ti, creyendo que tu contenido, bueno o malo, es garantía de un tipo de gusto consumado, una necesidad patológica por demostrar que estás siempre haciendo algo, que tu vida es interesante, cuando no lo es. Creces, pero no maduras. Pero justo es eso, se trata de esa búsqueda de atención, como la que necesitan los niños, ahora como adultos niño. Para calmar a mi niño interior me doy un paseo por el puente. En una mesa encuentro la poesía completa de Alberto Caeiro. Una edición llena de hongos y polvo. El libro tiene una vida dentro de otras vidas. Leo: «el defecto de los hombres no es el de estar enfermos:/es el de llamar salud a su enfermedad,/y por eso no buscan curarse/y realmente no saben qué es salud y qué enfermedad». Crecer duele, ¡pero qué bueno es! Madurar, no sé.

15 de agosto-2023

Fragmento de Ética de la Crueldad de José Ovejero:

«Los humanos necesitamos certidumbres. Tendemos a preferir libros con un mensaje que nos conforta, es decir, que hacen explícito lo que ya pensábamos antes de leerlos. Una crítica a la religión será siempre bien recibida por los ateos, una crítica al vicio por el pío, una crítica hacia los poderosos por los que no tienen poder…y también por los poderosos que no se sienten cómodos con su condición y prefieren contarse entre los impotentes. Una explicación del mundo que me alivie de mis culpas o que al menos las haga más llevaderas será acogida con gratitud. El lector suele apreciar las novelas en las que los protagonistas hacen lo que él siente que debería hacer pero no hace. Cuánta gente que lleva una existencia perfectamente burguesa disfruta las aventuras del revolucionario que sacrifica su vida luchando por sus ideales. Siempre me ha llenado de estupor el éxito de esos libros mediante los que asistimos al sufrimiento injusto de una persona cuyo partido tomamos no porque nuestras vidas sean o hayan sido similares, sino precisamente porque no lo han sido. No nos identificamos sino que sentimos simpatía, nos identificamos más bien con los justos que consideran que aquello es una injusticia; coincidimos con el autor en que el mundo es malvado, pero no por nuestra culpa, puesto que estamos al lado de las víctimas. En cierto sentido muchos de esos libros que pretenden ser morales -el autor revela con ellos lo ruin que es el mundo pero no él, ya que él condena esa maldad- son también extremadamente conservadores. Procuran al lector la sensación de encontrarse del lado de la razón mientras leen, de forma que no es necesario que lo hagan también mientras viven. Todos estamos a favor de la justicia, pero solo unos pocos actúan para conseguirla. Leer no es en muchos casos, como nos dicen desde el poder, una forma de crecimiento y liberación personal, sino una estrategia de enquistamiento. La lectura, igual que viajar, se ha convertido para la mayoría en una actividad recreativa. Si una vez y otra recibimos el mensaje de que leer es bueno se debe a que leer, como escribir, se ha vuelto inocuo. Pan y circo. Y literatura. E Internet. La literatura es el opio del pueblo.» pp. 71-72.

30 de septiembre-2023

¿Qué es la memoria? En sus Confesiones San Agustín dice que es el estómago del alma. Bernardo Atxaga, en el Obabakoak, dice que la memoria es un salpicado de islas. Quima formula su propia definición: circuito turístico de cayos que transitamos como huéspedes dentro de un cuerpo frágil con fecha de vencimiento. Volvemos al lugar donde fuimos extremadamente felices o tristes, en aquel sitio que no obedece ninguna ley física se permiten las contradicciones, no hay distinción dentro del doloroso placer de recordar. La soberanía de la memoria, dice, la que por los momentos considero plena, es saber que la única patria que tenemos son los recuerdos, en nuestros sótanos todavía nos sostiene la infancia, nuestro primer castillo de arena levantado con inocencia frente al mar, los dientes de leche mezclados en un frasco con monedas y metras. Por otra parte, M. dice que la memoria es un inventario de sucesos que conservamos como objetos, corotos ocultos en gavetas, cofres y bolsillos que dan sentido a nuestra versión personal del Génesis. También son imágenes. Imágenes perdidas que recuperamos en instantes inexplicables. He revivido mil formas de vida en el perfume de una madre, en el olor del guiso que prepara esa extraña que me ha cedido un sitio en su mesa para comer. Muchas respuestas en el pelo escondido en la funda de una almohada. He vuelto a tener cinco años al contemplar a unos niños jugando en el parque. He recordado la miseria por un pan lleno de hongos, en una olla mal lavada, en la extensión de una avenida oscura y sola. Una alegría se destapa en mi corazón al ver una foto de mi último viaje a Puerto Ordaz con personas que ya no tengo conmigo, pero que conservo en algún sitio. En un gesto está guardado el universo, la casa de las estrellas. La memoria es un archivo, caja de música, obra inconclusa. Es el lugar donde situamos varios lugares. Allí están los seres que me llenan, los ausentes, los desaparecidos, los eternos. El olvido también es recuerdo, piezas perdidas, ocultas. La pregunta que uno se hace es: ¿Cómo mediante gestos tan simples se recuperan las imágenes? ¿Qué detalles me llevan a ese lugar que, por mucho tiempo, había dado por perdido?

6 de noviembre-2023

Hay que ganarse la voluntad. Esta frase la tengo presente cada vez que despierto ante la insistencia de una alarma desquiciada, la que me ayuda a liberar la carga de cortisol necesaria para poder levantarme y, como Sísifo, ordenar la cama una vez más. Encarar el nuevo día. Estando lejos pienso en los amigos, esa formación antigua y delicada, de origen misterioso, que junto a los recuerdos hacen la patria mínima que da forma a nuestra soledad. He dado con la tarea de cartografiar la memoria, recuperar imágenes perdidas que me permitan pensar de otra manera el presente. Dejar constancia de que la vida ha sido y sigue siendo buena. Anoto: En la sabana todo es aterradoramente eterno. El territorio nos exige aceptar nuestra caducidad. Los músculos tienen memoria, los tepuyes también. Cada paso hacia lo desconocido comprende un margen de error y éxito incomprendido. Hay quienes se jactan de mostrar procesos y resultados, yo estoy tranquilo porque no aspiro a demostrar nada, solo dejar las cosas mejor que como las encontré. Mi mayor dicha ha sido fracasar y saber recuperarme de inmediato, me dijo Quima una vez, es el don de la insistencia, la terquedad quijotesca que da sentido a la vida. Alcanzar una meta requiere de esfuerzo y disciplina. Por eso me contento cuando veo a alguien que estimo llegar, por así decirlo, a alguna parte, ignoro si es bueno o malo, solo considero que al final todo vale la pena. De las grandes caminatas podemos aprender mucho sobre las nociones de resistencia y voluntad. Los logros de los amigos los siento míos, en cierta forma, porque uno desea pensar que así como somos parte de los momentos de angustia también podemos ser parte de las dichas. Claro, si los afectos lo permiten. Y digo esto con reservas porque en la hora más tenebrosa son pocos lo que quedan, y con eso basta. A pesar de que cada quien lleva su peso solo, no debemos despreciar la compañía temporal del otro. El trayecto no termina y el rey sol no perdona. Ruta complicada porque no podemos prevenir los cambios, por eso cada pequeño gesto proveniente de la extrañeza del otro es una grata recompensa. Entonces concluyo: Los amigos son la hospitalidad que da el camino.

