Je me souviens

Qué hermosas son las cosas que olvido

siempre alrededor de las otras que recuerdo.

Francisco Meza

Me acuerdo de la playa Los Lobos y el mar oscuro del Océano Pacífico. Enterrábamos patillas en la orilla para después comerlas frías.

Me acuerdo de la fábrica de helado cerca de la casa de la abuela, en el jirón O’Higgins de San Vicente de Cañete. Iba con mis primos a comprar y como los helados venían sin envolturas los poníamos en platos y bandejas hondas de cerámica. El sabor del helado del chocolate. Helado de lúcuma. Helado de Fresa.

Me acuerdo cuando iba con mis padres y mi hermana al Jardín Botánico. Nos tírábamos en la grama y tomaba té de limón en una botella de vidrio.

Me acuerdo del Parque de Dinotrópolis. Las máquinas de video. El supermercado de plástico y un arenal con un esqueleto de dinosaurio, las cotufas amarillas y el olor de los tequeños.

Me acuerdo del heladero que se ponía en la entrada del colegio. Vendía pelotas de goma, calcomanías de Dragon Ball, trompos y metras. También los puestos de dona que se improvisaban en los maleteros de los carros parqueados. Me gustaba ver esas rejillas donde se acomodaban las donas.

Me acuerdo cuando me iba al estadio olímpico de la UCV a caminar con mi papá y mi hermana, haciendo tiempo a que saliera mamá de sus clases nocturnas en la facultad de derecho.

Me acuerdo cuando en el edificio dejaron de pagar las cuotas de mantenimiento. Las figuras religiosas reemplazaron a los extintores. Ahora muchos vecinos se sienten más protegidos que antes, a pesar de la falta de presupuesto.

Me acuerdo cuando mi hermana hizo por primera vez brownies de marihuana y durante toda la nota estuvo sonando en un loop infinito la canción de «Nightcall» de Kavinsky.

Me acuerdo de la canción Animales de Cuentos Borgeanos sonando desde un televisor mientras hacía el amor por primera vez. Uno de los momentos más felices de mi vida. Basta solo una canción para desmoronarse.

Me acuerdo del cuento de Los últimos gigantes de François Place. Creo que después de ese libro supe en el fondo que quería escribir. Intenté plagiarlo en un cuaderno de espiral de mamá donde tenía sus apuntes de derecho procesal penal. No pasé de la primera página. Eso es plagio, decía mamá, inventa tu propia historia.

Me acuerdo de mi primer trabajo como mensajero. Pasaba mucho tiempo caminando por Caracas. En una libreta diseñé una ruta personal de librerías.

Me acuerdo de las merengadas de oreo de Crema Paraíso.

Me acuerdo del taller de reseñas literarias con Carlos Sandoval y cómo perdí mi virginidad leyendo a Onetti.

Me acuerdo del taller de Diálogo como prosa artística con José Tomás Angola. Presenté mi Soliloquio del Kamikaze y al terminarlo el profesor extrañado me preguntó como había hecho ese texto.

Me acuerdo de mi primer trío en el Altamira Suites.

Me acuerdo cuando en un hotel me encontré en la ducha una cachito de marihuana que me lo fumé varios días después.

Me acuerdo del espejo y el laberinto del Parque del Este. A veces iba a tomar fotos con el Observador de Aves y el desaparecido Alejandro (¿dónde estarás ahora?). Tomábamos fotos a las hormigas, a los entusiastas que hacen yoga, a los jabillos y samanes, a las esculturas gastadas y a los niños que hacían burbujas de jabón y comían helados de vasito de papelón y tizana.

Me acuerdo una semana santa que estaba bajo los efectos del xanax y me acosté con tres mujeres distintas.

Me acuerdo del diplomado de narrativa contemporánea en el edificio Cerpe, donde tuve mi primer acercamiento con la mediocridad literaria venezolana.

Me acuerdo del Vano Ayer y El País de la Canela.

Me acuerdo cuando acompañé a Tombo a sacar copias de un ejemplar titulado La Colonialidad del Saber: eurocentrismo y ciencias sociales.

