Crítica y canon

Jorge Luis Borges en “El escritor argentino y la tradición” escribió que “la idea de que una literatura debe definirse por los rasgos diferenciales del país que la produce es relativamente nueva; también es nueva y arbitraria la idea de que los escritores deban buscar temas de sus países”(p.103). Dicho planteamiento, más allá de una novedad, se ha convertido en una obsesión, bien que podría contrastar con la demanda de escribir temas ligados al contexto donde el escritor vive. Responder a las inquietudes particulares de su contexto.

Dichas producciones literarias parecen estar obligadas a plantearse problemas de su representatividad y arraigo a la cultura a la cual pertenece. Los campos literarios operan, de una manera (más o menos discreta, declarada o abierta), bajo un conjunto de características deseables en un autor para darle o negarle carta plena de ciudadanía literaria. Estos criterios de selección también forman parte de los circuitos en donde las producciones realizadas por los escritores circulan. Bajo el panorama constante que exigen las tendencias se establecen los textos que son más relevantes por encima de otros. Se configura una suerte de canon, sectorizado por la coyuntura actual. “El canon, como ley escrita, no intenta sino homogeneizar gusto y producción estética”. (Montaldo, p. 74). La literatura que se prioriza responde al nivel de compromiso con el contexto social. Las temáticas dentro de la diversidad de lo distinto operan bajo la lógica de sus mecanismos internos. No se sabe hasta qué nivel dichas literaturas estás comprometidas consigo mismas, o lo están con un público potencial.

Ante esta necesidad de múltiples urgencias la calidad de la obra puede ser claramente discutible. Las obras que se hacen no tienen como tal un fin social, lo que sí pueden tener es un destino social, dependiendo de la capacidad que tenga la obra misma de defenderse y circular por su cuenta, con o sin ayuda de factores determinantes como la publicidad, o diversas estrategias de mercadeo que dan cierta vitalidad a la vigencia de dicha obra, que facilitan su acceso y consumo inmediato. Sin embargo, esto no garantiza que la obra se pueda sostener por méritos propios, es decir, que sea capaz de coexistir por su propia fuerza verbal, de manera independiente en los circuitos del mercado, ni siquiera bajo el respaldo de la figura del escritor-marca, que se presenta como una garantía de calidad; pero esto es un asunto cuestionable.

La literatura es una forma de conocimiento. El escritor se bandea dentro de esa producción de conocimiento en función de su nivel de compromiso a niveles históricos, políticos, lúdicos y sociales de una época. Escribir implica una responsabilidad. El escritor tiene quizá la obligación, a menos que decida hacer otra cosa, de analizar la realidad como si se tratara de un caso clínico del cual tiene que desarrollar una poética discursiva que pueda transmitirse al resto de sus semejantes, sea con dificultades en su presente, o en un futuro donde el novelista no exista físicamente pero su obra sea capaz, de manera independiente, de poder defenderse sola bajo su propia lógica constructiva, así como su formación estética, resultado de una memoria particular.

Los textos que responden a las necesidades de la circunstancia, que se ajustan a la particular imaginación de una época, pasan a una sistemática consagración que ya no queda solo limitada ni determinada por un grupo específico, sino que dentro de esa consagración se tejen redes de relaciones para la consolidación de un conjunto de textos que, pasando por las diversas redes de relaciones, pueden ser clásicos, concentrar en las propuestas (sin tomar para esta problemática la calidad de dicha obra) un conjunto de valores estéticos. Son esta suma de cualidades las que conforman la idea de corpus.

El corpus, es decir, el conjunto de textos que conforman lo que bajo el nombre de literatura una determinada época pone a circular de manera legítima, es aquella escritura permitida que ha pasado las pruebas de autorización de los agentes del campo intelectual. El canon es la forma en que se arma, con los textos del corpus, el conjunto del paradigma estético de una época, aunque en menor medida que el corpus, también está ligado a la idea de organización nacional de una cultura y tiene que ver con la constitución de los clásicos. Los clásicos son textos que cultural y convencionalmente se instituyen como modelos (Montaldo, p.74).

Los textos que conforman el corpus, y a su vez se clasifican en un orden canónico, o marginal, funcionan como una mediación de lenguaje. La pregunta que nace ante este panorama incesante es cómo producir una crítica de los textos que vendrán. Roland Barthes estableció una discusión entre la vieja crítica y la nueva crítica. La vieja crítica se basa de la noción de lo verosímil, planteada por Aristóteles, lo que proviene de aquello establecido por la tradición, que toma como punto de apoyo el pasado. El método abre una pregunta a eso que no sabemos. Quien tiene la verdad no se pregunta nada, no se cuestiona, solo establece. A través del método se impone la duda, una duda que se interroga por el azar y el sentido de la naturaleza. Sin preguntas no puede existir el método.

La crítica clásica ha concebido la idea de objetividad, al momento de abordar un texto, bajo un molde establecido. La obra bajo una nueva crítica, necesita ser medida en sus justas dimensiones, como un elemento autónomo.

Cada época puede creer, en efecto, que detenta el sentido canónico de la obra, pero basta ampliar un poco la historia para transformar ese sentido singular en un sentido plural y la obra cerrada en obra abierta. La definición misma de la obra cambia; ya no es un hecho, histórico: pasa a ser un hecho antropológico puesto que ninguna historia lo agota. La variedad de los sentidos no proviene pues de un punto de vista relativista de las costumbres humanas; designa, no una inclinación de la sociedad al error, sino una disposición de la obra a la apertura; la obra detenta al mismo tiempo muchos sentidos, por estructura, no por la invalidez de aquellos que la leen. Por ello es pues simbólica: el símbolo no es la imagen sino la pluralidad de los sentidos (Barthes, p.54).

El gusto está signado por la crítica tradicional en definiciones abstractas, como aquello que es bueno o malo, basados en modelos esenciales ¿cómo se adjudica lo bello y lo bueno en el lenguaje? ¿Cómo el texto en cuestión se somete a evaluaciones consolidadas con el paso de los años, donde han cambiado de manera simultánea las propuestas artísticas? Es lo que la crítica nueva busca cuestionar: cómo analizar una obra total a partir de la reducción entre lo bueno y malo, lo bello y lo feo. La nueva crítica busca analizar las obras desde enfoques distintos, más que las técnicas, consecuencias del lenguaje, no como algo estático, sino como un conjunto de procesos multifactoriales que la misma escritura genera y, a su vez, cómo se experimenta todo este conjunto de cualidades en una obra, en el lector.

La crítica se vale de su propia jerga, de su propio orden del discurso, su abordaje específico de los fenómenos; es ideológico, y se da como una verdad, establecida desde el poder (Focault). La jerga es el lenguaje del otro, pero cómo esta se legitima dentro de los espacios del saber, cuyas miradas, declaraciones, determina el porvenir de lo que se lee y lo que no puede, o no debería tenerse en cuenta. El lenguaje de la nueva crítica aboga por la presencia del otro, pero eso no la excluye de volverse, situación inevitable, con el paso del tiempo, en un discurso por igual hegemónico. Apertura a los sentidos del texto.

Alexander JM Urrieta Solano

Consultas bibliográficas

Barthes, Roland. Crítica y Verdad. Buenos Aires: Siglo XXI Editores, 1992.

Borges, Jorge Luis. El Escritor argentino y la tradición. Barcelona: Círculo de lectores, 1975.

Focault, Michel. El orden del discurso. Barcelona: Tusquets Editores, 1999.

Montaldo, Graciela. Teoría Crítica. Teoría Cultural. Caracas: Equinoccio, Ediciones de la Universidad Simón Bolívar, 2001.

¿Lecturas para el día del libro?

Como una novela

Leer y escribir en un país invisible

El secreto del éxito japonés

Ministro, estuprista y beato

Los demasiados libros, o las virtudes del exceso de plástico

La esquina de barro

Tanizaki en Las Vegas

Apuntes para Abraxas II

15 de julio-2023

Estamos a mitad de julio. El Centro está repleto de buhoneros con productos puestos en diversas sábanas extendidas. Muchos artículos escolares. También muchos juguetes. En los parabrisas de los carros se pueden leer los logros de extraños: «mi hijo pasó a primer grado», «familia orgullosa por su bachiller», «sobrina hermosa ya sabes leer»,»me graduaron». Ves a los chamos entrando a la farmacia con sus chemises rayadas: «éxitos nunca cambies», «te voy a extrañar no me olvides». Hay tanta gente en la Hoyada que no se puede caminar. La saturación en las ciudades son mezcla de nostalgia con desesperación, que en suma viene a ser lo mismo que otra máscara de la esperanza. Gastar implica una forma de ser feliz. Eso, en tiempos y lugares tan caóticos y absurdos, no se tiene que discutir. Vamos a paso de fila india, como las hormigas. Sin ánimos de pisar la mercancía ajena. La oferta de mangos y ropa íntima a un dólar. Parece que la fecha próxima al día del niño no conoce rango de edades. El mundo está tan infantilizado que la idea de ser adulto se toma con vergüenza. La gente de quince años no asume que ya tiene treinta. El metabolismo y el dolor no son iguales. Crecer es una ambigüedad. Crecer es andar desnudo, lidiar con tu soledad. Para ignorar el paso del tiempo nos refugiamos en algún ejercicio de vanidad, exponer la vida irrelevante que se tiene, esperando que otros consuman lo que ofreces de ti, creyendo que tu contenido, bueno o malo, es garantía de un tipo de gusto consumado, una necesidad patológica por demostrar que estás siempre haciendo algo, que tu vida es interesante, cuando no lo es. Creces, pero no maduras. Pero justo es eso, se trata de esa búsqueda de atención, como la que necesitan los niños, ahora como adultos niño. Para calmar a mi niño interior me doy un paseo por el puente. En una mesa encuentro la poesía completa de Alberto Caeiro. Una edición llena de hongos y polvo. El libro tiene una vida dentro de otras vidas. Leo: «el defecto de los hombres no es el de estar enfermos:/es el de llamar salud a su enfermedad,/y por eso no buscan curarse/y realmente no saben qué es salud y qué enfermedad». Crecer duele, ¡pero qué bueno es! Madurar, no sé.

15 de agosto-2023

Fragmento de Ética de la Crueldad de José Ovejero:

«Los humanos necesitamos certidumbres. Tendemos a preferir libros con un mensaje que nos conforta, es decir, que hacen explícito lo que ya pensábamos antes de leerlos. Una crítica a la religión será siempre bien recibida por los ateos, una crítica al vicio por el pío, una crítica hacia los poderosos por los que no tienen poder…y también por los poderosos que no se sienten cómodos con su condición y prefieren contarse entre los impotentes. Una explicación del mundo que me alivie de mis culpas o que al menos las haga más llevaderas será acogida con gratitud. El lector suele apreciar las novelas en las que los protagonistas hacen lo que él siente que debería hacer pero no hace. Cuánta gente que lleva una existencia perfectamente burguesa disfruta las aventuras del revolucionario que sacrifica su vida luchando por sus ideales. Siempre me ha llenado de estupor el éxito de esos libros mediante los que asistimos al sufrimiento injusto de una persona cuyo partido tomamos no porque nuestras vidas sean o hayan sido similares, sino precisamente porque no lo han sido. No nos identificamos sino que sentimos simpatía, nos identificamos más bien con los justos que consideran que aquello es una injusticia; coincidimos con el autor en que el mundo es malvado, pero no por nuestra culpa, puesto que estamos al lado de las víctimas. En cierto sentido muchos de esos libros que pretenden ser morales -el autor revela con ellos lo ruin que es el mundo pero no él, ya que él condena esa maldad- son también extremadamente conservadores. Procuran al lector la sensación de encontrarse del lado de la razón mientras leen, de forma que no es necesario que lo hagan también mientras viven. Todos estamos a favor de la justicia, pero solo unos pocos actúan para conseguirla. Leer no es en muchos casos, como nos dicen desde el poder, una forma de crecimiento y liberación personal, sino una estrategia de enquistamiento. La lectura, igual que viajar, se ha convertido para la mayoría en una actividad recreativa. Si una vez y otra recibimos el mensaje de que leer es bueno se debe a que leer, como escribir, se ha vuelto inocuo. Pan y circo. Y literatura. E Internet. La literatura es el opio del pueblo.» pp. 71-72.

30 de septiembre-2023

¿Qué es la memoria? En sus Confesiones San Agustín dice que es el estómago del alma. Bernardo Atxaga, en el Obabakoak, dice que la memoria es un salpicado de islas. Quima formula su propia definición: circuito turístico de cayos que transitamos como huéspedes dentro de un cuerpo frágil con fecha de vencimiento. Volvemos al lugar donde fuimos extremadamente felices o tristes, en aquel sitio que no obedece ninguna ley física se permiten las contradicciones, no hay distinción dentro del doloroso placer de recordar. La soberanía de la memoria, dice, la que por los momentos considero plena, es saber que la única patria que tenemos son los recuerdos, en nuestros sótanos todavía nos sostiene la infancia, nuestro primer castillo de arena levantado con inocencia frente al mar, los dientes de leche mezclados en un frasco con monedas y metras. Por otra parte, M. dice que la memoria es un inventario de sucesos que conservamos como objetos, corotos ocultos en gavetas, cofres y bolsillos que dan sentido a nuestra versión personal del Génesis. También son imágenes. Imágenes perdidas que recuperamos en instantes inexplicables. He revivido mil formas de vida en el perfume de una madre, en el olor del guiso que prepara esa extraña que me ha cedido un sitio en su mesa para comer. Muchas respuestas en el pelo escondido en la funda de una almohada. He vuelto a tener cinco años al contemplar a unos niños jugando en el parque. He recordado la miseria por un pan lleno de hongos, en una olla mal lavada, en la extensión de una avenida oscura y sola. Una alegría se destapa en mi corazón al ver una foto de mi último viaje a Puerto Ordaz con personas que ya no tengo conmigo, pero que conservo en algún sitio. En un gesto está guardado el universo, la casa de las estrellas. La memoria es un archivo, caja de música, obra inconclusa. Es el lugar donde situamos varios lugares. Allí están los seres que me llenan, los ausentes, los desaparecidos, los eternos. El olvido también es recuerdo, piezas perdidas, ocultas. La pregunta que uno se hace es: ¿Cómo mediante gestos tan simples se recuperan las imágenes? ¿Qué detalles me llevan a ese lugar que, por mucho tiempo, había dado por perdido?

6 de noviembre-2023

Hay que ganarse la voluntad. Esta frase la tengo presente cada vez que despierto ante la insistencia de una alarma desquiciada, la que me ayuda a liberar la carga de cortisol necesaria para poder levantarme y, como Sísifo, ordenar la cama una vez más. Encarar el nuevo día. Estando lejos pienso en los amigos, esa formación antigua y delicada, de origen misterioso, que junto a los recuerdos hacen la patria mínima que da forma a nuestra soledad. He dado con la tarea de cartografiar la memoria, recuperar imágenes perdidas que me permitan pensar de otra manera el presente. Dejar constancia de que la vida ha sido y sigue siendo buena. Anoto: En la sabana todo es aterradoramente eterno. El territorio nos exige aceptar nuestra caducidad. Los músculos tienen memoria, los tepuyes también. Cada paso hacia lo desconocido comprende un margen de error y éxito incomprendido. Hay quienes se jactan de mostrar procesos y resultados, yo estoy tranquilo porque no aspiro a demostrar nada, solo dejar las cosas mejor que como las encontré. Mi mayor dicha ha sido fracasar y saber recuperarme de inmediato, me dijo Quima una vez, es el don de la insistencia, la terquedad quijotesca que da sentido a la vida. Alcanzar una meta requiere de esfuerzo y disciplina. Por eso me contento cuando veo a alguien que estimo llegar, por así decirlo, a alguna parte, ignoro si es bueno o malo, solo considero que al final todo vale la pena. De las grandes caminatas podemos aprender mucho sobre las nociones de resistencia y voluntad. Los logros de los amigos los siento míos, en cierta forma, porque uno desea pensar que así como somos parte de los momentos de angustia también podemos ser parte de las dichas. Claro, si los afectos lo permiten. Y digo esto con reservas porque en la hora más tenebrosa son pocos lo que quedan, y con eso basta. A pesar de que cada quien lleva su peso solo, no debemos despreciar la compañía temporal del otro. El trayecto no termina y el rey sol no perdona. Ruta complicada porque no podemos prevenir los cambios, por eso cada pequeño gesto proveniente de la extrañeza del otro es una grata recompensa. Entonces concluyo: Los amigos son la hospitalidad que da el camino.

