El secreto del éxito japonés

En la casa se defienden de las estrellas. 

Lorca

I

Fui coordinador de una Fundación que dictaba cursos de oratoria y escritura en la biblioteca de un colegio.

Cuando acepté el cargo me dieron materiales para improvisar una oficina en el anexo de una casa en ruinas donde vivía alquilado.

Mis labores estaban repartidas en dos momentos que formaban una jornada completa. Por la tarde tenía que ir al colegio para abrir la biblioteca y quedarme hasta el cierre de los talleres. Con precaria expectativa acepté una forma de altruismo en mi vida. Llegaba con anticipación al colegio para armar el escenario de las clases, ordenar sillas y libros, montar el video-beam, barrer las sobras de los colores, despegar chicles y encender el aire. Por las mañanas tenía que estar en el anexo atendiendo llamadas por teléfono mientras llevaba el control de las inscripciones.

Era responsable de conservar los recuerdos acumulados de los que pasaron por ese cargo. Los objetos de la oficina venían en cajitas rojas etiquetadas con el eufemismo de juguetes anti-estrés para oficina. En un escritorio carcomido por las termitas ordené el inventario de la nostalgia: figuras metálicas balanceadas por imanes, péndulo de Newton, lámpara de lava, jardín zen en miniatura y una pelotica de gomaespuma impresa con la palabra Adelante.

Los sábados me reunía con mi jefe el señor Vunz. En los banquitos del patio nuestros diálogos se resumían a frases motivacionales para aplacar mi actitud negativa, cuando no era capaz de cubrir las inscripciones mínimas para el arranque de los cursos, así como trivializar la inconformidad de mi sueldo establecido, para defectos de la contadora, como honorario profesional. Las charlas aforísticas servían también para no hablar de la corrupción intestina del colegio, donde existía un ambiente de zozobra y desconfianza particular que reflejaba, en su lógica siniestra, la situación general del país. Lo único que importaba era llenar la biblioteca con cualquier tipo de público. Y ante mis preocupaciones, recibidas como lamentos bíblicos, el señor Vunz me respondía con su máxima resiliente favorita y siempre fuera de contexto:

El secreto del éxito japonés es hacer las cosas bien a la primera vez.

II

En el cargo pude aprender de escritores consagrados en un limitado trozo de país, uno donde por azar les había tocado existir: padecer una soledad específica.

Es necesario, decía la profesora Ribeyro, tener seguidores que orbiten en la obra que uno con esfuerzo ha creado, pero más importante son los detractores que destruyen la obra que ha caído en sus manos. Ellos son el caldo de cultivo para cualquier germen creativo. Esto es algo que no puedo decir en clases, más de uno dejaría de venir. Hay que mantener la ilusión de que todos pueden escribir, que no es lo mismo que lograr transmitir algo al escribir; son detalles. Los obstáculos forman la diminuta comparsa de las estrellas, desgracias con las que uno puede sostener su ego, uno que apueste a la vida, que dé la opción de la hoja antes que lanzarse por la ventana. Sin vanidad no puede existir el arte.

Soy parte de una pequeña constelación que abarca dos o tres municipios de la ciudad. Tal vez exagero, no te creas, decía con sus muecas agrieta-rostros el profesor Suárez, con su magister en narrativas hispánicas y mención honorífica en un concurso de cuentos que destacaba, en su papel de Sísifo, en el momento que se presentaba ante un público nuevo y entusiasmado cada mes. Al final no queda nada, decía tras una bocanada triste de fumador, no se puede evadir la infamia sistemática que forma olvidos tiranos, idiosincráticos, cuando se sabe que la voz no alcanza, cuando se sabe que uno no sirve más que a sus propios intereses. Hay que venderse como sea. Uno necesita el dinero. Se vive de transferencias, de la piedad del lector…

Y así el profesor Suárez terminaba el break de los cigarros, pisaba su colilla y me dejaba para irse con los participantes que lo envolvían en un cálido círculo de halagos y sonrisas de fuego.

III

Conocí a Zurama en el taller de Introducción a la escritura Creativa. Se inscribió también en el curso de oratoria que daban los jueves por la tarde, así que empecé a verla dos veces por semana. Tenía un pelo negro que le llegaba hasta la cintura. Era delgada y atractiva, de una piel tostada, como recién llegada de una playa. Usaba faldas muy cortas por lo que me resultaba inevitable mirarle cada tanto las piernas que mantenía cruzadas; digno de bajos instintos, esperaba la revelación de lo obvio en el momento que una de las piernas se cansara de soportar el peso de la otra.

Me empecé a hacer una idea de que podía gustarle.

Ella era cantante. Me mandó unos videos y audios mostrándome su talento. Ahora que lo recuerdo, su voz era estridente y subida de tono, algo que caracteriza en gran parte a las personas que no tienen realmente una voz para cantar, pero que tal vez, con disciplina y orientación pueden llegar a serlo; o en el mejor de los casos dedicarse a otra cosa. En un video Zurama se grabó con la cámara frontal caminando por un pasillo. Con una blusa roja, falda y botas de cuero interpretaba una canción de Christina Aguilera: Solamente tú…

IV

Mientras esperaba en el patio aprovechaba en leer novelas y textos de la universidad. Otras veces conversaba con el vigilante de turno que tenía un escritorio cerca de la entrada principal donde, si no estaba dando vueltas por el colegio, se sentaba a dormir inclinando la silla. Los lunes, miércoles y viernes estaba el señor Néstor, de buena conversa y muchas historias alteradas por una mitología personal. Creía en el recurso supremo de la fábula. Me hablaba de la amplia rotación de mi cargo. Nadie aguanta la rutina, decía, hasta los momentos eres uno de los que más tiempo ha durado.

Néstor cargaba un cuaderno que tenía en su portada un oso frontino durmiendo en un tronco. Durante su guardia nocturna se dedicaba a llenarlo.

—Hago cuentos para mi hija. Se los leo cuando la veo. Estoy divorciado. A veces no puedo verla tanto como quisiera. No me dejan. Uno es el malo. El trabajo quita tiempo para dedicarte a los tuyos. Escribir es una excusa para estar cerca de ella.

Le preguntaba sobre qué iban los cuentos y él me decía que había diversos temas, casi siempre de algo que veo camino al trabajo o de lo que escucho aquí de los profesores, lo que comentan las personas que vienen acá. Es un tema de tener oído. Hay que retener lo que dicen otros y luego anotarlo con rapidez porque después se olvida, decía Néstor, el oso.

—Una vez vi en el andén de la estación La Rinconada un rabipelado con suéter. Caminaba de un lado a otro. Estaba preocupado. Se me acercó a preguntarme la hora. Ya eran más de las tres y el bicho animal puso una expresión de horror. Me dijo que se le hacía tarde. Yo por respeto no quise meterme en sus asuntos, pero como se trataba de un rabipelado no pude evitar preguntarle el motivo de su angustia. Declaré mal unas facturas, me dijo. Yo me sentí mal porque no sabía nada de facturas ni declaraciones. Le respondí algo como: qué broma rabi te pelaste. La expresión en su rostro todavía no sé cómo describirla, era de horror, pero al mismo tiempo más allá del horror, algo que roza el espanto, pero muy en el fondo da risa porque la desgracia ajena es chistosa y uno quiere ocultar la carcajada. Algo así, no puedo ubicarlo. Tal vez sólo podía ser eso, un chiste cruel. Había gestos donde el animal me mostraba sus dientes chuecos y me provocaba risa, pero una risa buena, no burlona, de condescendencia, si así puedo llamar a una forma instantánea de gracia. No sé si lo que dije se lo tomó bien, porque justo llegando el tren el animal se lanzó a los rieles. El impacto sonó como cuando aplastas una bolsa llena de tomates, así lo puse en el cuento. La gente se asustó, pero como se trataba de un animal muy pequeño el tren siguió como si nada. Después la gente volvió a lo suyo.