Me acuerdo del Orientalismo de Edward Said, Los condenados de la tierra de Franz Fanon, La construcción social de la realidad de Berger y Luckmann.

Me acuerdo cuando en uno de los locales del callejón de la puñalada me encerré en un baño a meterme perico y de fondo sonada una canción de Gustavo Cerati.

Me acuerdo de las Confesiones de San Agustín, el día que perdí la virginidad.

Me acuerdo de la Facultad de Ciencias y los primeros encuentros con los Aldeanos, los Pura Porquería, estudiantes de biología y computación.

Me acuerdo cuando aprendí a manejar bicicleta en las calles de El Pinar, en el Municipio de Comas, de Lima la horrible, Lima la gris.

Me acuerdo de Farma, el mitómano de Narnia.

Me acuerdo de las horas que pasé jugando truco en la Plaza de La Langosta.

Me acuerdo de las Parrilleras de Ciencias donde conocí al Cónsul Estrada. Lo habíamos encontrado el Mono Cisneros y yo ebrio en las escaleras verdosas de moho y cristales, delirando con el día de los muertos. Estrada era la reencarnación de Malcolm Lowry.

Me acuerdo de El Palacio del Pollo que estaba al lado del Hotel Limón. La luces de neón y el olor de gasolina que se mezclaba con las brasas de la parrilla oscura. Muchas veces estuve con G. caminando por ahí, fumando y bebiendo al final de la avenida Lecuna, perdidos en las entrañas comerciales de Parque Central. Era más fácil pasar la noche en el hotel que volver a casas que no se sentían como hogares. Y así. De noche todo era distinto.

Me acuerdo de La consagración de la primavera de Carpentier, libro que compré en el pasillo de ingeniería de la central. El pasillo, su recorrido diario como forma de felicidad.

Me acuerdo de Chichiriviche y la posada «Kalamar», con sus pasillos estrechos y blancos, su nevera con botellas de vino y tortas tres leches.

Me acuerdo cuando el boulevard de Sabana Grande estaba lleno de punta a punta de Buhoneros y mi madre por 50.000 bolívares de ese entonces me compró una edición centenaria de El señor de los anillos, los tres libros en un solo tomo, cincuenta ilustraciones de Alan Lee. El libro estaba forrado en papel film.

Me acuerdo de las uvas que crecían en la parte trasera de la casa de la tía Julia, en el pueblo de San Benito.

Me acuerdo de mis ejemplares de poesía de Cesare Pavese y Mahmud Darwish, Derek Walcott y Eugenio Montejo, César Vallejo y Juan Sánchez Peláez, Mark Strand y Fernando Pessoa, Joseph Brodsky y Alfredo Armas Alfonzo, Seamus Heaney y Abdellatif Laâbi, Vicente Gerbasi y Attila József, Cintio Vitier y Francis Ponge, Rafael Cadenas y Paul Celan, Harry Almela y Georg Trakl, Armando Rojas Guardia y Czesław Miłosz, Igor Barreto y Ósip Mandelshtam.

Me acuerdo cuando caminaba sobre la espalda de mamá para aliviar sus dolores musculares.

Ma acuerdo cuando me iba a caer a birras en el Cordon Bleu de Plaza Venezuela, subiendo por la calle del hambre.

Me acuerdo de la canción de Los dinosaurios de Charly García. Al final estamos condenados a desaparecer.

Me acuerdo cuando trabajaba en un restaurante en las Mercedes. Al salir me regresaba caminando hasta la estación de Bello Monte. En la rutina me fui acostumbrando al silencio de la estación, a su abandono siempre mezclado con ese extraño olor a nuevo de tuberías y bombas de aire, servicio gratuito y torniquetes que brillaban mucho pero no servían. Mientras bajaba sus dos niveles de escaleras me preguntaba cuándo sería la última vez que volvería a la estación. La llegada del tren se me hacía eterna. Leer en el andén era particularmente ameno, hasta cierto punto, donde se hacía demasiado incómodo seguir las líneas de una novela. Ya en ese punto solo quedaba escribir sobre el tedio personal, de cuclillas, apoyando la espalda en el cemento frío de una obra inconclusa. La novedad de la estación era apenas un reflejo de una promesa rota. Un registro minúsculo de la ciudad que me tocó vivir. Todo era cuestión de paciencia. Olvidar que se estaba ahí por una razón: volver, ¿pero a dónde? Daba lo mismo. Ya era normal aquí que el tiempo se nos fuera esperando algo.

