Apuntes para Abraxas

21 de enero

Hace un par de días me escribió desde un número desconocido. «Ya estoy aquí», dijo. Había olvidado las direcciones. Solo se acordaba del número fijo de una casa donde ya no vivía nadie. «He regresado a una ciudad extraña, una que ya no se acuerda de mí», me dice. Los lugares eran los mismos, pero lo que él había dejado ya no existía. Eso le molestó mucho. En una esquina había un café donde solíamos conversar después de bajar el Ávila; hoy es una tienda de zapatos que tiene en la entrada unos parlantes con la música de moda muy alta, siempre mala, porque para colmo en sus letras asquerosas dicen la verdad, una música que imagino la ponen con la intención de espantar a los clientes, o todo lo contrario, cosa que es peor. Él, como es típico, no entiende nada. A estas alturas ya no le interesa otra versión de los hechos que no sea la suya. Yo no estoy de acuerdo, pero le entiendo. ¿Quién quiere saber algo más? La ciudad es un cúmulo de recuerdos y ruidos blancos. La vieja librería a la que solíamos ir ahora es un depósito de detergentes. El olor a libro viejo que queda tiene un sutil aroma de lavaplatos y archivos. En las tablas nutricionales de los chocolates que ofrecen los ambulantes en la camioneta todo está en turco. «Caracas es la suma de sus contrabandos», me dice. Solo pudo recordar entre esos ingredientes incomprensibles una frase de Ahmet Rasim: «La belleza del paisaje está en su amargura». Tragando un caramelo, mientras esperaba en el andén del metro, se ha puesto a llorar. ¿Para qué volví?, me repetía varias veces al teléfono. Yo solo escucho, y parece que en mi silencio encontraba las respuestas que buscaba, algo que también lo mortificaba. Caracas solo podía ser un rastro de lo que dejó. No hay amigos, pareja ni librerías. Solo queda el apartamento de su tía ciega. Los adornos y recuerdos de una primaria confusa. «Hace tanto tiempo que me fui que ya no recuerdo el nombre de las vecinas. El que me recuerda es el gato tuerto de la conserje, el único ser con memoria». Caracas ahora parece prometer otras cosas. No le interesa. Mañana me dice que va renovar el pasaporte. Quiere agilizar todo muy rápido. Yo me imagino que se le hace insoportable el regreso.

20 de febrero

Han pasado 4 años del hurto de la estatua de Armando Reverón en el boulevard de Sabana Grande. Según información dada por los «aparatos culturales del chavismo» se trató de un acto «vandálico de la derecha». El ministro de cultura, que tristemente sigue de turno, en su momento hizo el tradicional vídeo demagogo acerca del atentado que tildó de fascista; luego anunció de manera oportuna que el siguiente fin de semana se organizaría una fiesta para conmemorar al artista (alguna actividad ridícula de masas para desviar las opiniones, de mantener el status quo: esa banalidad común que asfixia cualquier iniciativa crítica); luego, para variar, en su último comentario, dentro de aquel extenso e innecesario comunicado, la promesa burocrática del ministro: la pronta restitución de la pieza. Cosa que nunca ocurrió ni ocurrirá. La ciudad olvida por desinterés, por consensos deliberados de ingratitud. Sus habitantes tienen derecho a olvidar detalles. No podemos tener tan presente lo que nos han quitado, nuestras referencias, nuestra capacidad de asociar valores. Sin memoria no se puede construir resistencias. Y sin embargo podemos vivir sin recordar. Llevar una vida estúpida pero, en cierta medida, feliz. El olvido aquí no es terapéutico, es una política de Estado. A nadie le interesa el arte ni los artistas, menos la memoria de ellos. Han colocado una farmacia ambulante cerca de la ruina. Los que hacen la cola pueden pisar con normalidad la placa en la que todavía puede leerse: «Maestro de la luz, muñequero, arquitecto popular, titiritero, alquimista de lo cotidiano, de coletos y trapos hiciste lienzos inmortales. El fuego de tu visión aun nos conmueve e ilumina». Irónico. Cruel. Queda la negligencia hecha costumbre y ley de un estado que usó al artista como valla publicitaria, lo convirtió en una caricatura de sus políticas narcisistas; y por el otro lado, y no menos importante, claro, también nos quedan las infinitas huellas de los viandantes que no suelen mirar por dónde caminan ni qué pisan. No pasa nada. No puede existir la culpa cuando nadie sabe hacia dónde vamos. «Yo pinto con amarillo y mierda…» Más vigente que nunca está la tristeza del Castillete de Macuto.

17 de marzo

Nutriendo conciencias ¿Cómo una imagen puede concentrar tantos recuerdos? Quima y Lulú me invitaron a tomar birras en unos chinos por la esquina Bucare. Ellos estaban con una pareja de alemanes que habían venido por unos días a conocer la capital, penúltima escala de un tour por la insólita Ñamérica. Nos presentamos y entre ronda y ronda los temas de conversación variaban, limitados al precario dominio de los idiomas y al acuerdo tácito de un juego de preguntas simples. Ya después de siete tobos las personas, así como los poseídos de los evangelios, empiezan a hablar en lenguas. Los alemanes le pidieron a Lulú que describiera los sentimientos que le producían vivir en Venezuela. Ella se empezó a reír. Luego de un sorbo muy largo de birra, recuerdo, contestó: «Hay algo muy específico y particularmente triste en esa vivencia. No sé. No tiene nada que ver con la ubicación del mapa, ni la escasez, ni el clima, ni la política, ni la crisis que nos reprochan todos los días, se trata de una tristeza pegada en las paredes del estómago. A veces está en los ovarios, en la rodilla, en la garganta, en la pelvis o en la lengua, se parece a un quiste, digo, la tristeza. A veces esa tristeza duele, es incómoda y no te puedes concentrar. Depende. Es algo que percibo en mis amigos, en los vecinos, en los extraños del metro cuyas caras me veo en la necesidad de olvidar, y también en mí, pero de otra manera. Es como la sensación de estar quemada. Sentir que me asfixio a la orilla de un río. Tengo 25 años y no conozco otra cosa que no sea esto. Supongo que es suficiente para que la gente se vaya o se mate. Es igual. Lo demás es aburrimiento. Unas ganas decisivas de no tener hijos». Se rió y volvió a tomar. Los alemanes hicieron muecas. No quisieron entender. Lo había dicho todo. Lulú no exageraba. Tampoco supe que esa sería la última vez que la vería. Al despedirnos me dió un beso de media luna. Lulú al año siguiente se quitará la vida. Quima se irá a Lima. Yo me quedaré solo, asimilando cómo termino la carrera de sociología, viendo desde la ausencia de una pantalla a nuestros queridos alemanes presentando al mundo feliz a su primer hijo: Joseph.

Alexander JM Urrieta Solano

Publicado por

@LiberLudens

También los animales son ciudades.

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