» Entré al vagón tranquilo, sin tropiezo ni apuro. Me fui sentado. En el trayecto iba pensando en el aspecto aplastado del rabipelado dentro de la imagen fugaz de los tomates. También, por alguna razón, pensé en la Ignorancia, así, con la primera letra en mayúscula, no supe el motivo, o quise convencerme que no sabía, esa palabra en situaciones extrañas se afinca con fuerza en uno, sobre todo cuando sabes que no fuiste capaz de ayudar al otro. Un gesto es vital para tomar una decisión o insuficiente para evitar una tragedia. ¿Has leído a Esquilo? A veces es mejor quedarse callado. El control del silencio es un don. Quise escribir sobre eso, tratando de unir reflexión y vida, pero luego sentí que no había sitio para tratar el tema y me puse a pensar en otra cosa, en mi hija, en la impresión que puedo causar en ella con mis historias, en su rostro que cambia con violencia durante la ausencia, el paso de los años, en el pretexto fantástico que justifica el cuento, del tiempo que me queda y pierdo haciendo de vigilante… Lo más difícil es terminar algo sin desviarte de los motivos del principio. Disculpa…Así, más o menos, son los cuentos que pongo en este cuaderno.

Me dejaba pensando. Le pregunté cómo lo tomaba su hija y él me dijo que bien, de ese cuento me dijo que era una lástima que el rabipelado haya declarado mal, pero lo bueno es que su muerte no generó mayores retrasos. Es bueno que los personajes sean asertivos para la trama, el lector luego pensará lo que quiera. En este caso la ignorancia es una virtud inevitable, una condición natural para el avance de las cosas. Vea cómo es mi hija. Hay que contar historias honestas, decía Néstor, el oso.

—¿En un cuento son más importantes las acciones o las explicaciones?

—Depende ¿Dónde está la fuerza del giro?

—A veces en el gesto está la fuerza del giro ¿Usted qué piensa?

—No sé. Tal vez en el giro esté la expresión del gesto.

V

Después de la presentación el profesor animará a los participantes a compartir sus motivos y expectativas del curso/taller. (La coordinación tomará nota de las sugerencias y/o comentarios).

—Para escribir hay que tener valor. Pero se requiere de otra suerte de tripas para escribir sobre lo que en verdad nos interesa. Ahora, querer escribir y tener valor no garantiza que se escriba bien; tampoco garantiza que se logre escribir a cabalidad sobre lo que nos interesa. Y encima hacerlo bien. No es por desmotivar, pero eso es algo que deberían dejar claro en los talleres literarios. Muchas personas nos inscribimos sin tener idea de lo que podemos ser capaces o no de decir.

—Encuentro muchas semejanzas entre el proceso de escribir y cagar. Empezando porque ambos son medios de expresión y, a fin de cuentas, producciones humanas. Dependiendo de la gravedad de las oraciones, el estilo, las intenciones, la forma en que se presenta el texto, donde esté, sea dentro o afuera, tendrá un valor particular para quien interprete dichas expresiones.

—A mí me interesa en general todas las implicaciones que tiene la fragilidad de la vida en función de una cagada. Nada elaborado si nos quedamos en que aguantar las ganas de cagar es igual de contraproducente que aguantar la respiración. No sé si pasará lo mismo con el acto de escribir. Si aguantar las ganas de escribir son desesperantes como aguantar las ganas de cagar, entonces: ¿Tenemos las condiciones mínimas para volvernos, como quien dice, escritores?

—Un taller literario, básicamente, es un lugar donde el escritor aprovecha en robarse, si es que logró reunir al grupo adecuado (cosa que no puede determinar ni controlar pero que si lo consigue es una verdadera bendición de la providencia), las ideas de las personas que en principio pagan por escuchar de parte de ese escritor unos supuestos secretos del oficio.

—Hace años hice un taller de escritura donde sólo se enfocaban en técnicas narrativas. Un verdadero trauma. Sales con un saber que te ayuda capaz a leer mejor, pero no a escribir. Luego de culminar ese taller y haber presentado un cuento irrelevante en términos técnicos, como me dijeron aquella vez, decidí no escribir más. Un temor me invadía cuando sabía la gravedad de vida o muerte que implicada poner bien una coma. Es muy difícil. Un compañero que tuve en ese entonces decía que aprender a poner comas era lo más parecido al oficio del que aprende a desactivar bombas, o en tal caso, armarlas. Yo nunca entendí la analogía bélica, pensaba que un comista es aquel que tiene el ritmo interno de un baterista, alguien que domina las ciencias ocultas de la percusión, sus secretos los lleva dentro del cuerpo; no obstante, no todo percusionista es músico, así como no todo comista es un escritor de verdad, quiero decir, que lleve el ritmo a la letra. Ha pasado tanto desde ese taller, pero todavía me encuentro tratando de olvidar las técnicas. Rehaciéndome con todo tipo de materiales terminé trabajando en una ferretería. Irónico: terminé vendiendo herramientas. La soledad laboral es demasiado ruidosa. Me fascina la paleta de colores de la sección de pinturas. La mezcla de todo el espectro cromático suma la desidia de una jornada, esa repetición voluntaria donde mi fuerza de trabajo es procesada como sobrante de la industria cárnica. Pruebo las camas donde está prohibido dormir y soñar. Me repugnan los horribles diseños de productos que se ofrecen en liquidaciones a parejas jóvenes con pésimos gustos y cortas de dinero, cualidades de la humanidad sin alternativa, sin porvenir. Ignoro la indignación cuando veo a una madre que cachetea a su criatura en mitad del pasillo de las lámparas, mientras sacude la mano se reprocha el haber tenido hijos, y mientras maldice aprieta con furia la barra con que empuja su carrito luminoso hacía la esquina de los pesticidas. ¿Esa imagen, acaso, podría ser el presagio de nuestra extinción inminente? Ojalá. Estas escenas patéticas cotidianas son la fibra óptica de la escritura, ese tipo de cosas que, como digo, nada tienen que ver con técnicas narrativas, mucho menos con secretos, es simplemente mi vida: una que lamentablemente todavía soy incapaz de retratar.

—El escritor nunca admitirá ante su público que tales secretos del oficio no existen. No sirve comentarlo a otros porque sus métodos no pueden ser copiados ni asimilados por los demás. Se pueden plagiar las palabras, mas no la experiencia, ni el esfuerzo ni el dolor. Los escritores tienen que descubrir sus propios procesos de trabajo y por ende averiguar qué métodos van acorde a sus inquietudes espirituales.

—El moderador puede compartir sus experiencias con el grupo como parte de un acuerdo económico, dar testimonio residual de una experiencia que no puede replicarse bajo ninguna pedagogía (fuera de la existencia misma de exigirse, a punta de coñazos y frustraciones, escribir).

—Es evidente que un taller literario es un fenómeno del mercado. Se paga por la experiencia de poder escribir, aunque fuera de esa dinámica no lo hagas nunca.

—El escritor puede rentabilizar su farsa a partir de la expectativa de quien paga por él. Muchos creen que por pagar un curso y ganar un premio local se encaminan en la profesión de las letras. Esa es la ilusión de los mediocres, la base de una estafa: poseer mediante una transacción el bien de la palabra. Alguien diría que uno paga para que le enseñen, pero la escritura creativa no puede enseñarse. No es un saber, es un hacer.

—Es casi una cortesía invertir para que el artista hable de su hambre, de sus limitaciones, las bemoles y en parte los sufrimientos del arte, el fracaso, la insistencia que viene de la resaca diaria. Esa experiencia perdedora es para mí el contenido más gratificante de un taller al que yo estaría dispuesto a pagar. Un taller donde al terminar los participantes sean capaces de sincerarse con ellos mismos y aceptar si sirven (y están dispuestos) a tales entregas enfermizas de construcción. Mejor dedicarse a tareas menos infames, donde la palabra cueste menos, donde la imagen no refleje tanto nuestra debilidad. Aspiro un taller que revele lo que no somos, uno que nos dé como antesala, a modo de presupuesto, lo que tenemos que sacrificar.