Me acuerdo del barco pirata, el castillo y el bosque de Fisher Price.

Me acuerdo cuando empecé a robar libros sin saber que más adelante se volvería una necesidad. Ya cuando había armado un modesto estante te puros hurtos entre ellos estaba la novela de Los detectives salvajes que para ese entonces todavía no había leído. Sentí empatía y sentimientos encontrados con el realismo visceral. Hacía mis recorrido por la ciudad solo, acompañado de los personajes que poco a poco me había inventado.

Me acuerdo cuando me metí una pepa de clonazepam y me explotó el efecto mientras caminaba por la transferencia inclinada de El Silencio hasta Capitolio. Iba escuchando To love somebody de los Bee Gees. Fue hermoso.

Me acuerdo de la canción Rap Can de Cayayo con Cangrejo. La escuché por primera vez en Boca de Uchire. Esa canción es pieza fundamental de los procesos creativos del porvenir venezolano: Tanta tristeza gris como la niebla.

Me acuerdo de los dedos de mi madre, gruesos y rosados, pelando las cáscaras de huevo sancochado para preparar una ensalada rusa.

Me acuerdo cuando Alejo me llevó por primera vez al Bowling, uno que quedaba en el Laguito de los Próceres. Me presentó a sus amigos, todos estudiantes de sociología. Él luego me fue dando detalles de cada uno de ellos. Me dijo que había tomado apuntes, les dedicó una sección en su historia: La Liga de los Estudiantes Sin Superpoderes (LESS). Una pequeña sociedad-juego que fui conociendo con el avance de la historia que Alejo me daba por partes. Cada perfil era una migaja. Me dio permiso de escribir apenas algunas cosas de lo que recuerdo. En mi línea me tocaron bolas muy pesadas, descubriendo en mi brazo izquierdo una falta de fuerza reprochable y un futuro frustrado para los deportes. No hice ninguna chuza. La verdad estaba distraído, fascinado por las imágenes aleatorias de animales y paisajes de las pantallas luminosas que llevaban los puntajes del grupo, imágenes que tenían el propósito de calmar a los jugadores intensos, profesionales violentos por la perfección. Una imagen de cielo, otra de perrito durmiendo en una cesta, marsupiales comiendo hojas, osos polares, estrellas, gatos con ropa aplacaban cualquier forma de ira, pensaba. Recuerdo las mesas con promociones de tobos de cerveza y raciones de tequeños. Abajo de nuestras mesas con sillas giratorias se amontonaban los zapatos impares de garantía. Llevaba puesto unos zapatos gastados para bolera KR Strikeforce Flyer que me quedaban muy grandes. Tal desproporción me hacía sentir el propio payaso cumpleañotriste de algún adulto con afán de volver a su infancia. Así veía todo.

Me acuerdo de una vez que fuimos a la isla de Margarita y nos hospedamos en una posada que al cruzar una calle daba al mar. Entre las áreas comunes había una bar. Sentado en la barra había un alemán, borracho, como un personaje de Malcolm Lowry, otra vez. Apenas pude hablar con él en inglés. En medio de lo trivial le pregunté al bardo ebrio el significado de los colores de su bandera. El cónsul, inflado y dichoso se inclinó en la barra pensativo. Después de un silencioso eructo dijo:

Yellow, my drink…

Red, my skin…

Black, my soul…

Me acuerdo de la cabaña de Xinia y Peter, una pareja de alemanes asentados en Mérida. Habían recreado en sus casitas en fila una aldea bávara en medio del páramo. En la casa principal, donde vivía la pareja, en la entrada, cerca del pórtico, había una inscripción grabada en acero, que tenía una frase que traducida del alemán era algo como:

Ich bevorzuge hundert Tage Hunger

dass ein Tag des Krieges

Prefiero cien días de hambre

que un día de guerra

Me acuerdo del Gorila lomo plateado del zoológico de El Pinar que se montaba en las rejas de su jaula y le escupía al público que se amontonaba y se quedaba expectante a esquivar o recibir con diversión el gesto de inconformidad y tristeza del animal.

