Descampado

Una vez más había ido al Teatro Teresa Carreño para que, a pesar de mis expectativas irregulares y prejuicios recurrentes con la polarización, me volvieran a decepcionar. Morrison me había invitado a una función llamada Descampado, una cosa así, no será sino hasta el final de aquella desastrosa presentación que entenderé la relación título contenido, la relación contexto y función, la función del arte y la vida, las formas sutiles de hacer algo grandiosamente mal, en suma, una dosis visceral suficiente de energía para (des)escribirle a usted, querido lector, tal experiencia de amargura porque quizá, y eso no lo pongo en duda, es mí única forma de venganza, de poner en práctica mi frágil soberanía por escrito. No me interesa el más allá. Morrison tenía altas expectativas como yo. Había un amigo suyo que hacía la música del evento y el día que fue ella a buscar las entradas este le comentó de todo lo increíble que sería esa experiencia, toda esa fusión de danza, circo, sinfónica y teatro, un mega evento. Morrison le creyó, al mismo tiempo que yo le creí a ella y ambos creímos al entrar y esperar sentados en la sala Ríos Reina a que empezara la función. Al llegar había una cola larga que se iba moviendo con lentitud hacia la entrada, tomando las respectivas distancias pandémicas. Para el asombro de algunos espectadores se comentaba en la fila que el gobierno había recuperado el espacio del Teresa. Recuperar (¿otra vez?), ese verbo transitivo y patético siempre pertinente en revolución. En efecto el espacio estaba mantenido en su mismo secuestro, como parte de la gobernanza cultural autoritaria donde los espacios se prestan para ciertas cosas y otras no, entre esas claro: Descampado. Pero esto es una obviedad para cualquiera que viva aquí en este Hotel, donde la cultura es para algunos, los que siguen creyendo con cinismo en este proyecto de justicia social, un recurso que puede patentarse para fines partidistas. Afortunadamente nada construido sobre esos principios prevalece en el tiempo. Los lugares tomados por el capricho político permiten que la gente comente cosas como esta, por ejemplo: Ustedes no saben lo feliz que me hace ver al Teresa Carreño súper acondicionado. Ya era tiempo de hacerle un cariño a estos espacios que son del pueblo. Dice esto una revolucionaria fresálida comprometida con el proceso, al menos virtualmente, miembro de esa entelequia llamada pueblo. Es culpa mía no haber captado desde que pisé el Teresa las mismas señales de siempre. Morrison compartía la idea de que hay que darle oportunidad a los lugares, pero en el caso del chavismo solo podemos esperar lo mismo, la misma fatalidad cutre en todo lo que hace, como hecha a propósito, que exige que no haya críticas y que encima nos impone a todos el tener que sentirnos orgullosos de esta atmósfera total de fracaso que invade la vida cotidiana, al menos en los que ya no son capaces de creer más, es decir, los escépticos invisibles. Yo quisiera para el abasto de mi felicidad creer que creo, tal vez así la experiencia del Descampado me hubiese parecido más conmovedora que deprimente, reconocer entre tantas bemoles el valor del esfuerzo humano, pero ¿cómo es posible creer cuando se ha descreído tantas veces? Ya creer con orgullo en sí es una forma de estupidez. En fin, ya era demasiado tarde cuando Morrison y yo caímos en cuenta que la función Descampado era otro panfleto político de aquel relato invariable de la epopeya bolivariana, una presentación con motivos del bicentenario de la batalla de Carabobo y el homenaje del Bravo Pueblo1. Todo mal. La función empezaba con un grupo de mujeres que gritaban y luego decían cosas sobre el bravo pueblo y la independencia seguido de unas frases africanas; me pareció algo fastidioso que no pusieran subtítulos para saber lo que andaban diciendo, por lo menos, no pude evitar pensar toda esa tendencia que adolece en el grupo de whatsapp de la junta de condominio de mi edificio, repleto de católicos de dudoso coeficiente intelectual, donde comparten cadenas diciendo que el país está sumido en la brujería africana, que hay que aferrarse a los ángeles y al poder supremo de Cristo, que satanás está en las frases incomprensibles donde declaman a Eleguá y Yemayá, lo que hace plausible pensar que las mujeres que estaban ahí gritando en el teatro fácilmente estaban lanzando algún tipo de sorcery foráneo al público, no sé, alguno que hiciera más digerible el gusto por la obra que apenas iba por el prólogo. Mientras sucedía eso unas mujeres se encaramaban en unas telas pero nunca terminaron de presentarse, lástima. Esa fue la primera señal de alarma. Luego un señor detrás de un telón negro apareció diciendo cosas de España, asumí, si mi conocimiento de historia primaria no fallaba, que era el general Monteverde, hablando de un armisticio y el cese de las armas y la paz, ¿cuál paz, camarada? Luego llegó el protagonista inevitable de la obra: un Bolívar versión Kudai hablando de nuevo sobre el Bravo pueblo y el solipsismo que rodea la figura mítica del mismo Bolívar, en este caso el actor que con su corte emo-bicentenario representaba la divinidad suprema nacional, después de Chávez por supuesto, que como todo los huéspedes sabemos, está impregnado en todas las cosas, en nuestro hacer diario repleto de incertidumbres, narcisismos, abandono, frustraciones heroicas que no llevan a ningún sitio, de rigideces espaciales, propagandas pedagógicas donde el tiempo es el recurso explotable que desperdiciamos en cualquier trámite trivial, es la inversión que lleva consigo el culto a nosotros mismos, a ese error colectivo que somos, precario inventario, insuficiente para los elogios excesivos de la sombra del comandante, que cubre y nos protege de nuestra propia locura