VI

En el grupo de escritura creativa de los miércoles conocí a Graciela Drumont. Dentro de la planilla de inscripción, en la columna de profesión, se puso como trotamundos. Quería escribir porque consideraba que le habían pasado cosas muy locas en la vida. Tenía treinta y nueve años, piel blanca, tetas inmensas, espalda ancha y brazos bien tonificados. Me dijo que entre sus oficios practicaba el pole dance. Daba clases de zumba. Subía los fines de semana al Ávila. Fanática de la leche de almendras. Hacía yoga para mantener elástico su cuerpo. Me recomendó grupos apoyo en Caracas para dejar de comer carne, tema que no me interesaba.

Estaba también una pareja de contadores que profesaba el sexo tántrico; sostenían que dicha práctica salvaba relaciones podridas por la costumbre. Fueron ellos mismos los que, tras escuchar la experiencia de ayahuasca de Graciela la trotamundos, se pagaron un viaje alucinógeno en la clandestinidad de Galipán, experiencia que contaron con mucha alegría la siguiente clase.

Su viaje consistió en un recorrido extrasensorial a los rincones místicos del cerebro.

El contador estuvo atrapado en la jungla del inconsciente, vio a su Yo interior representado en la figura totémica de un gorila lomo plateado que se golpeaba el pecho y sonaba como los tambores de una orquesta.

La mujer tuvo un viaje más allá de las espirales del alma, viéndose en la casa de su infancia y caminando por un pasillo donde iba viendo escenas de toda su vida hasta llegar al final del rollo, la parte donde canta la gorda. Creo haber visto cómo voy a morir, dijo, pero en el viaje una voz me decía que debía conservar la escena como un secreto. Ella decía esto con una calidez incorrupta, casi orgásmica. Se puso a llorar. El esposo la miraba melancólico. Parecía entender, mientras su mujer compartía su delirio con el grupo que escuchaba con la boca abierta, que era mejor reservarse ciertos aprendizajes de un viaje, y más cuando se trata de uno realizado a las entrañas.

Anoté fascinado esas imágenes porque las consideraba más poéticas que etnográficas.

Un coaching ontológico, que tomó la decisión de ayudar al mundo luego de casi ser asesinado en un pub en la isla del Barbados, le contó al grupo cómo un destino errante lo había llevado allí, a esa isla extraña cuyo lenguaje no podía recordar porque la memoria es como una tiza. Él dijo aquellas palabras increíbles sin caer en cuenta que eran increíbles. Palabras que en su boca eran desperdiciadas por un afán de querer contar otra cosa. En su relato habló de la blancura de la playa y su reticencia a comer camarones con coco. Describió de manera confusa la semblanza de su asesino. El coaching ontológico habló con énfasis de una sombra. Cuando se está al borde de la muerte, decía, uno se prepara para encontrar la luz, ella se hace grande, te devora o te quema. Así debe sentirse la muerte. Pero sí no hay luz, decía, había que estar preparado para la oscuridad total, asumir el viaje al fin de la noche.

Maravilloso.

El profesor le decía que ahí estaba la base de un cuento, uno muy bueno. El resto del grupo secundaba la opinión. Ese es el cuento…Por ahí va la cosa…

Pero al coaching le daba igual. Insistía en un cuento de hombrecitos verdes mutantes invadiendo planetas desolados.

Leyó en voz alta después de una explicación innecesaria. El cuento: aburridísimo. Era de esos textos irrespetuosos que dejan la dura lección de que hay que evitar escribir así, como eso. El coaching abusó de anglicismos. Se jactó de mostrarnos un texto inédito en el género de la ciencia ficción. Alguien del grupo le preguntó si conocía a Robert Sheckley, este tomó la pregunta como una ofensa, a lo que respondió que no estaba interesado en hablar de nada que no tuviera que ver con su lectura. La ignorancia como es osada, recordando las reflexiones de Néstor, el oso, actúa sin vergüenza.

—Mis amigos —dijo el coaching interrumpiendo su lectura entre un párrafo y otro— han dicho que este texto es una monstruosidad. Estalactita literaria. No me quiero exceder. Modestia. Estoy aquí mostrándoselos, pero no debería, porque pienso publicarlo en una antología en el extranjero…pero voy a seguir…y las catapultas lunares de la estación Quaker-Kraft…

Ich kann es nicht verstehen.

¡No puedo comprenderlo!

Yo no entendía:

¿Por qué a ese hombre no lo mataron en Barbados?

¿¡Por qué!?

¿Qué hacía en la biblioteca, lastimándonos de esa manera?

Terminó de leer, pero siguió hablando de que su texto no era un cuento sino el primer capítulo de una novela, una trilogía, una saga, parecía no decidirse. Explicó los detalles del proyecto de una historia todavía no escrita, extasiado con el aire que entraba a sus pulmones, disfrutando su momento cumbre en la biblioteca, con todos allí escuchando y botando babas por la boca, volteando los ojos y teniendo erecciones, muriendo lenta y…

Afortunadamente hay formas de mandar a callar sin levantar la sospecha de que nadie está interesado en las cosas que andan diciendo.

Es un tema, dijo el profesor Suárez, incómodo y sin saber en qué palo ahorcarse. Una participante, bien astuta y que voy a recordar con alegría, dijo en relación al texto, entre dientes, pero bastante fuerte:

Dios le da barba a quien no tiene quijada.

Nos partimos de risa, a excepción del coaching ontológico. Después de esa sesión que nos leyó su dystopic teaser no regresó más al taller. Nadie lo extrañó. Algunos llegaron a decir que este había decidido volver a Barbados. Quise por un instante creer. Sin buscarlo aprendimos demasiadas cosas con aquel mentor de la vida.

VII

Regresaba con la trotamundos en el metro. Ella me hablaba de su experiencia en la Rue Crémieux de París. Trabajaba de mesonera en las mañanas y por las noches era bailarina de pole dance. No podía evitar mirarle las tetas. Qué fácil era decirle lo mucho que me gustaba a la trotamundos, pulsear en el trance de la parada de cada estación una invitación a su apartamento en Bellas Artes, tan fácil como ella diciéndome Aquí me bajo, si no se te hace tarde me puedes acompañar, te muestro dónde vivo y te doy un poco de café que traje de Estambul. Decido seguirla. Salimos al exterior. Atravesamos tomados de la mano las calles oscuras iluminadas por los puestos de perros. Me impregno del olor de margarina untada en las cachapas puestas en una plancha cerca de pilas de queso. El corazón se acelera. Casi todas las entradas de los edificios son sucias y tristes, pero esta vez son la antesala de una gloria, de un deseo que estalla en cada paso por aquel pasillo, en cada baldosa una escena erótica desfigurada. Sin mucho preámbulo hacemos el amor en el sofá. Uno. Dos. Tres. Cuatro veces. Como eremita descanso entre las tetas de la trotamundos. Desde una ventana enrejada con formas arabescas, como cosa rara en una ciudad tan contaminada, por primera vez puedo ver las estrellas desde un ángulo distinto. En mitad de semana, sin nada en los bolsillos, veía la realización de un sueño, los mundos posibles marcados en la punta de los pezones de Graciela la trotamundos, como la cúpula de esa mezquita que me describía, a la par de las puertas defectuosas del vagón por donde sale la gente sin esperanza, mientras yo en un par de implantes recuperaba las ganas de estar vivo. Bueno hasta aquí llego, decía, y salía de la estación mezclándose con la gente, desapareciendo como un destello por las escaleras. Preso de mis fantasías volvía al anexo solo, indispuesto a masturbarme con furia para después describir con precisión, una vez más, la ridiculez de mi existencia.

VIII

El señor Rafián me tomó desprevenido mientras pasaba la asistencia en la biblioteca. Me dijo que era escritor y sacó de su bolso con cierre mágico tres libros de su autoría. Me dijo que podía llevármelos para leerlos con calma y luego devolvérselos. Varios amigos me han dicho que dos títulos podían ser novelas totales, que podían ser difíciles de entender si no tenías el nivel necesario, pero no lo digo por ti, se ve que tú no tienes problema para leer, llévatelos. Y así seguía el señor Rafián.