Me acuerdo de los monos del zoológico de Caricuao que le arrebataban la comida a los visitantes de las manos.

Ma acuerdo de la comiquita francesa Érase una vez…el hombre que pasaban por Vale TV: el mundo en un solo canal.

Me acuerdo de la Plaza Balzac, al lado del Ateneo de Caracas, por Bellas Artes. También los puestos de libros usados y discos de vinilo, la música, los arreglos orfebres y los actos de títeres y marionetas.

Me acuerdo de Las correcciones de Jonathan Franzen. También de la Corrección de Thomas Bernhard.

Me acuerdo cuando fui con Alejo a un curso de observación de estrellas en el Planetario Humboldt, en el Parque del Este. Él salía de trabajar y yo lo esperaba en la entrada, cerca de un puesto que vendía martillos inflables y cotufas acarameladas. El Planetario se volvió nuestro lugar favorito. Cuando las luces se apagaban con lentitud, simulando el atardecer caraqueño, el proyector iba reflejando poco a poco las estrellas del cielo. El presentador ponía de fondo la música de Star Trek, a veces la del Código Da Vinci (la canción que ponen cuando Robert Langdon, interpretado en la película por Tom Hanks, está descifrando el mensaje final del criptex), o incluso la canción «My Name Is Lincoln», de Steve Jablonsky, que sale en la parte final de la Isla, (con Ewan McGregor, en esa parte que destruyen un búnker y los clones salen al desierto y ven la verdad: de que son pólizas de seguro). Aparte de hablar de películas no tan buenas Alejo solo podía recordar las estrellas principales del cinturón de Orión, la de los tres reyes Magos, estrellas que tienen nombres árabes: Alnitak, Alnilam y Mintaka. En el curso aprendimos el nombre de aproximadamente ochenta estrellas. Luego de eso, mirar el cielo por las noches era nuestra actividad conjunta.

Me acuerdo cuando postulé por octava vez a un concurso de cuentos locales y al leer los cuentos ganadores en la agresividad del vacío me sentí aliviado de la irrelevancia de mis trabajos.

Me acuerdo una temporada que fui al mismo hotel de Chacaíto con tres mujeres distintas. En una ocasión la que atendía en un momento de descuido me vio, sacó la lengua y me guiñó el ojo derecho. En otra oportunidad no me cobró la habitación. Una complicidad inconfesable. Así debe sentirse, pensaba, ser miembro de una sociedad secreta.

Me acuerdo la primera vez que intimé con un hombre en el polideportivo del colegio, en el deposito de las colchonetas y pelotas.

Me acuerdo de los juguetes de la cajita (in)feliz de McDonald’s.

Me acuerdo de los apagones de una semana y lo importante de aprovechar la luz de sol. Aprendí a leer en la oscuridad.

Me acuerdo de Nadiezhda Mandelstam, Yolanda Pantin, Miyó Vestrini, Denise Levertov, Victoria de Stefano, Wisława Szymborska, Antonia Palacios, Susan Sontag, Joan Didion, Lucia Berlin, María Fernanda Palacios, Hanni Ossott, Anna Ajmátova y Elisa Lerner. Siempre estuve buscando una voz parecida al llanto, al reclamo, a la fuerza de los elementos.

Me acuerdo de la pista del Pedagógico, la barra de flexiones gastada debajo del puente que luego de agarrarla te dejaba las manos oliendo a óxido.

Me acuerdo el fuerte olor a orine de una parada camino a Puerto Cabello. En el baño los hombres orinaban en filas en una enorme tina rectangular llena de conchas de naranjas picadas por la mitad.

Me acuerdo de mi último viaje a la frontera y lo fácil que era todo en ese momento.