31 de diciembre-2023

Quima me escribe: «Aspiro una memoria sin nostalgia, es decir: el olvido. Celebro la dicha de ser, hasta donde puedo, tu amigo». Pienso entonces: ¿en qué consiste olvidar? ¿Por qué hablar del olvido resulta tan pertinente ahora, en el cierre de un ciclo, el fin de año, donde precisamente hay un ejercicio inevitable de rememorar todo lo vivido? Lévi-Strauss dice que «olvidar es no poder decirse a uno mismo lo que uno debería haber podido decirse». No creo que el olvido tenga que reducirse a una falta o pérdida. Creo que los olvidos son vacíos que están llenos de algo vital. Archivos no encontrados o perdidos a propósito, por negligencia o temas terapéuticos. «Celebrar el año nuevo», dice Quima, «es el pretexto para invocar el olvido, que también puede ser la mutación de un recuerdo, digo, el olvido también es un tipo de memoria». La idea de borrón y cuenta nueva para fin de año, el compromiso que uno se hace (en medio de ritos y cábalas responden a una necesidad consumada en el propio arte de la memoria, la necesidad de renovarse, es decir, de envejecer), la promesa de un porvenir mejor implica que seamos capaces de olvidarnos de quiénes fuimos o seguimos siendo. Esa promesa que nos hacemos exige una tarea (in)voluntaria. «Hay que saber olvidar, por ejemplo la memoria del dolor, la muerte de un semejante». La memoria consiste en privilegiar unos acontecimientos sobre otros. A pesar de no tener contacto alguno con el otro, en lo más profundo, en la memoria más recóndita de mi ser: lo amo y lo extraño, y por alguna razón, sé que en este momento también lo olvido. Así funciona, después de todo, la mecánica de la soledad. El olvido suele hacernos daño porque sigue siendo una forma de memoria. Solo podemos alcanzar la plenitud olvidando que hemos olvidado. Recordamos en función de un olvido posible. «El olvido, lejos de ser una antinomia de la memoria, es la esencia misma y se le reservan ciertos momentos». Entonces, cuando levantemos nuestras copas y brindemos por el porvenir recordemos, así nos parezca paradójico, aquello que hemos olvidado. Te abrazo en la ausencia, porque sé que luego de esto, tampoco te acordarás de mí. Somos olvidos empiernados.

10 de febrero-2024

Año nuevo chino

A pesar de tantas cosas, puedo decir que, en el fondo, seguimos vivos y olvidando los sueños, me dice Quima. En lo trivial está la belleza, sigue, y no es para menos, si me doy a entender. En las situaciones más extrañas he llegado a pensar que las despedidas que vivo dormido, por ejemplo, son vitales para renovar mi esperanza al despertar, quiero decir, que la esperanza es lo más parecido a lo que podemos experimentar como un sueño a punto de cumplirse. Yo por mi parte tengo una relación extraña con los sueños, le digo. A veces pienso que recuerdo un sueño pero otras veces el sueño me recuerda a mí. Lo que pasa en otras situaciones es que creo olvidar que he soñado. Pasan los días y claro, el sueño, evidentemente, se ha ido, pero entonces en un momento recuerdo que había olvidado algo, y ese algo es el sueño perdido, y cuando recuerdo que lo olvidé el sueño vuelve de manera fragmentaria, en forma tráiler, y algunas cosas se aclaran, pero por igual me inquieto. Cuando recuerdo el sueño que creí haber olvidado es cuando tiene mayor sentido para mí. Capaz es una tontería. No hay que darle tanta importancia como a las cosas que padecemos despiertos. Es curioso, dice Quima, el sueño es una manifestación de una ficción posible, que es lo mismo a decir que se trata de una realidad seleccionada con pinza de lo que vivimos despiertos. Desde hace tiempo anoto mi sueños ¿Lo has intentado?, le pregunto. Si lo anoto está bien, pero no es lo mismo. Escribir el sueño que tengo retenido al momento de despertar sigue siendo un ejercicio sometido al error. No es igual escribir el sueño luego de haberlo tenido porque lo que escribo ya no se trata de un sueño sino de un recuerdo. Es una trampa. El tema nos conduce al fracaso secreto. Porque una cosa es lo que vivo y otra lo que sueño. Lo ideal, para una certeza más exacta de nuestro interior, es tener la capacidad de poder escribir mientras soñamos. ¿Escribir dormido? No ¿Qué tiene que ver eso? Yo me refiero a la capacidad de escribir al ras del sueño. Son contados los que han logrado transmitir esa obsesión esotérica a otros, digo, después de todo, escribir con sueño es también un método para olvidarse de la esperanza.

Alexander JM Urrieta Solano

Apuntes para Abraxas

Cómo estafar creyendo que salvas el planeta

Selección natural

El poeta en el mundo

Souvenirs

La esquina de barro

La calle de de los hoteles

Souvenirs

Una pequeña escultura del David de Miguel Ángel reposa en la tapa de una poceta. La réplica no está hecha del soberbio mármol de su original en Florencia sino de un compuesto químico llamado polietileno, el mismo que sirve para hacer botellas de Coca-Cola, que luego termina en el mar formando inmensas islas de plástico o, en su caso más colateral y catastrófico, en pequeñas partículas que transitan ahora por nuestro organismo. Ese David en pequeña escala es uno de los tantos souvenirs que compró mi abuela en un arrebato de ansiedad por atrapar el espíritu vital de su viaje, motivado quizá, y eso es lo más seguro, por un consumismo inusitado en las ofertas del duty-free del aeropuerto de Roma, sumado a la necesidad de llevar un fragmento de memoria tanto a sus hijos como a sus nietos: la constancia de su viaje al país en forma de bota.

El souvenir concentra un intento fallido de inventariar la memoria mediante la materialización. Lo que adquirió mi abuela al comprar el David fue también el cumplimiento de un deseo, una necesidad inconsciente de capturar una vivencia mediante el objeto de consumo. Este solo puede dar constancia de una memoria atrofiada. Los souvenirs son objetos que “esconden una poderosa carga simbólica tras su aparente banalidad. Estos artefactos que pululan en todos los paisajes y escenarios turísticos, de muy distinta naturaleza en materiales y una enorme variedad de contenidos y estilos” (González, 2007). Walter Benjamin ha definido el souvenir como una “reliquia secularizada”, un anexo o complemento de la vivencia; al final el objeto es un testimonio de la experiencia, pero también la experiencia misma convertida en una mercancía, un efecto residual del turismo de masas y el desarrollo, cada vez más especializado y sofisticado, de la reproductibilidad técnica.

Benjamin nos dice que en la cultura de masas la obra de arte pierde su valor cultual y es reemplazado por un valor expositivo, una cualidad que permite el acceso a la reproducción de la obra por múltiples medios. La capacidad que tiene la obra de exhibirse ha incrementado de manera cuantitativa. Con el desarrollo de nuevas tecnologías es posible reproducir una obra en distintas escalas y dimensiones. Para Benjamin, con la invención de la fotografía, el valor de exhibición sustituye el valor ritual. Es a partir de esta expansión de las imágenes repetidas que la obra se multiplica y destruye lo que denomina su aura: aquello de lo que está envestida la obra, lo que la dota de una sensación de lejanía con el espectador, así como la cualidad que dota de sentido cuasi-religioso a la obra, pues también dicha cualidad define su Autenticidad: “la quintaescencia de todo lo que en ella, a partir de su origen, se puede transmitir como tradición, desde su permanencia material hasta su carácter de testimonio histórico” (Benjamin, 2018, pp. 28-29). En la medida que la pieza se multiplica, el aura se diluye. La existencia única de la obra se sustituye por una pluralidad de copias: “los diferentes procedimientos del arte fuera del seno ritual, aumentan para sus productos las oportunidades de ser exhibido (Benjamin, 2018, p. 36). La reproductibilidad técnica cambió la relación del arte con las masas. El souvenir es la demostración por excelencia de la eficacia de la reproductibilidad: es la articulación entre turismo y consumo de masas por el que se

construye un sistema de objetos y de relaciones sociales que reproducen la narrativa dominante de la modernidad, expresada en la idea de que el precio del progreso es la pérdida de autenticidad –de los objetos, de la experiencia y de las percepciones de objetos y experiencias– bajo las condiciones generalizadas de alta movilidad y de progresiva mercantilización de todas las cosas (González, 2008, p. 39).

No hay una experiencia estética profunda en el souvenir. Las piezas se replican dentro de un complejo aparataje de tecnologías que permiten el acceso inmediato a los espectadores. La obra (convertida en recuerdo) puede aparecer en formatos variados donde su único valor es la referencia lejana que evoca. No es lo mismo la pintura original de la Mona Lisa que la impresión de ella en una toalla de playa, o en una taza de porcelana; tampoco la reducción del David a un elemento decorativo del baño, o una lámpara de cerámica en forma de la Torre de Pisa en una mesa de noche. Los objetos solo cobran sentido a través del origen de una experiencia personal. Las réplicas y miniaturas de lugares y cosas emblemáticas tienen la capacidad de conjurar imágenes de los lugares donde fueron comprados(González, 2008). La proporción de sentidos otorga al souvenir “un fuerte potencial fetichístico; los souvenirs comienzan a ocupar el lugar de acontecimientos o situaciones con los que estuvieron asociados por casualidad, o a los que se suponía representaban, ganando con ello una vida propia” (Olalquiaga, 2007, p. 60). La mercancía referencial está despojada de su historia de fábrica; nace, por así decirlo, muerta. El souvenir abre lugar a una dialéctica del kitsch: se balancea en la noción de un pasado irrecuperable y un presente fragmentario. El kitsch no es más que una mercancía fallida que evoca todo lo que llegó a ser una vez. En otras palabras, lo kitsch es la decrepitud inherente en todas las cosas.

Con la reproducción en masa el aura sobrevivió como algo fragmentario y disperso que ya no se encontraba unido exclusivamente a un objeto esencial y auténtico. Este “aura trizada” se aproxima al sentimiento de singularidad, haciendo posible la experiencia histórica de la pérdida de dicho objeto. En consecuencia, los productos de la cultura de masas no son percibidos como innumerables o siquiera repetitivos, sino como los restos de un fenómeno más amplio que no sólo los precede, sino que los habita. Este carácter aureático residual resulta fundamental para comprender el cambio ocurrido con la industrialización y también sus limitaciones, así como la razón por la cual los productos en masa, en su paradójica resistencia y glorificación de una noción total de autenticidad, son despreciados críticamente como su versión degradada, es decir, kitsch (Olalquiaga, 2007, p18).

Para Benjamin la reproducción masiva favorece la de reproducción de las masas: esparce escombros de aura, dotando de una metáfora poderosa a las ruinas de la modernidad, en la que el efecto residual es el kitsch: “memoria suspendida cuya fugacidad se intensifica por su extrema iconicidad” (Olalquiaga, 2007, 23). Todas las grandes concentraciones tienen una estrecha conexión con el desarrollo de la técnica de grabación y repetición. El negocio de los recuerdos es un derivado de la industria del turismo de masas. El souvenir es un objeto que obtiene su autenticidad gracias a la experiencia turística; fuera de ese contexto no tiene ningún valor. Su principio radica precisamente en una repetición de lo mismo, por lo que no hay ningún rasgo de originalidad en su existencia. Sin embargo, puede albergar un recuerdo, una testificación histórica. Hace tangible la experiencia intangible del viaje, o lo que queda retenido en el objeto de dicha experiencia, la vivencia: las remembranzas que se comportan en

diversos modos de recepción, los cuales las convierten en fetiches cuyo amplio abanico de significados se conjuga de acuerdo con las necesidades del consumidor –y del mercado–. Sobresale entre estos modos la noción de que un objeto es capaz de trascender los límites de su propio significado para representar, completa o parcialmente, la totalidad del hecho que lo creó. Los souvenirs, por ejemplo, condensan los elementos en que supuestamente se fundó la situación particular: un determinado paisaje o panorama, una persona famosa, el objeto “típico” de una artesanía o una región, un momento importante (Olalquiaga, 2007, p. 59).

El único documento histórico que tiene el souvenir es el de la línea de ensamblaje (el grabado de su procedencia Made in china). Su particularidad, tal vez, podría estar en sus posibles defectos de fabricación. En la cultura de masas las particularidades de los objetos producidos en serie radican en sus imperfecciones con relación a su original, ya distante, inaccesible. “El aquí y ahora del original compone el concepto de su autenticidad; sobre ella descansa a su vez la idea de una tradición que habría conducido a ese objeto como idéntico a sí mismo hasta el día de hoy” (Benjamin, 2018, pp. 28-29). La copia no tiene historia propia, solo puede valerse de la referencia ajena, de la evocación a la pieza original. En la copia hay dos procesos relacionados: la reproducción y la serialidad.

La conversión de la primera en la segunda distingue a la copia moderna de todas las anteriores, pues solo con la industrialización llega la reproducción serial a convertirse en una fuerza cultural de importancia. Representación de una representación, la copia carece de todo derecho significativo. Desde un punto de vista simbólico, no significa nada o, más exactamente, indica el vacío referencial. De este modo las copias son excluidas de la jerarquía significativa y abandonadas a hacer lo que mejor pueden: replicarse. Sin embargo, el reproducirse infinitamente, las copias crean una acumulación inaudita que ocasiona el efecto contrario del vacío: la saturación (Olalquiaga, 2007, p. 194).

La variedad también es un síntoma de hastío. Consecuencia de abundancia de copias. No obstante, dentro de las diversidades iguales, el souvenir es la mercancía que niega su propia condición de mercancía. “Es un objeto que proclama su carácter único y exclusivo –incluso si es producido en masa– a través de las narrativas de su producción auténtica y de las historias personales de su adquisición” (González, 2008, p. 46). El souvenir se vincula con una experiencia subjetiva transcendental, en este caso, la del viajero que compra a las afueras de un parador turístico las baratijas donde se concentra la constancia material del viaje, y a su vez una garantía del retorno. La fuerza del souvenir por igual es restringida, pues siempre estará sometido a la espera de formar parte de un universo personal (Olalquiaga,2007). Sin el ensueño del consumidor el producto no tiene razón para existir.

Un ejemplo está en las bolas de cristal que encierran las ruinas de un sitio histórico. La contemplación revive la nostalgia. Para ser efectiva necesita ser diminuta. La bola de cristal encierra el recuerdo de una ficción personal. “Los souvenirs transcienden la imagen del deseo prefabricada de los bienes de consumo a través de la implicación personal de sus consumidores” (Olalquiaga,2007, p.61). Al mirar la diminuta escala del Coliseo romano en la bola de cristal se experimenta una remembranza. En la bola “se eterniza un ambiente, cerrándolo a la posibilidad de la experiencia vivida. En su ingenua presencia niegan el momento de la muerte imponiendo la estasis de una muerte eterna” (González, 2007). Todos los acontecimientos se reducen a experiencias de consumo. Se trivializan cuando hay una necesidad patológica por demostrar que estuvimos en un sitio.