autodestructiva2. Déjame gritar, como el coro de esa canción que pasaban por Mtv que tristemente no puedo olvidar y recordaba mientras miraba al Bolívar gritar libertad y soberanía, eslóganes dignos para regímenes totalitarios y comerciales de tarjetas de crédito. Entonces así se iba orquestando la desgracia, o al menos mi burla, el momento de la sensación verdadera donde sabes que has ido a un lugar para que simplemente se burlen de ti, de tu dudosa inteligencia, sin derecho a reembolso ideológico. No quiero exagerar ni hablar de manera generalizada pero es lo que personalmente siento que muchos sienten al tener que vivir aquí, en la fauna bicentenaria3, que aparte de aburrida es mala para la estabilidad mental y financiera. Después de sufrir covid perdí por completo el sentido del gusto y porcentaje del olfato, pero al asistir al Teresa de nuevo no me sentí tan desolado por dichas pérdidas, porque noté que otros, muchos otros, habían perdido hacía mucho rato, aparte del gusto, el criterio para elegir. Solo un pendejo abusa de la palabra libertad. Los más ignorantes envilecen el uso de la palabra cultura. Las coreografías de danza no estuvieron mal, no se reprocha el esfuerzo del cuerpo, pero queda solapado por el afán de priorizar un panfleto partidista a la poke sí, haciendo que los bailes no tuvieran sentido con lo que se pretendía transmitir. Bailaban los bailarines y luego salió de la nada una mujer diciendo que era cimarrona y que estaba dispuesta a luchar por la libertad, gritaba tres cosas más y se iba; vi que esa fue la única forma de conectar una situación con la otra, un personaje diciendo lo pertinente a la obra y luego las presentaciones inconexas de danza. Midiendo todo en justas proporciones me pareció surreal que una mujer haciendo su papel de negra cimarrona hablara con tanta convicción de la lucha independentista, considerando que la abolición de esclavos no se concretó hasta 1854, desde Carabobo tuvieron que pasar 33 años (lapso de vida de Cristo) para que hipotéticamente los negros pudieran declararse libres, incluso ser considerados personas, sin que el calificativo cimarrón fuera algo relevante para destacar en un diálogo doscientos años después. La música era lo único rescatable, pero difícil de apreciar en el contexto mismo del Descampado. Morrison decía que hubiese sido mejor la orquesta y ya, o incluso mejor era cerrar los ojos y evitarse las molestias visuales que no iban al caso. El resto de la función fue así. Hubo una parte terrible que sacaron a escena cuatro situaciones donde bailaban, pero al final no entendí ninguna escena, en particular una que era un baile alrededor de una piñata enorme que quería ser árbol pero al final solo era algo que me imagino terminarán cayendo a palos los mismos artistas tras bastidores. Muy buenos los bailes, después de todo, pero ¿de qué se trata todo esto? Claro, el bicentenario. Las escenas eran innecesariamente largas. Una muy rancia fue una donde Bolívar Kudai danzaba con una contorsionista que era la muerte, seguido de más gritos, tanto así que ya la música no era importante, nunca lo fue. Me siento terrible al dedicar tiempo de mi vida en relatar sobre algo que me desagrada, pero es muy preocupante cuando eso que consideras está mal es aplaudido por todos hasta el paroxismo. Me costó mucho aplaudir, no pude hacerlo. No me sentía así desde esa vez que había ido a esa misma sala a ver un ballet de la vida de Chávez con un público desquiciado que gritaba de emoción ante cada aparición del supremo en sus facetas juveniles, cuando era pelotero, cuando era paracaidista, cuando escribía en su diario secreto de cadete a lo Flaubert, cuando era todo y a la vez nada, cuando nadie sospechaba que en aquel hombrezuelo estaría el alfa y el omega de nuestra capacidades totales, muy limitadas, propensas al pesimismo y la mediocridad garantizada por las armas y los medios de comunicación. No digo que el arte político sea malo, puede ser bueno si no se malusa para los fines políticos, son procedimientos distintos. Toda esa muestra de espectáculos son síntomas del estado del arte local, o lo que ellos, los agregados al club de la cultura popular dicen que es el arte. El trasfondo está en el cómo de manera eficaz se logra hacer de la memoria una caricatura y que los artistas cómplices consideren que todo al final se trata de una gran idea, es claro, porque cobran los suyo, no hay discusión luego del respectivo depósito bancario, y es hasta innecesario recordar que las pasiones, sean las que sean, tampoco se negocian. Fue un alivio que Morrison no haya gastado dinero en las entradas. Eso me hubiera dolido mucho. Sin embargo lo gratuito puede ser infame, hasta el punto que se pierde el horizonte del valor de las cosas. Tal vez te cuento esto porque no quiero olvidarlo. Aquí la amnesia es una forma muy eficaz de perder sin darse cuenta. Igual siempre volveré al teatro, pues no se puede perder la esperanza que evoca el espacio. Al salir, lejos de la montonera aduladora que olvida la pandemia después del show, quedaba el horror de la realidad, una ciudad de muerte-diurna, de santamarías grises, avenidas estrechas sin transporte ni luces, repleta de murales de mal gusto con lemas de una happytocracia bélica4, un culto disfrazado a la muerte, somos invencibles, inmunes a la derrota porque somos la encarnación de ella, el legado fabuloso de nuestros héroes. Así se siente el bicentenario. El clima enervante de una Caracas Kitsch que nos echa en cara el costo del pasado, donde todo es posible, y que al cierre del día nos da un consuelo nostálgico en sus arreboles, aquel que brinda de un tinte hermoso el más latente descampado de nuestras vidas, unas que mientras transitamos anónimos por estas calles temáticas pierden sentido.