31 de diciembre-2023

Quima me escribe: «Aspiro una memoria sin nostalgia, es decir: el olvido. Celebro la dicha de ser, hasta donde puedo, tu amigo». Pienso entonces: ¿en qué consiste olvidar? ¿Por qué hablar del olvido resulta tan pertinente ahora, en el cierre de un ciclo, el fin de año, donde precisamente hay un ejercicio inevitable de rememorar todo lo vivido? Lévi-Strauss dice que «olvidar es no poder decirse a uno mismo lo que uno debería haber podido decirse». No creo que el olvido tenga que reducirse a una falta o pérdida. Creo que los olvidos son vacíos que están llenos de algo vital. Archivos no encontrados o perdidos a propósito, por negligencia o temas terapéuticos. «Celebrar el año nuevo», dice Quima, «es el pretexto para invocar el olvido, que también puede ser la mutación de un recuerdo, digo, el olvido también es un tipo de memoria». La idea de borrón y cuenta nueva para fin de año, el compromiso que uno se hace (en medio de ritos y cábalas responden a una necesidad consumada en el propio arte de la memoria, la necesidad de renovarse, es decir, de envejecer), la promesa de un porvenir mejor implica que seamos capaces de olvidarnos de quiénes fuimos o seguimos siendo. Esa promesa que nos hacemos exige una tarea (in)voluntaria. «Hay que saber olvidar, por ejemplo la memoria del dolor, la muerte de un semejante». La memoria consiste en privilegiar unos acontecimientos sobre otros. A pesar de no tener contacto alguno con el otro, en lo más profundo, en la memoria más recóndita de mi ser: lo amo y lo extraño, y por alguna razón, sé que en este momento también lo olvido. Así funciona, después de todo, la mecánica de la soledad. El olvido suele hacernos daño porque sigue siendo una forma de memoria. Solo podemos alcanzar la plenitud olvidando que hemos olvidado. Recordamos en función de un olvido posible. «El olvido, lejos de ser una antinomia de la memoria, es la esencia misma y se le reservan ciertos momentos». Entonces, cuando levantemos nuestras copas y brindemos por el porvenir recordemos, así nos parezca paradójico, aquello que hemos olvidado. Te abrazo en la ausencia, porque sé que luego de esto, tampoco te acordarás de mí. Somos olvidos empiernados.

10 de febrero-2024

Año nuevo chino

A pesar de tantas cosas, puedo decir que, en el fondo, seguimos vivos y olvidando los sueños, me dice Quima. En lo trivial está la belleza, sigue, y no es para menos, si me doy a entender. En las situaciones más extrañas he llegado a pensar que las despedidas que vivo dormido, por ejemplo, son vitales para renovar mi esperanza al despertar, quiero decir, que la esperanza es lo más parecido a lo que podemos experimentar como un sueño a punto de cumplirse. Yo por mi parte tengo una relación extraña con los sueños, le digo. A veces pienso que recuerdo un sueño pero otras veces el sueño me recuerda a mí. Lo que pasa en otras situaciones es que creo olvidar que he soñado. Pasan los días y claro, el sueño, evidentemente, se ha ido, pero entonces en un momento recuerdo que había olvidado algo, y ese algo es el sueño perdido, y cuando recuerdo que lo olvidé el sueño vuelve de manera fragmentaria, en forma tráiler, y algunas cosas se aclaran, pero por igual me inquieto. Cuando recuerdo el sueño que creí haber olvidado es cuando tiene mayor sentido para mí. Capaz es una tontería. No hay que darle tanta importancia como a las cosas que padecemos despiertos. Es curioso, dice Quima, el sueño es una manifestación de una ficción posible, que es lo mismo a decir que se trata de una realidad seleccionada con pinza de lo que vivimos despiertos. Desde hace tiempo anoto mi sueños ¿Lo has intentado?, le pregunto. Si lo anoto está bien, pero no es lo mismo. Escribir el sueño que tengo retenido al momento de despertar sigue siendo un ejercicio sometido al error. No es igual escribir el sueño luego de haberlo tenido porque lo que escribo ya no se trata de un sueño sino de un recuerdo. Es una trampa. El tema nos conduce al fracaso secreto. Porque una cosa es lo que vivo y otra lo que sueño. Lo ideal, para una certeza más exacta de nuestro interior, es tener la capacidad de poder escribir mientras soñamos. ¿Escribir dormido? No ¿Qué tiene que ver eso? Yo me refiero a la capacidad de escribir al ras del sueño. Son contados los que han logrado transmitir esa obsesión esotérica a otros, digo, después de todo, escribir con sueño es también un método para olvidarse de la esperanza.

Alexander JM Urrieta Solano

Apuntes para Abraxas

Cómo estafar creyendo que salvas el planeta

Selección natural

El poeta en el mundo

Souvenirs

La esquina de barro

La calle de de los hoteles

El secreto del éxito japonés

En la casa se defienden de las estrellas. 

Lorca

I

Fui coordinador de una Fundación que dictaba cursos de oratoria y escritura en la biblioteca de un colegio.

Cuando acepté el cargo me dieron materiales para improvisar una oficina en el anexo de una casa en ruinas donde vivía alquilado.

Mis labores estaban repartidas en dos momentos que formaban una jornada completa. Por la tarde tenía que ir al colegio para abrir la biblioteca y quedarme hasta el cierre de los talleres. Con precaria expectativa acepté una forma de altruismo en mi vida. Llegaba con anticipación al colegio para armar el escenario de las clases, ordenar sillas y libros, montar el video-beam, barrer las sobras de los colores, despegar chicles y encender el aire. Por las mañanas tenía que estar en el anexo atendiendo llamadas por teléfono mientras llevaba el control de las inscripciones.