Me acuerdo del Pasaje Zingg y las primeras escaleras mecánicas del país hechas de madera. El pasaje conecta la Avenida Universidad con la Avenida 6. Cuando tenía dieciocho me enamoré de una chica que solía acompañar a clases de dibujo allí. Mientras la esperaba hacía hora en la librería técnica Dieguez, atendida por dos señoras. Fue en ese estado de ocio que descubrí mis primeras lecturas, pero además caí en cuenta de que en fondo no sabía leer. Empecé con Siddhartha de Hesse y una copia de El Extranjero de Camus. «Hoy, mamá ha muerto», así comenzaba ese libro francés que luego de terminarlo me dejó impactado. Me volví un entusiasta compilador de principios, frases gancho, marcador de oraciones simples y contundentes. En la librería recuerdo que seguí con una novela de Kafka y un ensayo de Tomás Straka: La épica del desencanto; luego descubrí una atracción por el culto a los héroes de infancia y la ufología, un interés incipiente por la historia oficial y los crímenes de la memoria sin resolver. Nació una necesidad de aprenderme los nombres de todas las esquinas de Caracas, así como visitar los rincones que una ciudad con artritis reserva a sus dioses epónimos: plazas públicas y centros comerciales, cementerios y contados recintos de salvación y locura. Los casos clínicos los archivaba en una carpeta bajo el nombre de «la enfermedad bolivariana», como decía con cierta regularidad Tombo: el culto a las ruinas y esa obsesión por la nostalgia. Irónicamente, el Pasaje Zingg era consecuencia de un exceso de ambas. Los objetos detrás de las vidrieras conservan la idea de un pasado prometedor. A través del vidrio contemplamos las urgencias de un nuevo mundo mientras se empolvan los fragmentos de otro mundo perdido, imposible de recuperar. La proliferación masiva de copias de cualquier producto supuso para nuestra época el fin de la autenticidad. La diversidad de lo igual. Detrás de los vidrios los objetos se retuercen en el fetiche de su pasado, única forma de prevalecer en el presente. Ellos, los objetos, logran mantener nuestra atención a través del reflejo en los vidrios sucios, haciéndonos sentir por igual viejos y anticuados.

Me acuerdo un momento que había en la casa tres ejemplares de Los detectives salvajes, cinco de Cien años de soledad, dos Silmarillions y tres Ulises.

Me acuerdo del grafiti entusiasta-motivacional en la pared lateral de la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales de la Universidad Central de Venezuela. En silencio concluí que el coaching ontológico junto a los gurúes del mindfulness, las instructoras de yoga narcisistas y otros subproductos charlatanes del mercado habían llegado a la división ultraespecializada del trabajo para reemplazar y dejar sin empleo a toda la calaña de humanistas y científicos sociales. La tecnocracia prioriza la técnica pragmática estandarizada antes que al pensamiento analítico. Profesionales que terminarían haciendo community manager o redacción SEO en alguna agencia cuya especialidad es tercerizar el conocimiento hasta deshumanizar por completo a toda una generación que tiene prohibido escribir o mencionar la palabra problema en horario laboral, y que tiene por obligación en las redes sociales aparentar un agradecimiento lisonjero, con mensajes igual de triviales como esos que hicieron muy populares los libros de autoayuda y demás derivados el plástico editorial. Es ´fácil aparentar ser feliz, otra cosa es demostrarlo. Es sonreír o morir. Depresión. Agotamiento digital. Expectativas salariales. Soledades virtuales. El camino frustrante del éxito. Dopajes voluntarios. Las promesas de la sociedad fármaco pornográfica. Sueños de fuga, aburrimiento…suicidio. Claro que ahora el eclecticismo es un incentivo para aclimatar la feroz competencia dentro de las bolsas de empleo, papeles y roscas valen más que la experiencia. La vejez empieza a los treinta. Y uno tiene que sentirse mal por haberse tomado su tiempo. Sonreír, no olvides nunca sonreír, oculta la pesadilla interior con una estrategia de marketing, con un filtro de belleza que simule tu semblanza acabada. En el consumo está la garantía de la felicidad, la libertad que permite el costo de la vida, donde todos por igual estamos reducidos a una cifra etérea que no somos capaces de comprender, a un capricho del algoritmo.

Me acuerdo que leyendo las últimas páginas del Eterno Marido de Dostoievski me puse a llorar.