En el nuevo mercado del turismo de masas las personas realizan los viajes a la espera de encontrarse con su propia expectativa. El deseo es encontrarse con la ficción con la que siempre soñó. Para el viajero contemporáneo resulta más importante la prueba material que el viaje en sí. Lo define también aquello que acumula en su rincón de universo. Una casa repleta de objetos empolvados pueden ser los restos vitales de un naufragio. Al mirar con detalle el pequeño David de polietileno en la tapa de la poceta, ya cubierta por el polvo cósmico del olvido, se establece la analogía fantasmática del mundo extinto de las cosas. Y concluimos, como Walter Benjamin, que la capa gris de polvo que cubre las cosas se ha convertido en su mejor parte.

Alexander JM Urrieta Solano

Referencias bibliográficas

Benjamin, W. (2018). La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. En W. Benjamin, Estética de la imagen (págs. 25-82). La Marca Editora.

González, F. E. (17 de Agosto de 2007). ‘Souvenirs’ y turistas. Obtenido de El País: https://elpais.com/diario/2007/08/18/babelia/1187391967_850215.html

González, F. E. (2008). Narrativas de seducción, apropiación y muerte o el souvenir en la época de la reproductibilidad turistica. Acto. Revista de Pensamiento Artístico Contemporáneo, 34-49.

Olalquiaga, C. (2007). El reino artificial. Sobre la experiencia kitsch. Gustavo Gili.

Misceláneas:

Los demasiados libros, o las virtudes del exceso de plástico

La Broma infinita: sobre la experiencia lectora deportiva

Ensayo sobre el Lugar Silencioso

La calle de los hoteles

La esquina de barro

Tanizaki en Las Vegas

Liber Ludens

Hace 6 años con un querido amigo empecé a vender libros.

Nuestro gancho principal estaba en el servicio detectivesco. Rastrear libros y llevarlo a las manos del cliente.

Con parsimonia han llegado más personas interesadas en este servicio que ofrezco por los momentos aquí.

Vender libros es un oficio de propiedades múltiples.

El librero es un entusiasta aprendiz de hechicero.

Caracas es una ciudad de bichos raros. Repleta de maravillosos mostricos come hojas.
Lectores bárbaros, llamas de vela.

En la diferencia está la clave para mejorar el servicio.

El buen librero escucha y absorbe como una esponja.


En principio un lector recomienda lo que le gusta a sus amigos; por otra parte, el librero recomienda lo que posiblemente pueda enganchar al cliente.

Más adelante el librero y el cliente se hacen amigos. Se forma un círculo. Las pasiones se contagian de manera inevitable, porque siempre es grato encontrarse con personas que compartan los mismos vicios que nosotros.

Ese amor por la lectura aparece en los lugares más inesperados. Nacen admiraciones secretas. Siempre hay figuras anónimas que dejan su rastro de amabilidad, y con eso basta.

Es grato que el lector regrese envestido como un amigo.

A veces como un amante, y en el mejor de los casos como un discreto enemigo, tan necesario para ser mejores.

Con el tiempo he aprendido a darle un valor absoluto a la amistad.
Un amigo puede estar encerrado en un frasco
O en la página doblada por una esquina.

Amigo. Palabra gruesa y delicada.
Uno debe velar por juntarse con personas que nos ayuden a crecer, a ser mejores de lo que somos.

Uno quiere amigos grandes, que nos enseñen, que nos discutan la mínima coma, que sean brutalmente honestos y nos digan cuando tengamos mal aliento.

La asertividad se cultiva alrededor de los libros. Uno le agarra cariño a las pasiones ajenas.

El mayor deseo de muchos es poder mantenerse haciendo algo que le guste. Encontrar el equilibrio es difícil pero no imposible. Sin embargo, ya es bastante con tener claro a qué cosa te gusta dedicarte para vivir. Son cosas distintas. La segunda es más importante: otorga cualidades a tu esencia.

Una de las cosas más difíciles que hay es Ser una Persona.

La existencia es complicada. Se hace insoportable cuando no se tiene un motivo para vivir. Por eso es preciso encontrar una pasión, un interés. Algo nos tiene que gustar.

Mi hermana una vez me dijo que es muy triste encontrarse con una persona sin pasión, alguien que no tenga ningún interés por nada.

Muchas personas pueden vivir tranquilas sin pasiones, le digo a ella.
No pasa nada.
Lo triste es existir sin tener la más mínima idea de quién es uno.

Promover la lectura es la suma de convicciones.
Vivir de esto: la ambición de la esperanza.

Mis decisiones son estrictamente literarias.

Ya asumí, por supuesto, un estilo de vida.

Uno no solo debe creer sino amar lo que hace.

De esta manera cualquier vocación vale la pena.

Vivir sin duda es más importante que leer, pero leer ayuda a vivir.

Alexander JM Urrieta Solano

Ilustración realizada por Rossana Bermúdez

Je me souviens

Qué hermosas son las cosas que olvido

siempre alrededor de las otras que recuerdo.

Francisco Meza

Me acuerdo de la playa Los Lobos y el mar oscuro del Océano Pacífico. Enterrábamos patillas en la orilla para después comerlas frías.

Me acuerdo de la fábrica de helado cerca de la casa de la abuela, en el jirón O’Higgins de San Vicente de Cañete. Iba con mis primos a comprar y como los helados venían sin envolturas los poníamos en platos y bandejas hondas de cerámica. El sabor del helado del chocolate. Helado de lúcuma. Helado de Fresa.

Me acuerdo cuando iba con mis padres y mi hermana al Jardín Botánico. Nos tírábamos en la grama y tomaba té de limón en una botella de vidrio.

Me acuerdo del Parque de Dinotrópolis. Las máquinas de video. El supermercado de plástico y un arenal con un esqueleto de dinosaurio, las cotufas amarillas y el olor de los tequeños.

Me acuerdo del heladero que se ponía en la entrada del colegio. Vendía pelotas de goma, calcomanías de Dragon Ball, trompos y metras. También los puestos de dona que se improvisaban en los maleteros de los carros parqueados. Me gustaba ver esas rejillas donde se acomodaban las donas.

Me acuerdo cuando me iba al estadio olímpico de la UCV a caminar con mi papá y mi hermana, haciendo tiempo a que saliera mamá de sus clases nocturnas en la facultad de derecho.

Me acuerdo cuando en el edificio dejaron de pagar las cuotas de mantenimiento. Las figuras religiosas reemplazaron a los extintores. Ahora muchos vecinos se sienten más protegidos que antes, a pesar de la falta de presupuesto.

Me acuerdo cuando mi hermana hizo por primera vez brownies de marihuana y durante toda la nota estuvo sonando en un loop infinito la canción de «Nightcall» de Kavinsky.

Me acuerdo de la canción Animales de Cuentos Borgeanos sonando desde un televisor mientras hacía el amor por primera vez. Uno de los momentos más felices de mi vida. Basta solo una canción para desmoronarse.

Me acuerdo del cuento de Los últimos gigantes de François Place. Creo que después de ese libro supe en el fondo que quería escribir. Intenté plagiarlo en un cuaderno de espiral de mamá donde tenía sus apuntes de derecho procesal penal. No pasé de la primera página. Eso es plagio, decía mamá, inventa tu propia historia.

Me acuerdo de mi primer trabajo como mensajero. Pasaba mucho tiempo caminando por Caracas. En una libreta diseñé una ruta personal de librerías.

Me acuerdo de las merengadas de oreo de Crema Paraíso.

Me acuerdo del taller de reseñas literarias con Carlos Sandoval y cómo perdí mi virginidad leyendo a Onetti.

Me acuerdo del taller de Diálogo como prosa artística con José Tomás Angola. Presenté mi Soliloquio del Kamikaze y al terminarlo el profesor extrañado me preguntó como había hecho ese texto.

Me acuerdo de mi primer trío en el Altamira Suites.

Me acuerdo cuando en un hotel me encontré en la ducha una cachito de marihuana que me lo fumé varios días después.

Me acuerdo del espejo y el laberinto del Parque del Este. A veces iba a tomar fotos con el Observador de Aves y el desaparecido Alejandro (¿dónde estarás ahora?). Tomábamos fotos a las hormigas, a los entusiastas que hacen yoga, a los jabillos y samanes, a las esculturas gastadas y a los niños que hacían burbujas de jabón y comían helados de vasito de papelón y tizana.

Me acuerdo una semana santa que estaba bajo los efectos del xanax y me acosté con tres mujeres distintas.

Me acuerdo del diplomado de narrativa contemporánea en el edificio Cerpe, donde tuve mi primer acercamiento con la mediocridad literaria venezolana.

Me acuerdo del Vano Ayer y El País de la Canela.

Me acuerdo cuando acompañé a Tombo a sacar copias de un ejemplar titulado La Colonialidad del Saber: eurocentrismo y ciencias sociales.

Me acuerdo del Orientalismo de Edward Said, Los condenados de la tierra de Franz Fanon, La construcción social de la realidad de Berger y Luckmann.

Me acuerdo cuando en uno de los locales del callejón de la puñalada me encerré en un baño a meterme perico y de fondo sonada una canción de Gustavo Cerati.

Me acuerdo de las Confesiones de San Agustín, el día que perdí la virginidad.

Me acuerdo de la Facultad de Ciencias y los primeros encuentros con los Aldeanos, los Pura Porquería, estudiantes de biología y computación.

Me acuerdo cuando aprendí a manejar bicicleta en las calles de El Pinar, en el Municipio de Comas, de Lima la horrible, Lima la gris.

Me acuerdo de Farma, el mitómano de Narnia.

Me acuerdo de las horas que pasé jugando truco en la Plaza de La Langosta.

Me acuerdo de las Parrilleras de Ciencias donde conocí al Cónsul Estrada. Lo habíamos encontrado el Mono Cisneros y yo ebrio en las escaleras verdosas de moho y cristales, delirando con el día de los muertos. Estrada era la reencarnación de Malcolm Lowry.

Me acuerdo de El Palacio del Pollo que estaba al lado del Hotel Limón. La luces de neón y el olor de gasolina que se mezclaba con las brasas de la parrilla oscura. Muchas veces estuve con G. caminando por ahí, fumando y bebiendo al final de la avenida Lecuna, perdidos en las entrañas comerciales de Parque Central. Era más fácil pasar la noche en el hotel que volver a casas que no se sentían como hogares. Y así. De noche todo era distinto.

Me acuerdo de La consagración de la primavera de Carpentier, libro que compré en el pasillo de ingeniería de la central. El pasillo, su recorrido diario como forma de felicidad.

Me acuerdo de Chichiriviche y la posada «Kalamar», con sus pasillos estrechos y blancos, su nevera con botellas de vino y tortas tres leches.

Me acuerdo cuando el boulevard de Sabana Grande estaba lleno de punta a punta de Buhoneros y mi madre por 50.000 bolívares de ese entonces me compró una edición centenaria de El señor de los anillos, los tres libros en un solo tomo, cincuenta ilustraciones de Alan Lee. El libro estaba forrado en papel film.

Me acuerdo de las uvas que crecían en la parte trasera de la casa de la tía Julia, en el pueblo de San Benito.

Me acuerdo de mis ejemplares de poesía de Cesare Pavese y Mahmud Darwish, Derek Walcott y Eugenio Montejo, César Vallejo y Juan Sánchez Peláez, Mark Strand y Fernando Pessoa, Joseph Brodsky y Alfredo Armas Alfonzo, Seamus Heaney y Abdellatif Laâbi, Vicente Gerbasi y Attila József, Cintio Vitier y Francis Ponge, Rafael Cadenas y Paul Celan, Harry Almela y Georg Trakl, Armando Rojas Guardia y Czesław Miłosz, Igor Barreto y Ósip Mandelshtam.

Me acuerdo cuando caminaba sobre la espalda de mamá para aliviar sus dolores musculares.

Ma acuerdo cuando me iba a caer a birras en el Cordon Bleu de Plaza Venezuela, subiendo por la calle del hambre.

Me acuerdo de la canción de Los dinosaurios de Charly García. Al final estamos condenados a desaparecer.

Me acuerdo cuando trabajaba en un restaurante en las Mercedes. Al salir me regresaba caminando hasta la estación de Bello Monte. En la rutina me fui acostumbrando al silencio de la estación, a su abandono siempre mezclado con ese extraño olor a nuevo de tuberías y bombas de aire, servicio gratuito y torniquetes que brillaban mucho pero no servían. Mientras bajaba sus dos niveles de escaleras me preguntaba cuándo sería la última vez que volvería a la estación. La llegada del tren se me hacía eterna. Leer en el andén era particularmente ameno, hasta cierto punto, donde se hacía demasiado incómodo seguir las líneas de una novela. Ya en ese punto solo quedaba escribir sobre el tedio personal, de cuclillas, apoyando la espalda en el cemento frío de una obra inconclusa. La novedad de la estación era apenas un reflejo de una promesa rota. Un registro minúsculo de la ciudad que me tocó vivir. Todo era cuestión de paciencia. Olvidar que se estaba ahí por una razón: volver, ¿pero a dónde? Daba lo mismo. Ya era normal aquí que el tiempo se nos fuera esperando algo.

Me acuerdo del barco pirata, el castillo y el bosque de Fisher Price.

Me acuerdo cuando empecé a robar libros sin saber que más adelante se volvería una necesidad. Ya cuando había armado un modesto estante te puros hurtos entre ellos estaba la novela de Los detectives salvajes que para ese entonces todavía no había leído. Sentí empatía y sentimientos encontrados con el realismo visceral. Hacía mis recorrido por la ciudad solo, acompañado de los personajes que poco a poco me había inventado.

Me acuerdo cuando me metí una pepa de clonazepam y me explotó el efecto mientras caminaba por la transferencia inclinada de El Silencio hasta Capitolio. Iba escuchando To love somebody de los Bee Gees. Fue hermoso.

Me acuerdo de la canción Rap Can de Cayayo con Cangrejo. La escuché por primera vez en Boca de Uchire. Esa canción es pieza fundamental de los procesos creativos del porvenir venezolano: Tanta tristeza gris como la niebla.

Me acuerdo de los dedos de mi madre, gruesos y rosados, pelando las cáscaras de huevo sancochado para preparar una ensalada rusa.

Me acuerdo cuando Alejo me llevó por primera vez al Bowling, uno que quedaba en el Laguito de los Próceres. Me presentó a sus amigos, todos estudiantes de sociología. Él luego me fue dando detalles de cada uno de ellos. Me dijo que había tomado apuntes, les dedicó una sección en su historia: La Liga de los Estudiantes Sin Superpoderes (LESS). Una pequeña sociedad-juego que fui conociendo con el avance de la historia que Alejo me daba por partes. Cada perfil era una migaja. Me dio permiso de escribir apenas algunas cosas de lo que recuerdo. En mi línea me tocaron bolas muy pesadas, descubriendo en mi brazo izquierdo una falta de fuerza reprochable y un futuro frustrado para los deportes. No hice ninguna chuza. La verdad estaba distraído, fascinado por las imágenes aleatorias de animales y paisajes de las pantallas luminosas que llevaban los puntajes del grupo, imágenes que tenían el propósito de calmar a los jugadores intensos, profesionales violentos por la perfección. Una imagen de cielo, otra de perrito durmiendo en una cesta, marsupiales comiendo hojas, osos polares, estrellas, gatos con ropa aplacaban cualquier forma de ira, pensaba. Recuerdo las mesas con promociones de tobos de cerveza y raciones de tequeños. Abajo de nuestras mesas con sillas giratorias se amontonaban los zapatos impares de garantía. Llevaba puesto unos zapatos gastados para bolera KR Strikeforce Flyer que me quedaban muy grandes. Tal desproporción me hacía sentir el propio payaso cumpleañotriste de algún adulto con afán de volver a su infancia. Así veía todo.