No entendía la intención de la palabra problema en esa última oración. Era claro que el señor Rafián quería demostrar en términos materiales que era, en efecto, un escritor. Ese comportamiento narcistoide era un gaje del oficio. Algunos artistas no distinguen entre una persona y un mueble. Para el señor Rafián yo era una especie de perchero, una geisha complaciente a su servicio capaz de escucharlo, sonreír y ponerle en caso de ser necesario mi mano en su hombro, la señal sutil y consumada de aprobación a sus encantos. Debía estimarlo y tratarlo bajo los términos en que exigía ser tratado: como un artista.

Tres libros, muy amable que me quiera compartir sus libros. El compromiso es grande. Mi honestidad no fue suficiente para negarme a leer cosas que no me interesan. Bastó para no irritar la vanidad del señor Rafián. Le dije que me llevaría por cuestiones de tiempo el libro que yo escogiera. Al revisarlos vi que habían sido publicados y editados por él mismo durante los años noventa. Me decidí por un título sugestivo, pero lamentable: El sonido de la ausencia. Novela.

La parte inferior de la portada tenía una aclaratoria en una familia tipográfica distinta:

¿Quién coño pone esas cosas en un libro?

El señor Rafián me miró con ojos desorbitados esperando que dijera algo, una clase muy específica de comentario, un comentario al que tal vez en muchas ocasiones estaba, por culpa de relaciones poco sinceras, acostumbrado, su lenguaje corporal delataba a alguien demasiado seguro de sí mismo, alguien que busca recibir cumplidos para verse reflejado en el otro, incluso sin importar si ese otro se da cuenta, como era en este caso mi posición al estar sosteniendo de manera incómoda aquel libro entre mis manos, luego de cometer el error de leer en voz alta una aclaratoria, y estar tan cerca de aquel sujeto que por bastantes razones me daba asco, me vi en la obligación, en la terrible necesidad, de decirle algo.

—Mil novecientos noventa y nueve, qué buen año para las letras. Venezuela le dio un premio bien merecido a un grande.

—¿Sí? No me acuerdo quién ganó ese año. Son tantos que se pierden—dijo el Rufián.

—¿Cómo no se acuerda? Ese año premiaron a una de las mejores novelas escritas en estos últimos años… bueno, esa es mi opinión.

—A ver, recuérdame cuál novela es esa…

—El premio se lo dieron a Los Detectives Salvajes, de Roberto Bolaño ¿Ya se acuerda?

—Sí…claro, ya sé cuál es esa novela. No es tan buena.

—¿¡No es tan buena!? Depende. El tiempo ha dicho lo contrario. Pero entiendo que es cuestión de gustos. —Y quise enterrar el dedo en la llaga de Cristo, rasgarle las vestiduras a Caifás—. Fíjese también en los finalistas de ese año… una barbaridad: Las nubes de Juan José Saer, La tierra del fuego de Sylvia Iparraguirre, dos piezas argentinas; Caracol Beach de Eliseo Alberto, Dime algo sobre Cuba de Jesús Díaz, Mariel de José Prats Sariol, trípode cubano; Plenilunio de Antonio Muñoz Molina, español; Inventar Ciudades de María Luisa Puga, México; Margarita está linda la mar de Sergio Ramírez, Nicaragua; y una finalista venezolana: Victoria de Stefano con Historias de la marcha a pie…Pura mermelada, si me permite la opinión gastronómica, en cada novela se puede ver el queso fundido a la tostada, eso no hay que negarlo, menos dudarlo…Usted me entiende señor Rafián…Para escribir bien hay que leer a los hombres y mujeres que escriben de una sola manera: vitalmente, muy distinto a escribir correcto, porque hay gente que se expresa correctamente y no dice absolutamente nada, hacen textos mojigatos, sin alma, complacientes y prescindibles, yo le hablo de esos maestros que escriben de una manera maldita rigurosa y envidiable, y al mismo tiempo enseñan desde una desesperanza tácita que las palabras son estériles pero juntas siempre deben generar un efecto en nosotros, es una forma de aprender a leer, que en sí es muy difícil para luego ponerse a escribir, que eso tampoco es sencillo, luego en el proceder dejar algo que, no sé, provoque leerse, que sea vistoso, que las oraciones tengas pellejo, carne y sangre, que el lector necesite regresar, rayar las hojas, marcar frases que luego se puedan plagiar sin agradecer ni rendirle cuentas a nadie, es el masoquismo de la dificultad, una gimnasia de la crueldad…Todo desaparece….Pero no comento más, capaz estoy equivocado…

La semblanza del señor Rafián cambió por completo. Se puso a la par de una realidad insignificante hablando conmigo sobre su novela total. Me dio muchísima pena, pero la literatura es cruel por naturaleza, permite que toda situación pueda verse como un chiste, un recurso de la memoria donde nadie resulta en el fondo herido. Total, nadie va a leer esto que escribo. Marqué con una equis su nombre en el recuadro correspondiente al día. Di las gracias por el préstamo y seguí pasando la asistencia. La siguiente clase regresé la novela. No pasé de las diez páginas.

IX

Zurama vivía en un pent-house de las Residencias Rosal Plaza, en la Avenida Pichincha. Había quedado con ella en visitarla a su casa para discutir temas relacionados a las cosas que había dado el profesor en el taller.

Quería discutir a fondo el decálogo del cuento de Horacio Quiroga.

Ella llevaba una falda azul. Tenía un llavero de bola peluda rosada del tamaño de una pelota de tenis. Me dio un beso de media luna y me miró de abajo hacia arriba.

—Disculpa la tardanza, el ascensor no llegaba.

En el apartamento se me impregnó un olor a mueble nuevo, palosanto y sándalo. Había una pared con relieves lunares rosados que me recordaron cuando tuve lechina. Me asomé en la ventana de la sala para ver la ciudad. De un pasillo oscuro apareció una señora. Me la presentó como su mamá. No se parecían en nada. Era silenciosa y se movía despacio por la cocina.

Zurama me invitó a que nos acostáramos en una alfombra, también peluda y rosada. Saqué mi cuaderno y la copia del decálogo. Ella se sentía frustrada porque no sabía sobre qué escribir, no entendía lo que el profesor decía en clase. Yo tampoco tenía idea de cómo escribir un cuento. Hablamos sobre autores, citas y escenas inolvidables…Sus piernas rozaban las mías…La señora nos llamó para comer. Nos sirvieron pasta y jugo de guayaba y yo bien si-señora-gracias porque estaba tan ansioso por ver a Zurama desnuda que olvidé desayunar.

—¿Por qué tu mamá no se sienta con nosotras?

—Ella no es mi mamá, es como una…Historia complicada. Ella me ayuda, me cuida.

Terminamos de comer y volvimos a la alfombra peluda. Seguimos con algunos comentarios sobre cómo hacer un cuento. Ella decía que nunca terminaría uno. Yo tampoco había escrito ninguno. Entonces pensé que nunca sería escritor ni tampoco me cogería a Zurama. Cuando nos gusta alguien somos condescendientes por temor a estropear el momento que tenemos a la espera de que suceda eso que deseamos con intensidad. Tenía que actuar, hacer algo. Quiroga tenía la pauta para el giro de la historia. La clave estaba en los labios de Zurama. Me acerqué para besarla. Ella se hizo a un lado, pero seguía suspendida. Podía sentir su aliento a salsa de tomate y guayaba. Detallé las grietas de su rostro, de su cansancio tras haber intentado algo demasiadas veces y no haber logrado nada.

Me preguntó si yo era casado. Inesperado. Le dije que no. Volvió a preguntar. No salía de su asombro y ante mi segunda respuesta negativa hizo un gesto de decepción. Me preguntó cuántos años tenía, le dije que tenía veintiuno y ella se tapó la boca, ahora como apenada…qué carajos…qué hice mal…

—Pensé que serías alguien mucho mayor. Aparte no estás casado. Lo siento, no estoy como acostumbrada a esto…Jijijijiji…

Y así estaba, riéndose como la propia estúpida.

En realidad, en el fondo, el estúpido de esta historia, claramente era yo.

—Estoy haciendo los arreglos para irme. En este país no puedo ser cantante ni escritora. Afuera quizá pueda ser una de las dos cosas, pero aquí no ¿Tú tienes pensado irte?

