El secreto del éxito japonés

En la casa se defienden de las estrellas. 

Lorca

I

Fui coordinador de una Fundación que dictaba cursos de oratoria y escritura en la biblioteca de un colegio.

Cuando acepté el cargo me dieron materiales para improvisar una oficina en el anexo de una casa en ruinas donde vivía alquilado.

Mis labores estaban repartidas en dos momentos que formaban una jornada completa. Por la tarde tenía que ir al colegio para abrir la biblioteca y quedarme hasta el cierre de los talleres. Con precaria expectativa acepté una forma de altruismo en mi vida. Llegaba con anticipación al colegio para armar el escenario de las clases, ordenar sillas y libros, montar el video-beam, barrer las sobras de los colores, despegar chicles y encender el aire. Por las mañanas tenía que estar en el anexo atendiendo llamadas por teléfono mientras llevaba el control de las inscripciones.

Era responsable de conservar los recuerdos acumulados de los que pasaron por ese cargo. Los objetos de la oficina venían en cajitas rojas etiquetadas con el eufemismo de juguetes anti-estrés para oficina. En un escritorio carcomido por las termitas ordené el inventario de la nostalgia: figuras metálicas balanceadas por imanes, péndulo de Newton, lámpara de lava, jardín zen en miniatura y una pelotica de gomaespuma impresa con la palabra Adelante.

Los sábados me reunía con mi jefe el señor Vunz. En los banquitos del patio nuestros diálogos se resumían a frases motivacionales para aplacar mi actitud negativa, cuando no era capaz de cubrir las inscripciones mínimas para el arranque de los cursos, así como trivializar la inconformidad de mi sueldo establecido, para defectos de la contadora, como honorario profesional. Las charlas aforísticas servían también para no hablar de la corrupción intestina del colegio, donde existía un ambiente de zozobra y desconfianza particular que reflejaba, en su lógica siniestra, la situación general del país. Lo único que importaba era llenar la biblioteca con cualquier tipo de público. Y ante mis preocupaciones, recibidas como lamentos bíblicos, el señor Vunz me respondía con su máxima resiliente favorita y siempre fuera de contexto:

El secreto del éxito japonés es hacer las cosas bien a la primera vez.

II

En el cargo pude aprender de escritores consagrados en un limitado trozo de país, uno donde por azar les había tocado existir: padecer una soledad específica.

Es necesario, decía la profesora Ribeyro, tener seguidores que orbiten en la obra que uno con esfuerzo ha creado, pero más importante son los detractores que destruyen la obra que ha caído en sus manos. Ellos son el caldo de cultivo para cualquier germen creativo. Esto es algo que no puedo decir en clases, más de uno dejaría de venir. Hay que mantener la ilusión de que todos pueden escribir, que no es lo mismo que lograr transmitir algo al escribir; son detalles. Los obstáculos forman la diminuta comparsa de las estrellas, desgracias con las que uno puede sostener su ego, uno que apueste a la vida, que dé la opción de la hoja antes que lanzarse por la ventana. Sin vanidad no puede existir el arte.

Soy parte de una pequeña constelación que abarca dos o tres municipios de la ciudad. Tal vez exagero, no te creas, decía con sus muecas agrieta-rostros el profesor Suárez, con su magister en narrativas hispánicas y mención honorífica en un concurso de cuentos que destacaba, en su papel de Sísifo, en el momento que se presentaba ante un público nuevo y entusiasmado cada mes. Al final no queda nada, decía tras una bocanada triste de fumador, no se puede evadir la infamia sistemática que forma olvidos tiranos, idiosincráticos, cuando se sabe que la voz no alcanza, cuando se sabe que uno no sirve más que a sus propios intereses. Hay que venderse como sea. Uno necesita el dinero. Se vive de transferencias, de la piedad del lector…

Y así el profesor Suárez terminaba el break de los cigarros, pisaba su colilla y me dejaba para irse con los participantes que lo envolvían en un cálido círculo de halagos y sonrisas de fuego.

III

Conocí a Zurama en el taller de Introducción a la escritura Creativa. Se inscribió también en el curso de oratoria que daban los jueves por la tarde, así que empecé a verla dos veces por semana. Tenía un pelo negro que le llegaba hasta la cintura. Era delgada y atractiva, de una piel tostada, como recién llegada de una playa. Usaba faldas muy cortas por lo que me resultaba inevitable mirarle cada tanto las piernas que mantenía cruzadas; digno de bajos instintos, esperaba la revelación de lo obvio en el momento que una de las piernas se cansara de soportar el peso de la otra.

Me empecé a hacer una idea de que podía gustarle.

Ella era cantante. Me mandó unos videos y audios mostrándome su talento. Ahora que lo recuerdo, su voz era estridente y subida de tono, algo que caracteriza en gran parte a las personas que no tienen realmente una voz para cantar, pero que tal vez, con disciplina y orientación pueden llegar a serlo; o en el mejor de los casos dedicarse a otra cosa. En un video Zurama se grabó con la cámara frontal caminando por un pasillo. Con una blusa roja, falda y botas de cuero interpretaba una canción de Christina Aguilera: Solamente tú…

IV

Mientras esperaba en el patio aprovechaba en leer novelas y textos de la universidad. Otras veces conversaba con el vigilante de turno que tenía un escritorio cerca de la entrada principal donde, si no estaba dando vueltas por el colegio, se sentaba a dormir inclinando la silla. Los lunes, miércoles y viernes estaba el señor Néstor, de buena conversa y muchas historias alteradas por una mitología personal. Creía en el recurso supremo de la fábula. Me hablaba de la amplia rotación de mi cargo. Nadie aguanta la rutina, decía, hasta los momentos eres uno de los que más tiempo ha durado.

Néstor cargaba un cuaderno que tenía en su portada un oso frontino durmiendo en un tronco. Durante su guardia nocturna se dedicaba a llenarlo.

—Hago cuentos para mi hija. Se los leo cuando la veo. Estoy divorciado. A veces no puedo verla tanto como quisiera. No me dejan. Uno es el malo. El trabajo quita tiempo para dedicarte a los tuyos. Escribir es una excusa para estar cerca de ella.

Le preguntaba sobre qué iban los cuentos y él me decía que había diversos temas, casi siempre de algo que veo camino al trabajo o de lo que escucho aquí de los profesores, lo que comentan las personas que vienen acá. Es un tema de tener oído. Hay que retener lo que dicen otros y luego anotarlo con rapidez porque después se olvida, decía Néstor, el oso.

—Una vez vi en el andén de la estación La Rinconada un rabipelado con suéter. Caminaba de un lado a otro. Estaba preocupado. Se me acercó a preguntarme la hora. Ya eran más de las tres y el bicho animal puso una expresión de horror. Me dijo que se le hacía tarde. Yo por respeto no quise meterme en sus asuntos, pero como se trataba de un rabipelado no pude evitar preguntarle el motivo de su angustia. Declaré mal unas facturas, me dijo. Yo me sentí mal porque no sabía nada de facturas ni declaraciones. Le respondí algo como: qué broma rabi te pelaste. La expresión en su rostro todavía no sé cómo describirla, era de horror, pero al mismo tiempo más allá del horror, algo que roza el espanto, pero muy en el fondo da risa porque la desgracia ajena es chistosa y uno quiere ocultar la carcajada. Algo así, no puedo ubicarlo. Tal vez sólo podía ser eso, un chiste cruel. Había gestos donde el animal me mostraba sus dientes chuecos y me provocaba risa, pero una risa buena, no burlona, de condescendencia, si así puedo llamar a una forma instantánea de gracia. No sé si lo que dije se lo tomó bien, porque justo llegando el tren el animal se lanzó a los rieles. El impacto sonó como cuando aplastas una bolsa llena de tomates, así lo puse en el cuento. La gente se asustó, pero como se trataba de un animal muy pequeño el tren siguió como si nada. Después la gente volvió a lo suyo.

» Entré al vagón tranquilo, sin tropiezo ni apuro. Me fui sentado. En el trayecto iba pensando en el aspecto aplastado del rabipelado dentro de la imagen fugaz de los tomates. También, por alguna razón, pensé en la Ignorancia, así, con la primera letra en mayúscula, no supe el motivo, o quise convencerme que no sabía, esa palabra en situaciones extrañas se afinca con fuerza en uno, sobre todo cuando sabes que no fuiste capaz de ayudar al otro. Un gesto es vital para tomar una decisión o insuficiente para evitar una tragedia. ¿Has leído a Esquilo? A veces es mejor quedarse callado. El control del silencio es un don. Quise escribir sobre eso, tratando de unir reflexión y vida, pero luego sentí que no había sitio para tratar el tema y me puse a pensar en otra cosa, en mi hija, en la impresión que puedo causar en ella con mis historias, en su rostro que cambia con violencia durante la ausencia, el paso de los años, en el pretexto fantástico que justifica el cuento, del tiempo que me queda y pierdo haciendo de vigilante… Lo más difícil es terminar algo sin desviarte de los motivos del principio. Disculpa…Así, más o menos, son los cuentos que pongo en este cuaderno.

Me dejaba pensando. Le pregunté cómo lo tomaba su hija y él me dijo que bien, de ese cuento me dijo que era una lástima que el rabipelado haya declarado mal, pero lo bueno es que su muerte no generó mayores retrasos. Es bueno que los personajes sean asertivos para la trama, el lector luego pensará lo que quiera. En este caso la ignorancia es una virtud inevitable, una condición natural para el avance de las cosas. Vea cómo es mi hija. Hay que contar historias honestas, decía Néstor, el oso.

—¿En un cuento son más importantes las acciones o las explicaciones?

—Depende ¿Dónde está la fuerza del giro?

—A veces en el gesto está la fuerza del giro ¿Usted qué piensa?

—No sé. Tal vez en el giro esté la expresión del gesto.

V

Después de la presentación el profesor animará a los participantes a compartir sus motivos y expectativas del curso/taller. (La coordinación tomará nota de las sugerencias y/o comentarios).

—Para escribir hay que tener valor. Pero se requiere de otra suerte de tripas para escribir sobre lo que en verdad nos interesa. Ahora, querer escribir y tener valor no garantiza que se escriba bien; tampoco garantiza que se logre escribir a cabalidad sobre lo que nos interesa. Y encima hacerlo bien. No es por desmotivar, pero eso es algo que deberían dejar claro en los talleres literarios. Muchas personas nos inscribimos sin tener idea de lo que podemos ser capaces o no de decir.

—Encuentro muchas semejanzas entre el proceso de escribir y cagar. Empezando porque ambos son medios de expresión y, a fin de cuentas, producciones humanas. Dependiendo de la gravedad de las oraciones, el estilo, las intenciones, la forma en que se presenta el texto, donde esté, sea dentro o afuera, tendrá un valor particular para quien interprete dichas expresiones.

—A mí me interesa en general todas las implicaciones que tiene la fragilidad de la vida en función de una cagada. Nada elaborado si nos quedamos en que aguantar las ganas de cagar es igual de contraproducente que aguantar la respiración. No sé si pasará lo mismo con el acto de escribir. Si aguantar las ganas de escribir son desesperantes como aguantar las ganas de cagar, entonces: ¿Tenemos las condiciones mínimas para volvernos, como quien dice, escritores?

—Un taller literario, básicamente, es un lugar donde el escritor aprovecha en robarse, si es que logró reunir al grupo adecuado (cosa que no puede determinar ni controlar pero que si lo consigue es una verdadera bendición de la providencia), las ideas de las personas que en principio pagan por escuchar de parte de ese escritor unos supuestos secretos del oficio.

—Hace años hice un taller de escritura donde sólo se enfocaban en técnicas narrativas. Un verdadero trauma. Sales con un saber que te ayuda capaz a leer mejor, pero no a escribir. Luego de culminar ese taller y haber presentado un cuento irrelevante en términos técnicos, como me dijeron aquella vez, decidí no escribir más. Un temor me invadía cuando sabía la gravedad de vida o muerte que implicada poner bien una coma. Es muy difícil. Un compañero que tuve en ese entonces decía que aprender a poner comas era lo más parecido al oficio del que aprende a desactivar bombas, o en tal caso, armarlas. Yo nunca entendí la analogía bélica, pensaba que un comista es aquel que tiene el ritmo interno de un baterista, alguien que domina las ciencias ocultas de la percusión, sus secretos los lleva dentro del cuerpo; no obstante, no todo percusionista es músico, así como no todo comista es un escritor de verdad, quiero decir, que lleve el ritmo a la letra. Ha pasado tanto desde ese taller, pero todavía me encuentro tratando de olvidar las técnicas. Rehaciéndome con todo tipo de materiales terminé trabajando en una ferretería. Irónico: terminé vendiendo herramientas. La soledad laboral es demasiado ruidosa. Me fascina la paleta de colores de la sección de pinturas. La mezcla de todo el espectro cromático suma la desidia de una jornada, esa repetición voluntaria donde mi fuerza de trabajo es procesada como sobrante de la industria cárnica. Pruebo las camas donde está prohibido dormir y soñar. Me repugnan los horribles diseños de productos que se ofrecen en liquidaciones a parejas jóvenes con pésimos gustos y cortas de dinero, cualidades de la humanidad sin alternativa, sin porvenir. Ignoro la indignación cuando veo a una madre que cachetea a su criatura en mitad del pasillo de las lámparas, mientras sacude la mano se reprocha el haber tenido hijos, y mientras maldice aprieta con furia la barra con que empuja su carrito luminoso hacía la esquina de los pesticidas. ¿Esa imagen, acaso, podría ser el presagio de nuestra extinción inminente? Ojalá. Estas escenas patéticas cotidianas son la fibra óptica de la escritura, ese tipo de cosas que, como digo, nada tienen que ver con técnicas narrativas, mucho menos con secretos, es simplemente mi vida: una que lamentablemente todavía soy incapaz de retratar.

—El escritor nunca admitirá ante su público que tales secretos del oficio no existen. No sirve comentarlo a otros porque sus métodos no pueden ser copiados ni asimilados por los demás. Se pueden plagiar las palabras, mas no la experiencia, ni el esfuerzo ni el dolor. Los escritores tienen que descubrir sus propios procesos de trabajo y por ende averiguar qué métodos van acorde a sus inquietudes espirituales.

—El moderador puede compartir sus experiencias con el grupo como parte de un acuerdo económico, dar testimonio residual de una experiencia que no puede replicarse bajo ninguna pedagogía (fuera de la existencia misma de exigirse, a punta de coñazos y frustraciones, escribir).

—Es evidente que un taller literario es un fenómeno del mercado. Se paga por la experiencia de poder escribir, aunque fuera de esa dinámica no lo hagas nunca.

—El escritor puede rentabilizar su farsa a partir de la expectativa de quien paga por él. Muchos creen que por pagar un curso y ganar un premio local se encaminan en la profesión de las letras. Esa es la ilusión de los mediocres, la base de una estafa: poseer mediante una transacción el bien de la palabra. Alguien diría que uno paga para que le enseñen, pero la escritura creativa no puede enseñarse. No es un saber, es un hacer.

—Es casi una cortesía invertir para que el artista hable de su hambre, de sus limitaciones, las bemoles y en parte los sufrimientos del arte, el fracaso, la insistencia que viene de la resaca diaria. Esa experiencia perdedora es para mí el contenido más gratificante de un taller al que yo estaría dispuesto a pagar. Un taller donde al terminar los participantes sean capaces de sincerarse con ellos mismos y aceptar si sirven (y están dispuestos) a tales entregas enfermizas de construcción. Mejor dedicarse a tareas menos infames, donde la palabra cueste menos, donde la imagen no refleje tanto nuestra debilidad. Aspiro un taller que revele lo que no somos, uno que nos dé como antesala, a modo de presupuesto, lo que tenemos que sacrificar.

VI

En el grupo de escritura creativa de los miércoles conocí a Graciela Drumont. Dentro de la planilla de inscripción, en la columna de profesión, se puso como trotamundos. Quería escribir porque consideraba que le habían pasado cosas muy locas en la vida. Tenía treinta y nueve años, piel blanca, tetas inmensas, espalda ancha y brazos bien tonificados. Me dijo que entre sus oficios practicaba el pole dance. Daba clases de zumba. Subía los fines de semana al Ávila. Fanática de la leche de almendras. Hacía yoga para mantener elástico su cuerpo. Me recomendó grupos apoyo en Caracas para dejar de comer carne, tema que no me interesaba.

Estaba también una pareja de contadores que profesaba el sexo tántrico; sostenían que dicha práctica salvaba relaciones podridas por la costumbre. Fueron ellos mismos los que, tras escuchar la experiencia de ayahuasca de Graciela la trotamundos, se pagaron un viaje alucinógeno en la clandestinidad de Galipán, experiencia que contaron con mucha alegría la siguiente clase.

Su viaje consistió en un recorrido extrasensorial a los rincones místicos del cerebro.

El contador estuvo atrapado en la jungla del inconsciente, vio a su Yo interior representado en la figura totémica de un gorila lomo plateado que se golpeaba el pecho y sonaba como los tambores de una orquesta.

La mujer tuvo un viaje más allá de las espirales del alma, viéndose en la casa de su infancia y caminando por un pasillo donde iba viendo escenas de toda su vida hasta llegar al final del rollo, la parte donde canta la gorda. Creo haber visto cómo voy a morir, dijo, pero en el viaje una voz me decía que debía conservar la escena como un secreto. Ella decía esto con una calidez incorrupta, casi orgásmica. Se puso a llorar. El esposo la miraba melancólico. Parecía entender, mientras su mujer compartía su delirio con el grupo que escuchaba con la boca abierta, que era mejor reservarse ciertos aprendizajes de un viaje, y más cuando se trata de uno realizado a las entrañas.

Anoté fascinado esas imágenes porque las consideraba más poéticas que etnográficas.

Un coaching ontológico, que tomó la decisión de ayudar al mundo luego de casi ser asesinado en un pub en la isla del Barbados, le contó al grupo cómo un destino errante lo había llevado allí, a esa isla extraña cuyo lenguaje no podía recordar porque la memoria es como una tiza. Él dijo aquellas palabras increíbles sin caer en cuenta que eran increíbles. Palabras que en su boca eran desperdiciadas por un afán de querer contar otra cosa. En su relato habló de la blancura de la playa y su reticencia a comer camarones con coco. Describió de manera confusa la semblanza de su asesino. El coaching ontológico habló con énfasis de una sombra. Cuando se está al borde de la muerte, decía, uno se prepara para encontrar la luz, ella se hace grande, te devora o te quema. Así debe sentirse la muerte. Pero sí no hay luz, decía, había que estar preparado para la oscuridad total, asumir el viaje al fin de la noche.

Maravilloso.

El profesor le decía que ahí estaba la base de un cuento, uno muy bueno. El resto del grupo secundaba la opinión. Ese es el cuento…Por ahí va la cosa…

Pero al coaching le daba igual. Insistía en un cuento de hombrecitos verdes mutantes invadiendo planetas desolados.

Leyó en voz alta después de una explicación innecesaria. El cuento: aburridísimo. Era de esos textos irrespetuosos que dejan la dura lección de que hay que evitar escribir así, como eso. El coaching abusó de anglicismos. Se jactó de mostrarnos un texto inédito en el género de la ciencia ficción. Alguien del grupo le preguntó si conocía a Robert Sheckley, este tomó la pregunta como una ofensa, a lo que respondió que no estaba interesado en hablar de nada que no tuviera que ver con su lectura. La ignorancia como es osada, recordando las reflexiones de Néstor, el oso, actúa sin vergüenza.

—Mis amigos —dijo el coaching interrumpiendo su lectura entre un párrafo y otro— han dicho que este texto es una monstruosidad. Estalactita literaria. No me quiero exceder. Modestia. Estoy aquí mostrándoselos, pero no debería, porque pienso publicarlo en una antología en el extranjero…pero voy a seguir…y las catapultas lunares de la estación Quaker-Kraft…

Ich kann es nicht verstehen.

¡No puedo comprenderlo!

Yo no entendía:

¿Por qué a ese hombre no lo mataron en Barbados?

¿¡Por qué!?

¿Qué hacía en la biblioteca, lastimándonos de esa manera?

Terminó de leer, pero siguió hablando de que su texto no era un cuento sino el primer capítulo de una novela, una trilogía, una saga, parecía no decidirse. Explicó los detalles del proyecto de una historia todavía no escrita, extasiado con el aire que entraba a sus pulmones, disfrutando su momento cumbre en la biblioteca, con todos allí escuchando y botando babas por la boca, volteando los ojos y teniendo erecciones, muriendo lenta y…

Afortunadamente hay formas de mandar a callar sin levantar la sospecha de que nadie está interesado en las cosas que andan diciendo.

Es un tema, dijo el profesor Suárez, incómodo y sin saber en qué palo ahorcarse. Una participante, bien astuta y que voy a recordar con alegría, dijo en relación al texto, entre dientes, pero bastante fuerte:

Dios le da barba a quien no tiene quijada.

Nos partimos de risa, a excepción del coaching ontológico. Después de esa sesión que nos leyó su dystopic teaser no regresó más al taller. Nadie lo extrañó. Algunos llegaron a decir que este había decidido volver a Barbados. Quise por un instante creer. Sin buscarlo aprendimos demasiadas cosas con aquel mentor de la vida.