Me acuerdo de una vez que fuimos a la isla de Margarita y nos hospedamos en una posada que al cruzar una calle daba al mar. Entre las áreas comunes había una bar. Sentado en la barra había un alemán, borracho, como un personaje de Malcolm Lowry, otra vez. Apenas pude hablar con él en inglés. En medio de lo trivial le pregunté al bardo ebrio el significado de los colores de su bandera. El cónsul, inflado y dichoso se inclinó en la barra pensativo. Después de un silencioso eructo dijo:

Yellow, my drink…

Red, my skin…

Black, my soul…

Me acuerdo de la cabaña de Xinia y Peter, una pareja de alemanes asentados en Mérida. Habían recreado en sus casitas en fila una aldea bávara en medio del páramo. En la casa principal, donde vivía la pareja, en la entrada, cerca del pórtico, había una inscripción grabada en acero, que tenía una frase que traducida del alemán era algo como:

Ich bevorzuge hundert Tage Hunger

dass ein Tag des Krieges

Prefiero cien días de hambre

que un día de guerra

Me acuerdo del Gorila lomo plateado del zoológico de El Pinar que se montaba en las rejas de su jaula y le escupía al público que se amontonaba y se quedaba expectante a esquivar o recibir con diversión el gesto de inconformidad y tristeza del animal.

Me acuerdo de los monos del zoológico de Caricuao que le arrebataban la comida a los visitantes de las manos.

Ma acuerdo de la comiquita francesa Érase una vez…el hombre que pasaban por Vale TV: el mundo en un solo canal.

Me acuerdo de la Plaza Balzac, al lado del Ateneo de Caracas, por Bellas Artes. También los puestos de libros usados y discos de vinilo, la música, los arreglos orfebres y los actos de títeres y marionetas.

Me acuerdo de Las correcciones de Jonathan Franzen. También de la Corrección de Thomas Bernhard.

Me acuerdo cuando fui con Alejo a un curso de observación de estrellas en el Planetario Humboldt, en el Parque del Este. Él salía de trabajar y yo lo esperaba en la entrada, cerca de un puesto que vendía martillos inflables y cotufas acarameladas. El Planetario se volvió nuestro lugar favorito. Cuando las luces se apagaban con lentitud, simulando el atardecer caraqueño, el proyector iba reflejando poco a poco las estrellas del cielo. El presentador ponía de fondo la música de Star Trek, a veces la del Código Da Vinci (la canción que ponen cuando Robert Langdon, interpretado en la película por Tom Hanks, está descifrando el mensaje final del criptex), o incluso la canción «My Name Is Lincoln», de Steve Jablonsky, que sale en la parte final de la Isla, (con Ewan McGregor, en esa parte que destruyen un búnker y los clones salen al desierto y ven la verdad: de que son pólizas de seguro). Aparte de hablar de películas no tan buenas Alejo solo podía recordar las estrellas principales del cinturón de Orión, la de los tres reyes Magos, estrellas que tienen nombres árabes: Alnitak, Alnilam y Mintaka. En el curso aprendimos el nombre de aproximadamente ochenta estrellas. Luego de eso, mirar el cielo por las noches era nuestra actividad conjunta.

Me acuerdo cuando postulé por octava vez a un concurso de cuentos locales y al leer los cuentos ganadores en la agresividad del vacío me sentí aliviado de la irrelevancia de mis trabajos.

Me acuerdo una temporada que fui al mismo hotel de Chacaíto con tres mujeres distintas. En una ocasión la que atendía en un momento de descuido me vio, sacó la lengua y me guiñó el ojo derecho. En otra oportunidad no me cobró la habitación. Una complicidad inconfesable. Así debe sentirse, pensaba, ser miembro de una sociedad secreta.

Me acuerdo la primera vez que intimé con un hombre en el polideportivo del colegio, en el deposito de las colchonetas y pelotas.

Me acuerdo de los juguetes de la cajita (in)feliz de McDonald’s.

Me acuerdo de los apagones de una semana y lo importante de aprovechar la luz de sol. Aprendí a leer en la oscuridad.

Me acuerdo de Nadiezhda Mandelstam, Yolanda Pantin, Miyó Vestrini, Denise Levertov, Victoria de Stefano, Wisława Szymborska, Antonia Palacios, Susan Sontag, Joan Didion, Lucia Berlin, María Fernanda Palacios, Hanni Ossott, Anna Ajmátova y Elisa Lerner. Siempre estuve buscando una voz parecida al llanto, al reclamo, a la fuerza de los elementos.

Me acuerdo de la pista del Pedagógico, la barra de flexiones gastada debajo del puente que luego de agarrarla te dejaba las manos oliendo a óxido.

Me acuerdo el fuerte olor a orine de una parada camino a Puerto Cabello. En el baño los hombres orinaban en filas en una enorme tina rectangular llena de conchas de naranjas picadas por la mitad.

Me acuerdo de mi último viaje a la frontera y lo fácil que era todo en ese momento.

Me acuerdo del Pasaje Zingg y las primeras escaleras mecánicas del país hechas de madera. El pasaje conecta la Avenida Universidad con la Avenida 6. Cuando tenía dieciocho me enamoré de una chica que solía acompañar a clases de dibujo allí. Mientras la esperaba hacía hora en la librería técnica Dieguez, atendida por dos señoras. Fue en ese estado de ocio que descubrí mis primeras lecturas, pero además caí en cuenta de que en fondo no sabía leer. Empecé con Siddhartha de Hesse y una copia de El Extranjero de Camus. «Hoy, mamá ha muerto», así comenzaba ese libro francés que luego de terminarlo me dejó impactado. Me volví un entusiasta compilador de principios, frases gancho, marcador de oraciones simples y contundentes. En la librería recuerdo que seguí con una novela de Kafka y un ensayo de Tomás Straka: La épica del desencanto; luego descubrí una atracción por el culto a los héroes de infancia y la ufología, un interés incipiente por la historia oficial y los crímenes de la memoria sin resolver. Nació una necesidad de aprenderme los nombres de todas las esquinas de Caracas, así como visitar los rincones que una ciudad con artritis reserva a sus dioses epónimos: plazas públicas y centros comerciales, cementerios y contados recintos de salvación y locura. Los casos clínicos los archivaba en una carpeta bajo el nombre de «la enfermedad bolivariana», como decía con cierta regularidad Tombo: el culto a las ruinas y esa obsesión por la nostalgia. Irónicamente, el Pasaje Zingg era consecuencia de un exceso de ambas. Los objetos detrás de las vidrieras conservan la idea de un pasado prometedor. A través del vidrio contemplamos las urgencias de un nuevo mundo mientras se empolvan los fragmentos de otro mundo perdido, imposible de recuperar. La proliferación masiva de copias de cualquier producto supuso para nuestra época el fin de la autenticidad. La diversidad de lo igual. Detrás de los vidrios los objetos se retuercen en el fetiche de su pasado, única forma de prevalecer en el presente. Ellos, los objetos, logran mantener nuestra atención a través del reflejo en los vidrios sucios, haciéndonos sentir por igual viejos y anticuados.

Me acuerdo un momento que había en la casa tres ejemplares de Los detectives salvajes, cinco de Cien años de soledad, dos Silmarillions y tres Ulises.

Me acuerdo del grafiti entusiasta-motivacional en la pared lateral de la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales de la Universidad Central de Venezuela. En silencio concluí que el coaching ontológico junto a los gurúes del mindfulness, las instructoras de yoga narcisistas y otros subproductos charlatanes del mercado habían llegado a la división ultraespecializada del trabajo para reemplazar y dejar sin empleo a toda la calaña de humanistas y científicos sociales. La tecnocracia prioriza la técnica pragmática estandarizada antes que al pensamiento analítico. Profesionales que terminarían haciendo community manager o redacción SEO en alguna agencia cuya especialidad es tercerizar el conocimiento hasta deshumanizar por completo a toda una generación que tiene prohibido escribir o mencionar la palabra problema en horario laboral, y que tiene por obligación en las redes sociales aparentar un agradecimiento lisonjero, con mensajes igual de triviales como esos que hicieron muy populares los libros de autoayuda y demás derivados el plástico editorial. Es ´fácil aparentar ser feliz, otra cosa es demostrarlo. Es sonreír o morir. Depresión. Agotamiento digital. Expectativas salariales. Soledades virtuales. El camino frustrante del éxito. Dopajes voluntarios. Las promesas de la sociedad fármaco pornográfica. Sueños de fuga, aburrimiento…suicidio. Claro que ahora el eclecticismo es un incentivo para aclimatar la feroz competencia dentro de las bolsas de empleo, papeles y roscas valen más que la experiencia. La vejez empieza a los treinta. Y uno tiene que sentirse mal por haberse tomado su tiempo. Sonreír, no olvides nunca sonreír, oculta la pesadilla interior con una estrategia de marketing, con un filtro de belleza que simule tu semblanza acabada. En el consumo está la garantía de la felicidad, la libertad que permite el costo de la vida, donde todos por igual estamos reducidos a una cifra etérea que no somos capaces de comprender, a un capricho del algoritmo.

Me acuerdo que leyendo las últimas páginas del Eterno Marido de Dostoievski me puse a llorar.

Me acuerdo cuando Gustavo leía fragmentos de las Noches Blancas de Dostoievsky y se ponía a llorar.

Me acuerdo cuando leí por primera vez Los Demonios de Dostoievsky y tuve pesadillas con Stavroguin.

Me acuerdo de ese párrafo en Sobre héroes y tumbas de Ernesto Sábato:

Para no decir nada del otro aforismo supremo: «la debidas proporciones». Como si hubiera habido algo importante en la historia de la humanidad que no haya sido exagerado, desde el Imperio Romano hasta Dostoievsky.

Me acuerdo de La hoguera de las vanidades de Tom Wolfe. También del El ángel que nos mira, de Thomas Wolfe.

Me acuerdo de las Hermanas Karamazov, un par de señoras que venían de San Cristóbal a limpiar casas en Caracas. Sus cuentos, en parte sacados de sus experiencias personales, eran perturbadores y tristes.

Me acuerdo de mi colección de correos de postulaciones de trabajo rechazadas a casi cientos cincuenta puestos.

Me acuerdo de mi carpetica de cuentos perdedores de concursos.

Me acuerdo del apartamento del señor Armando, amigo del Jeque, frente a la Plaza Bélgica. El edificio tendría más de cincuenta años. Ya no me acuerdo de su nombre. Uno puede ver lo viejo de un lugar por lo ancho de sus escaleras y lo estrecho de sus ascensores. El olor a cigarrillo impregnado en las maderas. Las letras doradas oxidadas con la palabra Piso. Los ceniceros obsoletos que adornan los pasillos junto a duendes de barro y figuritas de vírgenes y beatos. En el apartamento me quedaba hojeando revistas del club hípico y anotaba fascinado nombres de caballos: Míster Atlas, Justo y Preciso, Annapurna, Perséfone, Cristal Raider, Flor de la pasión, Don Memo, Rata Caela, Perro Muerto, Confundida, El Gran Tito, Romikiu, Mandelstam, Parafernálico, Antonia Salomé. También de los pocos libros que quedaban del dueño anterior estaba uno de Miguel Delibes. Me llevé en su momento una cita que acompaña a los nombres top de los caballos ganadores en abiertos en Suramérica: «Y empecé a darme cuenta, entonces, de que ser de pueblo era un don de Dios y que ser de ciudad era un poco como ser inclusero y que los tesos y el nido de la cigüeña y los chopos y el riachuelo y el soto eran siempre los mismos, mientras las pilas de ladrillo y los bloques de cemento y las montañas de piedra de la ciudad cambiaban cada día y con los años no restaba allí un solo testigo del nacimiento de uno, porque mientras el pueblo permanecía, la ciudad se desintegraba por aquello del progreso y las perspectivas de futuro». Estaba en un edificio testigo de la desaparición de tantas cosas, en una ciudad cuyo origen, como los nombres diversos de los caballos, ignoraba. La ciudad raras veces da concesiones a la memoria, porque todo sucede muy rápido. Vivimos el cambio, poco interesa comprenderlo. A veces no asimilamos lo mucho que ignoramos del lugar donde siempre hemos estado, no sabemos de dónde venimos, ignoramos la historia de nuestra propia historia, esa inscrita en las estadísticas y los pie de nota, en el grosor de una revista hípica. Cuántas cosas han cambiado. Entre carrera y carrera se nos escapan tantos datos para prologar el futuro, si acaso eso existe. Se apuesta a las pequeñas certezas.

Me acuerdo de la ciguatera.

Me acuerdo de una frase del Discurso sobre el colonialismo de Aimé Césaire:

Por la cabeza no se pudren las civilizaciones. Lo harán, en primer lugar, por el corazón.

Me acuerdo cuando una noche vi medianamente armada la insignificante obra de mi vida. Apenas una referencia.

Me acuerdo la diatriba que tuve entre dos libros: No es un deporte de alto riesgo y la Antología de la literatura marginal. Me quedé con Caupolicán Ovalles.

Me acuerdo de la frase de Antonio Gamoneda: Ayer y hoy son ya el mismo día en mi corazón.