Era responsable de conservar los recuerdos acumulados de los que pasaron por ese cargo. Los objetos de la oficina venían en cajitas rojas etiquetadas con el eufemismo de juguetes anti-estrés para oficina. En un escritorio carcomido por las termitas ordené el inventario de la nostalgia: figuras metálicas balanceadas por imanes, péndulo de Newton, lámpara de lava, jardín zen en miniatura y una pelotica de gomaespuma impresa con la palabra Adelante.

Los sábados me reunía con mi jefe el señor Vunz. En los banquitos del patio nuestros diálogos se resumían a frases motivacionales para aplacar mi actitud negativa, cuando no era capaz de cubrir las inscripciones mínimas para el arranque de los cursos, así como trivializar la inconformidad de mi sueldo establecido, para defectos de la contadora, como honorario profesional. Las charlas aforísticas servían también para no hablar de la corrupción intestina del colegio, donde existía un ambiente de zozobra y desconfianza particular que reflejaba, en su lógica siniestra, la situación general del país. Lo único que importaba era llenar la biblioteca con cualquier tipo de público. Y ante mis preocupaciones, recibidas como lamentos bíblicos, el señor Vunz me respondía con su máxima resiliente favorita y siempre fuera de contexto:

El secreto del éxito japonés es hacer las cosas bien a la primera vez.

II

En el cargo pude aprender de escritores consagrados en un limitado trozo de país, uno donde por azar les había tocado existir: padecer una soledad específica.

Es necesario, decía la profesora Ribeyro, tener seguidores que orbiten en la obra que uno con esfuerzo ha creado, pero más importante son los detractores que destruyen la obra que ha caído en sus manos. Ellos son el caldo de cultivo para cualquier germen creativo. Esto es algo que no puedo decir en clases, más de uno dejaría de venir. Hay que mantener la ilusión de que todos pueden escribir, que no es lo mismo que lograr transmitir algo al escribir; son detalles. Los obstáculos forman la diminuta comparsa de las estrellas, desgracias con las que uno puede sostener su ego, uno que apueste a la vida, que dé la opción de la hoja antes que lanzarse por la ventana. Sin vanidad no puede existir el arte.

Soy parte de una pequeña constelación que abarca dos o tres municipios de la ciudad. Tal vez exagero, no te creas, decía con sus muecas agrieta-rostros el profesor Suárez, con su magister en narrativas hispánicas y mención honorífica en un concurso de cuentos que destacaba, en su papel de Sísifo, en el momento que se presentaba ante un público nuevo y entusiasmado cada mes. Al final no queda nada, decía tras una bocanada triste de fumador, no se puede evadir la infamia sistemática que forma olvidos tiranos, idiosincráticos, cuando se sabe que la voz no alcanza, cuando se sabe que uno no sirve más que a sus propios intereses. Hay que venderse como sea. Uno necesita el dinero. Se vive de transferencias, de la piedad del lector…

Y así el profesor Suárez terminaba el break de los cigarros, pisaba su colilla y me dejaba para irse con los participantes que lo envolvían en un cálido círculo de halagos y sonrisas de fuego.

III

Conocí a Zurama en el taller de Introducción a la escritura Creativa. Se inscribió también en el curso de oratoria que daban los jueves por la tarde, así que empecé a verla dos veces por semana. Tenía un pelo negro que le llegaba hasta la cintura. Era delgada y atractiva, de una piel tostada, como recién llegada de una playa. Usaba faldas muy cortas por lo que me resultaba inevitable mirarle cada tanto las piernas que mantenía cruzadas; digno de bajos instintos, esperaba la revelación de lo obvio en el momento que una de las piernas se cansara de soportar el peso de la otra.

Me empecé a hacer una idea de que podía gustarle.

Ella era cantante. Me mandó unos videos y audios mostrándome su talento. Ahora que lo recuerdo, su voz era estridente y subida de tono, algo que caracteriza en gran parte a las personas que no tienen realmente una voz para cantar, pero que tal vez, con disciplina y orientación pueden llegar a serlo; o en el mejor de los casos dedicarse a otra cosa. En un video Zurama se grabó con la cámara frontal caminando por un pasillo. Con una blusa roja, falda y botas de cuero interpretaba una canción de Christina Aguilera: Solamente tú…

IV

Mientras esperaba en el patio aprovechaba en leer novelas y textos de la universidad. Otras veces conversaba con el vigilante de turno que tenía un escritorio cerca de la entrada principal donde, si no estaba dando vueltas por el colegio, se sentaba a dormir inclinando la silla. Los lunes, miércoles y viernes estaba el señor Néstor, de buena conversa y muchas historias alteradas por una mitología personal. Creía en el recurso supremo de la fábula. Me hablaba de la amplia rotación de mi cargo. Nadie aguanta la rutina, decía, hasta los momentos eres uno de los que más tiempo ha durado.

Néstor cargaba un cuaderno que tenía en su portada un oso frontino durmiendo en un tronco. Durante su guardia nocturna se dedicaba a llenarlo.

—Hago cuentos para mi hija. Se los leo cuando la veo. Estoy divorciado. A veces no puedo verla tanto como quisiera. No me dejan. Uno es el malo. El trabajo quita tiempo para dedicarte a los tuyos. Escribir es una excusa para estar cerca de ella.

Le preguntaba sobre qué iban los cuentos y él me decía que había diversos temas, casi siempre de algo que veo camino al trabajo o de lo que escucho aquí de los profesores, lo que comentan las personas que vienen acá. Es un tema de tener oído. Hay que retener lo que dicen otros y luego anotarlo con rapidez porque después se olvida, decía Néstor, el oso.