VII

Regresaba con la trotamundos en el metro. Ella me hablaba de su experiencia en la Rue Crémieux de París. Trabajaba de mesonera en las mañanas y por las noches era bailarina de pole dance. No podía evitar mirarle las tetas. Qué fácil era decirle lo mucho que me gustaba a la trotamundos, pulsear en el trance de la parada de cada estación una invitación a su apartamento en Bellas Artes, tan fácil como ella diciéndome Aquí me bajo, si no se te hace tarde me puedes acompañar, te muestro dónde vivo y te doy un poco de café que traje de Estambul. Decido seguirla. Salimos al exterior. Atravesamos tomados de la mano las calles oscuras iluminadas por los puestos de perros. Me impregno del olor de margarina untada en las cachapas puestas en una plancha cerca de pilas de queso. El corazón se acelera. Casi todas las entradas de los edificios son sucias y tristes, pero esta vez son la antesala de una gloria, de un deseo que estalla en cada paso por aquel pasillo, en cada baldosa una escena erótica desfigurada. Sin mucho preámbulo hacemos el amor en el sofá. Uno. Dos. Tres. Cuatro veces. Como eremita descanso entre las tetas de la trotamundos. Desde una ventana enrejada con formas arabescas, como cosa rara en una ciudad tan contaminada, por primera vez puedo ver las estrellas desde un ángulo distinto. En mitad de semana, sin nada en los bolsillos, veía la realización de un sueño, los mundos posibles marcados en la punta de los pezones de Graciela la trotamundos, como la cúpula de esa mezquita que me describía, a la par de las puertas defectuosas del vagón por donde sale la gente sin esperanza, mientras yo en un par de implantes recuperaba las ganas de estar vivo. Bueno hasta aquí llego, decía, y salía de la estación mezclándose con la gente, desapareciendo como un destello por las escaleras. Preso de mis fantasías volvía al anexo solo, indispuesto a masturbarme con furia para después describir con precisión, una vez más, la ridiculez de mi existencia.

VIII

El señor Rafián me tomó desprevenido mientras pasaba la asistencia en la biblioteca. Me dijo que era escritor y sacó de su bolso con cierre mágico tres libros de su autoría. Me dijo que podía llevármelos para leerlos con calma y luego devolvérselos. Varios amigos me han dicho que dos títulos podían ser novelas totales, que podían ser difíciles de entender si no tenías el nivel necesario, pero no lo digo por ti, se ve que tú no tienes problema para leer, llévatelos. Y así seguía el señor Rafián.

No entendía la intención de la palabra problema en esa última oración. Era claro que el señor Rafián quería demostrar en términos materiales que era, en efecto, un escritor. Ese comportamiento narcistoide era un gaje del oficio. Algunos artistas no distinguen entre una persona y un mueble. Para el señor Rafián yo era una especie de perchero, una geisha complaciente a su servicio capaz de escucharlo, sonreír y ponerle en caso de ser necesario mi mano en su hombro, la señal sutil y consumada de aprobación a sus encantos. Debía estimarlo y tratarlo bajo los términos en que exigía ser tratado: como un artista.

Tres libros, muy amable que me quiera compartir sus libros. El compromiso es grande. Mi honestidad no fue suficiente para negarme a leer cosas que no me interesan. Bastó para no irritar la vanidad del señor Rafián. Le dije que me llevaría por cuestiones de tiempo el libro que yo escogiera. Al revisarlos vi que habían sido publicados y editados por él mismo durante los años noventa. Me decidí por un título sugestivo, pero lamentable: El sonido de la ausencia. Novela.

La parte inferior de la portada tenía una aclaratoria en una familia tipográfica distinta:

¿Quién coño pone esas cosas en un libro?

El señor Rafián me miró con ojos desorbitados esperando que dijera algo, una clase muy específica de comentario, un comentario al que tal vez en muchas ocasiones estaba, por culpa de relaciones poco sinceras, acostumbrado, su lenguaje corporal delataba a alguien demasiado seguro de sí mismo, alguien que busca recibir cumplidos para verse reflejado en el otro, incluso sin importar si ese otro se da cuenta, como era en este caso mi posición al estar sosteniendo de manera incómoda aquel libro entre mis manos, luego de cometer el error de leer en voz alta una aclaratoria, y estar tan cerca de aquel sujeto que por bastantes razones me daba asco, me vi en la obligación, en la terrible necesidad, de decirle algo.

—Mil novecientos noventa y nueve, qué buen año para las letras. Venezuela le dio un premio bien merecido a un grande.

—¿Sí? No me acuerdo quién ganó ese año. Son tantos que se pierden—dijo el Rufián.

—¿Cómo no se acuerda? Ese año premiaron a una de las mejores novelas escritas en estos últimos años… bueno, esa es mi opinión.

—A ver, recuérdame cuál novela es esa…

—El premio se lo dieron a Los Detectives Salvajes, de Roberto Bolaño ¿Ya se acuerda?

—Sí…claro, ya sé cuál es esa novela. No es tan buena.

—¿¡No es tan buena!? Depende. El tiempo ha dicho lo contrario. Pero entiendo que es cuestión de gustos. —Y quise enterrar el dedo en la llaga de Cristo, rasgarle las vestiduras a Caifás—. Fíjese también en los finalistas de ese año… una barbaridad: Las nubes de Juan José Saer, La tierra del fuego de Sylvia Iparraguirre, dos piezas argentinas; Caracol Beach de Eliseo Alberto, Dime algo sobre Cuba de Jesús Díaz, Mariel de José Prats Sariol, trípode cubano; Plenilunio de Antonio Muñoz Molina, español; Inventar Ciudades de María Luisa Puga, México; Margarita está linda la mar de Sergio Ramírez, Nicaragua; y una finalista venezolana: Victoria de Stefano con Historias de la marcha a pie…Pura mermelada, si me permite la opinión gastronómica, en cada novela se puede ver el queso fundido a la tostada, eso no hay que negarlo, menos dudarlo…Usted me entiende señor Rafián…Para escribir bien hay que leer a los hombres y mujeres que escriben de una sola manera: vitalmente, muy distinto a escribir correcto, porque hay gente que se expresa correctamente y no dice absolutamente nada, hacen textos mojigatos, sin alma, complacientes y prescindibles, yo le hablo de esos maestros que escriben de una manera maldita rigurosa y envidiable, y al mismo tiempo enseñan desde una desesperanza tácita que las palabras son estériles pero juntas siempre deben generar un efecto en nosotros, es una forma de aprender a leer, que en sí es muy difícil para luego ponerse a escribir, que eso tampoco es sencillo, luego en el proceder dejar algo que, no sé, provoque leerse, que sea vistoso, que las oraciones tengas pellejo, carne y sangre, que el lector necesite regresar, rayar las hojas, marcar frases que luego se puedan plagiar sin agradecer ni rendirle cuentas a nadie, es el masoquismo de la dificultad, una gimnasia de la crueldad…Todo desaparece….Pero no comento más, capaz estoy equivocado…

La semblanza del señor Rafián cambió por completo. Se puso a la par de una realidad insignificante hablando conmigo sobre su novela total. Me dio muchísima pena, pero la literatura es cruel por naturaleza, permite que toda situación pueda verse como un chiste, un recurso de la memoria donde nadie resulta en el fondo herido. Total, nadie va a leer esto que escribo. Marqué con una equis su nombre en el recuadro correspondiente al día. Di las gracias por el préstamo y seguí pasando la asistencia. La siguiente clase regresé la novela. No pasé de las diez páginas.

IX

Zurama vivía en un pent-house de las Residencias Rosal Plaza, en la Avenida Pichincha. Había quedado con ella en visitarla a su casa para discutir temas relacionados a las cosas que había dado el profesor en el taller.

Quería discutir a fondo el decálogo del cuento de Horacio Quiroga.

Ella llevaba una falda azul. Tenía un llavero de bola peluda rosada del tamaño de una pelota de tenis. Me dio un beso de media luna y me miró de abajo hacia arriba.

—Disculpa la tardanza, el ascensor no llegaba.

En el apartamento se me impregnó un olor a mueble nuevo, palosanto y sándalo. Había una pared con relieves lunares rosados que me recordaron cuando tuve lechina. Me asomé en la ventana de la sala para ver la ciudad. De un pasillo oscuro apareció una señora. Me la presentó como su mamá. No se parecían en nada. Era silenciosa y se movía despacio por la cocina.

Zurama me invitó a que nos acostáramos en una alfombra, también peluda y rosada. Saqué mi cuaderno y la copia del decálogo. Ella se sentía frustrada porque no sabía sobre qué escribir, no entendía lo que el profesor decía en clase. Yo tampoco tenía idea de cómo escribir un cuento. Hablamos sobre autores, citas y escenas inolvidables…Sus piernas rozaban las mías…La señora nos llamó para comer. Nos sirvieron pasta y jugo de guayaba y yo bien si-señora-gracias porque estaba tan ansioso por ver a Zurama desnuda que olvidé desayunar.

—¿Por qué tu mamá no se sienta con nosotras?

—Ella no es mi mamá, es como una…Historia complicada. Ella me ayuda, me cuida.

Terminamos de comer y volvimos a la alfombra peluda. Seguimos con algunos comentarios sobre cómo hacer un cuento. Ella decía que nunca terminaría uno. Yo tampoco había escrito ninguno. Entonces pensé que nunca sería escritor ni tampoco me cogería a Zurama. Cuando nos gusta alguien somos condescendientes por temor a estropear el momento que tenemos a la espera de que suceda eso que deseamos con intensidad. Tenía que actuar, hacer algo. Quiroga tenía la pauta para el giro de la historia. La clave estaba en los labios de Zurama. Me acerqué para besarla. Ella se hizo a un lado, pero seguía suspendida. Podía sentir su aliento a salsa de tomate y guayaba. Detallé las grietas de su rostro, de su cansancio tras haber intentado algo demasiadas veces y no haber logrado nada.

Me preguntó si yo era casado. Inesperado. Le dije que no. Volvió a preguntar. No salía de su asombro y ante mi segunda respuesta negativa hizo un gesto de decepción. Me preguntó cuántos años tenía, le dije que tenía veintiuno y ella se tapó la boca, ahora como apenada…qué carajos…qué hice mal…

—Pensé que serías alguien mucho mayor. Aparte no estás casado. Lo siento, no estoy como acostumbrada a esto…Jijijijiji…

Y así estaba, riéndose como la propia estúpida.

En realidad, en el fondo, el estúpido de esta historia, claramente era yo.

—Estoy haciendo los arreglos para irme. En este país no puedo ser cantante ni escritora. Afuera quizá pueda ser una de las dos cosas, pero aquí no ¿Tú tienes pensado irte?

—Creo todos nos tendremos que ir eventualmente. Te dejo la copia del decálogo. No dejes para última hora la entrega, trata de hacer por lo menos el cuento para la clase final.

—Tranquilo. Tengo casi completo el cuento en mi cabeza. Lo haré, pero debo descansar primero. Irse a cualquier sitio es muy complicado. Me siento estancada. Te abro, en un rato también me tengo que ir.

—Para despedirme de tu mamá…

—Olvídala se fue hace rato. Sabe que libra mañana. Desgraciada. Al menos dejó limpia la cocina. Te digo algo, creo que ella cuando puede, me roba. Yo me hago la que no sabe.

Nos despedimos. Me besó en la boca, con la promesa de un próximo encuentro.

Cuando llegó el día Zurama no se presentó a la clase final, tampoco presentó su cuento. Sin ninguna explicación desapareció. Nunca más la volví a ver.

***

Iba por la avenida Casanova, pendiente de los huecos y el paso desquiciado de los carros, fumando un cigarro y arrastrando las piernas. Fue entre el rayado y el cambio de luz del semáforo que nació la idea de renunciar a la coordinación. Escapar. Concluí en medio de aquel desplazamiento decepcionante, por mi modo de andar hacia ninguna parte, regresando de nuevo al principio, que podía hacer de mi cuerpo un testimonio del rechazo.

De regreso al anexo me tiré en la cama a mirar las filtraciones del techo.

Un conjunto de puntos formaba una constelación de estrellas negras.

Quise defenderme de ellas mirando a otro sitio.

Quise irme bien lejos sin dejar de estar allí,

pero el terror del espacio estaba en todas partes.

En lo que escribimos, independiente de los fines y mecanismos internos, prevalece una función terapéutica. Escribo para olvidarme. Quiero contar algo, el enigma está en el cómo… (Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia). Como parte de un rito iniciático encontré una noción, casi auténtica y eficaz, de fracasar con estilo.

X

No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida en el cuento.

Alexander JM Urrieta Solano

Caracas – Puerto Ordaz (2022-2023)


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Apuntes para Abraxas

21 de enero

Hace un par de días me escribió desde un número desconocido. «Ya estoy aquí», dijo. Había olvidado las direcciones. Solo se acordaba del número fijo de una casa donde ya no vivía nadie. «He regresado a una ciudad extraña, una que ya no se acuerda de mí», me dice. Los lugares eran los mismos, pero lo que él había dejado ya no existía. Eso le molestó mucho. En una esquina había un café donde solíamos conversar después de bajar el Ávila; hoy es una tienda de zapatos que tiene en la entrada unos parlantes con la música de moda muy alta, siempre mala, porque para colmo en sus letras asquerosas dicen la verdad, una música que imagino la ponen con la intención de espantar a los clientes, o todo lo contrario, cosa que es peor. Él, como es típico, no entiende nada. A estas alturas ya no le interesa otra versión de los hechos que no sea la suya. Yo no estoy de acuerdo, pero le entiendo. ¿Quién quiere saber algo más? La ciudad es un cúmulo de recuerdos y ruidos blancos. La vieja librería a la que solíamos ir ahora es un depósito de detergentes. El olor a libro viejo que queda tiene un sutil aroma de lavaplatos y archivos. En las tablas nutricionales de los chocolates que ofrecen los ambulantes en la camioneta todo está en turco. «Caracas es la suma de sus contrabandos», me dice. Solo pudo recordar entre esos ingredientes incomprensibles una frase de Ahmet Rasim: «La belleza del paisaje está en su amargura». Tragando un caramelo, mientras esperaba en el andén del metro, se ha puesto a llorar. ¿Para qué volví?, me repetía varias veces al teléfono. Yo solo escucho, y parece que en mi silencio encontraba las respuestas que buscaba, algo que también lo mortificaba. Caracas solo podía ser un rastro de lo que dejó. No hay amigos, pareja ni librerías. Solo queda el apartamento de su tía ciega. Los adornos y recuerdos de una primaria confusa. «Hace tanto tiempo que me fui que ya no recuerdo el nombre de las vecinas. El que me recuerda es el gato tuerto de la conserje, el único ser con memoria». Caracas ahora parece prometer otras cosas. No le interesa. Mañana me dice que va renovar el pasaporte. Quiere agilizar todo muy rápido. Yo me imagino que se le hace insoportable el regreso.

20 de febrero

Han pasado 4 años del hurto de la estatua de Armando Reverón en el boulevard de Sabana Grande. Según información dada por los «aparatos culturales del chavismo» se trató de un acto «vandálico de la derecha». El ministro de cultura, que tristemente sigue de turno, en su momento hizo el tradicional vídeo demagogo acerca del atentado que tildó de fascista; luego anunció de manera oportuna que el siguiente fin de semana se organizaría una fiesta para conmemorar al artista (alguna actividad ridícula de masas para desviar las opiniones, de mantener el status quo: esa banalidad común que asfixia cualquier iniciativa crítica); luego, para variar, en su último comentario, dentro de aquel extenso e innecesario comunicado, la promesa burocrática del ministro: la pronta restitución de la pieza. Cosa que nunca ocurrió ni ocurrirá. La ciudad olvida por desinterés, por consensos deliberados de ingratitud. Sus habitantes tienen derecho a olvidar detalles. No podemos tener tan presente lo que nos han quitado, nuestras referencias, nuestra capacidad de asociar valores. Sin memoria no se puede construir resistencias. Y sin embargo podemos vivir sin recordar. Llevar una vida estúpida pero, en cierta medida, feliz. El olvido aquí no es terapéutico, es una política de Estado. A nadie le interesa el arte ni los artistas, menos la memoria de ellos. Han colocado una farmacia ambulante cerca de la ruina. Los que hacen la cola pueden pisar con normalidad la placa en la que todavía puede leerse: «Maestro de la luz, muñequero, arquitecto popular, titiritero, alquimista de lo cotidiano, de coletos y trapos hiciste lienzos inmortales. El fuego de tu visión aun nos conmueve e ilumina». Irónico. Cruel. Queda la negligencia hecha costumbre y ley de un estado que usó al artista como valla publicitaria, lo convirtió en una caricatura de sus políticas narcisistas; y por el otro lado, y no menos importante, claro, también nos quedan las infinitas huellas de los viandantes que no suelen mirar por dónde caminan ni qué pisan. No pasa nada. No puede existir la culpa cuando nadie sabe hacia dónde vamos. «Yo pinto con amarillo y mierda…» Más vigente que nunca está la tristeza del Castillete de Macuto.

17 de marzo

Nutriendo conciencias ¿Cómo una imagen puede concentrar tantos recuerdos? Quima y Lulú me invitaron a tomar birras en unos chinos por la esquina Bucare. Ellos estaban con una pareja de alemanes que habían venido por unos días a conocer la capital, penúltima escala de un tour por la insólita Ñamérica. Nos presentamos y entre ronda y ronda los temas de conversación variaban, limitados al precario dominio de los idiomas y al acuerdo tácito de un juego de preguntas simples. Ya después de siete tobos las personas, así como los poseídos de los evangelios, empiezan a hablar en lenguas. Los alemanes le pidieron a Lulú que describiera los sentimientos que le producían vivir en Venezuela. Ella se empezó a reír. Luego de un sorbo muy largo de birra, recuerdo, contestó: «Hay algo muy específico y particularmente triste en esa vivencia. No sé. No tiene nada que ver con la ubicación del mapa, ni la escasez, ni el clima, ni la política, ni la crisis que nos reprochan todos los días, se trata de una tristeza pegada en las paredes del estómago. A veces está en los ovarios, en la rodilla, en la garganta, en la pelvis o en la lengua, se parece a un quiste, digo, la tristeza. A veces esa tristeza duele, es incómoda y no te puedes concentrar. Depende. Es algo que percibo en mis amigos, en los vecinos, en los extraños del metro cuyas caras me veo en la necesidad de olvidar, y también en mí, pero de otra manera. Es como la sensación de estar quemada. Sentir que me asfixio a la orilla de un río. Tengo 25 años y no conozco otra cosa que no sea esto. Supongo que es suficiente para que la gente se vaya o se mate. Es igual. Lo demás es aburrimiento. Unas ganas decisivas de no tener hijos». Se rió y volvió a tomar. Los alemanes hicieron muecas. No quisieron entender. Lo había dicho todo. Lulú no exageraba. Tampoco supe que esa sería la última vez que la vería. Al despedirnos me dió un beso de media luna. Lulú al año siguiente se quitará la vida. Quima se irá a Lima. Yo me quedaré solo, asimilando cómo termino la carrera de sociología, viendo desde la ausencia de una pantalla a nuestros queridos alemanes presentando al mundo feliz a su primer hijo: Joseph.

Alexander JM Urrieta Solano

La esquina de barro

Y otra Escritura dice también: Mirarán al que traspasaron

Juan 19:37

Me llamó un número desconocido. Era Cipriano Fuentes, un señor que vendía libros cerca de El Pinar, por una esquina que pasando la calle lleva al zoológico.

La primera vez que lo vi le compré una antología: La mano junto al muro: veinte cuentos latinoamericanos, al precio accesible de un dólar al cambio. Le dejé mis datos para que me avisara sobre nuevos libros, ya que estaba interesado en hacer algunas compras (innecesarias) para la librería.

Como sucede casi siempre con los libreros ambulantes la primera impresión suele ser bastante patética. El señor Cipriano había improvisado su puesto en una mesa de plástico curtida por el sol y cubierta por un mantel con estampados de osos panda y figuras espirales; encima tenía una serie de libros de la Segunda Guerra Mundial, kinestesia y superación personal (como el poder de la mente y el tratado de las ciencias ocultas), también varios productos enlatados de pepinillos y alcaparras, dos caballos de yeso que daban la impresión de una actitud no perecedera ante la vida: parecía que el señor tenía guardados desde quién sabe qué época de recesión y escasez esos productos para nada atractivos, incluyendo los libros. En suma era, a primera vista, una exhibición desesperada.

Le di mi número asumiendo que aquel sujeto que anotaba el contacto en un papel rayado con garabatos indescifrables (marcando el código celular entre las palabras Giralda y Maisanta), no me iba a llamar después. Para mi asombro lo hizo dos veces. En la segunda ocasión atendí y le dije que volvería.