Alexander JM Urrieta Solano

Descampado

Una vez más había ido al Teatro Teresa Carreño para que, a pesar de mis expectativas irregulares y prejuicios recurrentes con la polarización, me volvieran a decepcionar. Morrison me había invitado a una función llamada Descampado, una cosa así, no será sino hasta el final de aquella desastrosa presentación que entenderé la relación título contenido, la relación contexto y función, la función del arte y la vida, las formas sutiles de hacer algo grandiosamente mal, en suma, una dosis visceral suficiente de energía para (des)escribirle a usted, querido lector, tal experiencia de amargura porque quizá, y eso no lo pongo en duda, es mí única forma de venganza, de poner en práctica mi frágil soberanía por escrito. No me interesa el más allá. Morrison tenía altas expectativas como yo. Había un amigo suyo que hacía la música del evento y el día que fue ella a buscar las entradas este le comentó de todo lo increíble que sería esa experiencia, toda esa fusión de danza, circo, sinfónica y teatro, un mega evento. Morrison le creyó, al mismo tiempo que yo le creí a ella y ambos creímos al entrar y esperar sentados en la sala Ríos Reina a que empezara la función. Al llegar había una cola larga que se iba moviendo con lentitud hacia la entrada, tomando las respectivas distancias pandémicas. Para el asombro de algunos espectadores se comentaba en la fila que el gobierno había recuperado el espacio del Teresa. Recuperar (¿otra vez?), ese verbo transitivo y patético siempre pertinente en revolución. En efecto el espacio estaba mantenido en su mismo secuestro, como parte de la gobernanza cultural autoritaria donde los espacios se prestan para ciertas cosas y otras no, entre esas claro: Descampado. Pero esto es una obviedad para cualquiera que viva aquí en este Hotel, donde la cultura es para algunos, los que siguen creyendo con cinismo en este proyecto de justicia social, un recurso que puede patentarse para fines partidistas. Afortunadamente nada construido sobre esos principios prevalece en el tiempo. Los lugares tomados por el capricho político permiten que la gente comente cosas como esta, por ejemplo: Ustedes no saben lo feliz que me hace ver al Teresa Carreño súper acondicionado. Ya era tiempo de hacerle un cariño a estos espacios que son del pueblo. Dice esto una revolucionaria fresálida comprometida con el proceso, al menos virtualmente, miembro de esa entelequia llamada pueblo. Es culpa mía no haber captado desde que pisé el Teresa las mismas señales de siempre. Morrison compartía la idea de que hay que darle oportunidad a los lugares, pero en el caso del chavismo solo podemos esperar lo mismo, la misma fatalidad cutre en todo lo que hace, como hecha a propósito, que exige que no haya críticas y que encima nos impone a todos el tener que sentirnos orgullosos de esta atmósfera total de fracaso que invade la vida cotidiana, al menos en los que ya no son capaces de creer más, es decir, los escépticos invisibles. Yo quisiera para el abasto de mi felicidad creer que creo, tal vez así la experiencia del Descampado me hubiese parecido más conmovedora que deprimente, reconocer entre tantas bemoles el valor del esfuerzo humano, pero ¿cómo es posible creer cuando se ha descreído tantas veces? Ya creer con orgullo en sí es una forma de estupidez. En fin, ya era demasiado tarde cuando Morrison y yo caímos en cuenta que la función Descampado era otro panfleto político de aquel relato invariable de la epopeya bolivariana, una presentación con motivos del bicentenario de la batalla de Carabobo y el homenaje del Bravo Pueblo1. Todo mal. La función empezaba con un grupo de mujeres que gritaban y luego decían cosas sobre el bravo pueblo y la independencia seguido de unas frases africanas; me pareció algo fastidioso que no pusieran subtítulos para saber lo que andaban diciendo, por lo menos, no pude evitar pensar toda esa tendencia que adolece en el grupo de whatsapp de la junta de condominio de mi edificio, repleto de católicos de dudoso coeficiente intelectual, donde comparten cadenas diciendo que el país está sumido en la brujería africana, que hay que aferrarse a los ángeles y al poder supremo de Cristo, que satanás está en las frases incomprensibles donde declaman a Eleguá y Yemayá, lo que hace plausible pensar que las mujeres que estaban ahí gritando en el teatro fácilmente estaban lanzando algún tipo de sorcery foráneo al público, no sé, alguno que hiciera más digerible el gusto por la obra que apenas iba por el prólogo. Mientras sucedía eso unas mujeres se encaramaban en unas telas pero nunca terminaron de presentarse, lástima. Esa fue la primera señal de alarma. Luego un señor detrás de un telón negro apareció diciendo cosas de España, asumí, si mi conocimiento de historia primaria no fallaba, que era el general Monteverde, hablando de un armisticio y el cese de las armas y la paz, ¿cuál paz, camarada? Luego llegó el protagonista inevitable de la obra: un Bolívar versión Kudai hablando de nuevo sobre el Bravo pueblo y el solipsismo que rodea la figura mítica del mismo Bolívar, en este caso el actor que con su corte emo-bicentenario representaba la divinidad suprema nacional, después de Chávez por supuesto, que como todo los huéspedes sabemos, está impregnado en todas las cosas, en nuestro hacer diario repleto de incertidumbres, narcisismos, abandono, frustraciones heroicas que no llevan a ningún sitio, de rigideces espaciales, propagandas pedagógicas donde el tiempo es el recurso explotable que desperdiciamos en cualquier trámite trivial, es la inversión que lleva consigo el culto a nosotros mismos, a ese error colectivo que somos, precario inventario, insuficiente para los elogios excesivos de la sombra del comandante, que cubre y nos protege de nuestra propia locura autodestructiva2. Déjame gritar, como el coro de esa canción que pasaban por Mtv que tristemente no puedo olvidar y recordaba mientras miraba al Bolívar gritar libertad y soberanía, eslóganes dignos para regímenes totalitarios y comerciales de tarjetas de crédito. Entonces así se iba orquestando la desgracia, o al menos mi burla, el momento de la sensación verdadera donde sabes que has ido a un lugar para que simplemente se burlen de ti, de tu dudosa inteligencia, sin derecho a reembolso ideológico. No quiero exagerar ni hablar de manera generalizada pero es lo que personalmente siento que muchos sienten al tener que vivir aquí, en la fauna bicentenaria3, que aparte de aburrida es mala para la estabilidad mental y financiera. Después de sufrir covid perdí por completo el sentido del gusto y porcentaje del olfato, pero al asistir al Teresa de nuevo no me sentí tan desolado por dichas pérdidas, porque noté que otros, muchos otros, habían perdido hacía mucho rato, aparte del gusto, el criterio para elegir. Solo un pendejo abusa de la palabra libertad. Los más ignorantes envilecen el uso de la palabra cultura. Las coreografías de danza no estuvieron mal, no se reprocha el esfuerzo del cuerpo, pero queda solapado por el afán de priorizar un panfleto partidista a la poke sí, haciendo que los bailes no tuvieran sentido con lo que se pretendía transmitir. Bailaban los bailarines y luego salió de la nada una mujer diciendo que era cimarrona y que estaba dispuesta a luchar por la libertad, gritaba tres cosas más y se iba; vi que esa fue la única forma de conectar una situación con la otra, un personaje diciendo lo pertinente a la obra y luego las presentaciones inconexas de danza. Midiendo todo en justas proporciones me pareció surreal que una mujer haciendo su papel de negra cimarrona hablara con tanta convicción de la lucha independentista, considerando que la abolición de esclavos no se concretó hasta 1854, desde Carabobo tuvieron que pasar 33 años (lapso de vida de Cristo) para que hipotéticamente los negros pudieran declararse libres, incluso ser considerados personas, sin que el calificativo cimarrón fuera algo relevante para destacar en un diálogo doscientos años después. La música era lo único rescatable, pero difícil de apreciar en el contexto mismo del Descampado. Morrison decía que hubiese sido mejor la orquesta y ya, o incluso mejor era cerrar los ojos y evitarse las molestias visuales que no iban al caso. El resto de la función fue así. Hubo una parte terrible que sacaron a escena cuatro situaciones donde bailaban, pero al final no entendí ninguna escena, en particular una que era un baile alrededor de una piñata enorme que quería ser árbol pero al final solo era algo que me imagino terminarán cayendo a palos los mismos artistas tras bastidores. Muy buenos los bailes, después de todo, pero ¿de qué se trata todo esto? Claro, el bicentenario. Las escenas eran innecesariamente largas. Una muy rancia fue una donde Bolívar Kudai danzaba con una contorsionista que era la muerte, seguido de más gritos, tanto así que ya la música no era importante, nunca lo fue. Me siento terrible al dedicar tiempo de mi vida en relatar sobre algo que me desagrada, pero es muy preocupante cuando eso que consideras está mal es aplaudido por todos hasta el paroxismo. Me costó mucho aplaudir, no pude hacerlo. No me sentía así desde esa vez que había ido a esa misma sala a ver un ballet de la vida de Chávez con un público desquiciado que gritaba de emoción ante cada aparición del supremo en sus facetas juveniles, cuando era pelotero, cuando era paracaidista, cuando escribía en su diario secreto de cadete a lo Flaubert, cuando era todo y a la vez nada, cuando nadie sospechaba que en aquel hombrezuelo estaría el alfa y el omega de nuestra capacidades totales, muy limitadas, propensas al pesimismo y la mediocridad garantizada por las armas y los medios de comunicación. No digo que el arte político sea malo, puede ser bueno si no se malusa para los fines políticos, son procedimientos distintos. Toda esa muestra de espectáculos son síntomas del estado del arte local, o lo que ellos, los agregados al club de la cultura popular dicen que es el arte. El trasfondo está en el cómo de manera eficaz se logra hacer de la memoria una caricatura y que los artistas cómplices consideren que todo al final se trata de una gran idea, es claro, porque cobran los suyo, no hay discusión luego del respectivo depósito bancario, y es hasta innecesario recordar que las pasiones, sean las que sean, tampoco se negocian. Fue un alivio que Morrison no haya gastado dinero en las entradas. Eso me hubiera dolido mucho. Sin embargo lo gratuito puede ser infame, hasta el punto que se pierde el horizonte del valor de las cosas. Tal vez te cuento esto porque no quiero olvidarlo. Aquí la amnesia es una forma muy eficaz de perder sin darse cuenta. Igual siempre volveré al teatro, pues no se puede perder la esperanza que evoca el espacio. Al salir, lejos de la montonera aduladora que olvida la pandemia después del show, quedaba el horror de la realidad, una ciudad de muerte-diurna, de santamarías grises, avenidas estrechas sin transporte ni luces, repleta de murales de mal gusto con lemas de una happytocracia bélica4, un culto disfrazado a la muerte, somos invencibles, inmunes a la derrota porque somos la encarnación de ella, el legado fabuloso de nuestros héroes. Así se siente el bicentenario. El clima enervante de una Caracas Kitsch que nos echa en cara el costo del pasado, donde todo es posible, y que al cierre del día nos da un consuelo nostálgico en sus arreboles, aquel que brinda de un tinte hermoso el más latente descampado de nuestras vidas, unas que mientras transitamos anónimos por estas calles temáticas pierden sentido.

Notas al pie:

1. «Si bien se reconoce la participación de las clases populares durante el proceso independentista, existe una valoración vacía del pueblo. En otras palabras, se habla del bravo pueblo como icono positivo de la independencia, pero no tiene peso en los estudios históricos frente al panteón de los héroes; por tanto, es una categoría retórica y en cierto modo artificial, creada y consolidada por la historia (y reafirmada por la vía institucional [pedante y agobiante] del Estado). Si bien nadie puede negar la participación de los sectores populares en la guerra de independencia, continúan como protagonistas ausentes y abstractos del proceso emancipador…Es decir, al pretender establecer el bloque independentista como un cuerpo unido y sin fisuras, donde todos los integrantes de la sociedad fuesen del estrato social que fuesen, luchaban por igual contra la dominación española, se simplifica de tal manera la compleja estructura de la sociedad que se crea una identidad nacional inclusive antes de que pueda existir. Los venezolanos no lucharon como bloque en la guerra de independencia. De hecho, la declaración de independencia y la primera república son llevadas adelante por un pequeño sector de criollos y de algunos propietarios ante la mirada atónita del resto de la población».

Pernalete Túa, C. (2011). El mito del bravo pueblo. En I. Quintero, El Relato Invariable. Independencia, mito y nación (págs. 58-60). Editorial Alfa.

2. A veces se comete el error de dar comentarios relacionados con la idiotez generalizada del lugar donde uno tristemente le tocó vivir. En especial cuando los comentarios tocan la sensibilidad del pueblo. Una persona puede tener toda la originalidad que quiera y lograr decir de cierta manera las cosas, pero las costumbres, las taras y pasiones de los pueblos son estables, inmunes a los cambios radicales, intolerante y tirano a todo lo que lo desconcierta, se conservan por medio de estrategias de reproducción social que van más allá de nuestra compresión de lo que está bien o mal. Ante esa maquinaria de las tradiciones no podemos ganar.

3. Las efemérides en Venezuela se pueden dividir en dos prácticas patológicas: las que exaltan el fervor religioso, y las que exaltan el fervor heroico. Sin dejar de lado, claro está, las celebraciones del calendario litúrgico del consumo capitalista que impone el monstruo amable, como el día de los abrazos, el día de las enfermedades mentales, el día de la mujer y el mes del orgullo gay. Hay un cronograma para saber qué rememorar mediante el gasto de nuestra experiencia a compartir nuestra identidad respaldada por la esquizofrenia del mercado, que no distingue reivindicaciones ni luchas, en realidad no le importa, las celebraciones pueden prescindir del factor humano, basta con sentir que además de nuestro cumpleaños hay un día especial para cualquier cosa que dependiendo de nuestro humor e ignorancia celebremos sin miramientos. El triunfo del capitalismo está en que sin importar lo que decidamos nunca nos desviaremos de sentirnos bien, nunca lo que consumamos nos hará sentir como potenciales estúpidos; y esa es la clave de la libertad: el gasto desmedido de uno mismo.

4. Ya muchos nos habíamos hecho una idea de lo insoportable que es el chavismo con el tema de las celebraciones, como buenos aprendices de los programas cristianos y neoliberales, aplican una agenda a la bolivariana para todo, Bolívar es una especie de Ditto ideológico que penetra nuestras vidas como un cáncer de heroísmo que al tenerlo tan presente no es posible sentirse un ser capacitado de superar la artritis histórica, con facilidad se hace de la memoria una caricatura siniestra que refleja lo peor de nosotros. Se ha hablado demasiado del tema, hay expertos que se han dedicado a estudiar el fenómeno del culto como caso clínico, sexual, político, cultural y mercadotécnico que sienta las bases de nuestra idiosincrasia, no obstante discutirlo no implica que tengamos la voluntad de superarlo. Es una maniobra de exorcismo imposible de llevar a cabo.

Alexander JM Urrieta Solano

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Sé que anoté esto en alguna parte pero igual te lo cuento para que no te jodan. Estaba desempleado. En Facebook vi un anuncio de trabajo: «Los Tres Reinos», de la Fundación Empatía y Evolución. Considerando en ese momento que era una buena idea llamé al número del flyer que solicitaba ayudantes para trabajar en el reino. Me dieron cita al día siguiente en el Tecni-ciencia del Sambil a la una de la tarde. Me puse formal para nada. Estaba disfrazado de evangélico entusiasmado por un día sábado; tenía que verme como tal, dar la impresión de portar encima una suerte de fe marcada en el sudor intenso de mis axilas, despotricando cierta marca acuosa de desodorante que compré al precio módico de No me queda otra opción. Tenía que seguir las señales del altísimo. La necesidad nos hace creer en los anuncios publicitarios más fantasiosos y ridículos. Una cosa así como Los Tres Reinos. Imagínate.

El viaje hasta Chacao fue rápido. La librería Tecni-ciencia es grande, tiene un segundo nivel tipo mezzanina que en sus días mozos, cuando el local se parecía a la juguetería Duncan de la película Home Alone 2, funcionaba un cafetín donde los clientes se sentaban a leer y comer cachitos rellenos de queso y fiambre. Ahora es un piso baldío lleno de sillas, cajas y mesas solas, y claro, un espacio mínimo ocupado por los Tres Reinos. La chica que suponía me había atendido por teléfono estaba sentada en una de las mesas donde hay una vista panorámica de la librería. Me sentí incómodo porque su mirada me siguió desde que entré. Al llegar saludé y dije que era el chico que había llamado por el trabajo. Sonrió y me dio la bienvenida.

—Antes que nada es importante que aprendas a jugar. Esta no es una entrevista convencional—decía mientras sacaba de un cilindro de polietileno un tablero circular.

Estaba con ella un chico pálido que parecía un personaje del laboratorio de Dexter, alto, macilento, frenos que indicaban una deuda pendiente y casi inútil de ortodoncia, con una moquera excesiva que me daba asco. Me dio la mano y una segunda bienvenida rinítica a los Tres Reinos. Entre el chico (Javier) y la entrevistadora (Ivana) me empezaron a contar el origen del juego que (in)formalmente se conocía como Ajetrez: un ajedrez para tres personas. Único en el mundo, según ellos.

—El juego es una iniciativa del Maestro Morrales. El Creador, como le decimos de cariño. El maestro se dio cuenta que el ajedrez es un juego que tradicionalmente se caracteriza por ser cruel y violento, promueve el maltrato y la confrontación entre los seres humanos. El maestro pensó en algo mejor y diseñó este juego. El ajedrez es convencional y aburrido, es acción y reacción sin llegar a nada, en cambio el ajetrez es acción + reacción = consecuencia.

¿Cruel? Nunca en mi vida había escuchado que el Ajedrez se tratara de un juego violento, ni siquiera recuerdo estando en el equipo del colegio sentir esa hostilidad con la que Ivana se expresaba. Por otra parte me llamaba la atención ese calificativo del Creador, que lo pronunciaban con un tono benévolo y exagerado, como de alguien que evoca en una reunión el nombre de Chayanne y todos asienten con condescendencia porque entendemos que está diciendo algo cierto, divino, cosa que de entrada, y en ese ambiente de entrevista laboral, era horrible.