—Creo todos nos tendremos que ir eventualmente. Te dejo la copia del decálogo. No dejes para última hora la entrega, trata de hacer por lo menos el cuento para la clase final.

—Tranquilo. Tengo casi completo el cuento en mi cabeza. Lo haré, pero debo descansar primero. Irse a cualquier sitio es muy complicado. Me siento estancada. Te abro, en un rato también me tengo que ir.

—Para despedirme de tu mamá…

—Olvídala se fue hace rato. Sabe que libra mañana. Desgraciada. Al menos dejó limpia la cocina. Te digo algo, creo que ella cuando puede, me roba. Yo me hago la que no sabe.

Nos despedimos. Me besó en la boca, con la promesa de un próximo encuentro.

Cuando llegó el día Zurama no se presentó a la clase final, tampoco presentó su cuento. Sin ninguna explicación desapareció. Nunca más la volví a ver.

***

Iba por la avenida Casanova, pendiente de los huecos y el paso desquiciado de los carros, fumando un cigarro y arrastrando las piernas. Fue entre el rayado y el cambio de luz del semáforo que nació la idea de renunciar a la coordinación. Escapar. Concluí en medio de aquel desplazamiento decepcionante, por mi modo de andar hacia ninguna parte, regresando de nuevo al principio, que podía hacer de mi cuerpo un testimonio del rechazo.

De regreso al anexo me tiré en la cama a mirar las filtraciones del techo.

Un conjunto de puntos formaba una constelación de estrellas negras.

Quise defenderme de ellas mirando a otro sitio.

Quise irme bien lejos sin dejar de estar allí,

pero el terror del espacio estaba en todas partes.

En lo que escribimos, independiente de los fines y mecanismos internos, prevalece una función terapéutica. Escribo para olvidarme. Quiero contar algo, el enigma está en el cómo… (Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia). Como parte de un rito iniciático encontré una noción, casi auténtica y eficaz, de fracasar con estilo.

X

No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida en el cuento.

Alexander JM Urrieta Solano

Caracas – Puerto Ordaz (2022-2023)


Misceláneas:

Ensayo sobre el lugar silencioso

La esquina de barro

Lo que nos queda

La calle de los hoteles

Cómo estafar creyendo que salvas el planeta

Alto Prado

El poeta en el mundo

Selección natural

1

Nadie imaginó aquel desenlace de estrellas que apenas brillaban y en un gesto se apagaron para siempre.

El Latin Voice Challenge era el evento del momento. Luego de varios procesos eliminatorios estaba en su etapa decisiva, la gran final. Los dos mejores debutantes se enfrentaban ante las cámaras en la ronda de cierre, donde contra todo pronóstico se tenía que presentar el mejor cuento de la temporada.

El programa iba por su Séptima Edición. De una manera discreta había ganado seguidores de toda la región hispanohablante.

Las editoriales, en sinergia demoniaca con las cadenas televisivas, aplicaron una fórmula infalible para promover la lectura. Le dieron a dicha iniciativa un retoque de espectacularidad elevado a la ene, con el objetivo de llamar la atención de masas de analfabetas funcionales, con la esperanza de que así, tal vez, se lograra reducir la curva exponencial de una práctica aparentemente en decadencia.

La idea era utilizar elementos de los concursos de cocina y aplicarlos en un concurso de escritura creativa.

El concepto al principio tuvo sus inevitables detractores. Con dedos en tecla llenaban los muros con hilos de Twitter. Despotricaban la fórmula sagrada que tras bastidores producía (en cadenas como Food Network) miles de millones de dólares.

Por fin lograron rebajar la literatura a la cháchara de los bloques deportivos.

Algunos comentarios eran más fatalistas, pero sin perder el sentido del humor.

Si esto es la cuarta revolución industrial, espero no estar vivo cuando llegue la quinta…si acaso ignoro que ya estamos en ella #LaMuerteDeLaLiteratura #PrayForAlvinKernan

Otros, resignados, pero sin escatimar lucidez alguna, mencionaban que el Latin Voice Challenge era el siguiente paso de la industria del entretenimiento literario, una versión edulcorada que hacía ver a los escritores como aspirantes gastronómicos.

Entre gustos y temáticas ganará quien mejor sepa conmover audiencias.
(No tanto desconcertar, porque esta idea a grandes escalas es inconcebible, pues la literatura, al menos una que quiera venderse como fenómeno paraliterario, no puede ni es capaz, de tolerar imposturas).

Hay que llevar el guion al pie de la letra, crear esculturas deportivas para ser admiradas en ambientes familiares dominados por amnesias. Moldear celebridades en ascenso que escriban precisamente lo que esperamos leer.

El Latin Voice Challenge era una alternativa a los concursos literarios tradicionales porque tenía el aditivo por excelencia para el éxito: la velocidad de las cosas: el pay-per-ya!

Los fallos venían después del segmento publicitario.

Se forjaba el prestigio en mármol y bronce. Subían las ofertas (como toda epopeya alcista) de futuras promesas destinadas al parche idílico del Best-seller.

Se lucraban los interesados y luego todo regresaba a su sitio, a las gavetas, a la inexistencia, a la indiferencia que provoca el vacío al que están condenados los productos que consumimos sin descanso.

Lo cierto es que el programa era adictivo. Como un segmento de cocina la brevedad de las escenas editadas condensaba horas de grabación intensa, con música de suspenso y exceso de publicidad con mensajes subliminales.

Las eliminatorias eran las más sintonizadas, en parte porque el éxito radica en el morbo de ver a otros siendo humillados, ver a otros entrar y salir del estudio llorando para abrazar a sus familias, sometidos a una ansiedad dispersa tras presentar un texto que otorgue la difícil entrada al concurso.

La ronda (de la mente más rápida) de selección tenía las instrucciones de un trabajo escolar.

Entraba el participante y los jueces asignaban cinco palabras aleatorias dadas por una máquina amistosa llamada GARY (Generical Artist Reader Yellowstone), que se unía como invitado transparente a los esfuerzos que engloban un certamen de proporciones demenciales.

Maybe the internet raised us,
but machines are now ruling the world words.
GARY is the righteous stone.

GARY es la medida de todas las cosas.

GARY es el Gran Inquisidor.

GARY es la perfección absoluta.

Gracias a él/ella/eso es posible la revisión veloz de los textos. Abaratando costos se puede prescindir del error humano. Por medio de una lógica innegable la máquina sopesa la justa calidad expresiva.

Una vez dadas las palabras el participante tiene quince minutos para elaborar un cuento.

Antes de entregar el texto cada participante da una reseña rápida desde un escritorio con lápices y bolígrafos intercalados de los patrocinadores: Pelican, Paper-mate, Montblanc y Faber-Castle.

Hay también papeles y borradores estéticamente ordenados, adicional a una máquina de escribir Olivetti obsoleta que completa la utilería del espacio, reforzando imaginarios colectivos del escritor clásico que comprende el fetiche de una raza extinta, junto con la casta de autores pesados que escribieron sonetos con plumas de ganso.

En un escenario de realidad aumentada el participante de manera sucinta da los motivos que lo han llevado a convertirse en escritor. Luego expone las razones por las que desea estar en el selecto grupo televisivo del Latin Voice Challenge.

No hay ninguna clase de pedagogía en el programa. Es una oportunidad para el narcisismo literario sin necesidad de literatura. Donde tienes la oportunidad de experimentar la expresión cultural total latinoamericana, estando en sintonía con las modas, siendo parte de algo más grande que tú, siendo parte de una ola de sucesos agobiantes.

La virtud del programa está en la facilidad que tiene el espectador de tragar por los ojos, poco importa si sabe mirar, mucho menos si sabe leer.

La gula visual da la impresión de que se lee cada vez más, aunque esto genere otro problema mayúsculo, atribuido al agotamiento: procesar sin interiorizar, sin entender nada, sobreabundancia bibliográfica, saturación de signos. En realidad, solo tienes la sensación de creer que estás leyendo. Aquí se sobreestima la práctica, pero da lo mismo mientras el programa se aplauda al unísono por entidades estatales, comerciales y terroristas.