Con la expectativa a medio tanque me fui caminando por la Avenida Páez. Un trayecto que, aunque nada tiene que ver con la anécdota, era en exceso melancólico, particularmente triste por el estado de abandono de las calles. ¿Será porque la costumbre de caminar anima a que nos pongamos a pensar en esas cosas que a fin de cuentas, y para nuestro bien, son irrecuperables? ¿Será porque ese trayecto específico por El Paraíso se enfrasca con facilidad al pasado, a una ruta acostumbrada de infancia querubina, de pesares asociados a uniformes, malas notas y confusiones pubertas? ¿Será porque se trataba de los últimos días del año, y no tenía otra cosa que hacer salvo trabajar y buscar algún pretexto para salir a estirar las piernas, dando un paseo en busca de algo que aplacara mi estado de sitio depresivo? ¿Será porque sólo haciendo este tipo de recorridos hacia la nada, efectivamente, se me hace más sencillo escribir?

Al llegar el señor Cipriano me saludó. Me hizo revisar los libros ordenados en fila sobre la acera mostrando los lomos y tapando las manchas de hongos de los bordes. Hablaba con insistencia y fastidio sobre cada libro. Le tuve que decir que le bajara dos porque había venido a ver. Los títulos eran tiras incompletas de enciclopedias de terciopelo, biografías de Grandes celebridades políticas occidentales, lecciones magistrales de macroeconomía, hagiografías, recetarios de comida española, almanaques mundiales de 1999, los clásicos aburridos y obligatorios de la literatura venezolana, cuentos morales para niños, y los viejos best-sellers de Círculo de Lectores. Al costado de un árbol había una caja llena de libros, me insistió que la revisara al final porque tenía una sorpresa especial para mí. Ya estaba algo decepcionado. Casi todos los libros estaban mojados, como sacados de balde, las páginas estaban infladas por descuidos y accidentes. El colmo era que Cipriano quería minimizar lo caótico diciendo que los libros, a pesar de que estuvieran un «poquito» mojados, todavía se podían leer, pues un verdadero lector no se detiene por el mal estado de las cosas.

Cipriano empezó a hablarme de su vida sin respetar los silencios ni las pausas. Su voz rezumbaba en mi búsqueda de títulos junto al ruido de los carros, el aire mezclado con dióxido de carbono que enloquece a los perros, el tedio ajeno de una funeraria de poco aforo, los olores de friolenta descomposición de la carnicería en la otra esquina. Datos irrelevantes, hiperbolizados por la misma necesidad de tener que contar algo gastado y demasiado elaborado. Para el primer encuentro Cipriano me dijo que era escritor, pero hizo énfasis de que era uno de poco alcance, su momento para ser leído y rescatado había pasado; se justificaba, más que en su falta de talento, en la insensatez de la época, en la ineptitud de las generaciones que no supieron leerlo. El fracaso tenía siempre una explicación. Fue castigado por el olvido de su medio. Incomprendido envejecía en su único sustento: en el recuerdo de lo que fue.

Imagine usted la cantidad de información que me dio para dejarme tan saturado, sin el menor espacio para conocerlo realmente. Ciertos personajes imponen sus propios perfiles, sus propios términos de presentación, no necesitan contar salvo lo que les conviene decir o hacer, para que luego nosotros hagamos lo que medianamente captamos de ellos. A veces resulta inevitable el escurrir de la tristeza en las tramas. Por motivos prácticos hay que limitarse a describir ciertas exageraciones y gestos de las personas, ya que no pueden ser más deprimentes de lo que ya son. No tenía forma de corroborar sus aseveraciones, dichas en un plan de yo solo soy una víctima de este sistema, en este país que no lee, que no piensa, and so on…

Había colaborado en ediciones de los primeros títulos de la Biblioteca Ayacucho, allá por los años setenta.

Me habló de Salarrué.

Cayó en un monólogo sobre El Ángel del Espejo, el Cristo Negro y la leyenda de San Uraco, hay que sacrificarse por el otro, salvarse por el arte, como está establecido en nuestra moribunda constitución. Luego destacó su asombro por los Cuentos de Barro, los Hombres de Barro, América Central y la narrativa salvadoreña, los hemisferios opuestos del universo del escritor, la fuerza de las imágenes inéditas, lo crucial de la brevedad, la totalización de los temas, el rescate de las profundas raíces populares, el uso de la metáfora, el diálogo incesante del bien y el mal…la locura, la sublime locura, esta última, una inmensidad inabordable para el señor Cipriano, su verdadera patria. Hablaba con tal grado de desorden que no era solo difícil llevar el hilo de esas reflexiones, sino que cada invención del Yo hice o Yo era o el Yo tengo, no podían quedarse tranquilas en un postulado coherente.

Cuando se escucha a una persona que ha perdido desde hace tiempo la noción de sí misma es inevitable pensar que está enferma y por eso suele mentir acerca de lo que cree que es, o es que simplemente es mentirosa y por eso mismo se le siente irremediable(mente) enferma. Yo escuchaba al señor con atención, lamentando que me hablara desde un estado senil, como si en verdad no tuviese con quien más hacerlo, porque a raíz de sus propias invenciones se fue quedando solo, como le suele pasar a tanta gente en un mundo que exige, para sobrevivir, sostenerse a partir de diversas proporciones de falsedad: engaños ajustados a equis circunstancia, normalizando la cotidianidad detrás de un juego de máscaras, amputaciones, estrategias comediográficas para evitar acumular más sufrimientos, incluso llevando hasta la cotidianidad, si el drama diario lo amerita, la caricatura que ofrecemos al vacío como mercancía, a modo de cruz a cuestas (sin el apoyo de muletillas ni cirineos), llevamos el agotador ejercicio de fingir ser siempre otro. Insatisfacción enfermiza, provocada por la incapacidad de ser uno mismo sin que nos duela. Al menos la atrofia del señor Cipriano, aunque terminal, era honesta, servía para sostener la mentira total en la que se había convertido, al exponerme graciosa e inconscientemente, de una manera tan detallada, su experiencia con el fracaso.

Trabajaba, supuestamente a distancia, para el periódico británico Daily Mail, en la sección mortuoria. La editorial le pagaba en libras esterlinas. Un sueldo imperial que planteado desde la inmutación de esa esquina en El Paraíso era inverosímil. Él vivía su novela, y el mundo real parecía no ser necesario.

–Escribí un obituario sobre la Reina de Inglaterra.

–¿Cómo es eso señor? Si la Reina todavía sigue viva.

–Ah, pero ese es el detalle, algún día se va a morir. Lo que importa es que yo pueda cobrar mi anticipo. Ya tengo dos colaboraciones con el periódico. Y tengo otras cincuenta en una columna de un periódico subterráneo de San Felipe, donde publiqué gran parte de mis microficciones.

–¿Y en dónde puedo leer esas microficciones?

–Ese periódico solo se puede conseguir en San Felipe, déjame ver si tengo alguno dentro de mis manuscritos que llevo conmigo, digo, de los que me quedan, porque después del incendio de mi vida, quiero decir, luego que se quemó una parte de la casa donde tantos años dormí, perdí otra, pero no tan considerable, gran parte de mi vida, de mi obra. El desgraciado de mi editor me robó la otra parte, la publicada en la columna subterránea.

Se metía las manos en los bolsillos buscando algo que jamás iba a encontrar. Aquí lo que tengo en una libreta con escritos inéditos, decía, y me la mostró a medias. La abrió por encima pero sólo podían verse números telefónicos y cuentas bancarias. Mira, dijo, y en una página estaban las oraciones.

–Son puros principios que algún día espero terminar–dijo. –Son mis recuerdos. Estoy buscando un editor para que me ayude a montar mi libro de memorias. Pero primero debo reunir dinero para comprar un celular con la venta de libros. Por favor, revisa lo que hay en la caja sorpresa, tengo guardadas algunas cosas para lectores especiales. Ahí luego podemos cuadrar un precio.

Fui hacia la caja. En ella no había tantos libros, unos contados ejemplares. Estaba la biografía de Hitler y Eisenhower, de la misma colección de celebridades occidentales. Un diccionario trilingüe de inglés-español-griego en un formato de consulta muy incómodo. Un manual de dudas internas de la RAE. Nada relevante, salvo un ejemplar tapa dura de David Friedrich Strauss: Das Leben Jesu, kritisch bearbeitet, traducida como La nueva vida de Jesús. A pesar de que tenía un alto interés por los libros, y en especial por la vida de Cristo, algo me detuvo mientras hojeaba ese ejemplar.

Un intenso y creciente olor a orine me nubló la vista.

–De noche unos niños se acomodan cerca de la santamaría. Por las mañanas encuentro esta esquina vuelta un desastre. Pero uno se acostumbra a todo porque no le queda otra que adaptarse a lo que da la ciudad.

Las páginas húmedas de estos ejemplares especiales me hicieron caer en cuenta de lo que estaba pasando. Me hice la imagen de una banda de monstruos olvidados que durante la noche se meaban sobre los libros de los hombres más destacados de la historia universal. A pesar de esta conclusión repulsiva, algo me hacía quedarme y seguir revisando con mayor atención el Das Leben Jesu, como hipnotizado por sus páginas, sintiendo que aquel olor de azufre confundía mis aseveraciones, y la normalidad se había quedado retenida en los huecos de la nariz. Me empecé a sentir mal, y las invenciones cobraron por un instante sentido, y como los poseídos de los evangelios empecé a hablar en lenguas con Cipriano el Mago.

–La obra de Strauss le sirvió a Nietzsche para tomar postura ante el cristianismo y el mismo Dios. Es claro que los evangelios, como testamento literario, intervino de una manera decisiva con aportes sobrenaturales al gran relato que llamamos historia, una que concibe el pequeño paréntesis de lo que llamamos la humanidad, usando siempre los términos más adecuados, los minúsculos.

–Strauss afirma que el problema de los evangelios no radica en su valor histórico, sino en la idea que quieren expre­sar. Y luego como otros, los lectores del porvenir, quisieron interpretar esa idea. Strauss concluye que los evangelios son de carácter mítico, puesto que no hay forma racional de explicar las hazañas realizadas por Jesús. Deben leerse entonces como relatos teológicos basados en una prefiguración del antiguo de testamento, no como un hecho histórico que «en realidad» sucedió.

–El viejo Testamento es una serie de incidentes que anticipan o «prefiguraron» la vida de Jesús en el nuevo Testamento. Hay ejemplos memorables: el intento de Abraham de sacrificar a su hijo Isaac prefigura la voluntad de Dios al dejar que su hijo muera en la cruz.

–Aunque no hay una relación causal los hechos de la vida de Jesús fueron dispuestos de tal manera que justifican las predicciones del viejo testamento. Hay incontables pasajes del nuevo testamento donde tanto Jesús como el resto de los personajes actuaron para que pudieran cumplirse las profecías antiguas: porque esto sucedió para que se cumpliesen las escrituras.

–Esa prefiguración o «pensamiento figural» nació en los primeros tiempos cristianos como justificación a un contexto, a una situación que acarreaba necesidades históricas específicas. El milenio, sabes, su inminencia a la destrucción de los tiempos se hizo sentir en la angustia de los primeros creyentes; tampoco hubo necesidad de buscar una autoridad fuera de las enseñanzas de Jesús, pues él mismo era verbo, (ver)dad y ley. Al ver que la segunda venida no se concretaba, se postergaba inclemente y apocalíptica, la nueva religión tenía que competir durante siglos con todos los cultos paganos ya bien extendidos y populares en el mundo, por lo que los cristianos se vieron en la urgencia de legitimar las nuevas enseñanzas asentándolas a una genealogía. El pasado hebreo de Jesús hizo asequible (y rentable) el redescubrimiento del viejo Testamento.

–Esa vinculación narrativa para el movimiento cristiano creó dos efectos inmediatos. Dos fundamentalmente: el primero fue que le dio al nuevo culto una historia venerable, de proporciones míticas, convirtiendo el viejo Testamento en una obra importante para comunidades no judías, lo hizo un libro de leyes y acontecimientos para pueblos específicos que anticipaba la llegada de Jesús; el segundo efecto, claro, fue cómo se legitimó la figura de Jesús al relacionarse con las profecías del viejo testamento.

–No es ambiguo ante esta situación formularnos algunas preguntas esenciales acerca de nuestra civilización: ¿Qué Dios es este que primero fue hebraico y después cristiano, un Dios que exige la sangre a través de la muerte, para que sea reestablecido el equilibrio de un mundo que solo de sus leyes se nutre? Al construir una figura histórica del hijo también se reformula la divinidad del padre.

–¿Es acaso una ironía que El Paraíso en el que vivimos sea lo más parecido al Infierno y después de que esto se acabe no sucederá más nada? No quiero dar tampoco una respuesta a esa pregunta, ni quiero que tú tampoco me la des, es algo para pensarlo, a fin de cuentas, es parte de una disertación literaria. Nada de esto es real. Fuera de esta fantasía podemos coincidir que cada generación produce diversas vidas de Jesús adaptadas a las circunstancias de un tiempo.

–El Jesús histórico es igual de desolador que el Jesús religioso. Al final estamos solos y el calvario personal lo tiene que llevar cada uno en su pecho, como una colmena de avispas negras. Tú me entiendes, es una forma muy cristiana de verlo, es decir, no tiene ninguna importancia…

–Gracias a los primeros sabios cristianos como San Agustín y Tertuliano las interpretaciones figurales fueron llevadas hasta la justificación histórica. Se establecieron así los pilares de la cultura occidental. Cada pasaje del viejo Testamento se interpretó de tal forma que prefiguraba los acontecimientos del viejo testamento, interpretaciones que influenciaron de una manera profunda en la literatura de la Edad Media y el pensamiento escolástico en general. Un caso evidente es la Divina Comedia de Dante, la estructura y los incidentes de la obra están determinados por formas figurales.

–Dante nos legó una arquitectura del cielo y el infierno, condensando en una obra las interpretaciones de una época. Más que presentar personajes sobrenaturales quiso, en mayor medida, representar a los hombres del teatro del mundo, y su participación dentro de la gran comedia humana…

En la mesa estampada, entre los libros mojados estaba un ejemplar intacto de Pabellón de Cáncer de Aleksandr Solzhenitsyn, junto a unas cajitas apiladas de láminas para pasticho. Fue lo único que terminé comprando.

–¿Quieres el libro? Llévatelo. Te lo puedo dejar a un buen precio. Sabía que era algo que podía ser de tu interés, por eso todos estos libros los aparté en esta caja especial.

–Yo pensé que los tenía apartados porque estaban meados…

–¿Cómo así?

–Olvídelo, estoy un poco mareado. Voy a se seguir viendo mejor qué hay en la mesa. Creo que solo me llevaré el Pabellón de Cáncer.

–Vea lo que quiera. Mira esta rareza que tengo –me pasó un libro que tenía desde que había llegado bajo la custodia de su axila izquierda. Una Biblia Reina Valera editada en 1949, estaba comida por las termitas y el lomo se desprendía como las hojas de plátano cuando están muy quemadas.

Está en la mismísima piedra, pensaba.

–Conseguí un comprador potencial para este libro. El día de mañana voy a llevar esta biblia a casa de un pastor de una iglesia ortodoxa. Se lo voy a ofrecer y no voy a aceptar menos de veinte mil dólares.

–¿Veinte mil dólares? Señor Cipriano, ese libro no cuesta eso…

–Exacto. Eso lo sabemos tú y yo, ¿no entiendes que el precio que le damos a las cosas es subjetivo? El valor lo otorga la necesidad. Luego uno lo que tiene que hacer es negociar.

Aunque el punto del señor Cipriano era válido, este no dejaba de ser un loco. Su convicción era crónica. Me dije que no volvería más nunca a la esquina de barro. Me fui en dirección opuesta, sintiendo como el olor a azufre se iba disipando en la distancia.

Strauss contribuyó a una nueva forma de conciencia del pensamiento figural en la vida mítica de Jesús. En los pasajes donde este, en efecto, cumple con las profecías del viejo Testamento se establecen los paralelismos figurales. Strauss intentó despojar de los textos toda adición irracional, suponiendo que estas fueron producto de la imaginación literaria de los evangelistas, para llegar a la versión de un Jesús histórico verificable, sometido al cálculo de las interpretaciones exhaustivas de los lectores del siglo XIX, y que buscaban a través de la razón adaptar la vida de Jesús a la ficción literaria de cada escritor.

Ahora que lo recuerdo y escribo esto, deberíamos hablar de una interpretación posfigurativa y no prefigurativa en el Das Leben Jesu de Strauss.

La prefiguración consiste en sostener la creencia que el relato del viejo Testamento anticipa los acontecimientos que van a suceder años después; por otro lado, la posfiguración consistiría en sostener la consciente construcción de crear una ficción para conformarse con las predicciones ya establecidas en los relatos que anteceden al nuevo Testamento. Strauss terminó haciendo una transfiguración ficcional del Jesús histórico. En las construcciones literarias la transfiguración ficcional es una rama específica que ubica novelas que por sus cualidades pueden ser vistas como posfigurativas. El siglo veinte abunda en grandes novelas posfigurativas. Tenemos el fenómeno del Ulises de James Joyce, obra total que nos habla de un Odiseo moderno que transita por las calles de Dublín de 1904 por un día. La obra reactualiza la epopeya homérica. Esta misma relación puede dar una explicación literaria al vínculo de ambos testamentos bíblicos, tomando como eje la vida de Jesús, que como esquema de acción puede divorciarse del significado que haya tenido inicialmente para ubicarlo en la trama ficcional que mejor convenga. Y las nuevas formas de Jesús se pueden presentar en las parodias más inflamarias. El héroe (pos)moderno, quizá en parte prefigurado por la vida de Jesús, puede ser un hombre bueno, un canalla con TDAH, profesor de la narrativa guatemalteca, un farsante, un niño con uraco atrofiado, un pabellón criollo, una nación entera imaginada, un pabellón de cáncer.

La figura de Jesús no refleja el absoluto de Éste, apenas un contraste. Sin embargo, el escritor es libre de hacer lo que le plazca con la figura de Jesús, pero las creencias del escritor determinarán el significado dentro de la lógica de la trama, así como en el simbolismo de los resultados planteados, como si se trataran de acontecimientos deformados de los Evangelios, de la vida misma, intentando expresar más que diagnósticos de una misma enfermedad, una visión íntima de lo que por medio de un ejercicio creativo deja de ser sagrado para entretenernos.

Al final tener en mis manos Pabellón de Cáncer me dio una pequeña satisfacción. De la mano de Cipriano el Mago adquirí el testimonio visceral de una enfermedad común de las zonas periféricas. Caminaba sobre una tierra embarrada por el emperador de todos los males, en un país que empala a sus profetas en refinerías en ruinas y astas monumentales sin banderas, no hay memoria, tampoco pertenencia ni explicaciones, solo mitos que hacen sombra a los mediocres, tan aplaudidos y respetados aquí. Con esa conformidad se puede llegar a vivir lo suficiente. Mientras el tumor se agrande y no duela, el olvido será la cura y el cáncer. Resulta desagradable sentir que no es posible desprenderse de los presagios de aquellos lugares donde se ha tenido que vivir ciertas calamidades.

…el destierro no sólo tenía un carácter deprimente que todo el mundo conoce aunque sólo sea por la literatura (no resides en los lugares que amas, no te rodean las personas que serían de tu agrado), sino que también tenía una cualidad liberadora poco conocida: el exilio te libera de incertidumbres y responsabilidades…

Regresando por la avenida iba leyendo páginas salteadas del libro ruso, ignorando lo confuso de aquel episodio con el autor de microficciones mortuorias en El Paraíso. Un episodio extrasensorial posible en los límites de País Hotel.

Las puntas de mis dedos aún tenían impregnados el orine de infancias muertas, de mártires desconocidos.

Alexander JM Urrieta Solano

Caracas, 14 de enero de 2021

Selección natural

1

Nadie imaginó aquel desenlace de estrellas que apenas brillaban y en un gesto se apagaron para siempre.

El Latin Voice Challenge era el evento del momento. Luego de varios procesos eliminatorios estaba en su etapa decisiva, la gran final. Los dos mejores debutantes se enfrentaban ante las cámaras en la ronda de cierre, donde contra todo pronóstico se tenía que presentar el mejor cuento de la temporada.

El programa iba por su Séptima Edición. De una manera discreta había ganado seguidores de toda la región hispanohablante.

Las editoriales, en sinergia demoniaca con las cadenas televisivas, aplicaron una fórmula infalible para promover la lectura. Le dieron a dicha iniciativa un retoque de espectacularidad elevado a la ene, con el objetivo de llamar la atención de masas de analfabetas funcionales, con la esperanza de que así, tal vez, se lograra reducir la curva exponencial de una práctica aparentemente en decadencia.

La idea era utilizar elementos de los concursos de cocina y aplicarlos en un concurso de escritura creativa.

El concepto al principio tuvo sus inevitables detractores. Con dedos en tecla llenaban los muros con hilos de Twitter. Despotricaban la fórmula sagrada que tras bastidores producía (en cadenas como Food Network) miles de millones de dólares.

Por fin lograron rebajar la literatura a la cháchara de los bloques deportivos.

Algunos comentarios eran más fatalistas, pero sin perder el sentido del humor.