—Una vez vi en el andén de la estación La Rinconada un rabipelado con suéter. Caminaba de un lado a otro. Estaba preocupado. Se me acercó a preguntarme la hora. Ya eran más de las tres y el bicho animal puso una expresión de horror. Me dijo que se le hacía tarde. Yo por respeto no quise meterme en sus asuntos, pero como se trataba de un rabipelado no pude evitar preguntarle el motivo de su angustia. Declaré mal unas facturas, me dijo. Yo me sentí mal porque no sabía nada de facturas ni declaraciones. Le respondí algo como: qué broma rabi te pelaste. La expresión en su rostro todavía no sé cómo describirla, era de horror, pero al mismo tiempo más allá del horror, algo que roza el espanto, pero muy en el fondo da risa porque la desgracia ajena es chistosa y uno quiere ocultar la carcajada. Algo así, no puedo ubicarlo. Tal vez sólo podía ser eso, un chiste cruel. Había gestos donde el animal me mostraba sus dientes chuecos y me provocaba risa, pero una risa buena, no burlona, de condescendencia, si así puedo llamar a una forma instantánea de gracia. No sé si lo que dije se lo tomó bien, porque justo llegando el tren el animal se lanzó a los rieles. El impacto sonó como cuando aplastas una bolsa llena de tomates, así lo puse en el cuento. La gente se asustó, pero como se trataba de un animal muy pequeño el tren siguió como si nada. Después la gente volvió a lo suyo.

» Entré al vagón tranquilo, sin tropiezo ni apuro. Me fui sentado. En el trayecto iba pensando en el aspecto aplastado del rabipelado dentro de la imagen fugaz de los tomates. También, por alguna razón, pensé en la Ignorancia, así, con la primera letra en mayúscula, no supe el motivo, o quise convencerme que no sabía, esa palabra en situaciones extrañas se afinca con fuerza en uno, sobre todo cuando sabes que no fuiste capaz de ayudar al otro. Un gesto es vital para tomar una decisión o insuficiente para evitar una tragedia. ¿Has leído a Esquilo? A veces es mejor quedarse callado. El control del silencio es un don. Quise escribir sobre eso, tratando de unir reflexión y vida, pero luego sentí que no había sitio para tratar el tema y me puse a pensar en otra cosa, en mi hija, en la impresión que puedo causar en ella con mis historias, en su rostro que cambia con violencia durante la ausencia, el paso de los años, en el pretexto fantástico que justifica el cuento, del tiempo que me queda y pierdo haciendo de vigilante… Lo más difícil es terminar algo sin desviarte de los motivos del principio. Disculpa…Así, más o menos, son los cuentos que pongo en este cuaderno.

Me dejaba pensando. Le pregunté cómo lo tomaba su hija y él me dijo que bien, de ese cuento me dijo que era una lástima que el rabipelado haya declarado mal, pero lo bueno es que su muerte no generó mayores retrasos. Es bueno que los personajes sean asertivos para la trama, el lector luego pensará lo que quiera. En este caso la ignorancia es una virtud inevitable, una condición natural para el avance de las cosas. Vea cómo es mi hija. Hay que contar historias honestas, decía Néstor, el oso.

—¿En un cuento son más importantes las acciones o las explicaciones?

—Depende ¿Dónde está la fuerza del giro?

—A veces en el gesto está la fuerza del giro ¿Usted qué piensa?

—No sé. Tal vez en el giro esté la expresión del gesto.

V

Después de la presentación el profesor animará a los participantes a compartir sus motivos y expectativas del curso/taller. (La coordinación tomará nota de las sugerencias y/o comentarios).

—Para escribir hay que tener valor. Pero se requiere de otra suerte de tripas para escribir sobre lo que en verdad nos interesa. Ahora, querer escribir y tener valor no garantiza que se escriba bien; tampoco garantiza que se logre escribir a cabalidad sobre lo que nos interesa. Y encima hacerlo bien. No es por desmotivar, pero eso es algo que deberían dejar claro en los talleres literarios. Muchas personas nos inscribimos sin tener idea de lo que podemos ser capaces o no de decir.

—Encuentro muchas semejanzas entre el proceso de escribir y cagar. Empezando porque ambos son medios de expresión y, a fin de cuentas, producciones humanas. Dependiendo de la gravedad de las oraciones, el estilo, las intenciones, la forma en que se presenta el texto, donde esté, sea dentro o afuera, tendrá un valor particular para quien interprete dichas expresiones.

—A mí me interesa en general todas las implicaciones que tiene la fragilidad de la vida en función de una cagada. Nada elaborado si nos quedamos en que aguantar las ganas de cagar es igual de contraproducente que aguantar la respiración. No sé si pasará lo mismo con el acto de escribir. Si aguantar las ganas de escribir son desesperantes como aguantar las ganas de cagar, entonces: ¿Tenemos las condiciones mínimas para volvernos, como quien dice, escritores?

—Un taller literario, básicamente, es un lugar donde el escritor aprovecha en robarse, si es que logró reunir al grupo adecuado (cosa que no puede determinar ni controlar pero que si lo consigue es una verdadera bendición de la providencia), las ideas de las personas que en principio pagan por escuchar de parte de ese escritor unos supuestos secretos del oficio.

—Hace años hice un taller de escritura donde sólo se enfocaban en técnicas narrativas. Un verdadero trauma. Sales con un saber que te ayuda capaz a leer mejor, pero no a escribir. Luego de culminar ese taller y haber presentado un cuento irrelevante en términos técnicos, como me dijeron aquella vez, decidí no escribir más. Un temor me invadía cuando sabía la gravedad de vida o muerte que implicada poner bien una coma. Es muy difícil. Un compañero que tuve en ese entonces decía que aprender a poner comas era lo más parecido al oficio del que aprende a desactivar bombas, o en tal caso, armarlas. Yo nunca entendí la analogía bélica, pensaba que un comista es aquel que tiene el ritmo interno de un baterista, alguien que domina las ciencias ocultas de la percusión, sus secretos los lleva dentro del cuerpo; no obstante, no todo percusionista es músico, así como no todo comista es un escritor de verdad, quiero decir, que lleve el ritmo a la letra. Ha pasado tanto desde ese taller, pero todavía me encuentro tratando de olvidar las técnicas. Rehaciéndome con todo tipo de materiales terminé trabajando en una ferretería. Irónico: terminé vendiendo herramientas. La soledad laboral es demasiado ruidosa. Me fascina la paleta de colores de la sección de pinturas. La mezcla de todo el espectro cromático suma la desidia de una jornada, esa repetición voluntaria donde mi fuerza de trabajo es procesada como sobrante de la industria cárnica. Pruebo las camas donde está prohibido dormir y soñar. Me repugnan los horribles diseños de productos que se ofrecen en liquidaciones a parejas jóvenes con pésimos gustos y cortas de dinero, cualidades de la humanidad sin alternativa, sin porvenir. Ignoro la indignación cuando veo a una madre que cachetea a su criatura en mitad del pasillo de las lámparas, mientras sacude la mano se reprocha el haber tenido hijos, y mientras maldice aprieta con furia la barra con que empuja su carrito luminoso hacía la esquina de los pesticidas. ¿Esa imagen, acaso, podría ser el presagio de nuestra extinción inminente? Ojalá. Estas escenas patéticas cotidianas son la fibra óptica de la escritura, ese tipo de cosas que, como digo, nada tienen que ver con técnicas narrativas, mucho menos con secretos, es simplemente mi vida: una que lamentablemente todavía soy incapaz de retratar.