Todos a por el rescate de la cultura.

Este es uno de los lemas comerciales de una empresa insecticida que encontró su pequeño recuadro promotor en la transición de una escena a otra del programa, definiéndose además, sin mucho melodrama, como una Compañía familiar.

De la eliminatoria masiva quedan veinticuatro aspirantes que son elegidos para una nueva audición de filtro. Esta ocurre en el episodio 1.

En las audiciones los participantes están divididos en tres grupos.

Un grupo tiene que hacer un cuento donde el protagonista sea el Mar, independientemente de la trama. Otro tiene que hacer un cuento policiaco, con indicios y atmósferas congruentes a un misterio, donde el lector cuando termine el texto sienta que llegó a alguna parte. Por último, un tercer grupo tiene que hacer un cuento de Ciencia-ficción, plantear un problema real y exagerarlo con recursos tecnológicos, sin abusar de artificios distópicos.

De ese filtro doce participantes se convierten en concursantes oficiales para las siguientes rondas, que trasmiten formalmente en vivo por las principales cadenas afiliadas en horario apto para todo público.

Después de la ronda de audición dos concursantes son eliminados en cada episodio.

El ganador recibe un premio de cincuenta mil dólares. Se somete así a un contrato de publicación de todos los cuentos presentados durante la temporada, que pasan a ser propiedad exclusiva de la Western Continent Choice.

Para la Sexta Edición el jurado evaluó a participantes entre 18 y 45 años de 20 países de Latinoamérica.

El escritor es el ganador de la competencia.

Para esa edición Jorge Riquelme ganó con el relato titulado A-dioses, una alegoría sobre la indiferencia, con personajes pusilánimes que mediante sus acciones afirman su presencia en la medida que se ausentan más. Con una “prosa áspera” (acotación de GARY), “el autor abordó exploraciones psíquicas para describir las posturas radicales y morales de los personajes ante la explosión de una bomba en la escuela de un pueblo en la Cordillera de los Andes. Destaca de manera siniestra las opiniones insanas de las personas que juzgan, con altanera seguridad, los acontecimientos ajenos que creen entender.”

El escritor obtiene el segundo lugar de la competencia.

Gabriela Espada presentó el cuento Muerte entre las flores, cuya prosa iba desengranando los sentimientos reprimidos de un hombre que solo con sus gestos confiesa el asesinato de su esposa. “Una trama sobre el duelo y la confusión trastornada por el cinismo, la sospecha y el velo del machismo que cubre una sociedad falocrática” (citas preliminares del veredicto de GARY).

El escritor ganó el segmento de la Caja de Herramientas o Reto de eliminación.

Se pone a prueba la cualidad del escritor donde presenta un cuento con ciertas restricciones de estilo. GARY en el episodio 4 pidió a los concursantes un texto donde no hubiera presencia del pronombre relativo “Que”. En el episodio 6, un texto libre de signos de puntuación. La valoración final se promediaba en la fuerza tonal del stream of consciousness, donde el lector de manera instintiva establece las pausas más acordes al ritmo de la trama.

El escritor era parte del equipo ganador en el Desafío Dadá y avanzó a la siguiente ronda.

En este bloque los escritores tienen que elaborar en conjunto un cuento a partir de retazos asignados de manera aleatoria por GARY: frases inconexas de orden enciclopédico, diálogos de diversas series o películas taquilleras, paremias, onomatopeyas, extractos notables de autores reconocidos siendo plagiados por otros autores no tan conocidos, manual de instrucciones de lavadoras, tablas nutricionales, discursos políticos, manifiestos, etc. “Los fragmentos son asignados de manera trivial y azarosa. Se limita a la capacidad de información que puedo almacenar en mi conciencia cuántica. Es un acto semejante a cuando metes la mano en una bolsa de fichas de un juego de Scrabble. Este acto se hace no para tomar precisamente lo que necesitas, sino lo que te corresponde y te ves obligado a hacer que funcione…darle sentido al sinsentido” (referencia explicativa de GARY antes del arranque del desafío en el episodio 3 y 5 respectivamente).

El escritor tuvo uno de los mejores cuentos de la Caja de Herramientas, pero no ganó.

El escritor se salva tras no presentar ni el mejor ni el peor cuento en el episodio.

El escritor se salva tras no presentar ni el mejor ni el peor cuento en el Desafío Dadá.

El escritor no compite en la ronda del episodio, obtiene inmunidad creativa tras presentar un cuento notorio, pero no con suficiente fuerza para ganar.  

El escritor tuvo uno de los mejores cuentos en el Reto de eliminación, destaca por no ser la última persona en avanzar a la siguiente ronda.

El escritor tuvo uno de los peores cuentos en el Reto de eliminación, pero en última instancia es salvado por el motor de improbabilidad infinita de GARY.

El escritor tuvo uno de los mejores cuentos del Desafío Dadá, pero su equipo fue el último en avanzar.

El escritor tuvo uno de los mejores cuentos del Desafío Dadá, siendo la única persona que podía seguir avanzando en la competencia.

El escritor fue eliminado de la competencia.

2

Los finalistas de la Séptima Edición del Latin Voice Challenge son el puertorriqueño Armando Pales Matos, 27 años, oriundo de San Juan, y la colombiana Julia Barmaceda, 32 años, residenciada en Medellín.

La final del Latin Voice Challenge, que normalmente ocurre en los estudios de Miami, para esta ocasión especial se trasmite en vivo desde el Caesars Palace, en la ciudad de Las Vegas.

Nos parecía irónico, viendo la antesala donde se destacaban los eventos memorables del programa, que una contienda literaria de “tintes latinos” tuviera como sede fija ciudades de lengua anglosajona. Miami es el máximo polo massmediático de Latinoamérica, aunque no forme parte de su territorio, comprende una ciudad donde la mayoría de sus habitantes son extranjeros y predomina el español (como dialecto de exilios y refugios).

En aquella ciudad están las mayores concentraciones de empresas dedicadas al negocio del entretenimiento con fuertes intereses en la región.

Los grandes empresarios, como los que componen la Western Continent Choice, sostienen el estandarte de que Miami (como espacio de ilusiones) es vital para concretar, en pretensiones capitalistas y literarias, el sueño bolivariano de integración del continente.

Una paradoja de la soberanía, cuando en incontables esfuerzos fallidos de praxis política se ha intentado realizar tan pretenciosa quimera. Basta con una inversión faraónica en espectáculos para hacer de los sueños un negocio realizable, redondo y firme, uno donde los escritores, en rol de trapecistas, tienen que hacer maromas excesivas para no solo poner a prueba el valor de un idioma, sino que además llevan consigo el estigma fatal de su tierra, en un lugar de pesadilla que oscila entre la nada, el desierto y la fantasía.

Las Vegas, como ciudad mensaje final, era una locación pensada para atomizar aquella estrategia de la ilusión. Promover desde el terreno de juego de América el valor de escribir.

Para esta ocasión GARY es cubierto con carcazas especiales doradas y tubos de neón. Su ensamblaje completo le da la forma de una ostentosa esfinge, una menos soberbia que la esfinge de Fremont Street que vigila la entrada del downtown.

En el televisor muestran un plano donde Armando Pales Matos y Julia Barmaceda, con miradas de perfil sostenidas, desafían al monstruo temático del Hotel Luxor. La toma solitaria de la esfinge, aunque imponente y seductora, oculta una crueldad escandalosa.

Los finalistas posan ante las cámaras y el resguardo sombrío de la esfinge, rodeados de pantallas donde desfilan sumas astronómicas del costo abismal de la vida que muy pocos pueden pagar.

Cerca de las patas del monstruo yace el enigma de la esperanza latinoamericana.

Series de números incomprensibles anuncian en tablas cabalísticas las predicciones literarias. Quién se iba a imaginar a las casas de apuestas abarrotadas por la especulación de las palabras, de las oraciones, de que por un desempeño artístico radicara la ruina de unos y la fortuna de otros. Increíble.