Si esto es la cuarta revolución industrial, espero no estar vivo cuando llegue la quinta…si acaso ignoro que ya estamos en ella #LaMuerteDeLaLiteratura #PrayForAlvinKernan

Otros, resignados, pero sin escatimar lucidez alguna, mencionaban que el Latin Voice Challenge era el siguiente paso de la industria del entretenimiento literario, una versión edulcorada que hacía ver a los escritores como aspirantes gastronómicos.

Entre gustos y temáticas ganará quien mejor sepa conmover audiencias.
(No tanto desconcertar, porque esta idea a grandes escalas es inconcebible, pues la literatura, al menos una que quiera venderse como fenómeno paraliterario, no puede ni es capaz, de tolerar imposturas).

Hay que llevar el guion al pie de la letra, crear esculturas deportivas para ser admiradas en ambientes familiares dominados por amnesias. Moldear celebridades en ascenso que escriban precisamente lo que esperamos leer.

El Latin Voice Challenge era una alternativa a los concursos literarios tradicionales porque tenía el aditivo por excelencia para el éxito: la velocidad de las cosas: el pay-per-ya!

Los fallos venían después del segmento publicitario.

Se forjaba el prestigio en mármol y bronce. Subían las ofertas (como toda epopeya alcista) de futuras promesas destinadas al parche idílico del Best-seller.

Se lucraban los interesados y luego todo regresaba a su sitio, a las gavetas, a la inexistencia, a la indiferencia que provoca el vacío al que están condenados los productos que consumimos sin descanso.

Lo cierto es que el programa era adictivo. Como un segmento de cocina la brevedad de las escenas editadas condensaba horas de grabación intensa, con música de suspenso y exceso de publicidad con mensajes subliminales.

Las eliminatorias eran las más sintonizadas, en parte porque el éxito radica en el morbo de ver a otros siendo humillados, ver a otros entrar y salir del estudio llorando para abrazar a sus familias, sometidos a una ansiedad dispersa tras presentar un texto que otorgue la difícil entrada al concurso.

La ronda (de la mente más rápida) de selección tenía las instrucciones de un trabajo escolar.

Entraba el participante y los jueces asignaban cinco palabras aleatorias dadas por una máquina amistosa llamada GARY (Generical Artist Reader Yellowstone), que se unía como invitado transparente a los esfuerzos que engloban un certamen de proporciones demenciales.

Maybe the internet raised us,
but machines are now ruling the world words.
GARY is the righteous stone.

GARY es la medida de todas las cosas.

GARY es el Gran Inquisidor.

GARY es la perfección absoluta.

Gracias a él/ella/eso es posible la revisión veloz de los textos. Abaratando costos se puede prescindir del error humano. Por medio de una lógica innegable la máquina sopesa la justa calidad expresiva.

Una vez dadas las palabras el participante tiene quince minutos para elaborar un cuento.

Antes de entregar el texto cada participante da una reseña rápida desde un escritorio con lápices y bolígrafos intercalados de los patrocinadores: Pelican, Paper-mate, Montblanc y Faber-Castle.

Hay también papeles y borradores estéticamente ordenados, adicional a una máquina de escribir Olivetti obsoleta que completa la utilería del espacio, reforzando imaginarios colectivos del escritor clásico que comprende el fetiche de una raza extinta, junto con la casta de autores pesados que escribieron sonetos con plumas de ganso.

En un escenario de realidad aumentada el participante de manera sucinta da los motivos que lo han llevado a convertirse en escritor. Luego expone las razones por las que desea estar en el selecto grupo televisivo del Latin Voice Challenge.

No hay ninguna clase de pedagogía en el programa. Es una oportunidad para el narcisismo literario sin necesidad de literatura. Donde tienes la oportunidad de experimentar la expresión cultural total latinoamericana, estando en sintonía con las modas, siendo parte de algo más grande que tú, siendo parte de una ola de sucesos agobiantes.

La virtud del programa está en la facilidad que tiene el espectador de tragar por los ojos, poco importa si sabe mirar, mucho menos si sabe leer.

La gula visual da la impresión de que se lee cada vez más, aunque esto genere otro problema mayúsculo, atribuido al agotamiento: procesar sin interiorizar, sin entender nada, sobreabundancia bibliográfica, saturación de signos. En realidad, solo tienes la sensación de creer que estás leyendo. Aquí se sobreestima la práctica, pero da lo mismo mientras el programa se aplauda al unísono por entidades estatales, comerciales y terroristas.

Todos a por el rescate de la cultura.

Este es uno de los lemas comerciales de una empresa insecticida que encontró su pequeño recuadro promotor en la transición de una escena a otra del programa, definiéndose además, sin mucho melodrama, como una Compañía familiar.

De la eliminatoria masiva quedan veinticuatro aspirantes que son elegidos para una nueva audición de filtro. Esta ocurre en el episodio 1.

En las audiciones los participantes están divididos en tres grupos.

Un grupo tiene que hacer un cuento donde el protagonista sea el Mar, independientemente de la trama. Otro tiene que hacer un cuento policiaco, con indicios y atmósferas congruentes a un misterio, donde el lector cuando termine el texto sienta que llegó a alguna parte. Por último, un tercer grupo tiene que hacer un cuento de Ciencia-ficción, plantear un problema real y exagerarlo con recursos tecnológicos, sin abusar de artificios distópicos.

De ese filtro doce participantes se convierten en concursantes oficiales para las siguientes rondas, que trasmiten formalmente en vivo por las principales cadenas afiliadas en horario apto para todo público.

Después de la ronda de audición dos concursantes son eliminados en cada episodio.

El ganador recibe un premio de cincuenta mil dólares. Se somete así a un contrato de publicación de todos los cuentos presentados durante la temporada, que pasan a ser propiedad exclusiva de la Western Continent Choice.

Para la Sexta Edición el jurado evaluó a participantes entre 18 y 45 años de 20 países de Latinoamérica.

El escritor es el ganador de la competencia.

Para esa edición Jorge Riquelme ganó con el relato titulado A-dioses, una alegoría sobre la indiferencia, con personajes pusilánimes que mediante sus acciones afirman su presencia en la medida que se ausentan más. Con una “prosa áspera” (acotación de GARY), “el autor abordó exploraciones psíquicas para describir las posturas radicales y morales de los personajes ante la explosión de una bomba en la escuela de un pueblo en la Cordillera de los Andes. Destaca de manera siniestra las opiniones insanas de las personas que juzgan, con altanera seguridad, los acontecimientos ajenos que creen entender.”

El escritor obtiene el segundo lugar de la competencia.

Gabriela Espada presentó el cuento Muerte entre las flores, cuya prosa iba desengranando los sentimientos reprimidos de un hombre que solo con sus gestos confiesa el asesinato de su esposa. “Una trama sobre el duelo y la confusión trastornada por el cinismo, la sospecha y el velo del machismo que cubre una sociedad falocrática” (citas preliminares del veredicto de GARY).

El escritor ganó el segmento de la Caja de Herramientas o Reto de eliminación.

Se pone a prueba la cualidad del escritor donde presenta un cuento con ciertas restricciones de estilo. GARY en el episodio 4 pidió a los concursantes un texto donde no hubiera presencia del pronombre relativo “Que”. En el episodio 6, un texto libre de signos de puntuación. La valoración final se promediaba en la fuerza tonal del stream of consciousness, donde el lector de manera instintiva establece las pausas más acordes al ritmo de la trama.

El escritor era parte del equipo ganador en el Desafío Dadá y avanzó a la siguiente ronda.

En este bloque los escritores tienen que elaborar en conjunto un cuento a partir de retazos asignados de manera aleatoria por GARY: frases inconexas de orden enciclopédico, diálogos de diversas series o películas taquilleras, paremias, onomatopeyas, extractos notables de autores reconocidos siendo plagiados por otros autores no tan conocidos, manual de instrucciones de lavadoras, tablas nutricionales, discursos políticos, manifiestos, etc. “Los fragmentos son asignados de manera trivial y azarosa. Se limita a la capacidad de información que puedo almacenar en mi conciencia cuántica. Es un acto semejante a cuando metes la mano en una bolsa de fichas de un juego de Scrabble. Este acto se hace no para tomar precisamente lo que necesitas, sino lo que te corresponde y te ves obligado a hacer que funcione…darle sentido al sinsentido” (referencia explicativa de GARY antes del arranque del desafío en el episodio 3 y 5 respectivamente).

El escritor tuvo uno de los mejores cuentos de la Caja de Herramientas, pero no ganó.

El escritor se salva tras no presentar ni el mejor ni el peor cuento en el episodio.

El escritor se salva tras no presentar ni el mejor ni el peor cuento en el Desafío Dadá.

El escritor no compite en la ronda del episodio, obtiene inmunidad creativa tras presentar un cuento notorio, pero no con suficiente fuerza para ganar.  

El escritor tuvo uno de los mejores cuentos en el Reto de eliminación, destaca por no ser la última persona en avanzar a la siguiente ronda.

El escritor tuvo uno de los peores cuentos en el Reto de eliminación, pero en última instancia es salvado por el motor de improbabilidad infinita de GARY.

El escritor tuvo uno de los mejores cuentos del Desafío Dadá, pero su equipo fue el último en avanzar.

El escritor tuvo uno de los mejores cuentos del Desafío Dadá, siendo la única persona que podía seguir avanzando en la competencia.

El escritor fue eliminado de la competencia.

2

Los finalistas de la Séptima Edición del Latin Voice Challenge son el puertorriqueño Armando Pales Matos, 27 años, oriundo de San Juan, y la colombiana Julia Barmaceda, 32 años, residenciada en Medellín.

La final del Latin Voice Challenge, que normalmente ocurre en los estudios de Miami, para esta ocasión especial se trasmite en vivo desde el Caesars Palace, en la ciudad de Las Vegas.

Nos parecía irónico, viendo la antesala donde se destacaban los eventos memorables del programa, que una contienda literaria de “tintes latinos” tuviera como sede fija ciudades de lengua anglosajona. Miami es el máximo polo massmediático de Latinoamérica, aunque no forme parte de su territorio, comprende una ciudad donde la mayoría de sus habitantes son extranjeros y predomina el español (como dialecto de exilios y refugios).

En aquella ciudad están las mayores concentraciones de empresas dedicadas al negocio del entretenimiento con fuertes intereses en la región.

Los grandes empresarios, como los que componen la Western Continent Choice, sostienen el estandarte de que Miami (como espacio de ilusiones) es vital para concretar, en pretensiones capitalistas y literarias, el sueño bolivariano de integración del continente.

Una paradoja de la soberanía, cuando en incontables esfuerzos fallidos de praxis política se ha intentado realizar tan pretenciosa quimera. Basta con una inversión faraónica en espectáculos para hacer de los sueños un negocio realizable, redondo y firme, uno donde los escritores, en rol de trapecistas, tienen que hacer maromas excesivas para no solo poner a prueba el valor de un idioma, sino que además llevan consigo el estigma fatal de su tierra, en un lugar de pesadilla que oscila entre la nada, el desierto y la fantasía.

Las Vegas, como ciudad mensaje final, era una locación pensada para atomizar aquella estrategia de la ilusión. Promover desde el terreno de juego de América el valor de escribir.

Para esta ocasión GARY es cubierto con carcazas especiales doradas y tubos de neón. Su ensamblaje completo le da la forma de una ostentosa esfinge, una menos soberbia que la esfinge de Fremont Street que vigila la entrada del downtown.

En el televisor muestran un plano donde Armando Pales Matos y Julia Barmaceda, con miradas de perfil sostenidas, desafían al monstruo temático del Hotel Luxor. La toma solitaria de la esfinge, aunque imponente y seductora, oculta una crueldad escandalosa.

Los finalistas posan ante las cámaras y el resguardo sombrío de la esfinge, rodeados de pantallas donde desfilan sumas astronómicas del costo abismal de la vida que muy pocos pueden pagar.

Cerca de las patas del monstruo yace el enigma de la esperanza latinoamericana.

Series de números incomprensibles anuncian en tablas cabalísticas las predicciones literarias. Quién se iba a imaginar a las casas de apuestas abarrotadas por la especulación de las palabras, de las oraciones, de que por un desempeño artístico radicara la ruina de unos y la fortuna de otros. Increíble.

Las tomas aéreas del lugar reprochan la magnitud artificial del evento, urbanidad psicotrópica descaradamente kitsch. La tendencia del “orgullo latino” que se proyecta es distante y ajena a nosotros, sumisos televidentes de acá.

La escenografía googie style del programa nos presenta está vez un ambiente de falsa biblioteca. Sincretismo de libros y bustos enfilados con títulos y nombres hegemónicos resaltados en sus lomos oscuros, colocados en estantes de madera con formas arabescas. Las luces giratorias a través de una deformación de los colores primarios producen el efecto de estar sumergidos en una novela gráfica.

El presentador, Dubis Hassenfold, es una mezcla repulsiva de los archienemigos de Lazytown y Spy Kids. Lleva un vestuario que nos hace sentir que estamos volviendo a ver los Juegos del Hambre.

Los jueces son la santísima trinidad de los peones negros, menos deprimentes que la parodia de Caesar Flickerman, encarnada en el presentador alemán. Los jueces representan la formalidad trivial y necesaria. Legitiman en sus tonos de anticuario la fuerza omnisciente de GARY, que reposa detrás de ellos, envestida en su armazón esfinge de neón.

—El cuento que les traigo se titula “Byekaribbean”— dice Armando Pales Matos ante los jueces—. Está narrado en primera persona. Es un texto…no sé, algo optimista, donde creo haber logrado esbozar el proceso de aislamiento propio de la condición humana desde una (aguda) observación de los comerciales de telemarketing. Hago énfasis en la presencia de la bicicleta estática, el huésped terrible, en el hogar de una familia con problemas de sobrepeso en el Caribe. La familia busca saciar su versión de la felicidad por medio de deudas que acumula en sus tarjetas de crédito. La protagonista, una mujer de treinta y cinco años, al recibir notificaciones positivas de compra de productos para ejercitar su cuerpo, suele tener orgasmos que canaliza bailando desnuda frente al televisor al son de canciones de suplementos alimenticios y detergentes.

—Muy bien. A primera vista se ve como un relato de terror, tal vez algo excesivo. Lo “optimista” me parece sarcasmo —dice uno de los jueces que hace una vista por encima al borrador definitivo mientras lo pasa al siguiente juez—. Sin embargo, creo que puede funcionar. Me gusta la elección del título, una especie de pun. ¿Cómo es que se dice al juego de palabras? ¿Calambur? ¿Retruécano? Anyway…no importa.

—Me parece fantástico el concepto inicial de la pieza —dice la otra jueza—. El contenido es una fuerte crítica al sistema, pero lo que importa es que entretenga, ¿cierto?, incluso cuando el tema central es cómo las depresiones y el sobrepeso son productos de sentimientos de mercado.

—Lo que me genera cierto escozor es la mancha del texto—dice el tercer juez—. Veo que el cuento está escrito en un solo párrafo, ¿por qué presentar un cuento así en una final?

—Lo hice así porque el temperamento de la narración exigía esa estructura—explica Armando Pales Matos—. Las ideas concentradas en grandes bloques son una lección muy aplicada y perfeccionadas por Beckett, Krasznahorkai o Thomas Bernhard, incluso el mismo Horacio Castellanos Moya. Lo monolítico es un estilo para presentar mecanismos hostiles.

—Eso lo entiendo, pero a primera vista no es sencillo de leer—dice el primer juez—. No siento que sea algo que pueda calar como cuento referencial para las nuevas generaciones. Me refiero a que tiene que ser ameno, accesible. Este es muy saturado, es algo como…

  —¡¡Mucho texto, queridos jueces!! Mucho texto, como sale en los memes del Yoda Hispter—interviene Dubis Hassenfold, mientras de unos parlantes reproducen las carcajadas de sitcom que llevan cualquier forma de tensión a la burla, a sus típicas ironías.

—¿Y eso qué es? —pregunta la jueza del distrito 2.

—Es una expresión memética. Una imagen macro para representar una queja. Sucede cuando una persona manda un texto muy largo o difícil de entender en internet—responde GARY.  

—¡Exacto! —secunda el tercer juez de nuevo—. El tema es que no queremos que los nuevos lectores salgan con una barbaridad de esas, por eso pienso que la forma de presentación es fundamental. Yo lo editaría. Por supuesto, el texto tiene que defenderse solo.

—Claro, el tema está que la primera impresión es muy importante—dice el primer juez—, no dar tampoco la sensación de aburrir antes del acercamiento al texto, hay que evitar espantar al lector. Aunque eso tampoco es una limitación.

—Para nada. Insisto, con esto no quiero quitarle mérito al texto—aclara el tercer juez—. Será cuestión de que lo leamos con calma, todo bien, esto que digo es una opinión personal, algo superficial que suelto como lector, nada más. Puedes pasar adelante y entregar el texto al editor GARY.

—¿Algún otro comentario adicional que quiera hacer, señor Pales Matos?

—La verdad no. Queda esperar el final.

—¿Se siente satisfecho con su cuento?

—No mucho, solo me hace sentir un poco aliviado.

—¿Cómo es eso señor Pales Matos? ¿Qué lo alivia?

—Me alivia saber que el escritor todavía no ha cesado de denunciar en los otros la extravagante pretensión que tiene el hombre de referirlo todo a sí mismo. De querer juzgar todas las cosas a partir de sus mediocres necesidades o facultades, cualidades que nos lleva a suponer que el resorte metafísico de la creación es la vanidad o el hastío. Son conceptos que todavía no logra(rá) comprender una máquina en su complejidad, afortunadamente. Bajo esta postura creo que dejo claro que tampoco me importa lo que piense la generación del Mucho Texto, con todo respeto… Gracias.

Música victoriosa para reducir el impacto del comentario. Hay una incomodidad evidente en el presentador y los jueces.

Todos aplauden mientras Armando Pales Matos introduce su texto en los rodillos lectores de GARY, la esfinge. El hombre mira la cámara con el temple de un Rufián Melancólico. El debutante regresa a su cubículo adornado con un par de bustos pequeños de Jeff Bezos y Gabriel García Márquez. Armando Pales matos cruza una mirada íntima y cómplice con Julia Barmaceda. Ambos se sonríen mutuamente.

Llaman a la siguiente finalista: pase adelante parcera… (Risas).

—Mi cuento se llama “Selección natural” —dice Julia Barmaceda—. Es una composición narrada en tercera persona sobre una jorobada que fermenta una rabia secreta. Esta se describe en una constante serie de humillaciones diarias como empleada de pasillo en un supermercado. Los hechos ocurren en un país del Sur atrofiado por el culto al fracaso, la testosterona y las recesiones económicas…

—Un momento —interrumpe la jueza— ¿Es una crítica sobre el maltrato femenino?

—El maltrato hacia el otro en general—responde Julia Barmaceda—. No estoy segura de que sea mi mejor cuento, pero tiene los elementos necesarios para ser presentado y ganar, aunque ya en este punto (de partida), siendo honesta con ustedes, luego de haber llegado hasta aquí me siento profundamente agotada, no obstante, estoy agradecida de que me permitan formar parte de este circo, donde me siento en la obligación de hacer algo que valga la pena, asumiendo las consecuencias…

Interferencias. Distorsiones en el libreto. Los productores muestran señales de alarma.

—¿Pero cuáles consecuencias? —dice Dubis Hassenfold, exaltado y moviéndose con sorna ante las cámaras—. Suenas triste, ¿no estás contenta? Estás a una lectura de ganar el mayor premio.

—Ya luego de vivir esta experiencia no me interesa. De todas maneras, me tengo que arriesgar.

Julia Barmaceda entrega el borrador definitivo al primer juez. Este la mira con extrañeza y desaprobación.

—Esto es insólito —dice ante la actitud pasmada de los otros jueces y el ruido apenas perceptible de GARY—. ¿Por qué tomar esa postura? ¿No te das cuenta? Hay miles de personas que te están viendo ahora y vienes a decir eso. Piensa en lo que otros quisieran hacer en tu lugar, lo que darían otros tantos por estar donde tú estás, representando a un país entero, demostrando el valor que tiene la literatura ¿Esta es la imagen que quieres reflejar ahora?

—Me da igual. Mi postura no debería afectar la fuerza interna del texto. Está hecho para que ande solo ¿Cierto?

—Tiene razón, ¿pero por qué decir esas cosas ahora? —dice la jueza—. Habla de que esto es un circo, le resta mérito a los esfuerzos de todos los que hacemos vida aquí.

—Ese es el asunto: por qué no decirlo.