El ajedrez para tres personas no se trataba de ninguna novedad como decían. Es un producto que existe desde hace mucho tiempo en el mercado, incluso hay hasta tableros para cuatro personas. Por puro morbo me quedé callado escuchando. Procedí a jugar siguiendo las indicaciones que me dieron sobre aquel juego que a primera vista era amorfo, por no decir fallidamente artesanal.

Mientras me decían esto llegó otro chico convocado a la misma hora para la entrevista. Para los fines prácticos del relato (pero sobre todo por respeto a su integridad y destino) lo llamé Randy. Era más joven que yo, pelo amarillo corto, estilo nickelodeon, también delgado y de piel tostada. La única referencia que tuve de él era su sonrisa nerviosa, no sé si por la extrañeza que le producía el juego, o porque al igual que yo no entendía un carajo de lo que estaba pasando, o porque simplemente estaba a la expectativa de encontrar algo mejor a su antiguo empleo que era vendiendo zapatos en Sabana Grande, punto que comentó en un momento que me dejaron jugando con él y Javier. Durante la inducción Ivana recalcó que los Tres Reinos era una versión del ajedrez en una mejor etapa evolutiva, que ha sido perfeccionado para ir más allá del convencional juego de dos, y que es el primero de tres personas que funciona de verdad. Ivana decía estas cosas bien locas mientras guiaba nuestra mirada con su dedo índice por una frase mayúscula impresa en una pancarta de diseño bastante cutre, frase que encima nos hizo pronunciar en voz alta en un tono que me hizo sentir de nuevo en preescolar.

EL JUEGO QUE LLEGÓ PARA RECUPERAR LAS CONDICIONES DE VIDA DEL PLANETA

El motivo del ser.

El trabajo consistía en vender tableros de los Tres Reinos. Fácil.

Era estar de lunes a viernes en horario de una a siete de la noche sentado en la mezzanina del Tecni-ciencia jugando, o en su defecto quedarme viendo el tablero como si estuviese jugando, mientras espero a Godot o la llegada de cualquier extraño que no tenga nada que hacer con su vida; alguien que entra a una librería sin saber por qué, levanta un poco la cabeza y ve a unos sujetos haciendo cosas raras con unas piecitas sobre una mesa; sin razón alguna el cliente potencial se llena de curiosidad y sube a la mezzanina para averiguar qué le pasa a la gente que está ahí tan sola; mientras se acerca sonríes cordialmente pidiendo auxilio en un mensaje encriptado en tu cara rota, te disculpas por la muestra falsa de alegría pues eres incapaz de ocultar que no crees en la estafa que estás vendiendo, por dentro le suplicas a ese alguien que si se valora se largue lo más pronto posible de allí; ese alguien por pena ajena se anima a jugar y pierde; después se le deja ganar y luego de ver lo increíble que es el juego lo compra. Mierda, ¿cómo se llega tan lejos? Por un instante crees que eres bueno vendiendo cosas a pesar de que todo sigue siendo igual. Vender lo que sea y al mismo tiempo sentirse así es (terriblemente) muy fácil de lograr. No sé, usted dígame si se ha sentido así alguna vez.

Como se suponía que íbamos a aprender a jugar saqué mi cuaderno para tomar notas de todas las instrucciones y tips. A Ivana no le pareció eso y me dijo que por políticas de la fundación estaba prohibido anotar cosas sobre el juego. Y que para evitar los plagios. Políticas, puras políticas.

— ¿Y cómo se supone que voy a aprender si no tengo las notas? — dije.

— La práctica hace al maestro — dijo Ivana— tienes que jugarlo varias veces.

— Tienes que repetirlo para que te acostumbres, no hay necesidad de anotar nada —secundó Javier Pinky.

Insistieron en que guardara mi cuaderno, cosa que me molestó mucho. Solo accedieron a que anotara los nombres de las piezas y las características del trabajo que me tocaba hacer. Tuve que economizar mucho espacio para mis observaciones, pues me limitaron a llevar todas estas notas en la parte de atrás de tarjetas de presentación de la Fundación que me dieron al llegar. Para no alargar el asunto les seguí el juego.

Mientras ordenaba las piezas Ivana arrancó con un discurso que se notaba lo había declamado tantas veces hasta creérselo para así poder transmitir su fe a los demás.

Érase una vez tres reinos que se reunieron para acordar quién sería el líder… (Ok. Cómo verán este principio de la historia que Ivana se sabe de memoria es una oración suficiente para darnos cuenta que este juego se vende como un vil plagio, que en la mente de los trabajadores y el supuesto creador se convencieron en conjunto que se trataba de algo inédito, porque ellos argumentan que registraron la historia en un formato de libro, forma de proteger la supuesta invención del juego ya que en Venezuela no existe, según ellos, forma de registrar el juego de mesa como tal. Por estas razones y falta de espacio en mi pequeño rectángulo no seguí transcribiendo el proceso mnemotécnico de Ivana).

Seguíamos jugando. Randy ni puta idea de dónde estaba y yo anotando los movimientos de las piezas y viendo que Javier se movía con un aire sobrado porque ya estaba, se le notaba, muy cansado de ganar siempre.

— Ahora voy a mover el caballo…

— NO ES CABALLO —Me gritó Javier como si lo hubiese ofendido—. Es Unicornio.

En otra mesa Ivana miraba y con una sonrisa de media asta asentía en señal de aprobación a Javier. Y la entrevista, si eso podía llamarse así todavía, tomó el tono de una secta enfermiza de esas descritas por Elias Canetti.

— Está bien. Entonces, si muevo el Unicornio para acá y me como esta pieza…

— AQUÍ NO SE COME, se captura. No hay violencia en los Tres Reinos.

Ajetrez era una versión cutre del magistral ajedrez, con una nomenclatura forzada donde por ejemplo el enroque se cambiaba por hechizo, los nombres de las piezas tallados en madera no hacían mérito tampoco a la falta de originalidad, sino a la existencia lamentable de un juego con una ausencia total de integridad, una carencia muy de moda en este país que casi siempre se aplaude. Anoté los nombres de las piezas: el saetero, el alférez, el hechicero, el teniente, el capitán, la catapulta, la emperatriz, el monarca… y no olvidemos al maldito unicornio. Solo por lo nombres había una diferencia mínima. Noté que las piezas, para efectos funcionales, podían moverse como lo hace la reina en el ajedrez, solo que por figuritas se limitaba el número de casillas por las que podían desplazarse. Es decir que todas las piezas hacían prácticamente lo mismo.

El juego era engorroso y aburrido, sin contar el afán de los feligreses de poner al juego como algo superior al ajedrez, al que le tenían un desprecio profundo porque hacían comparaciones que tampoco tenían mucho sentido, como haciendo entrever que el juego, aparte de antiguo, tenía defectos, unos que sólo el creador al darse cuenta los arregló y mejoró todo…

Hubo un momento extraño que nunca comprendí. Sucedió algo en el juego, que gracias a dios olvidé, en donde había que ponerse de pie y recrear una escena de película caballeresca donde se otorgan rangos y títulos (por parte de una doncella o reyezuelo) tocando con una espada los hombros de un caballero; este acto se recreó del mismo modo con mímicas en la mezzanina del Tecni-ciencia vacío del Sambil. Horrible. Pregunté si eso era algo necesario, a lo que Ivana me dijo que sí porque era parte de la dinámica particular del juego, algo que el ajedrez no tiene.

La entrevista se puso peor. Nuestro trabajo era venderle ese juego estéticamente poco atractivo a los incautos. Ahora los costos. Un tablero mediano tenía un costo de 45 dólares. El tablero grande, el que teníamos que vender con mayor énfasis, porque el primer modelo mediano como tal no existía, costaba 100 dólares.

(Increíble)

— ¿Hay gente que compra esto? —pregunté con incredulidad tomasina.

— Aunque no lo parezca, sí. El juego es casi de culto —decía Ivana mientras veía las piezas de madera calcadas que no tenían patente ni costaban cien dólares—. A partir de ahora ustedes forman parte de La Guardia. Deberán cumplir un horario, ser puntuales porque al maestro le gusta la puntualidad y la pulcritud. Aquí le daremos un uniforme que deberán conservar limpio. Una vez que lo tienen puesto es como si llevaran una armadura, un estatus, tendrán que comportarse como miembros de la Guardia de los Tres Reinos. Eso significa respeto, cruzar por el rayado, tener la franela por dentro, ser amable y no fumar. Ahora, no piensen que esto se queda aquí, si tienen constancia y se mantienen con nosotros podrán ir ascendiendo para obtener cosas grandes. Esto es un ganar-ganar. De Guardianes tienen la oportunidad (si se esmeran) de ascender a Teniente y luego a Capitán. Yo soy Teniente. Mi trabajo es supervisar los territorios del Sambil y el CCCT.

Ivana decía esto con una seriedad que me decepcionada (pero también era demasiado increíble su convicción) porque estaba logrando su cometido en mí: hacer que me uniera a la Guardia. En mis adentros, sin darme cuenta, sentaba las bases de un pequeño circo.

—Tienen que ser uno con el juego. Para ser Tenientes tienen que realizar diez ventas. Por cada una se les dará una comisión en dólares del 10%. Esto es un ganar-ganar. Pero la condición para el ascenso es que las ventas tienen que ser seguidas; si por lo menos haces siete ventas corridas y al día siguiente no vendes nada vuelves a empezar desde cero. Y así. Es como un incentivo para que den todo lo mejor de ustedes por esto.

Para ser Teniente el Guardián tenía que hacer un total de ventas acumuladas en 1.000 dólares, de lo que en teoría 100 le corresponden por comisión. Había que vender esos asquerosos tableros por diez días seguidos. Eso era imposible.

— Javier, ¿tú has vendido algún tablero? — volví a preguntar con incredulidad tomasina al cuadrado.

— Bueno, todavía no porque estoy empezando.

— ¿Pero cuánto tiempo tienes trabajando aquí en la mezzanina?

— Como seis meses…

— (!!!)

Sin comentarios. Ivana intervino comentando que en otras sedes se han vendido varios tableros. Tenían posiciones estratégicas en varios Tecni-ciencias, en otros lugares de la ciudad.

— ¿Y la librería recibe algún tipo de comisión de esto? ¿Le pagan el espacio de alguna manera?

—Fíjate, en este modelo evolutivo de negocio contamos con lo que llamamos «Aliados», ellos nos prestan el local y diversificamos con favores. El maestro tiene contactos en una emisora en el territorio del CCCT donde hace promoción a la librería. El WiFi que usamos, por ejemplo, nos lo facilita la gente de la tienda de zapatos del frente (Chapatitos), a cambio se le hace publicidad por la radio. Es un modelo de ganar-ganar.

Yo estaba algo claro sobre estas nuevas formas larvarias de emprendimientos insostenibles, pero esto iba demasiado en serio. En eso llegaron dos personas más convocadas también para la entrevista. Eran unos remitidos por Javier. Uno tenía un pelo largo y cargaba un casco de moto, tenía el semblante de un centauro de Fantasía 2000; el otro era un felino negro con suéter. Ivana con una sonrisa dijo que ahora había suficientes personas para jugar dos partidos simultáneos. Ordenó el otro tablero y nos volvieron a distribuir. Ivana se puso con Randy y el Felino. Yo me quedé con Javier y el Centauro. Escuchamos de nuevo la versión reprise de los Tres Reinos y las comisiones en dólares.

Luego de la perorata de Ivana sobre las comisiones y ventas el Centauro le preguntaba a Javier si esto valía la pena, en cuanto a las ganancias, claro. Javier en voz baja divagaba y le decía que aquí en el reino se movía mucha plata. Sí vale, aquí hay lucas, decía el pajúo ese. El Centauro se animó. Y luego comentó que estaba urgido de hacer algo pronto, había renunciado dos días atrás a su antiguo empleo.

— ¿En dónde trabajabas antes? — le pregunté al Centauro, que estaba a mi izquierda y jugaba piezas rojas.

— Trabajaba en la Alcaldía de Caracas, en el departamento de fraudes, estoy ahora a la expectativa de encontrar mejores ofertas laborales.

Sin duda el Centauro estaba en el lugar adecuado.

Creo que en ningún momento me preguntaron mi nombre. No mandé síntesis curricular porque según la Fundación eso no era necesario. Obviamente. Nos hablaron de la paga: una porquería. Pero Ivana Insistía con su Ganar-ganar. Luego de marearnos, ya para evadir el tema de la paga miserable, comentó que la Fundación Empatía y Evolución con la venta de los tableros tiene la misión de reunir fondos para reciclar todo lo que fuese reciclable, además de forestar todos los terrenos del país y del planeta con árboles frutales. Luego Ivana después dijo que la Fundación está cerrando grandes tratos con fábricas chinas para masificar los tableros y producirlos en formato de plástico para distribuir el juego a nivel internacional. Era algo paradójico, no había que pensarlo mucho. Para ellos tenía mucho sentido que el plástico fuese un aliado ecológico, pero más demencial era que con la venta del juego se podían garantizar las bases de la salvación del planeta. Evolución: quod erat demonstrandum.

—Este juego tiene reconocimiento internacional, cada tablero tiene un serial de identificación, además se adiciona a un certificado de autenticidad firmado por el maestro. El primer tablero de los Tres Reinos lo tiene un cliente en Ucrania. Ya ustedes adentro se darán cuenta que esto se trata de un juego de élites, no cualquiera puede jugarlo. En los próximos meses se celebrará un torneo de los Tres Reinos en el CCCT y la entrada para concursar son 400 dólares. Si ustedes siguen con nosotros podrán ser parte de ese evento. El premio será de 4.000 dólares. Para participar se necesitan patrocinantes, pero ustedes, como serán de los nuestros, ya tendrán automáticamente el privilegio de estar allí.

Todos los entrevistados: Randy, Felino, Centauro y yo nos mirábamos con una incredulidad tomasina integral. No sabía en qué palo ahorcarme. Uno cuando sabe que no hay desgracia imperoable piensa que la cosa no puede ser peor. Pero faltaba un par de moscas más en la mierda para tomar la decisión de convertirme en Guardián de los Tres Reinos al día siguiente.

—Para los guardianes constantes, fieles, que estén con nosotros desde el comienzo de este viaje podrán ser elegidos para el gran evento que se dará en los primeros meses del año que viene. Un evento de los Tres Reinos y la limpieza de las costas venezolanas. Estaremos recorriendo las playas en un barco, de esos parecidos a un ferry, pero uno mejor, uno mucho más grande…

— ¿Qué? ¿Un crucero?

— Sí, un crucero de los Tres Reinos. Solo los que se comprometan de lleno con la Fundación serán elegidos para ir con todo pago.