—El escritor nunca admitirá ante su público que tales secretos del oficio no existen. No sirve comentarlo a otros porque sus métodos no pueden ser copiados ni asimilados por los demás. Se pueden plagiar las palabras, mas no la experiencia, ni el esfuerzo ni el dolor. Los escritores tienen que descubrir sus propios procesos de trabajo y por ende averiguar qué métodos van acorde a sus inquietudes espirituales.

—El moderador puede compartir sus experiencias con el grupo como parte de un acuerdo económico, dar testimonio residual de una experiencia que no puede replicarse bajo ninguna pedagogía (fuera de la existencia misma de exigirse, a punta de coñazos y frustraciones, escribir).

—Es evidente que un taller literario es un fenómeno del mercado. Se paga por la experiencia de poder escribir, aunque fuera de esa dinámica no lo hagas nunca.

—El escritor puede rentabilizar su farsa a partir de la expectativa de quien paga por él. Muchos creen que por pagar un curso y ganar un premio local se encaminan en la profesión de las letras. Esa es la ilusión de los mediocres, la base de una estafa: poseer mediante una transacción el bien de la palabra. Alguien diría que uno paga para que le enseñen, pero la escritura creativa no puede enseñarse. No es un saber, es un hacer.

—Es casi una cortesía invertir para que el artista hable de su hambre, de sus limitaciones, las bemoles y en parte los sufrimientos del arte, el fracaso, la insistencia que viene de la resaca diaria. Esa experiencia perdedora es para mí el contenido más gratificante de un taller al que yo estaría dispuesto a pagar. Un taller donde al terminar los participantes sean capaces de sincerarse con ellos mismos y aceptar si sirven (y están dispuestos) a tales entregas enfermizas de construcción. Mejor dedicarse a tareas menos infames, donde la palabra cueste menos, donde la imagen no refleje tanto nuestra debilidad. Aspiro un taller que revele lo que no somos, uno que nos dé como antesala, a modo de presupuesto, lo que tenemos que sacrificar.

VI

En el grupo de escritura creativa de los miércoles conocí a Graciela Drumont. Dentro de la planilla de inscripción, en la columna de profesión, se puso como trotamundos. Quería escribir porque consideraba que le habían pasado cosas muy locas en la vida. Tenía treinta y nueve años, piel blanca, tetas inmensas, espalda ancha y brazos bien tonificados. Me dijo que entre sus oficios practicaba el pole dance. Daba clases de zumba. Subía los fines de semana al Ávila. Fanática de la leche de almendras. Hacía yoga para mantener elástico su cuerpo. Me recomendó grupos apoyo en Caracas para dejar de comer carne, tema que no me interesaba.

Estaba también una pareja de contadores que profesaba el sexo tántrico; sostenían que dicha práctica salvaba relaciones podridas por la costumbre. Fueron ellos mismos los que, tras escuchar la experiencia de ayahuasca de Graciela la trotamundos, se pagaron un viaje alucinógeno en la clandestinidad de Galipán, experiencia que contaron con mucha alegría la siguiente clase.

Su viaje consistió en un recorrido extrasensorial a los rincones místicos del cerebro.

El contador estuvo atrapado en la jungla del inconsciente, vio a su Yo interior representado en la figura totémica de un gorila lomo plateado que se golpeaba el pecho y sonaba como los tambores de una orquesta.

La mujer tuvo un viaje más allá de las espirales del alma, viéndose en la casa de su infancia y caminando por un pasillo donde iba viendo escenas de toda su vida hasta llegar al final del rollo, la parte donde canta la gorda. Creo haber visto cómo voy a morir, dijo, pero en el viaje una voz me decía que debía conservar la escena como un secreto. Ella decía esto con una calidez incorrupta, casi orgásmica. Se puso a llorar. El esposo la miraba melancólico. Parecía entender, mientras su mujer compartía su delirio con el grupo que escuchaba con la boca abierta, que era mejor reservarse ciertos aprendizajes de un viaje, y más cuando se trata de uno realizado a las entrañas.

Anoté fascinado esas imágenes porque las consideraba más poéticas que etnográficas.

Un coaching ontológico, que tomó la decisión de ayudar al mundo luego de casi ser asesinado en un pub en la isla del Barbados, le contó al grupo cómo un destino errante lo había llevado allí, a esa isla extraña cuyo lenguaje no podía recordar porque la memoria es como una tiza. Él dijo aquellas palabras increíbles sin caer en cuenta que eran increíbles. Palabras que en su boca eran desperdiciadas por un afán de querer contar otra cosa. En su relato habló de la blancura de la playa y su reticencia a comer camarones con coco. Describió de manera confusa la semblanza de su asesino. El coaching ontológico habló con énfasis de una sombra. Cuando se está al borde de la muerte, decía, uno se prepara para encontrar la luz, ella se hace grande, te devora o te quema. Así debe sentirse la muerte. Pero sí no hay luz, decía, había que estar preparado para la oscuridad total, asumir el viaje al fin de la noche.

Maravilloso.

El profesor le decía que ahí estaba la base de un cuento, uno muy bueno. El resto del grupo secundaba la opinión. Ese es el cuento…Por ahí va la cosa…

Pero al coaching le daba igual. Insistía en un cuento de hombrecitos verdes mutantes invadiendo planetas desolados.

Leyó en voz alta después de una explicación innecesaria. El cuento: aburridísimo. Era de esos textos irrespetuosos que dejan la dura lección de que hay que evitar escribir así, como eso. El coaching abusó de anglicismos. Se jactó de mostrarnos un texto inédito en el género de la ciencia ficción. Alguien del grupo le preguntó si conocía a Robert Sheckley, este tomó la pregunta como una ofensa, a lo que respondió que no estaba interesado en hablar de nada que no tuviera que ver con su lectura. La ignorancia como es osada, recordando las reflexiones de Néstor, el oso, actúa sin vergüenza.