—Aparte de que presentas un cuento que a primera vista parece distópico y contestatario, vienes a faltarnos el respeto ante las cámaras. Esto es un programa de valores. Claro, se aprueba la creatividad, se incentiva, pero hay principios establecidos…

—Lo distópico es una redundancia en el cromosoma que compone el gen de la diversión—replica Julia Barmaceda—. Sin la diversión las desgracias no serían rentables. La miseria humana no sería tan cool retratarla, y creo que este certamen tampoco existiría. Quiero aclarar además que mi texto no es distópico, en una representación de mi experiencia siendo el Otro. No sé si logro darme a entender. Yo no soy escritora, soy apenas una aficionada, una artesana que ha presentado como propuesta literaria su vida. Al hacerlo he tenido mucha suerte con atinar en el gusto de ustedes, no sin sentir algo de zozobra y arrepentimiento, pues también he sido cómplice. Disculpen. Una cosa se confunde con la otra, todavía me pregunto cómo llegué hasta aquí. Da lo mismo. Al final no vale lo que yo piense, vale es el veredicto de una máquina que no siente, que mide esfuerzos a partir de patrones incuestionables. Ustedes, junto a toda la producción del programa, son accesorios entregados ciegamente al criterio de los algoritmos. Eso no significa que esté bien o mal lo que hacen, simplemente no es humano. El detalle es que ahora nos interesa más que las cosas se resuelvan inhumanamente. Eso es lo distópico.

—Mucha polémica la que se arma usted para evadir el tema central. Innecesaria esa búsqueda de llamar la atención, no le vamos a dar más cuerda. Venimos a evaluar—dice la segunda jueza—. Ya por su actitud no provoca revisar su texto. Yo no pienso hacerlo. Húndase solita. De igual manera, por integridad y seguimiento del protocolo le pedimos que lleve el texto a donde GARY. Siga caminando. Rápido, antes de que cambiemos de opinión. Vemos que ha olvidado la finalidad que tiene este certamen para la cultura y la literatura, es una lástima, debería darle vergüenza…

—Lo lamento, pero esa finalidad de la que habla es un pretexto que usan para justificar una forma de entretenimiento dizque para rescatar la cultura. Como si la cultura se tratara de una tísica que padece una infecciosa enfermedad venérea, y entonces todos quieren salvarla haciendo algo, pero en realidad a nadie le importa, lo ideal es que se pudra para justificar las atrocidades verdaderas, las que envenenan en sí misma la idea de la cultura. Los principios que dice usted, señor juez de distrito, son engranajes de una conspiración para que las multitudes no problematicen su imbecilidad, sino que puedan evadirla desde un artificio literario y se sientan tranquilas, seguras en su ignorancia, en sus miedos religiosos. Convencen a las personas de que pueden sentirse listas y cultas brincando en sus charcos de ocurrencias, proyectando sus problemas de autoestima en frasecitas motivacionales mongoloides. Esas son las personas que se mueven con una seguridad detestable, repitiendo citas que ni Borges, ni Camus, ni Cervantes dijeron en sus grandiosas vidas, y para colmo, son esas mismas personas que van por ahí exigiendo además al resto del mundo que tienen que aceptarlas tal como son, con sus idioteces, egocentrismos y rigideces, porque son incapaces de ver un mundo más allá de su propia insignificancia, de pensar por sus propios medios, observar de manera auténtica, diferente, aunque la autenticidad es una palabra aburrida y sobrevalorada. Ya no importa eso de ser original, nadie puede serlo, pero insisten con meternos esa farsa en la cabeza. Ustedes como empresa insisten en engañar, se valen de la literatura para vender panfletos y narcóticos a la gente. Nadie es especial. No quiero perder el hilo, ya que no quieren darme más cuerda. Esto pasa cuando lo que se supone tiene que entretenernos ya no lo hace. Concentrarse cada vez es más difícil. La velocidad es un cáncer que atenta la vida, pretende acabar con la contemplación de las cosas, haciendo impenetrable el acceso a la complejidad inherente del mundo, reemplazándola por una mirada ecléctica en la que resulta más fácil imponer cualquier forma de totalitarismo, cualquier radicalismo absurdo de la censura y la cancelación, porque lo que no se puede comprender ofende, y hay que eliminarlo, silenciarlo, desparecerlo. El cambio verdadero es un desmontaje crudo de la comodidad, y la literatura sirve para eso: para descreer. La cultura es indestructible, no necesita salvadores ni teletones de iglesias ni trasnacionales, no necesita llamar la atención para que tenga valor. Sus versiones literarias a la Walt Disney tienen un prestigio fundado en la nada, como la que sostiene este hotel y la ciudad entera. La finalidad de la literatura es la de abrir ojos y ventanas simultáneas, no de solapar con pliegues de mentiras. Tampoco hay necesidad de que por medio de ese fin se delate nuestra decepción por las cosas, mucho menos predicar la desesperanza a los demás, todo lo contrario. Nunca es demasiado tarde para reconstruir, pero hay que tomar conciencia del rumbo desquiciado que toma el mundo que vivimos, por lo que es crucial tomar la decisión de destruir algo para justificar el destino que merecemos. Ahí radica el sacrificio de saber leer y escribir. Es una responsabilidad. Se requiere valor y tripas para promover ambas prácticas de la manera más sensata posible, sin caer en las cojudeces a las que estamos acostumbrados todos los días. La utopía se degradó en lo virtual, y el espectáculo es una manera terrible de decir la verdad mintiendo.

Nadie aplaude. Tampoco ponen música. Con el asombro al tope los números de audiencia suben. El Latin Voice Challenge engendra su cierre técnico. Pero todavía no lo sabe.

La finalista Julia Barmaceda se acerca a la máquina para meter su cuento por los rodillos lectores. Mientras lo hace saca de su bolsillo un objeto redondo y oscuro, parecido a un disco compacto. Es un trozo de imán. La debutante pasa el imán por el rostro hasta el pecho de la esfinge, donde con brusquedad remueve las entrañas de circuitos, procesadores y memoria con miles de años de información.

Una turba de sombras se abalanza sobre la finalista Julia Barmaceda.

Todo sucede muy rápido, pero queda registrada la violencia que en cuestión de segundos se viraliza en las redes sociales. La indignación oportuna se dilata.

Se interrumpe la señal y bruscamente aparece un comercial que pone la pantalla dorada. Aparece uno de los tantos productos cosméticos que histerizan a las mujeres, un producto banal que se promociona con una narrativa sádica, pero muy sutil para no levantar ninguna sospecha de maltrato. Es un producto disponible en un mundo enfermo y divertido, que tiene entre sus mayores fobias la vejez, el hecho de tener que crecer, de madurar. Es un mundo que mantiene una lucha inútil y abierta contra el paso del tiempo. Y se jacta de hacerlo.

…Cicatricure presenta su nuevo hallazgo. Cicatricure Gold Lift. Con el paso del tiempo aparecen las arrugas gravitacionales, y una crema antiarrugas…ya no es suficiente. Cuando se pierde la firmeza del contorno facial surgen las arrugas gravitacionales, que generan un efecto de tristeza y mayor edad en las mujeres. La nueva Cicatricure Gold Lift combina péptidos de oro con calcio y silicio, impactando en la morfología de la piel, reduciendo arrugas gravitacionales en seis semanas. Un resplandor de juventud para tu piel…Nueva Cicatricure Gold Lift. Patrocinador oficial del Latin Voice Challenge. Un producto de la familia Western Continent Choice...

Hay confusión. Apagamos la televisión. Basta de violencias tiranas. En casa nos alborotamos y cada uno empieza a revisar las notificaciones en sus prótesis celulares. El crimen contra aquella máquina totalitaria nos libera de una carga ficticia que hacía, sin darnos cuenta, insoportable vivir.

Muere una partícula, pero no acaba el entretenimiento. El circo nunca muere. Asimilar eso nos llena de una esperanza intermitente, pero igual triste, patética. Nos hace pensar por un instante pequeñas tonterías, pero pensamientos al fin.

En cuestión de horas regresamos sin mucho escándalo a nuestras vidas intrascendentes, solitarias y aburridas, tercerizadas, de trópico, de tragaseries con bajos sueldos y comida recalentada. Sin expectativas mayores hay que lidiar con el gasto diario de uno mismo.

El video del atentando contra la esfinge se viraliza en un loop infinito durante días, hasta perderse en la eternidad.

La tendencia del suceso, antes de caer en el olvido de los muros, son el nombre de la finalista Julia Barmaceda, junto con las palabras Decepción, Imán y Gloria.

Alexander JM Urrieta Solano

Caracas, 30 de agosto del 2021

Misceláneas y otros textos rechazados.

El mago del surrealismo

Cómo estafar a otros y creer que salvar el planeta

El motorizado

Leer y escribir en un país invisible

Tanizaki en Las Vegas

Alto Prado

El poeta en el mundo

Lo que nos queda

Lo que nos queda

En la semana flexible hice la entrega de dos libros de poesía. La obra completa de Konstantino Kavafis y una antología de Andrée Chedid. Quedé con el señor Bondy en vernos por la Plaza Bolívar. Salí más temprano, aprovechando en hacer algunas vueltas. Fui a la farmacia buscando mi suplemento mensual de antihistamínicos. En la cola me puse a leer una página al azar de Chedid, queriendo memorizar algún verso que ya se me iba de las manos.

¿Dónde están las horas simples?/¿La fuente naciente bajo el guijarro,/La lámpara y su poder,/El campo de un verde cierto,/El instante donde acaricio el más tierno de sus rostros?//La angustia martilla las aceras ausentes,/El grito golpea los pozos de la indiferencia./Testigo de las grandes cacerías solitarias/El alma llama a combate;/Necesita el impulso, la gaviota, el trigo desnudo.//Con unas migajas de tiempo entre las manos,/Atormento la vida.

La gente pagaba las medicinas con billetes arrugados de cinco dólares. Una mujer paga la diferencia de una lata de leche con una tarjeta carcomida por las deudas. Tengo que cambiarla, pero en el banco me dicen que no hay plástico, ¿cómo se hace entonces? Ella comenta esto ante la mirada reprochable de la cajera que pasa el punto que está por igual gastado por tanta penetración. A veces nos sentimos urgidos a dar explicaciones que nadie nos ha pedido, como si en la justificación a los demás se aliviara el peso de nuestra miseria.

Recordaba las palabras de nuestro presidente estalinfático: la economía no está dolarizada, solo el comercio, el bolívar es nuestra moneda oficial. En mi corta vida no he conocido mayores aspiraciones en mi moneda (ni en mi futuro), siempre quedan como relleno de pasaje y paisajes, expectativas que no superan la retórica, a merced de los factores externos, al costo especulativo del transporte y el precio de las canillas, a las limosnas precarias que doy a músicos y mendigos en el metro, a los cigarrillos detallados de contrabando que me fumo con placer culposo, a las cosas indispensables de una rutina conducida por ruedas dentadas, ridiculizadas, en fin, por una asociación maligna de ideas.

Una agonía cristiana me obliga siempre a entrar a una iglesia si la veo abierta. Orar es una necesidad primaria, una forma de hacer stream of consciousness en un estado de sitio concebido para lo divino. Me senté en un banco, cerca del púlpito que evoca días de locura religiosa, de un fervor creyente que nunca pasa de moda. Inquieto antes de mi rezo leí unos poemas de Kavafis:

Voluptuosidad (LXXII).

La delicia y el perfume de mi vida es la memoria de esas horas/en que encontré y retuve el placer tal como lo deseaba./Delicias y perfumes de mi vida, para mí que odié/los goces y los amores rutinarios.

Recuerda, cuerpo…(LXXV)

Recuerda, cuerpo, no sólo cuando fuiste amado,/no solamente en qué lechos estuviste/sino también aquellos deseos de ti/que en los ojos brillaron/y temblaron en las voces — y que hicieron/vanos los obstáculos del destino./ Ahora que todos ellos son cosa del pasado/casi parece como si hubiera satisfecho/aquellos deseos— cómo ardían,/recuerda, en los ojos que te contemplaban;/cómo temblaron por ti, en las voces, recuerda, cuerpo.

Doy las gracias por estar vivo y tener salud, dije. A las alegrías que genera el tener la comodidad de poder pensar estas cosas. Pedí por mis padres, mi hermana y mi perro viejo con una catarata en su ojo izquierdo que recrea un galaxia en pequeña escala ocular. Pedí por mis amigos, los pocos que tengo y recuerdo en la extensión de la plegaria, que sus éxitos sean acertados a sus aspiraciones más grandes, que otros puedan exorcizar el demonio de la depresión. Pedí perdón una vez más por mis mentiras recurrentes, mi tendencia a usar los mismos juegos de máscaras. Agradecí la gracia que brinda la indiferencia, sin mucho revuelo ni vanidad se puede trabajar mejor, sin esperanza, concentrado en lo de uno. Como mi vida no es interesante he tenido la libertad de hacer lo que me ha dado la gana. No pude disculparme por eso, por seguir haciendo lo que me plazca no pretendo buscar perdón. Pedí fortaleza y paciencia para las situaciones desquiciadas, le comenté al eco del templo mi preocupación por las estadísticas: en el mundo cada cuarenta segundos una persona se quita la vida.

Me molesta cómo el pesimismo se volvió un negocio rentable en el país. El desarraigo lo empaquetan, los exhiben en grandes vallas publicitarias, la gente expande su dolor como una gripe, a veces de una manera tan frívola que enferma y pudre las neuronas. Para los momentos amargos pedí tener el valor de llorar de alegría porque asimilo que todo fin es inevitable. Pedí que mi optimismo cínico paulatinamente se convirtiera en una esperanza autentica, una que no me eche en cara el pasado. Luego pasé a mis peticiones caprichosas, las que me puedo permitir en mi sagrado egoísmo: un mejor trabajo, encontrar algo más decente que lo que tengo ahora, más apetito y oportunidades carnales, pues toda frustración sexual y económica conducen al desprecio de uno mismo, la mediocridad y la envidia se producen en cuerpos faltos de cariño. Le comenté al eco del templo que cada vez estoy más convencido que detrás de cada muestra de vanidad hay de fondo una tristeza inherente, una que busca reconocerse en otras tristezas ocultas. Un escalofrío me recorrió el cuerpo y fue así que reconocí una vez más la variedad de mi experiencia religiosa, una como las descritas en el libro de William James. Por una costumbre cerré con un padrenuestro, di las gracias y me sentí un poco más tranquilo conmigo. Me persigné y salí a la calle.

En la Esquina San Francisco al frente de la Iglesia, por una de las entradas del Capitolio, un grupo de personas esperaba detrás de una parcela negra la entrada y salida de alguien importante. Varios en el hombrillo de la acera, ubicada en el medio de la Avenida Universidad, a la sombra de una enorme ceiba, usaban sus piernas como apoyo para hacer los retoques finales de unos manuscritos inciertos, releyendo en voz alta, entre dientes, tachando con amargura lo irreparable de la tinta. La espera los ponía a muchos a mirar el vacío y comerse las uñas. Los textos han sido hechos con una caligrafía forzosa, concebidos en un estado de profunda desesperación, de una ortografía tosca donde casi todas las palabras por ausencia de tildes suenan graves.

Las cartas humildes hechas a mano son extensas peticiones personales. Todas las que pude revisar comienzan de la misma manera, sin sangrías, divagando plegarias para ir luego al grano. «Señor diputado, ante todo un cordial saludo revolucionario, siempre agradeciendo a Dios y a este proceso en el cual hemos sido tomados en cuenta»; «Excelentes representantes del nuevo parlamento, les envío un saludo patriótico y revolucionario, no sin antes bendecirlos con la gracia de nuestro señor Jesucristo»; «Estimada licenciada camarada, Dios la bendiga, muy contenta de que estas palabras lleguen a sus manos, gracias al favor de la virgen que desde lo alto protege el legado de nuestro comandante supremo»; «El sueño de Bolívar y Chávez pueden continuar con esta nueva asamblea, dispuesta a escuchar las demandas del pueblo». Las cartas tenían como remitente nombres y direcciones invisibles. Mis peticiones y las suyas tenían el mismo destino: no llegar a ninguna parte.

Seguí subiendo hasta la Esquina Gradillas. Tenía una llamada perdida del señor Bondy. Llegué a la Plaza y ahí estaba. Un señor vestido de negro, muy raro también, porque no parecía ni joven ni viejo. Nos estrechamos las manos y tomamos asiento en los bancos de granito. Hablamos sobre el tráfico, el retraso y lo engorroso que se ha vuelto conseguir efectivo, el mismo protocolo de personas que no saben qué decirse pero tienen que tratarse.

Oye, muchas gracias por los libros, dijo. Toma, lo que acordamos, la otra parte te la hice por transferencia.

Ahí me llegó la captura, le dije.

Perfecto. Mira, ahora que nos conocemos mejor, apenas, ¿será que me puedes conseguir otros libros de poesía?

Claro, ¿tiene los nombres? Sí vale, aquí te traje una listica. Luego cuando los consigas cuadramos.

La lista estaba escrita en la parte de atrás de una factura vieja. CKR: Corporación Koreana de Repuestos, C.A. En el 2007 el señor Bondy había comprado una Bobina y una Bujía ACDelco por un precio total de 170.000 bolívares. Me pareció una barbaridad caer en cuenta que este año el pasaje, al día de hoy, cuesta 150.000 bolívares. Por muy cercanas que parezcan las cifras escritas, en realidad dan una suma astronómicamente larga y patética. La suma del fracaso de nuestro valor estaba reflejada en esos detalles.

Nota: las piezas eléctricas no tienen garantía. No se devuelve dinero, se cambia mercancía.

Comparto con ustedes la lista de Bondy.

1)Eugenio Montejo – Antología

2) Hanni ossott – El circo roto

3) Miyó Vestrini – Todos los poemas

4) José Watanabe – Lo que queda

5) Antonio Carvajal – Extravagante jerarquía

6) Rafael Dieste – Rojo farol amante

7) Jenaro Talens – Proximidad del silencio

Doblé la factura y la guardé en el bolsillo. Nos dimos de nuevo la mano para despedirnos contra toda medida preventiva. Ya era demasiado tarde. El señor Bondy miró la estatua Ecuestre de Bolívar y dijo: «De modo que no hay nada que hacer», concluyó el general. « Estamos tan fregados, que nuestro mejor gobierno es el peor» ¿Has leído El general en su laberinto, de García Márquez? ¿No lo has leído? Recién la terminé en estos días y esa frase del libro se me quedó grabada. Es una ironía pertinente recitarla justo aquí, en la plaza donde el libertador recibe la cagada diaria de las palomas y los políticos de turno, que son como lo mismo: ratas voladoras. Las novelas históricas me dejan un mal sabor en la boca, me duelen, como todo esto. Por eso leo más poesía. Trato de aprender nuevos versos de memoria pero no lo consigo. Solo me sé uno, y es porque es el poema que me recuerda a una novia que tuve hace años. Recordarlo es una forma se aceptar cuando declamo que todavía la sigo amando, no como antes, pero de otra forma.

¿Va en esa dirección? Le dije. Yo también voy al metro, recíteme en el camino el poema que se sabe, da tiempo de sobra hasta que nos separemos.

Toma el libro de Kavafis, me dijo. Busca el poema de Ítaca. Léelo mientras me escuchas, así compruebas qué tan certera es mi memoria. No recuerdo la página, o tal vez sí, en esa edición creo que esta por la cuarenta y algo o la cincuenta y pico. Busca en el índice Ítaca. Vamos.

Aquí está. Cerca, página cuarenta y seis. Adelante.

«Si vas a emprender el viaje hacia Ítaca,
pide que tu camino sea largo,
rico en experiencias, en conocimiento.
A Lestrigones y a Cíclopes,
o al airado Poseidón nunca temas,
no hallarás tales seres en tu ruta
si alto es tu pensamiento y limpia
la emoción de tu espíritu y tu cuerpo.
A Lestrigones y a Cíclopes,
Ni al fiero Poseidón hallarás nunca,
Si no los llevas dentro de tu alma,
Si no es tu alma quien ante ti los pone.

Pide que tu camino sea largo.
Que numerosas sean las mañanas de verano
en que con placer, felizmente
arribes a bahías nunca vistas;
detente en lo emporios de Fenicia
y adquiere hermosas mercancías,
madreperla y coral, y ámbar y ébano,
perfumes deliciosos y diversos,
cuanto puedas invierte en voluptuosos y delicados perfumes;
visita muchas ciudades de Egipto
y con avidez aprende de sus sabios.

Ten siempre a Ítaca en la memoria.
Llegar allí es tu meta.
Más no apresures el viaje.
Mejor que se extienda largos años;
y en tu vejez arribes a la isla
con cuanto hayas ganado en el camino,
sin esperar que Ítaca te enriquezca.

Ítaca te regaló un hermoso viaje.
Sin ella el camino no hubieras emprendido.
Mas ninguna otra cosa puede darte.

Aunque pobre la encuentres, no te engañará Ítaca.
Rico en saber y en vida, como has vuelto,
comprendes ya que significan las Ítacas.»

Viste. Seguir amando lo que no tenemos es otra forma de recitar. Adiós viajero.

El señor Bondy desapareció por las escaleras grises con dirección Propatria. Ítaca después de todo tiene más de un sinónimo. Yo volví la mirada a torniquetes y columnas gastadas de la estación. Lo que me queda es solo esta memoria igual de gastada, mi cansancio alejandrino. Seguí mi ruta imprecisa y me perdí de nuevo entre la gente. Ese día no regresé a casa. 

Alexander JM Urrieta Solano

That astonishing thing

I

La versión de los tres amigos sobre el suicidio fue verificada y adjuntada al expediente oficial. Cándido fue el primero en llegar y en irse: estuvo desde las dos hasta las siete de la noche. César y Cicerón llegaron juntos y se fueron respectivamente a las ocho y el otro a las nueve y media.