Notas al pie:

1. «Si bien se reconoce la participación de las clases populares durante el proceso independentista, existe una valoración vacía del pueblo. En otras palabras, se habla del bravo pueblo como icono positivo de la independencia, pero no tiene peso en los estudios históricos frente al panteón de los héroes; por tanto, es una categoría retórica y en cierto modo artificial, creada y consolidada por la historia (y reafirmada por la vía institucional [pedante y agobiante] del Estado). Si bien nadie puede negar la participación de los sectores populares en la guerra de independencia, continúan como protagonistas ausentes y abstractos del proceso emancipador…Es decir, al pretender establecer el bloque independentista como un cuerpo unido y sin fisuras, donde todos los integrantes de la sociedad fuesen del estrato social que fuesen, luchaban por igual contra la dominación española, se simplifica de tal manera la compleja estructura de la sociedad que se crea una identidad nacional inclusive antes de que pueda existir. Los venezolanos no lucharon como bloque en la guerra de independencia. De hecho, la declaración de independencia y la primera república son llevadas adelante por un pequeño sector de criollos y de algunos propietarios ante la mirada atónita del resto de la población».

Pernalete Túa, C. (2011). El mito del bravo pueblo. En I. Quintero, El Relato Invariable. Independencia, mito y nación (págs. 58-60). Editorial Alfa.

2. A veces se comete el error de dar comentarios relacionados con la idiotez generalizada del lugar donde uno tristemente le tocó vivir. En especial cuando los comentarios tocan la sensibilidad del pueblo. Una persona puede tener toda la originalidad que quiera y lograr decir de cierta manera las cosas, pero las costumbres, las taras y pasiones de los pueblos son estables, inmunes a los cambios radicales, intolerante y tirano a todo lo que lo desconcierta, se conservan por medio de estrategias de reproducción social que van más allá de nuestra compresión de lo que está bien o mal. Ante esa maquinaria de las tradiciones no podemos ganar.

3. Las efemérides en Venezuela se pueden dividir en dos prácticas patológicas: las que exaltan el fervor religioso, y las que exaltan el fervor heroico. Sin dejar de lado, claro está, las celebraciones del calendario litúrgico del consumo capitalista que impone el monstruo amable, como el día de los abrazos, el día de las enfermedades mentales, el día de la mujer y el mes del orgullo gay. Hay un cronograma para saber qué rememorar mediante el gasto de nuestra experiencia a compartir nuestra identidad respaldada por la esquizofrenia del mercado, que no distingue reivindicaciones ni luchas, en realidad no le importa, las celebraciones pueden prescindir del factor humano, basta con sentir que además de nuestro cumpleaños hay un día especial para cualquier cosa que dependiendo de nuestro humor e ignorancia celebremos sin miramientos. El triunfo del capitalismo está en que sin importar lo que decidamos nunca nos desviaremos de sentirnos bien, nunca lo que consumamos nos hará sentir como potenciales estúpidos; y esa es la clave de la libertad: el gasto desmedido de uno mismo.

4. Ya muchos nos habíamos hecho una idea de lo insoportable que es el chavismo con el tema de las celebraciones, como buenos aprendices de los programas cristianos y neoliberales, aplican una agenda a la bolivariana para todo, Bolívar es una especie de Ditto ideológico que penetra nuestras vidas como un cáncer de heroísmo que al tenerlo tan presente no es posible sentirse un ser capacitado de superar la artritis histórica, con facilidad se hace de la memoria una caricatura siniestra que refleja lo peor de nosotros. Se ha hablado demasiado del tema, hay expertos que se han dedicado a estudiar el fenómeno del culto como caso clínico, sexual, político, cultural y mercadotécnico que sienta las bases de nuestra idiosincrasia, no obstante discutirlo no implica que tengamos la voluntad de superarlo. Es una maniobra de exorcismo imposible de llevar a cabo.

Alexander JM Urrieta Solano

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@LiberLudens

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