Las tomas aéreas del lugar reprochan la magnitud artificial del evento, urbanidad psicotrópica descaradamente kitsch. La tendencia del “orgullo latino” que se proyecta es distante y ajena a nosotros, sumisos televidentes de acá.

La escenografía googie style del programa nos presenta está vez un ambiente de falsa biblioteca. Sincretismo de libros y bustos enfilados con títulos y nombres hegemónicos resaltados en sus lomos oscuros, colocados en estantes de madera con formas arabescas. Las luces giratorias a través de una deformación de los colores primarios producen el efecto de estar sumergidos en una novela gráfica.

El presentador, Dubis Hassenfold, es una mezcla repulsiva de los archienemigos de Lazytown y Spy Kids. Lleva un vestuario que nos hace sentir que estamos volviendo a ver los Juegos del Hambre.

Los jueces son la santísima trinidad de los peones negros, menos deprimentes que la parodia de Caesar Flickerman, encarnada en el presentador alemán. Los jueces representan la formalidad trivial y necesaria. Legitiman en sus tonos de anticuario la fuerza omnisciente de GARY, que reposa detrás de ellos, envestida en su armazón esfinge de neón.

—El cuento que les traigo se titula “Byekaribbean”— dice Armando Pales Matos ante los jueces—. Está narrado en primera persona. Es un texto…no sé, algo optimista, donde creo haber logrado esbozar el proceso de aislamiento propio de la condición humana desde una (aguda) observación de los comerciales de telemarketing. Hago énfasis en la presencia de la bicicleta estática, el huésped terrible, en el hogar de una familia con problemas de sobrepeso en el Caribe. La familia busca saciar su versión de la felicidad por medio de deudas que acumula en sus tarjetas de crédito. La protagonista, una mujer de treinta y cinco años, al recibir notificaciones positivas de compra de productos para ejercitar su cuerpo, suele tener orgasmos que canaliza bailando desnuda frente al televisor al son de canciones de suplementos alimenticios y detergentes.

—Muy bien. A primera vista se ve como un relato de terror, tal vez algo excesivo. Lo “optimista” me parece sarcasmo —dice uno de los jueces que hace una vista por encima al borrador definitivo mientras lo pasa al siguiente juez—. Sin embargo, creo que puede funcionar. Me gusta la elección del título, una especie de pun. ¿Cómo es que se dice al juego de palabras? ¿Calambur? ¿Retruécano? Anyway…no importa.

—Me parece fantástico el concepto inicial de la pieza —dice la otra jueza—. El contenido es una fuerte crítica al sistema, pero lo que importa es que entretenga, ¿cierto?, incluso cuando el tema central es cómo las depresiones y el sobrepeso son productos de sentimientos de mercado.

—Lo que me genera cierto escozor es la mancha del texto—dice el tercer juez—. Veo que el cuento está escrito en un solo párrafo, ¿por qué presentar un cuento así en una final?

—Lo hice así porque el temperamento de la narración exigía esa estructura—explica Armando Pales Matos—. Las ideas concentradas en grandes bloques son una lección muy aplicada y perfeccionadas por Beckett, Krasznahorkai o Thomas Bernhard, incluso el mismo Horacio Castellanos Moya. Lo monolítico es un estilo para presentar mecanismos hostiles.

—Eso lo entiendo, pero a primera vista no es sencillo de leer—dice el primer juez—. No siento que sea algo que pueda calar como cuento referencial para las nuevas generaciones. Me refiero a que tiene que ser ameno, accesible. Este es muy saturado, es algo como…

  —¡¡Mucho texto, queridos jueces!! Mucho texto, como sale en los memes del Yoda Hispter—interviene Dubis Hassenfold, mientras de unos parlantes reproducen las carcajadas de sitcom que llevan cualquier forma de tensión a la burla, a sus típicas ironías.

—¿Y eso qué es? —pregunta la jueza del distrito 2.

—Es una expresión memética. Una imagen macro para representar una queja. Sucede cuando una persona manda un texto muy largo o difícil de entender en internet—responde GARY.  

—¡Exacto! —secunda el tercer juez de nuevo—. El tema es que no queremos que los nuevos lectores salgan con una barbaridad de esas, por eso pienso que la forma de presentación es fundamental. Yo lo editaría. Por supuesto, el texto tiene que defenderse solo.

—Claro, el tema está que la primera impresión es muy importante—dice el primer juez—, no dar tampoco la sensación de aburrir antes del acercamiento al texto, hay que evitar espantar al lector. Aunque eso tampoco es una limitación.

—Para nada. Insisto, con esto no quiero quitarle mérito al texto—aclara el tercer juez—. Será cuestión de que lo leamos con calma, todo bien, esto que digo es una opinión personal, algo superficial que suelto como lector, nada más. Puedes pasar adelante y entregar el texto al editor GARY.

—¿Algún otro comentario adicional que quiera hacer, señor Pales Matos?

—La verdad no. Queda esperar el final.

—¿Se siente satisfecho con su cuento?

—No mucho, solo me hace sentir un poco aliviado.

—¿Cómo es eso señor Pales Matos? ¿Qué lo alivia?

—Me alivia saber que el escritor todavía no ha cesado de denunciar en los otros la extravagante pretensión que tiene el hombre de referirlo todo a sí mismo. De querer juzgar todas las cosas a partir de sus mediocres necesidades o facultades, cualidades que nos lleva a suponer que el resorte metafísico de la creación es la vanidad o el hastío. Son conceptos que todavía no logra(rá) comprender una máquina en su complejidad, afortunadamente. Bajo esta postura creo que dejo claro que tampoco me importa lo que piense la generación del Mucho Texto, con todo respeto… Gracias.

Música victoriosa para reducir el impacto del comentario. Hay una incomodidad evidente en el presentador y los jueces.

Todos aplauden mientras Armando Pales Matos introduce su texto en los rodillos lectores de GARY, la esfinge. El hombre mira la cámara con el temple de un Rufián Melancólico. El debutante regresa a su cubículo adornado con un par de bustos pequeños de Jeff Bezos y Gabriel García Márquez. Armando Pales matos cruza una mirada íntima y cómplice con Julia Barmaceda. Ambos se sonríen mutuamente.

Llaman a la siguiente finalista: pase adelante parcera… (Risas).

—Mi cuento se llama “Selección natural” —dice Julia Barmaceda—. Es una composición narrada en tercera persona sobre una jorobada que fermenta una rabia secreta. Esta se describe en una constante serie de humillaciones diarias como empleada de pasillo en un supermercado. Los hechos ocurren en un país del Sur atrofiado por el culto al fracaso, la testosterona y las recesiones económicas…

—Un momento —interrumpe la jueza— ¿Es una crítica sobre el maltrato femenino?

—El maltrato hacia el otro en general—responde Julia Barmaceda—. No estoy segura de que sea mi mejor cuento, pero tiene los elementos necesarios para ser presentado y ganar, aunque ya en este punto (de partida), siendo honesta con ustedes, luego de haber llegado hasta aquí me siento profundamente agotada, no obstante, estoy agradecida de que me permitan formar parte de este circo, donde me siento en la obligación de hacer algo que valga la pena, asumiendo las consecuencias…

Interferencias. Distorsiones en el libreto. Los productores muestran señales de alarma.

—¿Pero cuáles consecuencias? —dice Dubis Hassenfold, exaltado y moviéndose con sorna ante las cámaras—. Suenas triste, ¿no estás contenta? Estás a una lectura de ganar el mayor premio.

—Ya luego de vivir esta experiencia no me interesa. De todas maneras, me tengo que arriesgar.

Julia Barmaceda entrega el borrador definitivo al primer juez. Este la mira con extrañeza y desaprobación.

—Esto es insólito —dice ante la actitud pasmada de los otros jueces y el ruido apenas perceptible de GARY—. ¿Por qué tomar esa postura? ¿No te das cuenta? Hay miles de personas que te están viendo ahora y vienes a decir eso. Piensa en lo que otros quisieran hacer en tu lugar, lo que darían otros tantos por estar donde tú estás, representando a un país entero, demostrando el valor que tiene la literatura ¿Esta es la imagen que quieres reflejar ahora?