Según el informe de autopsia Vizcaya se quitó la vida entre las diez y once de la noche del día jueves.

Cándido regresando a su apartamento permaneció detenido por tres horas en una alcabala por presentar estado de ebriedad y aptitud violenta hacia el personal de seguridad; después de tantos disgustos llegó a casa y se quedó dormido a eso de las dos de la mañana. César se había ido caminando hasta la estación del metro Chacaíto y se bajó en Gato Negro; pasó la noche en la residencia de su amante, Cálcifer. Cicerón manejó sin problema por la autopista sin tráfico y llegó a su casa a las diez; tomó una ducha más dos barbitúricos y se acostó a las once, olvidando apagar el televisor que transmitía un programa donde bendecían vasos de agua.

Los tres amigos habían estado en casa de Rogi Vizcaya celebrando su cumpleaños y la publicación de su último libro: La Escolopendra. En la suma de alegrías ninguno sospechó las intenciones siniestras del poeta.

La declaración de los amigos coincidía con la versión de la empleada doméstica, la señora Nilde. Ella vivía en un anexo cerca de la casa Vizcaya; se fue a la misma hora que Cándido. Más tarde regresó a la casa, antes de la partida de Cicerón, para pedirle al poeta que se acordara de ponerle una dedicatoria al ejemplar de La Escolopendra que le había regalado. Entregó el poemario y aprovechó en salir con Cicerón por el portón, regresó al anexo y se acostó.

Según el primer informe el orden de las posibles acciones una vez culminada la reunión fue el siguiente: Vizcaya recogió los platos y los apiló en el fregadero de la cocina. Subió al estudio y se cambió la ropa. Se sirvió un vaso corto de Ron Mantuano con agua y le agregó medio gramo de cianuro de potasio a la mezcla. Bebió sentado en su escritorio mientras hacía la dedicatoria de la señora Nilde. Al saberse morir anotó en su cuaderno aparte una cita lapidaria, que luego de averiguaciones atribuimos a Wittgenstein: La muerte no es un acontecimiento de la vida. No se vive la muerte. Se levantó y dio unos breves pasos. Cayó rendido en el piso del estudio con La Escolopendra entre sus dedos artríticos.

Una conclusión puede ser lógica pero no por eso tiene que ser verdadera. El orden hipotético de los sucesos estaba lleno de muchas inconsistencias. Luego de una revisión junto con mi compañero Blas consideramos inverosímil el suicidio del poeta. No obstante, él tuvo que haber sido el único en colocar el cianuro en el trago, o tal vez no. Se hizo el análisis de la botella de ron y no se encontró veneno. Tampoco se encontró nada en el agua. Consideramos que el polvo ya estaba en el fondo del vaso, pero así como nos planteamos la idea la descartamos porque habían muchos vasos en la vitrina de la casa, y el presunto asesino, si es que hubo, no podía acertar al vaso que terminaría escogiendo Rogi. Se hicieron los análisis respectivos a todos los envases y tampoco se encontró ningún rastro de cianuro.

El asunto me causaba ruido. Una prueba que parecía obvia era la cita encontrada en el cuaderno hecha ese mismo día, que en palabras de Blas: era un anticipo de las acciones poéticas de Vizcaya. Pero la idea que escribiera una dedicatoria a su empleada doméstica mientras se tomaba el trago me parecía absurda. No se relacionaba la situación con el perfil psicológico de un potencial suicida. Al menos en los casos que he trabajado muchos llegan a coincidir en ciertos patrones de conducta.

Contrastando el informe con los testimonios no cabía duda que el veneno estaba en el vaso. Para la hora que Rogi murió no había nadie en la casa. Estaba algo contrariado, entre una situación que parecía superficial y las costuras que sobresalían de los hechos. Pero más allá de eso, en el fondo, tenía temor de aceptar mi fracaso como investigador. Me aferraba a la idea de los elementos simples del crimen. Tras revisar con minuciosidad la casa no encontramos el recipiente donde podía estar el resto del cianuro. Esto evidentemente se tratada de un indicio. También estaban otras constantes en la ecuación Vizcaya: los tres amigos, cuyas historias tampoco eran las mejores referencias.

II

Los tres amigos, durante casi veinte años, se lucraron de los bienes de Rogi: hijo único, poseedor de una cuantiosa herencia de sus padres, lo que le permitió dedicarse de lleno al oficio de la poesía y obtener en varias ocasiones reconocimiento por sus creaciones. Actualmente ellos llevaban estilos de vida un tanto inestables.

Cándido Plaza era un artista plástico que hacía esculturas con técnicas de bronce patinado. Su nombre puede encontrarse en la lista de becarios del Programa Ayacucho que mandó a varios artistas prometedores a residencias al exterior por los años ochenta. Su conducta en el medio era sospechosa, se le tildaba de envidioso y petulante, no fue hasta que lo suspendieron del programa cuando se corroboró que había plagiado una tesis de maestría sobre las visiones de fatalidad en la obra de Joan Miró. Después de eso perdió credibilidad y se dedicó al oficio de la herrería y las apuestas de caballos, contrayendo exorbitantes deudas que eran liquidadas por Rogi; este hacía los “préstamos”, cuando no de mala gana, sí con cierta benevolencia ramplona, cosa que irritaba mucho al artista del hambre Cándido.

César Dávila era fotógrafo. Trabajaba medio tiempo en un laboratorio de revelados por los Chaguaramos. Tenía un matrimonio fracturado por la costumbre. Eso lo animó a participar en unos talleres dictados por su amigo el poeta, a fin de despejar su mente con la lectura de versos anglosajones. Allí conoció a Cálcifer y empezaron a verse en secreto. Esta situación tensó la relación entre los dos amigos. Presuntamente Rogi también se sentía atraído por Cálcifer. Escondía sus celos infantiles bajo el pretexto de que solo quería que César arreglara su matrimonio; este lo llegó a considerar una sutil forma de amenaza, temiendo después que su coartada fuese descubierta por su esposa. Considerando además que Vizcaya era una criatura influyente, que vivía una soledad extrema y se sentía en el derecho de saciar sus deseos cuando quisiera, valiéndose siempre del manejo tenaz de las palabras.

Cicerón Ospina era un pediatra especialista en alergias. Mientras ejercía la docencia en la Universidad Central se ligó con un estudiante de su clase de inmunología. El joven al caer en cuenta que Cicerón no quería algo más que encuentros casuales se sintió ofendido y usado, razones suficientes para acusarlo públicamente de abuso. Cicerón no le quedó otra alternativa que renunciar. Perdió su puesto privilegiado y manchó su reputación. Sus inclinaciones sexuales despertaron suposiciones entre los colegas del gremio: de que había elegido dicha profesión para tener mayor contacto con los menores; comentarios desagradables que despertaban toda clase de dudas. De manera precaria conservaba un consultorio en el Instituto Diagnóstico cuyo alquiler era pagado por el poeta. Cicerón se dedicaba a la venta de récipes a pacientes adictos a los ansiolíticos. Era una persona reprimida y prepotente, cualidades que distaban mucho del código hipocrático y el trato con los niños. En varias oportunidades se llegó a sentir humillado por los comentarios de Rogi, donde este le reprochaba su falta de normalidad, no sin hacer un inventario de sus fracasos y la urgencia de corregirse cuanto antes.

Estos eran los amigos de Rogi Vizcaya.

III

El día que se “suicidó” el poeta estaba cumpliendo 63 años. Su semblanza era bastante buena, muy acorde a su estilo de vida burgués, repleto de artículos de lujo y comodidades: una despensa llena, acabados de mármol y caoba, biblioteca sublime y una serie de animales exóticos disecados, soberbios y mejor conservados que los mamotretos del Museo de Ciencias; de no haber ocurrido aquel incidente el bardo caraqueño hubiese podido vivir cuarenta años más. Se había divorciado cinco veces. Al sentirse más viejo escatimaba esperanzas de encontrar el amor. Direccionaba su fuerza en la construcción metódica de una obra fragmentaria, o lo que consideraba en sus ínfulas megalómanas como su legado literario: Oh Cristo de cien mil pies/dolor nuestro que pisas la tierra, dicen los versos sueltos de su Escolopendra.

Llegó a comentar a sus amigos que los apreciaba tanto que les dejaría su herencia. Estas cosas las decía Rogi medio en broma y medio en serio, tal vez porque estaba muy consciente de la dependencia enfermiza que provocaba en ellos. Engendró en los tres amigos, que llevaban a su modo vidas larvarias y miserables, la idea que podían vislumbrar un futuro próspero, de expectativas económicas. Las circunstancias que daban sentido a esa amistad los convencieron que la fortuna se trataba de un hecho consumado. La muerte del poeta beneficiaba por igual a los tres parásitos. Dar por sentado entonces que una persona extravagante como Vizcaya podía matarse era desconocer, en cierto grado, las formas ambiguas de la vileza humana.

La empleada doméstica era una señora muy devota. Ante cada declaración que daba se hacía la señal de la cruz y buscaba el cielo. Ella fue la que descubrió el cadáver a eso de las ocho de la mañana, hora que empezaba su jornada y le llevaba el desayuno al poeta. No lo encontró en su cuarto y se dirigió al estudio. Golpeó la puerta y no tuvo respuesta, quiso abrir pero la cerradura tenía puesto el seguro. En su desesperación buscó una llave maestra que tenía reservada para casos de emergencia. El olor a encierro y muerte la puso en estado de trance religioso. Llamó a las autoridades que llegaron a eso de las once de la mañana. La hallaron recostaba en la columna carmesí del pórtico, con los brazos extendidos diciendo frases incoherentes al aire; más tarde Blas me comentó que se trataba de un latín precario, de los que recitan algunos curas al cierre de las homilías.

Como expuse en el informe estuve con Blas y el equipo de análisis hasta las cinco de la tarde del día viernes. Pasé un rato intrigado contemplando el vaso, sacando conclusiones descabelladas que le dieran algún sentido al enigma. Conclusiones típicas de las novelas policiacas que tanto me gustaban. Al final de la tarde me quedé sin conjeturas. Decepcionado salí de la casa Vizcaya deseando que me aplastara la noche. Estaba perdido en mis pensamientos, sin percatarme que el asunto Vizcaya me inquietaba y me robaba el sueño de los ojos; ya no se trataba de un mero caso policial sino de una obsesión literaria, que me llenaba de una angustia deportiva. Entre mis objetos de valor recordé mi pila de libros y me sentí un mal Quaresma, incapaz de descifrar misterios. Era un pésimo aprendiz del Padre Brown y Mario Conde.

IV

Quedé con Blas para cenar por una tasca española en La Candelaria. Llegué primero al local, me senté en la barra y pedí un jugo de naranja. Al rato llegó mi compañero, que se disculpó por la demora, mientras sacaba de su bolso un ejemplar de La Escolopendra que había sacado de la casa.

—No sé nada de poesía, pero me llamó la atención. Te lo puedes quedar.

Tomé el ejemplar rústico y con sorna vi la portada: un monstruoso ciempiés hecho en aguafuerte. Revisé las primeras páginas, pasando la dedicatoria (A mis 3C con afecto/esta fatalidad para ustedes), hasta llegar al epígrafe que daba apertura al libro:

That astonishing thing that happens when you crack a needle-awl into a block of ice…

-C.K. Williams-

Curioso. Miré la extensión de la barra y los estantes que exhibían diferentes botellas con licores de marcas nacionales e importadas. Nos trajeron los platos que pedimos y empezamos a comer. Pedí una recarga de jugo y Blas pidió un cuba libre.

—Blas, ¿tú con qué frecuencia bebes?

—Solo cuando la situación lo amerita, depende. Bebo ahora porque estamos comiendo. ¿Tú aparte del jugo no te tomas nada?

—No bebo…Oye, cuando se trata de un buen trago, en este caso un ron, por ejemplo, ¿cómo hay que tomárselo?

—Si es por lo que me estoy tomando no tiene mucha importancia, es un trago barato y mejor es ligarlo con cualquier cosa. Normalmente, si se trata de un buen ron, uno de calidad, se recomienda tomarlo seco para degustar todos los sabores. Yo lo prefiero así. Ahora, hay personas que también lo beben a las rocas, con una conchita de limón; también le agregan un poco de agua normal o gasificada. Depende del gusto.

—A las rocas…

—Sí, con un poco de hielo. —Blas tomaba sorbos largos de su trago negro.

A block of ice. Hielo… ¡¡Hielo!!

Una idea me surgió de repente ¿Cómo no lo había pensado antes?

Me agité en el asiento de patas largas de la barra. Llamé al mesonero y pedí la cuenta. Le dije a Blas que teníamos que volver a la casa Vizcaya. En el camino una nueva hipótesis me taladraba el cerebro. Al llegar tenían a la señora Nilde detenida en la biblioteca. Estaba ensimismada con los ojos cerrados rezando un rosario.

—Disculpe señora, por favor…le tengo que hacer una pregunta y quiero que sea clara. El señor Vizcaya: ¿cómo tomaba sus tragos, con hielo o sin hielo?

—Con hielo. El señor solía tomar las cosas con hielo.

—¿El hielo lo compraban en alguna parte?

—No. En la casa hay una dispensadora que los hace en cubitos.

—¿Dónde está? Llévenos.

La máquina dispensadora estaba en un pequeño cuarto en la parte trasera de la casa. Estaba junto a los suplementos de jardinería y alimentos de conserva. Era un modelo Hoshizaki, de tamaño mediano, parecido a esos que ponen al final de los pasillos de algunos hoteles. Mientras mirábamos por encima la máquina la señora Nilde tuvo un breve lapso de lucidez:

—No les había comentado, señores, pero esa máquina estuvo un buen tiempo dañada; fue antes de ayer que el señor Dávila vino a repararla con un técnico y la puso de nuevo a funcionar. Dios lo bendiga. Es un buen hombre, aunque siempre que lo veo está triste.

Nos miramos todos en silencio. De inmediato se llamó al personal de análisis para revisar el agua que estaba depositada en la máquina. Los resultados mostraron la presencia de partículas tóxicas en el vital líquido. El veneno se concentraba en el hielo.

Miré a Blas con emoción cómplice. El caso se había resuelto. Solo quedaba ordenar los hechos del crimen para reescribir el informe. El día miércoles el ciudadano César Dávila fue con un técnico a la residencia de Rogi Vizcaya con excusa de reparar la dispensadora. El técnico ubicó la falla en un condensador que se había quemado en algún pico de corriente. Dávila aprovechó las pruebas para poner en el depósito una cantidad considerable de cianuro en polvo que pasó a disolverse en el líquido. Confirmamos después, al revisar el inventario, que el químico había sido extraído del depósito del laboratorio fotográfico donde trabajaba. Al quedarse solo Rogi se preparó el trago de ron agregando los cubos de hielo al vaso, volviendo a estrenar después de mucho tiempo la máquina. Haciendo la dedicatoria el hielo se derretía lentamente. El cianuro es miscible en agua y alcohol, por lo que el trago se convirtió en una dosis sumamente letal para matarlo rápido. No le dio tiempo de hacer nada.

Por el trazo ilegible de la cita de Wittgenstein comprobamos que Rogi no había terminado la frase. El compañero Blas ubicó las oraciones faltantes para completar el informe: Si por eternidad se entiende, no una duración temporal infinita, sino intemporalidad, entonces vive eternamente quien vive en el presente. Nuestra vida es tan infinita como ilimitado es nuestro campo visual (Tractatus, prop. 6.4311).

Ciertamente, más allá de las demostraciones lógicas (que están presentes en el uso del lenguaje cotidiano), para la resolución de ciertos casos son necesarias las proposiciones místicas (que están presentes en las disoluciones más simples).

That astonishing thing…

Fuimos a buscar al fotógrafo. Ni su esposa ni los empleados del laboratorio sabían su paradero. Agotadas las opciones quedaba solo la referencia de Cálcifer. Ella vivía en un complejo residencial de torres grises gastado por las filtraciones y el descuido del granito. Los pasillos que conectaban un edificio con otro me provocaban una sensación de asfixia. Sorprendimos a Dávila entrando al apartamento. Al vernos hizo un sonido extraño, incomprensible, seguido de un:

Maldito Cicerón…me jodieron…            Ella...

Dio un paso en falso, tropezó y cayó por las escaleras. El sonido del quiebre es inolvidable. En el fondo se oyó un grito de horror: el lamento de Cálcifer. Lloraba sobre el cuerpo tendido de César, mientras los vecinos se amontonaban confusos alrededor de esa pequeña isla de carne y sangre. Un derrame cerebral lo mató al instante.

En el apartamento entre los cosméticos de Cálcifer, encima de un ejemplar corroído de La Escolopendra, estaba el recipiente del veneno.

Alexander JM Urrieta Solano

Caracas, 30 de agosto de 2020

Tanizaki en Las Vegas

Últimamente he tenido inclinaciones por las reflexiones que pueden hacerse sobre el espacio. La lectura de dos ensayos me adentró en una discusión sobre la forma en que podemos percibir los lugares que habitamos, o que llegamos incluso a contemplar con fascinación en la velocidad que nos sugieren las imágenes, que percibimos con cierta irritación todos los días en nuestras pantallas solitarias, en rutinas que a veces no tienen mucho sentido como para prestarles atención.

Nuestras prácticas cotidianas están ritualizadas y esconden, en mayor o menor grado, ciertas actitudes neuróticas. Raras veces hacemos uso de la conciencia para nuestros movimientos generados por defecto en los lugares que habitamos: como cepillarnos los dientes, ponernos las medias, amarrarnos las trenzas y ponernos desodorante; son cosas que hacemos sin mucha contemplación ni demora. Tampoco nos detenemos en las acciones que acontecen en la rapidez de nuestros quehaceres: preparar el desayuno, ordenar la vianda, enlistar las prioridades. Ya fuera de casa es donde ocurre todo. A mitad del trance de tu viaje recuerdas haber olvidado algo. Ese algo provoca una falla en el sistema cognitivo. Son contadas las veces que has olvidado salir de tu casa sin ponerte desodorante. Se trata de un salto misterioso en el algoritmo de nuestros cuidados primitivos, una conspiración contra nosotros mismos. Da rabia. Pasa. Se asume la falla y se sigue adelante.

A veces solemos dirigirnos a un sitio cualquiera, pero lo hemos hecho tantas veces que importa poco si leemos los avisos o las señales del tren, si asimilamos las expresiones de la gente enturbiada que como tú acelera el paso porque va por igual tarde al trabajo. Tampoco nos preocupa detallar los rostros sombríos de la gente que apretada en los vagones participa de mala gana en un festival de máscaras. Las sugerencias de los espacios que creemos conocer por costumbre tampoco parecen decirnos algo, ni las inconsistencias del camino, de ese tránsito por tantos lugares cambiantes que mayormente no sabemos mirar. La escena parece la misma de todos los días. Y crees sabértela de memoria.

Con el hábito de la lectura sucede algo distinto que cambia toda la formulación de nuestro andar y de mirar los espacios. Ella te permite estar más consciente de los detalles de la rutina. Ciertas lecturas esconden un misterio que no sabemos explicar. Leer sin duda es pensar, ejercita el músculo de la lengua, el más fuerte del cuerpo. No es tampoco eso que leemos para pensar, sino que a veces leemos y encontramos algo que en algún momento llegamos a pensar, tal vez por mucho o quizá un instante de tiempo, pero lo hicimos y eso es lo que inquieta y emociona. El asombro está en ese hallazgo, en haber visto escrito eso que llegamos a pensar alguna vez, quizá de otra manera, pero lo vemos luego todo más claro, más sencillo y contundente; sin duda, algo que de no haber descubierto en esa lectura seguiríamos creyendo que es algo imposible retratar de tal forma. Son situaciones azarosas, accidentales, que dotan de un sentido especial al día entero. Luz. Cumplida la jornada regresamos turbios y contentos a casa, a nuestro rincón de universo. Hacemos cuenta en el cuaderno de nuestro nuevo descubrimiento. Mañana entonces, repetiremos los mismos procedimientos. Y así.

Me sucedió primero con la lectura de El elogio de la sombra, un lúcido ensayo del escritor Junichiro Tanizaki publicado en 1933, donde de manera magistral elabora unas reflexiones sobre las virtudes que definen la cultura japonesa en relación a un rasgo elemental: la oscuridad, la sombra. Vista desde los grandes relatos occidentales, la sombra es un concepto relacionado casi siempre a connotaciones negativas, antagónica a la luz, a lo que resulte luminoso; la luz es una alegoría de clarividencia, divinidad, ideas y ocurrencias.

Sin embargo, Tanizaki destaca las sombras no solo como un rasgo que brinda estéticas superiores a los espacios y las formas de conducir la vida, sino que exalta las particularidades de la idiosincrasia japonesa en función de ella; presenta lo japonés como una cultura que se vale de la oscuridad para destacar sus tradiciones y preservarlas dentro de sus prácticas cotidianas. Desde la arquitectura, para  la construcción de una casa hasta el empleo del papel y la tinta para escribir; del teatro, donde la falta de luz destaca la belleza de los personajes en la puesta en escena de una obra Bunraku (teatro de títeres),  hasta en la gastronomía, en la elaboración de diferentes platos usando instrumentos elaborados con materiales y técnicas propias de Japón.