—Mis amigos —dijo el coaching interrumpiendo su lectura entre un párrafo y otro— han dicho que este texto es una monstruosidad. Estalactita literaria. No me quiero exceder. Modestia. Estoy aquí mostrándoselos, pero no debería, porque pienso publicarlo en una antología en el extranjero…pero voy a seguir…y las catapultas lunares de la estación Quaker-Kraft…

Ich kann es nicht verstehen.

¡No puedo comprenderlo!

Yo no entendía:

¿Por qué a ese hombre no lo mataron en Barbados?

¿¡Por qué!?

¿Qué hacía en la biblioteca, lastimándonos de esa manera?

Terminó de leer, pero siguió hablando de que su texto no era un cuento sino el primer capítulo de una novela, una trilogía, una saga, parecía no decidirse. Explicó los detalles del proyecto de una historia todavía no escrita, extasiado con el aire que entraba a sus pulmones, disfrutando su momento cumbre en la biblioteca, con todos allí escuchando y botando babas por la boca, volteando los ojos y teniendo erecciones, muriendo lenta y…

Afortunadamente hay formas de mandar a callar sin levantar la sospecha de que nadie está interesado en las cosas que andan diciendo.

Es un tema, dijo el profesor Suárez, incómodo y sin saber en qué palo ahorcarse. Una participante, bien astuta y que voy a recordar con alegría, dijo en relación al texto, entre dientes, pero bastante fuerte:

Dios le da barba a quien no tiene quijada.

Nos partimos de risa, a excepción del coaching ontológico. Después de esa sesión que nos leyó su dystopic teaser no regresó más al taller. Nadie lo extrañó. Algunos llegaron a decir que este había decidido volver a Barbados. Quise por un instante creer. Sin buscarlo aprendimos demasiadas cosas con aquel mentor de la vida.

VII

Regresaba con la trotamundos en el metro. Ella me hablaba de su experiencia en la Rue Crémieux de París. Trabajaba de mesonera en las mañanas y por las noches era bailarina de pole dance. No podía evitar mirarle las tetas. Qué fácil era decirle lo mucho que me gustaba a la trotamundos, pulsear en el trance de la parada de cada estación una invitación a su apartamento en Bellas Artes, tan fácil como ella diciéndome Aquí me bajo, si no se te hace tarde me puedes acompañar, te muestro dónde vivo y te doy un poco de café que traje de Estambul. Decido seguirla. Salimos al exterior. Atravesamos tomados de la mano las calles oscuras iluminadas por los puestos de perros. Me impregno del olor de margarina untada en las cachapas puestas en una plancha cerca de pilas de queso. El corazón se acelera. Casi todas las entradas de los edificios son sucias y tristes, pero esta vez son la antesala de una gloria, de un deseo que estalla en cada paso por aquel pasillo, en cada baldosa una escena erótica desfigurada. Sin mucho preámbulo hacemos el amor en el sofá. Uno. Dos. Tres. Cuatro veces. Como eremita descanso entre las tetas de la trotamundos. Desde una ventana enrejada con formas arabescas, como cosa rara en una ciudad tan contaminada, por primera vez puedo ver las estrellas desde un ángulo distinto. En mitad de semana, sin nada en los bolsillos, veía la realización de un sueño, los mundos posibles marcados en la punta de los pezones de Graciela la trotamundos, como la cúpula de esa mezquita que me describía, a la par de las puertas defectuosas del vagón por donde sale la gente sin esperanza, mientras yo en un par de implantes recuperaba las ganas de estar vivo. Bueno hasta aquí llego, decía, y salía de la estación mezclándose con la gente, desapareciendo como un destello por las escaleras. Preso de mis fantasías volvía al anexo solo, indispuesto a masturbarme con furia para después describir con precisión, una vez más, la ridiculez de mi existencia.

VIII

El señor Rafián me tomó desprevenido mientras pasaba la asistencia en la biblioteca. Me dijo que era escritor y sacó de su bolso con cierre mágico tres libros de su autoría. Me dijo que podía llevármelos para leerlos con calma y luego devolvérselos. Varios amigos me han dicho que dos títulos podían ser novelas totales, que podían ser difíciles de entender si no tenías el nivel necesario, pero no lo digo por ti, se ve que tú no tienes problema para leer, llévatelos. Y así seguía el señor Rafián.

No entendía la intención de la palabra problema en esa última oración. Era claro que el señor Rafián quería demostrar en términos materiales que era, en efecto, un escritor. Ese comportamiento narcistoide era un gaje del oficio. Algunos artistas no distinguen entre una persona y un mueble. Para el señor Rafián yo era una especie de perchero, una geisha complaciente a su servicio capaz de escucharlo, sonreír y ponerle en caso de ser necesario mi mano en su hombro, la señal sutil y consumada de aprobación a sus encantos. Debía estimarlo y tratarlo bajo los términos en que exigía ser tratado: como un artista.

Tres libros, muy amable que me quiera compartir sus libros. El compromiso es grande. Mi honestidad no fue suficiente para negarme a leer cosas que no me interesan. Bastó para no irritar la vanidad del señor Rafián. Le dije que me llevaría por cuestiones de tiempo el libro que yo escogiera. Al revisarlos vi que habían sido publicados y editados por él mismo durante los años noventa. Me decidí por un título sugestivo, pero lamentable: El sonido de la ausencia. Novela.

La parte inferior de la portada tenía una aclaratoria en una familia tipográfica distinta:

¿Quién coño pone esas cosas en un libro?

El señor Rafián me miró con ojos desorbitados esperando que dijera algo, una clase muy específica de comentario, un comentario al que tal vez en muchas ocasiones estaba, por culpa de relaciones poco sinceras, acostumbrado, su lenguaje corporal delataba a alguien demasiado seguro de sí mismo, alguien que busca recibir cumplidos para verse reflejado en el otro, incluso sin importar si ese otro se da cuenta, como era en este caso mi posición al estar sosteniendo de manera incómoda aquel libro entre mis manos, luego de cometer el error de leer en voz alta una aclaratoria, y estar tan cerca de aquel sujeto que por bastantes razones me daba asco, me vi en la obligación, en la terrible necesidad, de decirle algo.

—Mil novecientos noventa y nueve, qué buen año para las letras. Venezuela le dio un premio bien merecido a un grande.

—¿Sí? No me acuerdo quién ganó ese año. Son tantos que se pierden—dijo el Rufián.

—¿Cómo no se acuerda? Ese año premiaron a una de las mejores novelas escritas en estos últimos años… bueno, esa es mi opinión.

—A ver, recuérdame cuál novela es esa…

—El premio se lo dieron a Los Detectives Salvajes, de Roberto Bolaño ¿Ya se acuerda?