Me vi en el año 2020, después de la bajada de los reyes magos, siendo llevado en un autobús yutong de mi casa al puerto de la Guaira, donde me espera un comité de organizadores de las más importantes trasnacionales, especialmente en secuencia todas esas donde postulé sin recibir ninguna respuesta, haciendo una montonera de saludos y formalidades excesivas solo posibles en una fantasía tan ridícula como esta. En el puerto están presentes las grandes marcas de los juegos de mesa. Los colosos del ocio han venido para formar parte de un evento inédito en la historia de los confines absurdos del Caribe: miembros de la Remington Arms, Hasbro, Mattel y la Milton Bradley Company, llegan a estas tierras y el olor de playa y gasolina se mezclan con el jet-lag individual provocando una nostalgia que solo se alcanza en la expresión mayor de los sueños. Un polizonte del Smithsonian me comenta con jocosidad lo sabrosa que es la empanada de carne mechada. Asiento porque se trata de una verdad indiscutible. Lo pongo al tanto de la existencia de empanadas con rellenos más soberbios, camarón, pepitona, cangrejo y pabellón. Los ojos le brillan al musiú del Smithsonian. Me señala unos pelícanos descansando en las piedras. Nos golpea una brisa salada y me entra arena en el ojo. Comprendemos en esa suma de gestos que nunca seremos más felices que ahora. Vemos a los lejos llegar un puntito blanco que se acerca y se hace más grande, toma forma, se hace real como este sueño que es el crucero de los Tres reinos, el crucero de los premios de Cortázar. Escucho expresiones de alegría en tres idiomas distintos, los idiomas mínimos que en todas las bolsas de empleo te preguntan si dominas en niveles básico, intermedio o fluido. Llega la flota ecológica, un modelo pulcro de Oasis of the Seas, de 225 mil toneladas, con 5.400 habitaciones, todo equipado para el evento más importante del año, uno que gracias a mi constancia sobrenatural logré ser parte. Estoy dentro. Soy Teniente. Doy órdenes a inmigrantes antillanos y filipinos sobre cómo y dónde poner las infinitas mesas con sus respectivos tableros circulares, piezas y vasos rojizos donde se sirve exclusivamente Coca-Cola y Schweppes con hielos que tienen formas de hechiceros y unicornios, bebidas oficiales del reino. Para que nadie se confunda en qué locura se ha metido se ponen banditas plásticas con códigos de barra impresos en las muñecas para que ningún huésped se pierda en el exotismo de la fantasía. Me imagino a un grupo de disociados moviéndose de manera bovina por los pasillos de la flota, de proa a popa, amontonándose en las mesas para jugar ajetrez, unidos en una gran comunidad asexuada. Es hermoso. Todos moviendo las manos en ritmos sincronizados como los adictos de las máquinas tragamonedas, capturando tierras encantadas, eligiendo al próximo líder de la nada. La tripulación se somete a un estricto itinerario de filantropía que se balancea entre el lucro y la ruina del trópico, atracando en cada playa de las costas de Venezuela, dispuestos a hacer una jornada de limpieza extrema, pues no es casualidad que se necesite un barco tan grande sino para traerse consigo la basura que está dispuesto a buscar en cada orilla y pueblo olvidado por gobiernos y habitantes. Me vi por un instante en aquel reino de la decepción y en un coñazo volví a la mezzanina del Tecni-ciencia. Suficiente.

Por decoro busqué maneras rápidas y no tan groseras de irme de allí formulando las preguntas claves que hay que hacer siempre que se decide tomar un trabajo, en particular un trabajo de dudosas intenciones: ¿Hay pago de nómina? ¿Cotizan en el seguro social? ¿Dan bono alimenticio? Todas las respuestas de Ivanna fueron negativas y encima las argumentó de una manera descarada. Dio dos razones que explicaban por qué a la Fundación le valía verga tener las mínimas condiciones laborales establecidas por la ley: la primera es porque la Fundación pagaba por encima del sueldo mínimo (?) No; la segunda, y tal vez la más aborrecible, es porque pagaban comisiones en dólares.

Permanecí un rato más para los intereses de mis futuras ficciones. Era demasiado surreal. Como vi que en realidad no tenían ninguna clase de interés por mí aproveché en sacar algunos datos para ampliar los perfiles de los personajes. Ivana había estudiado derecho en la Universidad Santa María y dejó la carrera para dedicarse de lleno a la quimera piramidal de los Tres Reinos. Javier había estudiado música en la José Ángel Lamas y por su actitud parecía haber encontrado en la secta evolutiva un refugio para no hacer nada.

— Deberías dedicarte de nuevo a la música — le dije.

— La música no da plata, el dinero siempre está en otra parte.

— Es cierto, el dinero seguro está en los juegos de mesa.

Creo que Javier no entendió mi sarcasmo. Curioso por Ivana le pregunté por qué decía que el Ajedrez era un juego violento.

— Porque en ese juego matas, atacas, golpeas las piezas… te las comes.

Me imagino que para Ivana el dominó debe ser un juego de antaño para trogloditas, un juego de sadismo azteca para personas potencialmente violentas que gritan a las cajeras del supermercado y patean perros indefensos. En fin, un juego de terrorismo puro donde es inevitable partir mesas. Concluyo que estas ideas o son de un trauma familiar o de un lavado sutil de cerebro. Me inclino por la última opción, y lamentamos en el fondo que la susodicha haya tomado la decisión de abandonar las leyes.

Ivana estaba convencida de que estaría al día siguiente oliéndole los peos formando parte de la guardia nueva de la mezzanina. Prometí que volvería, cosa que nunca hice. Di las gracias y tomé mi bolso. Tomé las tarjeticas donde con disimulo logré tomar todos los apuntes de esta historia y las metí entre las páginas de mi ejemplar de Lo que me dijo Joan Didion. Me había pegado el hambre. Salí de la librería en mi nubecita de Gokú.

***

Debo agradecer el patético encuentro con los emprendedores de los Tres Reinos al descubrimiento del escritor alemán Botho Strauss. Antes de dejar la librería revisé el estante de los libros de segunda mano y encontré un ejemplar de El hombre joven. Me llamó la atención la portada: un fragmento del San Sebastián de Gerrit van Honthorst. El precio del libro era el equivalente a un mes de trabajo sentado frente a un tablero, un regalo. Regresando en el metro iba leyendo las páginas de este increíble hallazgo. Una cita azarosa me hizo el resumen de todo lo acontecido. Asumí que estas ideas seguían vigentes para la siguiente búsqueda errante de empleo.

¿Qué otra posibilidad le queda a un actor mal dirigido que no sea recaer en sus malos hábitos? No debes olvidar que los actores están hechos para una forma u otra de la representación humana. Todos los esfuerzos por educarlos en habilidades didáctico-formales conducen inexorablemente a una limitación paralizante de su talento. Siempre que el actor realiza conscientemente en el escenario algún ejercicio formal se advierte ante todo la violencia que ejerce sobre sí, y esto frena una parte importante del efecto, de la fuerza dramática; este exceso de despliegue corporal, maniatado y amenazado, hace muy opresivas esas ambiciosas representaciones, otorgándoles siempre algo de falsedad y violencia, de falta profunda de libertad.

***

Pasaron semanas y recuerdo estar caminando por el CCCT dirigiéndome a alguna parte. En uno de los pasajes de ese extraño centro comercial, por una de las tantas salidas debajo de unas escaleras, cerca de un puesto de alquiler de carritos de plástico para niños, alrededor de una mesa plegable, vi de lejos al bocabierta de Randy con los brazos cruzados, inclinado en una silla manaplas mirando al vacío obstinado, en compañía de dos elfos que dormían sobre un tablero circular de los Tres Reinos.

EL JUEGO QUE LLEGÓ PARA RECUPERAR LAS CONDICIONES DE VIDA DEL PLANETA

No supe distinguir si mis ganas de orinar venían de la burla o la tristeza. Espero que donde sea que estés ahora te haya ido mejor, querido Randy.

Alexander JM Urrieta Solano

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El motorizado

Hace unos años hice un diplomado de narrativas contemporáneas en la Universidad Católica. En una clase sobre escritura creativa nos mandaron a presentar un cuento. Por el volumen del curso cada sábado se presentaban varios participantes, leían en voz alta y luego el resto del grupo mediado por el profesor daba sus impresiones y críticas de los textos.

Recuerdo en particular un cuento donde las acciones y hechos eran realizados por un motorizado en la ciudad de Caracas: una rutina de envíos y humillaciones que terminaba en un asesinato confuso, como justificando una especie de venganza social, sin indicios de sátira ni enseñanzas morales.

El cuento en su estructura general tenía una serie de fallas a niveles técnicos, fallas que tenían soluciones muy puntuales; sin embargo tales observaciones tuvieron poca importancia cuando unos participantes empezaron a cuestionar la naturaleza del personaje.

Al parecer, como el protagonista era un mototaxista, no podía ser verosímil que este pudiera hablar de una manera «tan educada», este no podía decir «buenos días» ni «por favor» dentro de un diálogo con alguien, eso generaba extrañeza en los lectores. Para muchos la voz del personaje «no podía ser real» porque aparentemente un motorizado es alguien de por sí vulgar, y por supuesto: «negro y sucio», «alguien que no completa los estudios», una persona que por su condición jamás podría, ni siquiera en un relato de ficción, expresarse con tal grado de urbanidad. Alguien sugirió que para que fuera «todo más real» tenía que decir alguna que otra grosería (coño, mamahuevo, nojoda, marico). Otro dijo que le hacía ruido que un mototaxista «fuera capaz de expresarse con tanta formalidad; no podía ser caraqueño».

Lo malo de casi todos los talleres de escritura en los que llegué a participar, donde predominaba el frágil narcisismo de los que pagan para no escuchar a nadie, era muy difícil encontrar críticas constructivas sobre nuestras creaciones. Siempre la crítica más ambigua y severa es el silencio, y en el peor de los casos comentarios triviales como la incongruencia de las voces, o por qué un personaje decide tomar Nestea antes que café en un clima donde reina la asfixia y la desolación. ¿Por qué?

Los comentarios, como vemos en este caso, no solo ponen en evidencia la mirada poco atenta en grupos motivados por el entusiasmo de convertirse en escritores sin ninguna clase de esfuerzo ni disciplina mental, sino que además se constata la reproducción viral de nuestros prejuicios sobre el mundo, de la ciudad que se proyecta en nuestras opiniones vagas, un tipo de prejuicio que no permite, ni pagando todos los talleres del mundo, el desarrollo de facultades creativas.

Por supuesto al final de ese debate pedante donde se justificaba el endorracismo de las altas culturas de los participantes no se llegó a nada, solo que los motorizados no pueden expresarse «como la gente normal». El profesor sugirió cambiar los tonos para hacer más verídico el cuento. El autor, entre ofendido y decepcionado, no regresó más al diplomado. De más está decir que el texto falló en todos los sentidos de la composición. No tuvo la fuerza para defenderse solo.

Ese día al salir de clase decidí tomar una moto para regresar a mi casa rápido y olvidar la ranciedad de mis compañeros. En una línea estaban unos motoxistas esperando su salida, con sus chalequitos naranja se dedicaban a lidiar con los tiempos muertos que impone la velocidad, jugando cartas y fumando cigarros. Me fui con uno muy amable. Vi que estaba resolviendo un crucigrama.

En el tramo nos pusimos a hablar. Me contó de la carrera más larga que hizo, una vez rodando hasta Valencia ida y vuelta; luego me habló sobre el costo de los repuestos y su horario de trabajo dependiendo el estado del clima; me habló de sus hijas, de que el trabajo dignifica, ya que todas las ronchas tenían sentido por algo, pues hay que pensar siempre en el futuro; pero lo mejor de todo era su fascinación por los crucigramas. Me dijo que era bueno porque con eso aprendía cosas que no sabía antes, aprendía palabras nuevas para mejorar la labia porque uno al final tiene que hablar bien para defenderse en la calle. Esta situación me llevó al límite de la experiencia. La ciudad en los casos menos probables otorga gratis lecciones que luego debemos aplicar en nuestras narraciones, en nuestra vida en general. A pesar de lo corta que fue esa carrera pude jactarme al final del día que el motorizado de mi historia, contra todo pronóstico, se trataba de alguien real, de un ser humano.

Alexander JM Urrieta Solano

Selecciones

…Me salieron que necesitaba una solicitud de pasantías y les dije que, como estaba especificado en mi currículo, yo ya había realizado mis pasantías hace dos años, y que actualmente me encontraba en espera de defender mi tesis final de grado, por lo que la chica que me estaba entrevistando me dijo que así no se podía proceder, que la vacante era exclusivamente para pasantes, entonces faltaba algo, como no cumplía con todos los requisitos, a pesar de que mi síntesis de trabajo estaba acorde con todo lo que ellos estaban buscando, era necesaria la formalidad de la universidad para proceder en conjunto con la transnacional para darme el empleo. Les dije que igual no podía tramitar nada, ya les había explicado que hasta el día de hoy no he podido defender mi tesis porque necesito presentar una carga académica, donde sale reflejado que cumplí con todos los créditos de la carrera, pero que dicha Institución que me niega la defensa es la misma que tiene que otorgarme dichos papeles, pero dada la situación precaria no me lo pueden dar, porque no hay sistema, el personal no está dispuesto a trabajar, no hay condiciones, por lo que me sugieren que haga todo el trabajo de los ordenadores a mano, en fin, les expliqué la situación de manera innecesaria, algo disgustado por tener que justificarme con una persona que vive en el mismo país que yo, por lo que era medio soso ponerla al tanto del estado de las instituciones educativas del país, de la gangrenaria Universidad Central de Venezuela, cuya presencia opresiva volvía a sabotear, una vez más, otra nueva oportunidad laboral. La entrevistadora no sabía qué decirme porque al parecer las selecciones se hacen desde una sede en Costa Rica, desde allá se dan las órdenes, se pagan los sueldos y aquí aparentemente toman una decisión. Hay normas que cumplir, me dijo, los supervisores necesitaban definir todo con formalidad. Cosa comprensible, dije yo, considerando que en este país cada día todo es una informalidad formalizada porque solo así es posible existir sin tomarse la vida tan en serio. La entrevistadora me pregunta extrañada que cómo era posible que haya pasado todo los filtros de selección, ¿primera vez?, es que parece tratarse de un error, yo le dije que esta era la quinta vez que terminaba aquí, en una supuesta entrevista de contratación, pero por el tono de las negativas vi que era una selección de la selección, una vez más. Yo le comenté que tampoco entendía cómo terminé allí, luego de haber postulado casi nueve veces a diferentes cargos, si al final dentro de los requisitos no especifican cuando postulas que es necesario que aquel que presente tiene que tener en cuenta el formalizar un trámite con la universidad, cuando los cargos son de pasantías, le dije, ustedes solo me preguntaron cuándo me graduaba y si tenía conocimientos en la plataforma de canvas, entonces ella me preguntó que cuál era mi fecha estimada de graduación, le dije que por obvias razones no sabía, podía ser a fines de año, podía ser nunca, la universidad no está abierta ni para pedir el baño prestado, pero es que tampoco tienen baño, no exagero. Le dije, sin sentir ni una mínima empatía a la pantalla a quien dirigía mis palabras, que estaba entre una cosa y otra, por la misma universidad y la situación actual, no consigo trabajo o porque no tengo el título o porque no estoy en el proceso de estudio, ser tesista es prácticamente un status de purgatorio, no mamas ni silbas, no puedes ser mono ni ardilla, no eres estudiante, tampoco licenciado, en resumen no eres nada. Sentía que hablaba con una persona abstraída del contexto. Su indiferencia demostraba qué clase de personas necesitan las grandes empresas, tal vez la distancia puede pasar por alto la asertividad, yo por mi parte no la sentí. Su cargo de líder de contratación y selección del departamento de investigación y promoción cultural se quedó reducido al nombre, a un No sé desmotivador que evadía toda clase de confrontación, eso ya no depende de mí, decía, hay que presentar tu caso a la gente de Costa Rica, porque seguro como tú muchos postulantes deben tener el mismo problema ¿De verdad? Y entonces dijo que iba a discutir mi caso, por lo que asumí que eso no se iba a dar, porque la gente de Costa Rica, así como cualquier gente del resto del mundo no puede entender ni le interesa lo que pasa aquí, nuestra incapacidad de aparentar ser formales, porque queriendo somos una parodia, por eso nadie nos toma en serio y nos explotan de todas las formas posibles, porque no tenemos idea del valor de nuestro trabajo, de lo que cuesta construir un conocimiento decente en estas condiciones desquiciadas. Por mucho que desarrolles tu exposición no altera en ninguna forma El Proceso. Él está ahí, como una máquina que genera tareas, que evoca ascensos y angustias. Esta situación tan recurrente en mi vida y en la de muchos lectores desmotivados era una afirmación de que nuestra condición inestable le convenía a todo el mundo. La crisis es hasta cierto punto muy rentable. La burocracia impersonal está en todos lados, y nadie puede ayudarte, tantas pruebas para demostrarnos que siempre te quedas solo. Yo insistí desde el argumento de mis experiencias, la entrevistadora recalcó que igual iba a ver, pero su tono no me dio ninguna esperanza, cosa que me molestó bastante, no por ella sino por la suma de todas las circunstancias. Usé en mis explicaciones la palabra kafkiano dos veces, haciendo énfasis en lo absurdo de los procesos tan largos de selección y la incomunicación de las empresas, que velan por la integración cultural y formación de profesionales y toda esa cháchara que al final parece una formalidad artificial donde, a pesar de tener un “currículo impresionante”, no llevas chance. Ya sin nada que perder me desahogué hablando de los aprendizajes de la universidad. Mencioné los seminarios que hice hace unos años sobre los usos políticos del pasado y la ambigua definición de la cultura, el concepto amargo con que juegan los gobiernos y trasnacionales en la invención hipócrita de discursos friendly sobre la responsabilidad de aportar al folclore y a la historia del país Algo, en “acciones sociales” que sirvan “para el fomento de la cultura”, estas con el fin de perpetuar su control y hacer que los empleados sientan que la servidumbre es un bien mientras se mantengan contentos, esto se llama identidad empresarial, también militancia política, también conformismo, la responsabilidad social está en manos de banqueros, tabacaleras, distribuidoras de licores, milicos y máquinas grises de importación, los vicios, su ética de consumo, son parte de nuestra cultura tercerizada. Echen un vistazo a linkedin, la red social del desempleo positivo, lean todos esos testimonios de frustración edulcorada, usted quiere ver una tristeza chistosa, revise cualquier bolsa de empleo, sin mucha contemplación, para muchos queda morir en un Call Center, hay cosas peores, pero no quiero agobiar más al lector. Me preguntaba realmente quién era la chica que me atendía. Ya me daba lo mismo. Sentía que todo era un monólogo con una máquina, nadie prendió la cámara por “fallas con el internet”. Al terminar la entrevista cerré todo y postulé para otra cosa en otra organización, porque irónicamente, solo nos queda buscar formas menos vergonzosas de vender nuestra alma al diablo. Pero igual fue extraño. Les pedí que se tomaran la delicadeza, cosa que no han hecho en las cuatro oportunidades anteriores, de responderme para sacarme de la incertidumbre, si quedé o no quedé, dentro de un proceso de selección que parece las eliminatorias de la Uefa Champions League. Dije esto y la entrevistadora se rio, eso fue un alivio, ya que el momento incómodo no opacó nuestro sentido del humor, eso me dio un mínimo de esperanza, no de quedar en algo, pero sí de seguir sin problema con mi vida, porque siempre hay trabajo. En este país si no lidias con los rechazos estoicamente estás frito. Aquí la depresión prácticamente es una moda que perpetúa formas de mirar las cosas. Tienes que seguir buscando. Insistir, antes de pensar volarte la tapa de los sesos, porque quién sabe…