En general, sin importar de dónde provengan, los cocineros se preocupan por los colores de la comida, combinándolos con los platos y las paredes del comedor, pero en el caso particular de la comida japonesa las vajillas blancas nos quitan el apetito. Tomando como ejemplo la sopa de miso con que desayunamos todos los días, su color nos confirma el hecho de que los platos típicos de nuestra comida han evolucionado para ajustarse al ambiente de penumbra de los hogares antiguos (Tanizaki, 2016, p. 33).

El autor hace una crítica contundente a la obsesión que los occidentales tienen por el exceso de luz. Ese afán está presente en los detalles cotidianos, nuestra obsesión por el deslumbramiento de las cosas, reflejado en la blancura de nuestras pocetas, por ejemplo, que para el autor resultan ser de mal gusto, porque en el uso diario se evidencian paulatinamente manchas sobre lo blanco, exaltando el deterioro y lo repugnante. Para Tanizaki el baño es un lugar de intimidad donde hacemos las más elaboradas reflexiones, por lo que su diseño tiene que ser meticuloso y casi sagrado.

No hay lugar más placentero para pensar que un baño japonés, donde todo está hecho con madera y en la medida que se usa se ennegrece, haciendo del lugar algo más apacible para realizar nuestras necesidades esenciales. Para Tanizaki en esa quietud tenebrosa contenida en la penumbra está el sentido misterioso y estético de los espacios. La oscuridad meditada resalta y embellece las cosas.

El malestar de Tanizaki está en el derroche de las energías lumínicas en detrimento del descuido de las tradiciones, su negativa al proceso de modernización radical; la  transformación obscena de su país con la llegada de las compañías eléctricas y las propuestas imperantes pautadas por los préstamos occidentales.

Me pregunto ahora por qué los orientales insistimos en la búsqueda de la belleza entre las sombras. Según mi modesto conocimiento del mundo, los occidentales no saben apreciar la sombra a pesar de que han atravesado, ciertamente, largos periodos sin electricidad, gas o petróleo. Desde la remota antigüedad los fantasmas japoneses carecen de piernas, mientras que los occidentales aparecen con sus cuerpos transparentes haciendo visibles sus extremidades. Este detalle tan trivial revela la tendencia fantasiosa de los japoneses hacia las sombrías tinieblas, en contraste con el gusto de los occidentales por la deslumbrante claridad. En cuanto a los utensilios cotidianos, los japoneses preferimos los colores asociados con los diversos grados de oscuridad, al tiempo que los occidentales se inclinan hacia la luminosidad solar. La herrumbre que apreciamos en los objetos metálicos, ya sea de bronce o de plata, les resulta repugnante por sucia y antihigiénica a los occidentales, que los pulen al máximo. Ellos blanquean las paredes y el cielo raso con el propósito de eliminar las manchas oscuras de los rincones. Siembran césped en los jardines, mientras nosotros sembramos árboles frondosos. ¿De dónde proviene esta diferencia de gustos? (Tanizaki, 2016, p. 61).

Más que preguntarnos como lectores en dónde están las diferencias, es mejor preguntarnos qué tanta importancia le damos a las sombras en nuestras vidas, y cómo ellas sugieren nuevas perspectivas de sensibilidad.

La segunda lectura fue el ensayo de Zerópolis, del filósofo francés Bruce Bégout, que habla sobre la ciudad de Las Vegas. Ciudad mensaje, de régimen ludocrático y economía del despilfarro. Destinada única y exclusivamente al consumo y la diversión, por medio de la irritación por imágenes y luces de neón. Pozo de energía, devoradora y risueña, la ciudad del juego se ha situado bajo el doble símbolo de la electricidad y del átomo, de la onda y del choque. Ella habita cómoda en nuestras mentes, se expresa en nuestros gestos y aspiraciones ordinarias. Todas las ciudades anhelan ser como Las Vegas: deslumbrantes.

La ciudad está ubicada en el desierto de Nevada. Lugar que durante un tiempo estuvo destinado a constantes ensayos atómicos que le dieron el título honorífico de Nuclear state.

En los años cincuenta, los casinos aprovecharon la proximidad geográfica de los ensayos nucleares para convertirlos en emblema de la ciudad: veladas atómicas, cortes de pelo atómicos (atomic hairdo), cócteles atómicos. Ignorando los riesgos de la radiación nuclear (el gobierno federal no los reveló oficialmente más que a comienzos de los años sesenta), algunos hoteleros llegaron incluso a organizar picnics en el norte de la ciudad para asistir en directo al espectáculo de las terribles explosiones en forma de seta. Por su parte, en 1953, el Atomic View Motel garantizaba en sus folletos una vista impecable, desde cualquiera de sus habitaciones, sobre el fenómeno (Bégout, 2007, p.19).

Es un hecho curioso que la bomba atómica simbolice la destrucción del último mito válido de la modernidad: el Sol. Elías Canetti escribió en 1945 que tras los eventos de Hiroshima y Nagasaki la luz solar es destronada por el poder nuclear. El hongo atómico se ha vuelto la medida de todas las cosas. Lo pequeño ha triunfado sobre la inmensidad indescriptible: una paradoja de poder (Horrocks, 2004). Y es más curioso que durante un tiempo miles de espectadores se reunieran en terrazas de hotel, en medio de un desierto, para contemplar con cierto deleite radiactivo la fiesta de la insignificancia humana. Nuestra capacidad destructiva, engendrada en la religiosidad del progreso, la ciencia y la razón.

Las Vegas por su exceso de luces puede verse desde los satélites que orbitan el espacio. Es la ciudad del desierto y de la nada. Simulacro urbano que atrae con sus edificios resplandecientes, y presagia el porvenir de todas las ciudades contemporáneas. El visitante se encuentra sumergido en un constante bombardeo de imágenes y distracciones que le impiden tener una noción clara de dónde está.

Es preciso abstenerse de cualquier ironía de la distancia. Es ahí donde reside el poder primordial de la alucinación espectacular de Las Vegas: en convencernos de que es mejor no dejar de creer […] Las Vegas se mofa de todo. Convierte toda realidad en escarnio. Sin preocuparse por la historia, tritura cualquier evento humano en un quimo electroquímico y paródico que no deja absolutamente nada intacto (Bégout, 2007, p.15).

El Strip de las Vegas, emblema de la ciudad en la que se concentra la descripción de Bégout, comprende una zona de casi siete kilómetros repleta de colosales y lujosos hoteles casino y luces neón. Estos complejos comprenden cadenas de restaurantes, espacios para toda clase de eventos musicales, pirotecnia y coreografías que se repiten diariamente hasta el cansancio, donde lo cotidiano gira en función de una actividad ancestral: el juego.

Uno se imagina qué impresión tendría el escritor japonés, tan arraigado a la belleza espectral de antaño, si visitara la ciudad de Las Vegas. ¿Reforzaría sus creencias concluyendo que Occidente desconoce la virtud que puede encontrarse en la contemplación de las tinieblas? Creo que estaría profundamente asqueado ante tanta exageración luminosa.

Contrastar los excesos con lo precario nos hace pensar en qué tipo de equilibrio podemos encontrar en los espacios que habitamos, hablando en términos de claridad.

Me quise hacer la imagen de Tanizaki caminando atónito por el Strip de Las Vegas, agitado por la multitud que no mira por dónde camina, hipnotizada por los anuncios de neón que indican a los viajeros cómo tienen que moverse. Me quise hacer la imagen de Tanizaki entrando al Caesar’s Palace, recorriendo los pasillos llenos de huéspedes moviéndose como autómatas frente a las máquinas tragamonedas, en medio de un espectáculo electrónico repetitivo donde se pierde la noción del tiempo. Me quise imaginar a Tanizaki dirigiéndose al personal del bar del hotel buscando sake, viendo que el exceso de luz y aire acondicionado han dotado de cualidades criogénicas al personal, que parece estar muerto en vida, cerrando sus ideas con una sonrisa artificial y un have a nice day. Me quise hacer la imagen de Tanizaki contemplando fijamente la Esfinge de Fremont Street, que con su aspecto monstruoso de parodia egipcia, vigila la entrada del downtown. Ella no logra seducirlo pues él sabe que tal inmensidad solo oculta una crueldad sin límites.

Rodeada de pantallas donde desfilan sumas astronómicas, sus enigmas consisten en series de números incomprensibles que suministra con aplicación. ¿Se trata acaso de la suma que pide? ¿O de la que ofrece? Todo el mundo vacila. Al cliente que osa al fin desafiarla, le lanza una mirada cargada de codicia y desgrana sin emoción su rosario numérico. Sin embargo, nadie ha podido todavía pagar su precio (Bégout, 2002, p 136).

Estas formas de mirar nos pueden servir para pensar nuestra ciudad que funciona a media máquina, en una cartografía urbana de dominios confusos y claroscuros.

La ciudad que vivimos ha hecho los mayores esfuerzos por convertirse en un parque temático, que asocia y recrea eventos de lugares que no le pertenecen. La vida mental de las metrópolis, desde el punto Zero, se encamina en la tarea de alcanzar un estado donde la velocidad y el consumo son los ritos que pretenden saciar todas las necesidades materiales y espirituales humanas. Bajo esta forma tan rudimentaria y superficial es difícil mirar la ciudad de otra manera. Es fácil perderse en la luminosidad de las apariencias o el terror de la oscuridad.

El ejercicio más complejo es pensar nuestra ciudad sopesando los extremos entre la oscuridad y la luz. La carencia y el despilfarro sin duda son parte de una ecuación para explicar la incógnita de lo que ha sido y son nuestras tradiciones, y la forma con que la ciudad se nos presenta en sus edificios deformes, callejones sin salida, grietas y comas. Una mezcla siniestra de incomprensión.

Con su avasallante estética las vallas publicitarias, postes titilantes y semáforos miopes, iluminan, si es que pueden, algún trozo de calle o autopista. Los espacios lumínicos fragmentan y restringen nuestros movimientos, entre los lugares posibles para estar y los que por la falta de luz nos advierten de posibles peligros. Nuestra ciudad con sus rutinas particulares no está exenta de los cambios drásticos propiciados por la aceleración de las cosas, ni el reemplazo de nuestra cultura de memoria urbana por una de consumo instantáneo, que no sabe de virtudes ni gradaciones.

De cualquier manera, tal vez un ejercicio de alto grado, sea aprender a mirar y movernos por nuestra ciudad con cierta reflexión y cautela, como Tanizaki en Las Vegas.

Alexander JM Urrieta Solano

Referencias:

Bégout, B. (2007). Zerópolis. Barcelona: Anagrama.

Horrocks, C. (2004). Baudrillard y el milenio. Barcelona: Gedisa.

Tanizaki, J. (2016). El Elogio de la sombra. Caracas: Bid & Co. editor.

 

Alto Prado

Cuando uno de tus mejores amigos se quita la vida el impacto puede tardar en llegar. No me refiero al suceso sino a la reacción que tenemos ante el suceso. Nunca llegamos a conocer en realidad a las personas, ni ellas tampoco llegan a conocernos en una mayor complejidad. Tampoco nosotros somos capaces de conocernos en una medida clara, por lo que anticipar un suicidio es prácticamente imposible, en algunos casos.

Una oración como: “Gustavo se mató puede dislocar porque cada vez que volvemos a ella parece siempre decirnos algo distinto. Caer en cuenta que todavía se está vivo y sufriendo, que sólo en ese estado de trance que es vivir podemos ver abismados lo que realmente puede ser el mundo. Tan indiferente a nuestra existencia.

Volver al sitio de trabajo después de un trauma cuesta más de lo que uno se imagina, pensaba en mi silla giratoria. El escritorio es un laboratorio teratológico. Se tiene que lidiar de una manera vergonzosa con la disyuntiva de lo monstruoso y lo mediocre. Para hacernos una idea basta primero con ordenar y diagnosticar el desastre acumulado de meses y años. Las distracciones más pequeñas impiden darle un orden claro a nuestra vida.

Mi temor se aferraba en la idea íntima del suicidio, un tipo de suicidio que no tenía que ver con salir eyectado al espacio de forma deliberada, un suicidio no tan cercano pero sí relacionado al de Gustavo.

Hay un tipo de suicidio que consiste en la asimilación, que es tal vez el único que podemos encarar, tomar precauciones útiles ante él, cuando no menos disparatadas, no para evitarlo sino para soportarlo en la rutina de los días que nos toca afrontar con cierto grado de miedo. Esa forma de suicidio que es el tener que vivir después de fracasar. Allí está el epicentro del caos, el horror, la pesadilla de lidiar con nosotros mismos. Nuestros mayores temores presentes en cada página, en ese ritual pugilístico de la escritura. Las formas exageradas de retomar algo doloroso.

Voces sin importancia rebotan en las paredes de mi encierro. Como que sólo podemos tener un registro de las cosas que nos parecen urgentes. Pero qué pasa cuando eso que nos parece urgente lo sigue siendo de una forma repetitiva y dolorosa, algo así como el suicidio de Gustavo, que no podemos soltar porque sólo esa idea urgente es la que nos hace seguir escribiendo a un pulso distinto que no sabe de mejoras ni estancamientos. Que insiste en eso que tanto nos divierte de manera incomprendida y sádica. Lo urgente es obsesivo si lo volvemos a plasmar en la hoja una y otra vez.

Hay que concentrar nuestras energías cerebrales en todo lo que nos obsesiona, aquello que nos roba el sueño de los ojos y obliga a escribir a ciegas en la intemperie, en la tortura del insomnio y el duelo. A veces, pensaba en mi silla giratoria, quería tener la iniciativa de pensar en otra cosa que no fuese eso tan urgente, pero el suicidio de Gustavo era la constante que distraía todas mis empresas. Entonces el laboratorio de horrores arrojaba otra clase de resultados inesperados. No sabía si en mi intento de hacer otra cosa estaba condenado a la repetición. Volver por donde había empezado. Toda forma siniestra parte de una angustia especial.

Eso era lo más grande que había que aceptar, pensaba en mi silla giratoria, la obsesión que conduce a la enfermedad, un tipo de enfermedad derivado de la falta de sueño y desesperación. La ciencia de las enfermedades es la más poética de todas las ciencias, decía esto Gustavo. Los días nuevos se me presentaban como un desafío para una nueva maniobra elemental. Había diseñado mi propia fenomenología del fracaso. Una filosofía de la experiencia sustentada de forma exclusiva en la derrota personal.

Cada texto si lo tomamos con suma seriedad es un manual de instrucciones, un fragmento de memorias a la disposición del lector para que este lo recree, decía esto Gustavo. Los textos son ese juego eterno sometido a la precariedad del olvido, dependen de lecturas para seguir existiendo. Cuesta demasiado expresarse en un solo bloque, no puedo concebir otra manera de hacerlo, pensaba en mi silla giratoria. Cada trama impone cruelmente su propia estructura ósea. El cuerpo plagiario artesanal tiene quizá un rasgo original, su estética, nada más. Igual todo esfuerzo estético ha dejado de valer la pena. Si se trata de algo medio hecho o ligeramente mediocre pasa sin pena ni gloria por algo ridículo.

El texto en su contenido retrata una cartografía humana del pensamiento, decía Gustavo algunas veces, cuando nos dedicábamos a pasearnos horas y horas en ferias itinerantes, marcando libros, regateando obras maestras con comerciantes ruines y libreros. Otras veces robando, que era la forma más hermosa de adquirir un libro, pues era el trofeo que otorgaba el riesgo. Algunos libros, quizá los mejores, son los ventanales supremos que tenemos que encontrar por misterioso azar para dar una luminosidad desoladora a nuestra oscuridad. Subrayo luminosidad desoladora porque esa unión de palabras fascinaba de forma incontenible a Gustavo.

¿Qué texto desolador se hace su espacio en la calidez infernal y horrorosa de su tiempo? ¿Qué debe tener un texto para dejarnos perplejos?, me preguntaba en mi silla giratoria. Ahora nada nos parece asombroso. Y sin embargo lo más idiota nos conmueve. Todo es un refrito de lo bueno, pero a alguien que le apasione el oficio de la construcción no tiene por qué interesarle eso, al contrario, debe ignorar todos los comentarios de la banalidad de una época y seguir concentrado en su actividad de alto grado, decía Gustavo. Son fruslerías que sirven como pretexto para desmotivar y fomentar la flojera entre nuestros contemporáneos. Nadie se atreve a levantar algo grande porque la excusa es que ya todo está prácticamente hecho. Eso explica el auge de lo mediocre en este país de borregos y fanáticos, el culto a la sensiblería. Una fábrica de sueños Disney es más lucrativa que una exposición de horrores.

Qué duro es aceptar una narrativa de decepciones, pensaba en mi silla giratoria. Gustavo no sólo era mi compañero de investigaciones literarias y recorridos etílicos urbanos, era también un socio inestable con quien podía conversar acerca de mis patéticas inestabilidades.

Había conocido a Gustavo cuando repartía de forma gratuita pasquines de una red anarquista llamada El Libertario. Los anarquistas proponían una salida suiza de combate para poder superar ese molesto concepto del Estado. Pero era claro que no podías aplicar un anarquismo suizo disfrazado de latinoamericano, así como tampoco podías hablar de socialismo escandinavo para explicar la complejidad de nuestro país al norte del sur. Era muy sencillo mezclar realidades distintas, desde el centro a la periferia, porque esa actividad de extrapolar, hacer malabares de conceptos, vociferar la ignorancia para aplacar la ignorancia, era el hobby principal de los jóvenes de este país, que ya no sabíamos si vivíamos en el anarquismo o el zoocialismo, si era una cagada de la extrema izquierda o la extrema derecha. Al final éramos puras ideas de muertos, codicia de batracios y enanos. Generaciones perdidas en espirales de fibra óptica y revoluciones por minuto.

Nos resultaba (y nos resulta todavía) fácil imaginarnos el fin de todas las cosas, pero cómo nos cuesta imaginarnos una realidad distinta a esta, pensaba en mi silla giratoria. Cuando nos conocimos Gustavo me había ofrecido un ejemplar de La conquista del pan de Kropotkin, el cuál rechacé a cambio de un libro de Papini de cuentos titulado Palabras y sangre. Era claro que nuestros gustos literarios eran distintos.

Gustavo sabía pero no admitía la utopía escurridiza que sugerían las narrativas de nuestro tiempo. La excusa siempre puede ser que uno es sumamente joven y de pocas lecturas (poco experimentado), pero es lamentable cuando ves a personas mayores con excusas parecidas, que ponen en duda muchas cosas pero sobre todo la inteligencia propia, porque a veces llegamos a admirar a ciertas figuras por lo que dijeron o escribieron alguna vez, y luego después de un tiempo las vuelves a escuchar o leer y la fascinación de un principio se vuelve una especie de repulsión casi asesina.

Los adultos nos han engañado, ahora y que depende de nosotros recuperar el país, decía Gustavo entre moretones y escupideras de sangre. Toda una épica del desencanto. Mientras más crecidas veíamos a nuestras figuras de acción mayores eran los caprichos que conducían hacía la estupidez y la frustración. A pesar de tantas lecturas y experiencias no podemos dar ningún tipo de consenso a nuestras antiguas figuras de acción, que todavía sueñan desde una mentalidad infantiloide, y convencen a muchos de que basta sólo enlistar deseos y aferrarse a los delirios de mesías y escapularios. A la mayoría los años les pasan por encima sin cambiarlos en absolutamente nada: somos viles víctimas de un estruendo de cascos.

La salvación de Gustavo, y quizá la mía, lejos de todas estas ideologías rancias fue la estricta relación visceral con la poesía. También el consuelo de estudiar juntos en la escuela de sociología, en la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales. Ver clases con Gustavo generó entre nosotros una suerte de intimidad intelectual enfermiza, una complicidad adicional a nuestros íntimos procesos autodestructivos. Caracas no nos permitía ser jóvenes de otra manera. Nuestras conclusiones estaban mediadas por la ciudad que nos tocó de forma irreductible vivir (y sufrir), así como las visiones precarias del futuro, que por todo lo acontecido nunca existió. El futuro y la libertad son recursos indispensables de la imaginación.

Caracas fue para nuestras investigaciones el escenario ideal de una trama suicida. Una ciudad que reprochaba su pasado en el esplendor de lo que llegó a ser alguna vez. En sus ruinas de parque temático, en sus escaleras, en sus paréntesis y comas, en sus muros agrietados por la agitación, el disturbio y el descuido, recreaba eventos que ya no le pertenecían. El derroche evidente en sus esquinas y locales cerrados, en sus edificios y calles oscuras invadidas por la incertidumbre, por el sosiego embrutecedor que dejaron las promesas y la retórica. Legado apocalíptico nos dejaron las coreografías intensas de lavadoras y taladros petroleros en movimiento. Caracas daba la impresión desquiciante de estar siempre naciendo de nuevo. Una ciudad enferma, estancada en la nostalgia de lo que nunca podrá ser jamás. Caracas era el espacio carnavalesco por excelencia para la fundición de toda clase de sentidos, así Gustavo, así nosotros.