—Sí…claro, ya sé cuál es esa novela. No es tan buena.

—¿¡No es tan buena!? Depende. El tiempo ha dicho lo contrario. Pero entiendo que es cuestión de gustos. —Y quise enterrar el dedo en la llaga de Cristo, rasgarle las vestiduras a Caifás—. Fíjese también en los finalistas de ese año… una barbaridad: Las nubes de Juan José Saer, La tierra del fuego de Sylvia Iparraguirre, dos piezas argentinas; Caracol Beach de Eliseo Alberto, Dime algo sobre Cuba de Jesús Díaz, Mariel de José Prats Sariol, trípode cubano; Plenilunio de Antonio Muñoz Molina, español; Inventar Ciudades de María Luisa Puga, México; Margarita está linda la mar de Sergio Ramírez, Nicaragua; y una finalista venezolana: Victoria de Stefano con Historias de la marcha a pie…Pura mermelada, si me permite la opinión gastronómica, en cada novela se puede ver el queso fundido a la tostada, eso no hay que negarlo, menos dudarlo…Usted me entiende señor Rafián…Para escribir bien hay que leer a los hombres y mujeres que escriben de una sola manera: vitalmente, muy distinto a escribir correcto, porque hay gente que se expresa correctamente y no dice absolutamente nada, hacen textos mojigatos, sin alma, complacientes y prescindibles, yo le hablo de esos maestros que escriben de una manera maldita rigurosa y envidiable, y al mismo tiempo enseñan desde una desesperanza tácita que las palabras son estériles pero juntas siempre deben generar un efecto en nosotros, es una forma de aprender a leer, que en sí es muy difícil para luego ponerse a escribir, que eso tampoco es sencillo, luego en el proceder dejar algo que, no sé, provoque leerse, que sea vistoso, que las oraciones tengas pellejo, carne y sangre, que el lector necesite regresar, rayar las hojas, marcar frases que luego se puedan plagiar sin agradecer ni rendirle cuentas a nadie, es el masoquismo de la dificultad, una gimnasia de la crueldad…Todo desaparece….Pero no comento más, capaz estoy equivocado…

La semblanza del señor Rafián cambió por completo. Se puso a la par de una realidad insignificante hablando conmigo sobre su novela total. Me dio muchísima pena, pero la literatura es cruel por naturaleza, permite que toda situación pueda verse como un chiste, un recurso de la memoria donde nadie resulta en el fondo herido. Total, nadie va a leer esto que escribo. Marqué con una equis su nombre en el recuadro correspondiente al día. Di las gracias por el préstamo y seguí pasando la asistencia. La siguiente clase regresé la novela. No pasé de las diez páginas.

IX

Zurama vivía en un pent-house de las Residencias Rosal Plaza, en la Avenida Pichincha. Había quedado con ella en visitarla a su casa para discutir temas relacionados a las cosas que había dado el profesor en el taller.

Quería discutir a fondo el decálogo del cuento de Horacio Quiroga.

Ella llevaba una falda azul. Tenía un llavero de bola peluda rosada del tamaño de una pelota de tenis. Me dio un beso de media luna y me miró de abajo hacia arriba.

—Disculpa la tardanza, el ascensor no llegaba.

En el apartamento se me impregnó un olor a mueble nuevo, palosanto y sándalo. Había una pared con relieves lunares rosados que me recordaron cuando tuve lechina. Me asomé en la ventana de la sala para ver la ciudad. De un pasillo oscuro apareció una señora. Me la presentó como su mamá. No se parecían en nada. Era silenciosa y se movía despacio por la cocina.

Zurama me invitó a que nos acostáramos en una alfombra, también peluda y rosada. Saqué mi cuaderno y la copia del decálogo. Ella se sentía frustrada porque no sabía sobre qué escribir, no entendía lo que el profesor decía en clase. Yo tampoco tenía idea de cómo escribir un cuento. Hablamos sobre autores, citas y escenas inolvidables…Sus piernas rozaban las mías…La señora nos llamó para comer. Nos sirvieron pasta y jugo de guayaba y yo bien si-señora-gracias porque estaba tan ansioso por ver a Zurama desnuda que olvidé desayunar.

—¿Por qué tu mamá no se sienta con nosotras?

—Ella no es mi mamá, es como una…Historia complicada. Ella me ayuda, me cuida.

Terminamos de comer y volvimos a la alfombra peluda. Seguimos con algunos comentarios sobre cómo hacer un cuento. Ella decía que nunca terminaría uno. Yo tampoco había escrito ninguno. Entonces pensé que nunca sería escritor ni tampoco me cogería a Zurama. Cuando nos gusta alguien somos condescendientes por temor a estropear el momento que tenemos a la espera de que suceda eso que deseamos con intensidad. Tenía que actuar, hacer algo. Quiroga tenía la pauta para el giro de la historia. La clave estaba en los labios de Zurama. Me acerqué para besarla. Ella se hizo a un lado, pero seguía suspendida. Podía sentir su aliento a salsa de tomate y guayaba. Detallé las grietas de su rostro, de su cansancio tras haber intentado algo demasiadas veces y no haber logrado nada.

Me preguntó si yo era casado. Inesperado. Le dije que no. Volvió a preguntar. No salía de su asombro y ante mi segunda respuesta negativa hizo un gesto de decepción. Me preguntó cuántos años tenía, le dije que tenía veintiuno y ella se tapó la boca, ahora como apenada…qué carajos…qué hice mal…

—Pensé que serías alguien mucho mayor. Aparte no estás casado. Lo siento, no estoy como acostumbrada a esto…Jijijijiji…

Y así estaba, riéndose como la propia estúpida.

En realidad, en el fondo, el estúpido de esta historia, claramente era yo.

—Estoy haciendo los arreglos para irme. En este país no puedo ser cantante ni escritora. Afuera quizá pueda ser una de las dos cosas, pero aquí no ¿Tú tienes pensado irte?

—Creo todos nos tendremos que ir eventualmente. Te dejo la copia del decálogo. No dejes para última hora la entrega, trata de hacer por lo menos el cuento para la clase final.

—Tranquilo. Tengo casi completo el cuento en mi cabeza. Lo haré, pero debo descansar primero. Irse a cualquier sitio es muy complicado. Me siento estancada. Te abro, en un rato también me tengo que ir.

—Para despedirme de tu mamá…

—Olvídala se fue hace rato. Sabe que libra mañana. Desgraciada. Al menos dejó limpia la cocina. Te digo algo, creo que ella cuando puede, me roba. Yo me hago la que no sabe.