Me acuerdo cuando Gustavo leía fragmentos de las Noches Blancas de Dostoievsky y se ponía a llorar.

Me acuerdo cuando leí por primera vez Los Demonios de Dostoievsky y tuve pesadillas con Stavroguin.

Me acuerdo de ese párrafo en Sobre héroes y tumbas de Ernesto Sábato:

Para no decir nada del otro aforismo supremo: «la debidas proporciones». Como si hubiera habido algo importante en la historia de la humanidad que no haya sido exagerado, desde el Imperio Romano hasta Dostoievsky.

Me acuerdo de La hoguera de las vanidades de Tom Wolfe. También del El ángel que nos mira, de Thomas Wolfe.

Me acuerdo de las Hermanas Karamazov, un par de señoras que venían de San Cristóbal a limpiar casas en Caracas. Sus cuentos, en parte sacados de sus experiencias personales, eran perturbadores y tristes.

Me acuerdo de mi colección de correos de postulaciones de trabajo rechazadas a casi cientos cincuenta puestos.

Me acuerdo de mi carpetica de cuentos perdedores de concursos.

Me acuerdo del apartamento del señor Armando, amigo del Jeque, frente a la Plaza Bélgica. El edificio tendría más de cincuenta años. Ya no me acuerdo de su nombre. Uno puede ver lo viejo de un lugar por lo ancho de sus escaleras y lo estrecho de sus ascensores. El olor a cigarrillo impregnado en las maderas. Las letras doradas oxidadas con la palabra Piso. Los ceniceros obsoletos que adornan los pasillos junto a duendes de barro y figuritas de vírgenes y beatos. En el apartamento me quedaba hojeando revistas del club hípico y anotaba fascinado nombres de caballos: Míster Atlas, Justo y Preciso, Annapurna, Perséfone, Cristal Raider, Flor de la pasión, Don Memo, Rata Caela, Perro Muerto, Confundida, El Gran Tito, Romikiu, Mandelstam, Parafernálico, Antonia Salomé. También de los pocos libros que quedaban del dueño anterior estaba uno de Miguel Delibes. Me llevé en su momento una cita que acompaña a los nombres top de los caballos ganadores en abiertos en Suramérica: «Y empecé a darme cuenta, entonces, de que ser de pueblo era un don de Dios y que ser de ciudad era un poco como ser inclusero y que los tesos y el nido de la cigüeña y los chopos y el riachuelo y el soto eran siempre los mismos, mientras las pilas de ladrillo y los bloques de cemento y las montañas de piedra de la ciudad cambiaban cada día y con los años no restaba allí un solo testigo del nacimiento de uno, porque mientras el pueblo permanecía, la ciudad se desintegraba por aquello del progreso y las perspectivas de futuro». Estaba en un edificio testigo de la desaparición de tantas cosas, en una ciudad cuyo origen, como los nombres diversos de los caballos, ignoraba. La ciudad raras veces da concesiones a la memoria, porque todo sucede muy rápido. Vivimos el cambio, poco interesa comprenderlo. A veces no asimilamos lo mucho que ignoramos del lugar donde siempre hemos estado, no sabemos de dónde venimos, ignoramos la historia de nuestra propia historia, esa inscrita en las estadísticas y los pie de nota, en el grosor de una revista hípica. Cuántas cosas han cambiado. Entre carrera y carrera se nos escapan tantos datos para prologar el futuro, si acaso eso existe. Se apuesta a las pequeñas certezas.

Me acuerdo de la ciguatera.

Me acuerdo de una frase del Discurso sobre el colonialismo de Aimé Césaire:

Por la cabeza no se pudren las civilizaciones. Lo harán, en primer lugar, por el corazón.

Me acuerdo cuando una noche vi medianamente armada la insignificante obra de mi vida. Apenas una referencia.

Me acuerdo la diatriba que tuve entre dos libros: No es un deporte de alto riesgo y la Antología de la literatura marginal. Me quedé con Caupolicán Ovalles.

Me acuerdo de la frase de Antonio Gamoneda: Ayer y hoy son ya el mismo día en mi corazón.

Alexander JM Urrieta Solano

Publicado por

@LiberLudens

También los animales son ciudades.

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