Nuestra labor detectivesca y libertaria, además de buscar pistas de maestros antiguos, consistía también en enterrarlos en todos los lugares posibles. Nos propusimos no sólo abrir una línea de trabajo literario, sino que además nos dedicamos a esconder bajo tierra y escombro incontables libros por la ciudad como parte de un oficio entusiasta. Excavadores empedernidos. Sembrar recuerdos y fijar paradas, decía Gustavo, con pala en mano y cigarro en boca caminamos por terrenos baldíos desde Parque Central hasta Parque Caiza.

Enterrábamos los libros porque carecíamos de un almacén decente para mantenerlos a salvo. Tenía la expectativa de que luego una vez abierta nuestra librería real los pudiésemos ofrecer al público. Al carecer de espacio enterrar libros era una tarea sucia pero provisional, como todo lo que se hacía en este país. Esconder libros en su mayoría robados que la tierra conservaría para evitar su devaluación exponencial, mantenerlos ocultos de la tirana inflación meteórica.

Era preciso elaborar un soundtrack para nuestras acciones, orquestar nuestra fantasía rocambolesca, nuestras ínfulas de grandeza, de que en actos insensatos nos podíamos perpetuar en las cosas. Las descargas de la banda punk Eskorbuto: Mucha policía, poca diversión, Cerebros destruidos, mis canciones favoritas del disco Maldito País, y seguido en modo aleatorio la ópera del Barbero de Sevilla, el Adagio un poco mosso de Beethoven, fueron referencias para equilibrar nuestro oficio librero acabatrapo. La música era la forma de salvación de todas nuestras pesadillas, pensaba en mi silla giratoria. No tenía ningún sentido nuestro trabajo, la verdad tampoco importaba mucho lo que podía pensar la gente.

En la escuela éramos un par detestable. Ahora sólo soy un idiota detestable. Nuestra praxis política era un afán de recrear una parodia. Este el sueño de los héroes, nuestro sacar en cara el mañana, decía Gustavo. Nuestra diversión orbitaba en la piromanía y el mar. Varias veces nos entretuvimos quemando montañas de libros de autoayuda y ejemplares de El Principito, convenciendo a estudiantes confusos que en el fuego y el ska estaba el sentido de la vida, que bailar alrededor del caos era una terapia de redención: lo esencial es todo eso que aterra y nos encandila los ojos. Queríamos llevar todo al extremo. Mientras me balanceaba en una hamaca a las orillas de una playa en Unare, pasando los demonios de la resaca, Gustavo aprendió a hacer nudos marinos. Meditó de manera silenciosa la eficacia de una soga.

A Gustavo lo encontraron ahorcado en la terraza de su casa en Alto Prado. El suicidio, como todos, ocurrió en una hora imprecisa. Los cuerpos forenses al llegar a la escena hicieron una revisión exhaustiva de la casa en Alto Prado, que consistía en interrogatorios a los vecinos y el saqueo de bienes materiales que nadie volvería a reclamar. ¿Cuáles eran los bienes de Gustavo?, sus libros sobre materialismo histórico, su franela de los Tiburones de la Guaira, equipo que lastimosamente no vio ni verá ganar. Sus novelas rusas de resurrección y filosofía griega, su colección personal de textos de García Bacca publicados por la Universidad Central de Venezuela. Su petaca de acero inoxidable para el ron, el cocuy, el vodka, o el aguardiente. Los poemarios de Ludovico Silva: el poeta más lacra de nuestro tiempo, y Sor Juana Inés de la Cruz: hombres necios.

Recuerdo que varias veces caminando por Sabana Grande Gustavo me preguntaba: ¿Dónde aprendió tanto Sor Juana Inés?, y yo le respondía que de sus encierros con Dios y de sus escapes por el mundo. Era claro que se masturbaba fantaseando con el propio Cristo, decía Gustavo. Una experiencia religiosa la dotaba de versos poderosos, pensaba en mi silla giratoria. Una experiencia así también la puede provocar el contacto de una cuerda con el cuello, un pie en el piso y otro pie en el vacío, a solo un paso de sumergirse en la nada, el instante le da un valor ingrato a toda clase de fuga.

Días después del entierro de Gustavo en el Cementerio del Este tuve que ir por petición de su madre a lidiar con la monstruosidad que había dejado su hijo. Al parecer yo era el único capacitado para ordenar y examinar todos los escritos relacionados con la (excesiva y minuciosa) investigación y documentación personal. Incontables pilas de libros me reprochaban las tareas pendientes. Bocetos y dibujos en bolígrafo me sometían a una labor casi arqueológica de levantar hechos imposibles.

La casa de Alto Prado estaba bajo los efectos siniestros del suicidio de Gustavo. Las personas que rondaban la casa también estaban bajo la sombra del suceso. Se movían de un lado a otro, como espectros agitados por el parentesco y la locura. Yo también estaba bajo la impresión del suicidio de Gustavo. La expresión que todos podíamos demostrar en la inmensidad de esa casa, construida por los padres ingenieros de Gustavo, con el fin de destinar ese espacio al habitar de la máxima felicidad posible de todos, era el asombro de una ruina de proporciones arquitectónicas molesta. En cada pasillo un eco insistía en un dolor sostenido. No sólo estaba el olor de libros viejos y cosas guardadas en cofres, vitrinas y gavetas, sino el olor mismo del encierro y de la muerte.

Tanta tristeza gris como la niebla. Ordenar y examinar. Era algo que hubiese querido él, decía la madre de Gustavo, que continuaras con aquello que habían emprendido juntos. Algo que hubiese querido él. Cinco palabras que formaban un deseo desagradable. ¿Algo que hubiese querido él? Realmente no lo sé.

Era ya una incomodidad dolorosa para mí sentarme en el escritorio de trabajo de Gustavo. Ordenar y examinar los escritos relacionados con nuestra investigación acerca de la identidad lectora caraqueña. Una investigación que se trataba de un trabajo inédito en la escuela de sociología, que exigía el más alto grado de concentración y calibración, porque toda labor innovadora promovía una destrucción paulatina del cuerpo, así Gustavo.

Mi mayor malestar fue encarar entre confusión y lágrimas la monstruosidad de mi amigo. En medio del desorden tenía la sensación de estar asfixiándome a la orilla de un río.

Es lamentable que sean siempre esas personas que quisimos tanto por su talento y cuya cercanía era tan amena y especial, aquellas en las que descansaban nuestras esperanzas, las primeras en irse, las que tienen el valor descarado de matarse. Comprendí que muchos en un momento determinado son aniquilados por la monstruosidad de sus vidas. Uno puede decidir lidiar con ella, asumiendo que incluso tal monstruosidad nos amenace y haga de nosotros algo más terrible. No existen garantías de lo que podamos llegar a construir. Los costos de construcción son elevados y demenciales. Todos tenemos un punto decisivo en nuestra vida en la que podemos evadir o acometer y terminar nuestra monstruosidad, asumirla como una obra de arte escandalosa que sólo podemos afrontar en un desamparo absoluto, solos, y en donde todo está en nuestra contra.

Rabia espumosa. Gustavo me había dejado con sus Pobres Gentes y Noches Blancas. Me había dejado el pelero. Ahora me tenía que debatir solo con la monstruosidad que habíamos emprendido juntos, una empresa intelectual de construcción que no podía ejecutar nadie más que nosotros, porque muchos tenían esos deseos de construir algo pero no todos estaban capacitados para construir. Ya en una ausencia donde la desgracia era impeorable buscaba la empatía del suicidio. Me parecía digno de valor que alguien de forma violenta decidiera irse de este mundo estúpido. Pensándolo fríamente en mi silla giratoria me pareció que ahora podía estar mejor, que fue la decisión más sensata que pudo haber tomado. Sé que esto resulta descarnado, pero me alivia pensar así.

Sólo quedan reflexiones póstumas del suicidio de Gustavo. La vida por muy caótica que fuera tenía que seguir. En esa casa de Alto Prado hice un recorrido inquieto de los espacios vacíos de un criminal cuya tesis violenta nunca retrocedió ante nada. Era parte de mi duelo convertir esa desgracia en una obra, reconstruir los hechos de la manera más egoísta posible, asumiendo un estado de agotamiento mayor, una forma desesperada de conservar a mi querido amigo en las tinieblas letras, en el éxtasis del recuerdo.

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Alexander JM Urrieta Solano

La isla, mi ciudad

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“La actualidad no tiene esperanza, y la actualidad no tiene futuro: el futuro será exactamente de nuevo una actualidad.

Estaba tan asustada que había permanecido todavía más quieta dentro de mí. Pues me parecía que finalmente iba a tener que sentir.”

Clarice Lispector

Estaba muy cansada del trabajo. Creo que una de las cosas que se me hace más difícil es mantener la compostura. Transmitir esa mirada tranquila frente a las personas que me quieren.

Quiero dar la impresión de que siempre conservo la calma y que soy fuerte, que puedo maniobrar en cualquier tipo de situación extrema. Aunque en realidad, son más las veces que me desmorono por dentro que las que puedo demostrar al exterior con franqueza.

Siempre sucede algo, como que al final de cierto punto, algún percance o situación trivial nos termina quebrando, y una se pone a llorar a cántaros en alguna soledad de vagón de metro, regresando de algún sitio agitado. En medio de los ruidos molestos y ese ambiente de asfixia general de roedores humanos, de personas agotadas como yo, con las mismas ganas de volver a sus casas. Tomar la ducha fría, si por suerte se tiene agua.

Vivir en Caracas me ha servido para refinar un tipo de silencio que me hace sentir distinta.

Me cuesta darme a entender. A veces para economizar palabras cambio algunas emociones por signos. Un ejercicio que cuando no es absurdo es indispensable para combatir el aburrimiento. Es como si se tratara de un juego personal, una especie de trama donde registro un lenguaje esotérico que me sirve para lidiar con mis rabias y tristezas, de sentirme siempre otra, de que me haya acostumbrado a sentirme cada vez más irreal.

Toda mi vida aprendí a verme con otros ojos. Y esto lo fui comprendiendo cuando empecé a sentir esos cambios toscos en mi cuerpo. Y ese ritual familiar donde cada miembro cercano empieza a decirte cómo tienes que asumir esas transformaciones. Esa obligación de tener que siempre ser linda, de llamar la atención a los hombres, como si en algún punto pasara de ser una niña a una valla publicitaria que pide una atención desenfrenada. Atención que a estas alturas de mi vida no me interesa.

Hay una especie dolor general que he sentido en mi generación. Es como si en la ciudad solo hubiese aprendido a tener miedo de todo lo que no soy

Me molesta a veces que muchos hombres, que corresponden a una muestra de interés, se disocien de la idea de que una mujer lea entre líneas. Quizá no he tenido la mejor de las suertes. Prácticamente he podido hacer una lista sobre las cualidades innatas de hombres que solo viven para ser modelos de lo que nunca se tiene que ser. La lectura no es un requisito, pero ayuda a descartar ciertas cosas y nos ahorra tiempo. Un amigo siempre me comenta que los hombres no sirven para nada. Ellos asumieron un compromiso para el cual ni siquiera fueron llamados.

Al comentar estas cosas siempre sale el comentario falaz de que soy feminista y que ese odio hacia los hombres no me hace una mujer accesible. Todos se van por los argumentos más fáciles de llevar. Sin escatimar esfuerzos en la inteligencia. Porque los hombres cuando piensan en estas cosas llevan todo pretexto a la potestad de mi vagina, y aparecen los contrastes de la cultura general, de las lecciones aprendidas en una pedagogía de guerra de los sexos y chistes de mal gusto, adjuntos de revistas y sopa de letras.

Están los extremos de que por mi condición pensante o soy rígida, o termino montada en un pedestal, porque mi aspiración más grande es tener a un hombre que me trate como una dama, algo que desde pequeños nos enseñaron, pero ¿acaso alguien simplemente no puede aprender a respetar al otro, sin conflictuarse por las distinciones? Esa idea me genera en primera instancia un imán de atracción.

Para desgracia de mi género, o de todas las grandes historias de las ideas que incluyen al género, los radicalismos establecen siempre las mejores definiciones en la masa ignorante. También con el tiempo me he dejado de mortificar por debatir con personas que sé que no tienen el mínimo interés por debatir, solo imponer su postura como si se tratara de una marca de refresco, postura política o creencia religiosa.

Muchas personas en su mayoría no están en la disposición de escuchar, sino que están concentradas en elaborar una respuesta mientras no escuchan. Responden en función de lo que le están diciendo, y de eso que apenas han retenido pero no comprendido, hacen de la comunicación un ejercicio que mortifica hasta las piedras.

Esas discusiones sobre mi condición femenina me tienen sin cuidado. Después de todo, una es la que tiene que ver cómo no permite que la sigan histerizando en esta ciudad, en este país, en este mundo, que gira en su propio eje y se apoya de un filoso falo, que por cuestiones alegóricas lo llaman en las mitologías como el Atlas. Otro hombre más.

Resulta todavía sorprendente para algunos hombres que una mujer lea, y que sobre todo escriba, con algunas deficiencias, todas las cosas que piensa. Este mundo de adultos y televisoras nos ha metido en la cabeza que las mujeres en primera instancia no piensan. Sobreviven gracias a su frivolidad y su insana batalla contra el tiempo, porque además tengo la obligación de mantenerme joven a los ojos de Dios y del resto de los hombres no tan dioses.

Pero es entendible. Estas prácticas son atribuidas a los hombres, porque nos han enseñado que nosotras no hacemos esas cosas, nuestras capacidades han sido direccionadas de otra manera. Como que sí. Al final esas mismas barreras de estereotipos nos dictaron lo que el mundo siempre ha sido.

Pasan los años y veo a las que por un tiempo fueron mis compañeras tan dependientes de sus parejas y sus oficios depresivos, sometidas en diversos grados a esa norma horrenda de tener que ser mujer, enfocadas en demostrar que son lindas y que aparte de eso son más felices que otras. Amigas que a pesar de tanta preparación no están satisfechas consigo mismas, no pueden concebir otra manera de mirar su cuerpo, ni mucho menos extender nuevos horizontes, porque pareciera que esa mirada masculina con la que se miden solo despierta rencillas entre ellas y nosotras, ante la broma que expresa un mundo donde tenemos que prostituirnos (de alguna manera) para que puedan tomarnos en serio.

Mientras se trata de vivir sin sosiegos, a nuestro alrededor pareciera que nunca dejamos de darle insinuaciones al mundo, plagado de malicia y lujurias.

Sobran los enfermos. Los hombres comunes e irrespetuosos, que parecen cortados de la misma tela embarrada en mierda, que pretenden que por cualquier cosa banal tenemos que abrirle las piernas, o tolerar con silencio e impotencia sus groserías al caminar por las calles.

¿Cuántas veces me he sentido violada por los relieves y las miradas de otros?

¿Cuántas veces sentí la traición de mis compañeras cuando en un consenso de vivencias una tiene que asumir la culpa de sus miserias? Aceptar que las cosas nos ocurren por ser tan putas.

Ante cualquier amenaza como mujer siempre tendré la culpa: porque estaba sola, porque nadie me mandó a estar en el lugar equivocado, todos juzgan de una forma tan severa las vidas que desconocen. Evidenciar cualquier error es una forma de ser tan vulnerable en estos tiempos de imágenes e hipocresía.

No quiero reducir estas molestias a la dificultad de ser mujer, pero si la de resaltar la idea de tener que existir en un mundo así y tener que ser mujer. No es lo mismo. Cada quien ha interpretado su reivindicación de la manera más viable posible. Muchos no entienden que el feminismo es uno de los tantos resultados lógicos de tantas luchas contra la diferencia que ha tenido la humanidad.

Todas las otredades han tenido que actuar de manera radical y desesperada porque el orden del mundo es tan sádico que no hubo ni hay otra manera de hacer las cosas. Esas reducciones de los esfuerzos por parte de las personas que adoran generalizar me indigna como ser humano. Críticas provenientes de seres insignificantes que no entienden el valor que tiene la palabra Lucha. No tengo que hacer de mi vagina una bandera cuando en toda mi esencia puedo establecer una completa batalla por mi gente. Mi dignidad, maldita sea.

Qué importante es aprender a reconocer los monstruos de las rutinas y la infancia. Eso es algo que Caracas me ha enseñado de la manera más hostil.

A veces cuesta aceptar que muchas de las experiencias giran en la mera idea causal de haber sido mujer. Y una tiene que aceptar esta tristeza de ser otra sin cuestionamiento porque en cualquier momento alguien te condecora con el título de loca, de que te falta sexo y aventuras, de que cada veintiocho días tengo que avergonzarme porque me sangra la raja.

Una no tiene que conformarse con las vacilaciones del mundo que solo te quiere meter el pene-paquete de que somos el País de las mujeres bellas. Como si solo bastara ese consuelo de reconocimiento tan superficial, de ser la Barbie idiota de mis círculos familiares y amigos, objeto de deseo y culto, pero propensa a que ante cualquier arranque de fobia pueda terminar flotando en el Guaire.

No puedo evitar pensar cuántos siglos de locura se evidencian en mi cuerpo, en mis palabras, en estas inquietudes amargas de sentirme sustancia y estar tan calmada ante tanto bochorno global, de esculturas célebres deportivas y descerebradas por la industria.

La ciudad es violenta de tantas maneras. Mi identidad es la de una máquina de asalto, una máquina de follar, hacer hijos y de propuestas carnales.

A pesar de los esfuerzos y esta sororidad que puedo compartir con todas mis amigas y extrañas, cada quien en su soledad asume una existencia vital como si se tratara de una isla. Somos un cúmulo de islas, de memorias comunes.

Estamos atrapados en esta ciudad invisible que pareciera estar gobernada por las apariencias y los crímenes. Aspiramos un aire más consistente para tener mejores ideas.

A falta de algo que ya no existe, Caracas siempre está surgiendo como banco de arena que exhibe sus ruinas, y que siempre permanece igual, indiferente a nuestros movimientos.

En ruinas como yo, que existe con orgullo visceral, en este cuerpo mío.

Alexander JM Urrieta Solano

 

Amor y control

Mamá pica perejil y cebolla con una destreza digamos, casi congénita.

Papá afila sus cuchillos con la paciencia de un samurái que entre sus escamas de dragón prepara todo lo necesario para prender los fogones.

Mi hermana explica la diferencia entre un café tipo gesha y un tipo moka, de los tipos de tostión y el equilibrio entre los aromas y la acidez de un café bien preparado.

Los invitados observan a mis padres en sus maniobras a cuatro manos. Ellos preguntan de manera cordial si pueden ser útiles en algo.

Mamá pide entonces que pelen ajos y separen las semillas de café y que luego las pongan en el molino de piedra.

Otro invitado se asigna a voluntad en preparar los tragos de cada uno. El voluntario prepara cada coctel con la astucia y gravedad de un brujo.

Otro barre el espacio, como alguien decidido a combatir el cambio climático.

Hay cerveza fría en la nevera. Saca y pica hielo hasta que queden al tope los vasos que hace calor y el cielo promete lluvia.

Papá bebe whisky con un poco de agua y el amigo de infancia ron seco, su mujer, bien selectiva, pide al voluntario mojitos porque desde el primero que probó supo que todo lo hacía bien.

La casa gira en función de la comida. La cocina es el epicentro de la amistad y la tertulia.

La cocina es la medida de todas nuestras costumbres. Los rituales más importantes ocurren entre ollas, cubiertos, risas, aromas y sofritos.

Mis padres amados desterrados de Indias dan a probar los resultados de una salsa buscando sugerencias.

Un poquito más de sal para esto, algo de romero y tomillo, pica más ajo para el camarón, ya verán que todo junto queda mejor.

La cocina es pura inspiración, decía mi abuelo Cabeza de Vaca, que dedicó toda su vida a la venta de carne y se ponía detrás de la oreja una rama de ruda para la buena suerte.

Hay personas, opina un extraño, que no tienen criterio ni para comer ni dar consejos.

Ven la cocina como una actividad tortuosa que tienen que ejercer todos los días al igual que las palabras.

Todo les sabe igual, y se conforman con lo precario de sus esfuerzos al crear un plato que al menos engañe al hambre.

Uno tiene que ser puntual con los amigos que escoge. Se llega a conocer a las personas mejor comiendo y bebiendo.

Los amigos son la familia que elegimos para nuestro viaje hacia la eternidad culinaria.

Tal vez, concluye el extraño, se trate de un punto de vista personal, porque en casa mi madre me enseñó siempre que uno aprende a querer desde el estómago antes que por el corazón.

Y la lengua, dijo una amiga de años, tan importante resulta ser a la hora de pedir algo. También probar afina nuestro criterio para tomar decisiones. Cada quien con su opinión. Igual es comprensible que comer sea un acto prescindible para muchos.

Nosotros hablamos desde un romance de paladar. Es difícil, pero comer es tan placentero. Incluso siento que paso cosas por encima de este placer. Sin embargo, no tengo afán de imponerle gustos a nadie.

Esta es la forma de felicidad que elegimos como tribu, nada más.

Alexander JM Urrieta Solano