Alexander JM Urrieta Solano

Lo que nos queda

En la semana flexible hice la entrega de dos libros de poesía. La obra completa de Konstantino Kavafis y una antología de Andrée Chedid. Quedé con el señor Bondy en vernos por la Plaza Bolívar. Salí más temprano, aprovechando en hacer algunas vueltas. Fui a la farmacia buscando mi suplemento mensual de antihistamínicos. En la cola me puse a leer una página al azar de Chedid, queriendo memorizar algún verso que ya se me iba de las manos.

¿Dónde están las horas simples?/¿La fuente naciente bajo el guijarro,/La lámpara y su poder,/El campo de un verde cierto,/El instante donde acaricio el más tierno de sus rostros?//La angustia martilla las aceras ausentes,/El grito golpea los pozos de la indiferencia./Testigo de las grandes cacerías solitarias/El alma llama a combate;/Necesita el impulso, la gaviota, el trigo desnudo.//Con unas migajas de tiempo entre las manos,/Atormento la vida.

La gente pagaba las medicinas con billetes arrugados de cinco dólares. Una mujer paga la diferencia de una lata de leche con una tarjeta carcomida por las deudas. Tengo que cambiarla, pero en el banco me dicen que no hay plástico, ¿cómo se hace entonces? Ella comenta esto ante la mirada reprochable de la cajera que pasa el punto que está por igual gastado por tanta penetración. A veces nos sentimos urgidos a dar explicaciones que nadie nos ha pedido, como si en la justificación a los demás se aliviara el peso de nuestra miseria.

Recordaba las palabras de nuestro presidente estalinfático: la economía no está dolarizada, solo el comercio, el bolívar es nuestra moneda oficial. En mi corta vida no he conocido mayores aspiraciones en mi moneda (ni en mi futuro), siempre quedan como relleno de pasaje y paisajes, expectativas que no superan la retórica, a merced de los factores externos, al costo especulativo del transporte y el precio de las canillas, a las limosnas precarias que doy a músicos y mendigos en el metro, a los cigarrillos detallados de contrabando que me fumo con placer culposo, a las cosas indispensables de una rutina conducida por ruedas dentadas, ridiculizadas, en fin, por una asociación maligna de ideas.

Una agonía cristiana me obliga siempre a entrar a una iglesia si la veo abierta. Orar es una necesidad primaria, una forma de hacer stream of consciousness en un estado de sitio concebido para lo divino. Me senté en un banco, cerca del púlpito que evoca días de locura religiosa, de un fervor creyente que nunca pasa de moda. Inquieto antes de mi rezo leí unos poemas de Kavafis:

Voluptuosidad (LXXII).

La delicia y el perfume de mi vida es la memoria de esas horas/en que encontré y retuve el placer tal como lo deseaba./Delicias y perfumes de mi vida, para mí que odié/los goces y los amores rutinarios.

Recuerda, cuerpo…(LXXV)

Recuerda, cuerpo, no sólo cuando fuiste amado,/no solamente en qué lechos estuviste/sino también aquellos deseos de ti/que en los ojos brillaron/y temblaron en las voces — y que hicieron/vanos los obstáculos del destino./ Ahora que todos ellos son cosa del pasado/casi parece como si hubiera satisfecho/aquellos deseos— cómo ardían,/recuerda, en los ojos que te contemplaban;/cómo temblaron por ti, en las voces, recuerda, cuerpo.

Doy las gracias por estar vivo y tener salud, dije. A las alegrías que genera el tener la comodidad de poder pensar estas cosas. Pedí por mis padres, mi hermana y mi perro viejo con una catarata en su ojo izquierdo que recrea un galaxia en pequeña escala ocular. Pedí por mis amigos, los pocos que tengo y recuerdo en la extensión de la plegaria, que sus éxitos sean acertados a sus aspiraciones más grandes, que otros puedan exorcizar el demonio de la depresión. Pedí perdón una vez más por mis mentiras recurrentes, mi tendencia a usar los mismos juegos de máscaras. Agradecí la gracia que brinda la indiferencia, sin mucho revuelo ni vanidad se puede trabajar mejor, sin esperanza, concentrado en lo de uno. Como mi vida no es interesante he tenido la libertad de hacer lo que me ha dado la gana. No pude disculparme por eso, por seguir haciendo lo que me plazca no pretendo buscar perdón. Pedí fortaleza y paciencia para las situaciones desquiciadas, le comenté al eco del templo mi preocupación por las estadísticas: en el mundo cada cuarenta segundos una persona se quita la vida.

Me molesta cómo el pesimismo se volvió un negocio rentable en el país. El desarraigo lo empaquetan, los exhiben en grandes vallas publicitarias, la gente expande su dolor como una gripe, a veces de una manera tan frívola que enferma y pudre las neuronas. Para los momentos amargos pedí tener el valor de llorar de alegría porque asimilo que todo fin es inevitable. Pedí que mi optimismo cínico paulatinamente se convirtiera en una esperanza autentica, una que no me eche en cara el pasado. Luego pasé a mis peticiones caprichosas, las que me puedo permitir en mi sagrado egoísmo: un mejor trabajo, encontrar algo más decente que lo que tengo ahora, más apetito y oportunidades carnales, pues toda frustración sexual y económica conducen al desprecio de uno mismo, la mediocridad y la envidia se producen en cuerpos faltos de cariño. Le comenté al eco del templo que cada vez estoy más convencido que detrás de cada muestra de vanidad hay de fondo una tristeza inherente, una que busca reconocerse en otras tristezas ocultas. Un escalofrío me recorrió el cuerpo y fue así que reconocí una vez más la variedad de mi experiencia religiosa, una como las descritas en el libro de William James. Por una costumbre cerré con un padrenuestro, di las gracias y me sentí un poco más tranquilo conmigo. Me persigné y salí a la calle.

En la Esquina San Francisco al frente de la Iglesia, por una de las entradas del Capitolio, un grupo de personas esperaba detrás de una parcela negra la entrada y salida de alguien importante. Varios en el hombrillo de la acera, ubicada en el medio de la Avenida Universidad, a la sombra de una enorme ceiba, usaban sus piernas como apoyo para hacer los retoques finales de unos manuscritos inciertos, releyendo en voz alta, entre dientes, tachando con amargura lo irreparable de la tinta. La espera los ponía a muchos a mirar el vacío y comerse las uñas. Los textos han sido hechos con una caligrafía forzosa, concebidos en un estado de profunda desesperación, de una ortografía tosca donde casi todas las palabras por ausencia de tildes suenan graves.

Las cartas humildes hechas a mano son extensas peticiones personales. Todas las que pude revisar comienzan de la misma manera, sin sangrías, divagando plegarias para ir luego al grano. «Señor diputado, ante todo un cordial saludo revolucionario, siempre agradeciendo a Dios y a este proceso en el cual hemos sido tomados en cuenta»; «Excelentes representantes del nuevo parlamento, les envío un saludo patriótico y revolucionario, no sin antes bendecirlos con la gracia de nuestro señor Jesucristo»; «Estimada licenciada camarada, Dios la bendiga, muy contenta de que estas palabras lleguen a sus manos, gracias al favor de la virgen que desde lo alto protege el legado de nuestro comandante supremo»; «El sueño de Bolívar y Chávez pueden continuar con esta nueva asamblea, dispuesta a escuchar las demandas del pueblo». Las cartas tenían como remitente nombres y direcciones invisibles. Mis peticiones y las suyas tenían el mismo destino: no llegar a ninguna parte.

Seguí subiendo hasta la Esquina Gradillas. Tenía una llamada perdida del señor Bondy. Llegué a la Plaza y ahí estaba. Un señor vestido de negro, muy raro también, porque no parecía ni joven ni viejo. Nos estrechamos las manos y tomamos asiento en los bancos de granito. Hablamos sobre el tráfico, el retraso y lo engorroso que se ha vuelto conseguir efectivo, el mismo protocolo de personas que no saben qué decirse pero tienen que tratarse.

Oye, muchas gracias por los libros, dijo. Toma, lo que acordamos, la otra parte te la hice por transferencia.

Ahí me llegó la captura, le dije.

Perfecto. Mira, ahora que nos conocemos mejor, apenas, ¿será que me puedes conseguir otros libros de poesía?

Claro, ¿tiene los nombres? Sí vale, aquí te traje una listica. Luego cuando los consigas cuadramos.

La lista estaba escrita en la parte de atrás de una factura vieja. CKR: Corporación Koreana de Repuestos, C.A. En el 2007 el señor Bondy había comprado una Bobina y una Bujía ACDelco por un precio total de 170.000 bolívares. Me pareció una barbaridad caer en cuenta que este año el pasaje, al día de hoy, cuesta 150.000 bolívares. Por muy cercanas que parezcan las cifras escritas, en realidad dan una suma astronómicamente larga y patética. La suma del fracaso de nuestro valor estaba reflejada en esos detalles.

Nota: las piezas eléctricas no tienen garantía. No se devuelve dinero, se cambia mercancía.

Comparto con ustedes la lista de Bondy.

1)Eugenio Montejo – Antología

2) Hanni ossott – El circo roto

3) Miyó Vestrini – Todos los poemas

4) José Watanabe – Lo que queda

5) Antonio Carvajal – Extravagante jerarquía

6) Rafael Dieste – Rojo farol amante

7) Jenaro Talens – Proximidad del silencio

Doblé la factura y la guardé en el bolsillo. Nos dimos de nuevo la mano para despedirnos contra toda medida preventiva. Ya era demasiado tarde. El señor Bondy miró la estatua Ecuestre de Bolívar y dijo: «De modo que no hay nada que hacer», concluyó el general. « Estamos tan fregados, que nuestro mejor gobierno es el peor» ¿Has leído El general en su laberinto, de García Márquez? ¿No lo has leído? Recién la terminé en estos días y esa frase del libro se me quedó grabada. Es una ironía pertinente recitarla justo aquí, en la plaza donde el libertador recibe la cagada diaria de las palomas y los políticos de turno, que son como lo mismo: ratas voladoras. Las novelas históricas me dejan un mal sabor en la boca, me duelen, como todo esto. Por eso leo más poesía. Trato de aprender nuevos versos de memoria pero no lo consigo. Solo me sé uno, y es porque es el poema que me recuerda a una novia que tuve hace años. Recordarlo es una forma se aceptar cuando declamo que todavía la sigo amando, no como antes, pero de otra forma.

¿Va en esa dirección? Le dije. Yo también voy al metro, recíteme en el camino el poema que se sabe, da tiempo de sobra hasta que nos separemos.

Toma el libro de Kavafis, me dijo. Busca el poema de Ítaca. Léelo mientras me escuchas, así compruebas qué tan certera es mi memoria. No recuerdo la página, o tal vez sí, en esa edición creo que esta por la cuarenta y algo o la cincuenta y pico. Busca en el índice Ítaca. Vamos.

Aquí está. Cerca, página cuarenta y seis. Adelante.

«Si vas a emprender el viaje hacia Ítaca,
pide que tu camino sea largo,
rico en experiencias, en conocimiento.
A Lestrigones y a Cíclopes,
o al airado Poseidón nunca temas,
no hallarás tales seres en tu ruta
si alto es tu pensamiento y limpia
la emoción de tu espíritu y tu cuerpo.
A Lestrigones y a Cíclopes,
Ni al fiero Poseidón hallarás nunca,
Si no los llevas dentro de tu alma,
Si no es tu alma quien ante ti los pone.

Pide que tu camino sea largo.
Que numerosas sean las mañanas de verano
en que con placer, felizmente
arribes a bahías nunca vistas;
detente en lo emporios de Fenicia
y adquiere hermosas mercancías,
madreperla y coral, y ámbar y ébano,
perfumes deliciosos y diversos,
cuanto puedas invierte en voluptuosos y delicados perfumes;
visita muchas ciudades de Egipto
y con avidez aprende de sus sabios.

Ten siempre a Ítaca en la memoria.
Llegar allí es tu meta.
Más no apresures el viaje.
Mejor que se extienda largos años;
y en tu vejez arribes a la isla
con cuanto hayas ganado en el camino,
sin esperar que Ítaca te enriquezca.

Ítaca te regaló un hermoso viaje.
Sin ella el camino no hubieras emprendido.
Mas ninguna otra cosa puede darte.

Aunque pobre la encuentres, no te engañará Ítaca.
Rico en saber y en vida, como has vuelto,
comprendes ya que significan las Ítacas.»

Viste. Seguir amando lo que no tenemos es otra forma de recitar. Adiós viajero.

El señor Bondy desapareció por las escaleras grises con dirección Propatria. Ítaca después de todo tiene más de un sinónimo. Yo volví la mirada a torniquetes y columnas gastadas de la estación. Lo que me queda es solo esta memoria igual de gastada, mi cansancio alejandrino. Seguí mi ruta imprecisa y me perdí de nuevo entre la gente. Ese día no regresé a casa. 

Alexander JM Urrieta Solano