Nos despedimos. Me besó en la boca, con la promesa de un próximo encuentro.

Cuando llegó el día Zurama no se presentó a la clase final, tampoco presentó su cuento. Sin ninguna explicación desapareció. Nunca más la volví a ver.

***

Iba por la avenida Casanova, pendiente de los huecos y el paso desquiciado de los carros, fumando un cigarro y arrastrando las piernas. Fue entre el rayado y el cambio de luz del semáforo que nació la idea de renunciar a la coordinación. Escapar. Concluí en medio de aquel desplazamiento decepcionante, por mi modo de andar hacia ninguna parte, regresando de nuevo al principio, que podía hacer de mi cuerpo un testimonio del rechazo.

De regreso al anexo me tiré en la cama a mirar las filtraciones del techo.

Un conjunto de puntos formaba una constelación de estrellas negras.

Quise defenderme de ellas mirando a otro sitio.

Quise irme bien lejos sin dejar de estar allí,

pero el terror del espacio estaba en todas partes.

En lo que escribimos, independiente de los fines y mecanismos internos, prevalece una función terapéutica. Escribo para olvidarme. Quiero contar algo, el enigma está en el cómo… (Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia). Como parte de un rito iniciático encontré una noción, casi auténtica y eficaz, de fracasar con estilo.

X

No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida en el cuento.

Alexander JM Urrieta Solano

Caracas – Puerto Ordaz (2022-2023)


Misceláneas:

Ensayo sobre el lugar silencioso

La esquina de barro

Lo que nos queda

La calle de los hoteles

Cómo estafar creyendo que salvas el planeta

Alto Prado

El poeta en el mundo

LHK (Nota al pie)

Hay un antes y un después de leer a Dostoyevski. No se pueden ver las cosas de la misma manera. En sus libros este parece susurrarnos un secreto evidente, pero por igual difícil de ver: nos cuenta el funcionamiento del mundo a través de una compleja galería de personajes y situaciones imposibles de olvidar. Al terminar LHK puedo seguir afirmando que los grandes libros están ahí para hacernos (des)creer de la vida, en la medida que enseñan a aferrarnos a ella. Contradictorio, pero ¿qué importa eso? La función de la literatura consiste en abrir ventanas. Los libros difíciles son aquellos que llevan la pesada tarea de inquietarnos, de explicarnos, a través de la mirada de otros, lo difícil que es ser una persona, la pesada carga que implica existir en un mundo donde solo estamos de paso, donde el conflicto central radica en la extraña convivencia de sentimientos antagónicos dentro de nosotros. Los personajes de Dostoyevski son fascinantes porque son reales, tranquilamente pueden ser la parodia de algún vecino, que detrás de una imagen superflua y banal esconde en su espíritu un cúmulo de conflictos inimaginables. Uno sabe, si lo piensa bien, que la banalidad es un rasgo determinante. Establece una dura medida de valor en nosotros. Del peso que hacemos en la tierra. Desde esa primicia somos propensos a justificar el mal, aplaudir el oprobio, el egoísmo y la ignorancia; del mismo modo, y casi en un acto necesario, también nos vemos cometiendo los actos más triviales para alcanzar alguna forma de redención, en donde demostramos que a pesar de todo necesitamos al otro, que la vida espiritual se cultiva, se enseña, que Dios está en los detalles, y que el bien no solo combate al mal, sino que la existencia de ambos es necesaria para soportar la incoherencia del mundo. LHK es una exposición total del debate interior de la humanidad entre ambas fuerzas. Hemos sido ruines, hipócritas y cínicos, y cuando conviene carentes de toda responsabilidad moral. Pero también hemos sido buenos, generosos, capaces de tener bondad y sacrificio, sin entender que estas posturas cambiantes son un reflejo de la concepción del ser humano como campo de batalla donde lucha el bien con el mal.

«Me gustan las personas sobre las que no podemos formarnos una opinión, en otras palabras, las que nos obligan a renovar constantemente la opinión que tenemos de ellas.»

Julio Ramón Ribeyro – La tentación del fracaso

Sala Fedora Alemán, Centro nacional de acción social por la música, Caracas.

Con frecuencia iba a sus presentaciones en el Sistema. También esperaba que saliera de sus ensayos de percusión. Luego la acompañaba hasta su casa en Campo Alegre. Caminábamos por el boulevard hasta llegar a Chacaíto. Cuando se hacía muy tarde me quedaba a dormir con ella; eso era lo ideal y lo mejor para mí, porque casi siempre nunca había forma de regresarme de donde había venido. ¿No les pasa eso? A veces no sabes cómo volver al sitio al que nunca te terminas de acostumbrar porque, en algún punto, en el fondo, detestas pero no puedes admitirlo y por eso buscas huir de él tomando distancia, pero sin saber cómo abandonar dicho sitio, porque en algún momento tienes, como aceptando tu fracaso, que volver a él porque no tienes otra alternativa. La costumbre nos arruina. Yo me había acostumbrado, claro, a las vigilias en casa de ella. Pasaba horas revisando sus discos de música clásica, tocando una melódica Hohner. Ella tenía una fijación por los compositores rusos, en particular por Rachmaninow. Los domingos íbamos a Colegio de Ingenieros a comer en los puestos de comida peruana. Tomábamos chicha morada y una ración de papas a la huancaína. Ella me dejaba las aceitunas negras que adornaban el plato. Los últimos trozos de papa los comía con cierta lentitud y tristeza. Esperaba ansioso ese momento porque solía decir algo inesperado, como si aquel rito específico, en que quedaba el último pedazo bañado de crema amarilla, estuviera la única oportunidad de decir eso tan puntual y enigmático que tenía mucho tiempo pensando. Una vez dijo que las piedras lloraban por la ira del sol; en otra ocasión que: «la soledad del Bisonte del Zoológico de Caricuao es el reflejo del caraqueño promedio, que es por naturaleza, una criatura sin aspiraciones, mediocre; casi todos los que vivimos aquí tenemos un parecido a las piedras, nos distingue, tal vez, la certeza de poseer un alma, pero de qué tipo, si al final tampoco éramos capaces de movernos para escapar. Duelen tantas limitaciones. La libertad (auténtica) es no tener que decidir sobre nada. Por la fuerza de la costumbre, como el bisonte, solo podíamos soñar que huíamos del sitio que despiertos no podíamos dejar.»