—Me da igual. Mi postura no debería afectar la fuerza interna del texto. Está hecho para que ande solo ¿Cierto?

—Tiene razón, ¿pero por qué decir esas cosas ahora? —dice la jueza—. Habla de que esto es un circo, le resta mérito a los esfuerzos de todos los que hacemos vida aquí.

—Ese es el asunto: por qué no decirlo.

—Aparte de que presentas un cuento que a primera vista parece distópico y contestatario, vienes a faltarnos el respeto ante las cámaras. Esto es un programa de valores. Claro, se aprueba la creatividad, se incentiva, pero hay principios establecidos…

—Lo distópico es una redundancia en el cromosoma que compone el gen de la diversión—replica Julia Barmaceda—. Sin la diversión las desgracias no serían rentables. La miseria humana no sería tan cool retratarla, y creo que este certamen tampoco existiría. Quiero aclarar además que mi texto no es distópico, en una representación de mi experiencia siendo el Otro. No sé si logro darme a entender. Yo no soy escritora, soy apenas una aficionada, una artesana que ha presentado como propuesta literaria su vida. Al hacerlo he tenido mucha suerte con atinar en el gusto de ustedes, no sin sentir algo de zozobra y arrepentimiento, pues también he sido cómplice. Disculpen. Una cosa se confunde con la otra, todavía me pregunto cómo llegué hasta aquí. Da lo mismo. Al final no vale lo que yo piense, vale es el veredicto de una máquina que no siente, que mide esfuerzos a partir de patrones incuestionables. Ustedes, junto a toda la producción del programa, son accesorios entregados ciegamente al criterio de los algoritmos. Eso no significa que esté bien o mal lo que hacen, simplemente no es humano. El detalle es que ahora nos interesa más que las cosas se resuelvan inhumanamente. Eso es lo distópico.

—Mucha polémica la que se arma usted para evadir el tema central. Innecesaria esa búsqueda de llamar la atención, no le vamos a dar más cuerda. Venimos a evaluar—dice la segunda jueza—. Ya por su actitud no provoca revisar su texto. Yo no pienso hacerlo. Húndase solita. De igual manera, por integridad y seguimiento del protocolo le pedimos que lleve el texto a donde GARY. Siga caminando. Rápido, antes de que cambiemos de opinión. Vemos que ha olvidado la finalidad que tiene este certamen para la cultura y la literatura, es una lástima, debería darle vergüenza…

—Lo lamento, pero esa finalidad de la que habla es un pretexto que usan para justificar una forma de entretenimiento dizque para rescatar la cultura. Como si la cultura se tratara de una tísica que padece una infecciosa enfermedad venérea, y entonces todos quieren salvarla haciendo algo, pero en realidad a nadie le importa, lo ideal es que se pudra para justificar las atrocidades verdaderas, las que envenenan en sí misma la idea de la cultura. Los principios que dice usted, señor juez de distrito, son engranajes de una conspiración para que las multitudes no problematicen su imbecilidad, sino que puedan evadirla desde un artificio literario y se sientan tranquilas, seguras en su ignorancia, en sus miedos religiosos. Convencen a las personas de que pueden sentirse listas y cultas brincando en sus charcos de ocurrencias, proyectando sus problemas de autoestima en frasecitas motivacionales mongoloides. Esas son las personas que se mueven con una seguridad detestable, repitiendo citas que ni Borges, ni Camus, ni Cervantes dijeron en sus grandiosas vidas, y para colmo, son esas mismas personas que van por ahí exigiendo además al resto del mundo que tienen que aceptarlas tal como son, con sus idioteces, egocentrismos y rigideces, porque son incapaces de ver un mundo más allá de su propia insignificancia, de pensar por sus propios medios, observar de manera auténtica, diferente, aunque la autenticidad es una palabra aburrida y sobrevalorada. Ya no importa eso de ser original, nadie puede serlo, pero insisten con meternos esa farsa en la cabeza. Ustedes como empresa insisten en engañar, se valen de la literatura para vender panfletos y narcóticos a la gente. Nadie es especial. No quiero perder el hilo, ya que no quieren darme más cuerda. Esto pasa cuando lo que se supone tiene que entretenernos ya no lo hace. Concentrarse cada vez es más difícil. La velocidad es un cáncer que atenta la vida, pretende acabar con la contemplación de las cosas, haciendo impenetrable el acceso a la complejidad inherente del mundo, reemplazándola por una mirada ecléctica en la que resulta más fácil imponer cualquier forma de totalitarismo, cualquier radicalismo absurdo de la censura y la cancelación, porque lo que no se puede comprender ofende, y hay que eliminarlo, silenciarlo, desparecerlo. El cambio verdadero es un desmontaje crudo de la comodidad, y la literatura sirve para eso: para descreer. La cultura es indestructible, no necesita salvadores ni teletones de iglesias ni trasnacionales, no necesita llamar la atención para que tenga valor. Sus versiones literarias a la Walt Disney tienen un prestigio fundado en la nada, como la que sostiene este hotel y la ciudad entera. La finalidad de la literatura es la de abrir ojos y ventanas simultáneas, no de solapar con pliegues de mentiras. Tampoco hay necesidad de que por medio de ese fin se delate nuestra decepción por las cosas, mucho menos predicar la desesperanza a los demás, todo lo contrario. Nunca es demasiado tarde para reconstruir, pero hay que tomar conciencia del rumbo desquiciado que toma el mundo que vivimos, por lo que es crucial tomar la decisión de destruir algo para justificar el destino que merecemos. Ahí radica el sacrificio de saber leer y escribir. Es una responsabilidad. Se requiere valor y tripas para promover ambas prácticas de la manera más sensata posible, sin caer en las cojudeces a las que estamos acostumbrados todos los días. La utopía se degradó en lo virtual, y el espectáculo es una manera terrible de decir la verdad mintiendo.

Nadie aplaude. Tampoco ponen música. Con el asombro al tope los números de audiencia suben. El Latin Voice Challenge engendra su cierre técnico. Pero todavía no lo sabe.

La finalista Julia Barmaceda se acerca a la máquina para meter su cuento por los rodillos lectores. Mientras lo hace saca de su bolsillo un objeto redondo y oscuro, parecido a un disco compacto. Es un trozo de imán. La debutante pasa el imán por el rostro hasta el pecho de la esfinge, donde con brusquedad remueve las entrañas de circuitos, procesadores y memoria con miles de años de información.

Una turba de sombras se abalanza sobre la finalista Julia Barmaceda.

Todo sucede muy rápido, pero queda registrada la violencia que en cuestión de segundos se viraliza en las redes sociales. La indignación oportuna se dilata.

Se interrumpe la señal y bruscamente aparece un comercial que pone la pantalla dorada. Aparece uno de los tantos productos cosméticos que histerizan a las mujeres, un producto banal que se promociona con una narrativa sádica, pero muy sutil para no levantar ninguna sospecha de maltrato. Es un producto disponible en un mundo enfermo y divertido, que tiene entre sus mayores fobias la vejez, el hecho de tener que crecer, de madurar. Es un mundo que mantiene una lucha inútil y abierta contra el paso del tiempo. Y se jacta de hacerlo.

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Hay confusión. Apagamos la televisión. Basta de violencias tiranas. En casa nos alborotamos y cada uno empieza a revisar las notificaciones en sus prótesis celulares. El crimen contra aquella máquina totalitaria nos libera de una carga ficticia que hacía, sin darnos cuenta, insoportable vivir.

Muere una partícula, pero no acaba el entretenimiento. El circo nunca muere. Asimilar eso nos llena de una esperanza intermitente, pero igual triste, patética. Nos hace pensar por un instante pequeñas tonterías, pero pensamientos al fin.

En cuestión de horas regresamos sin mucho escándalo a nuestras vidas intrascendentes, solitarias y aburridas, tercerizadas, de trópico, de tragaseries con bajos sueldos y comida recalentada. Sin expectativas mayores hay que lidiar con el gasto diario de uno mismo.

El video del atentando contra la esfinge se viraliza en un loop infinito durante días, hasta perderse en la eternidad.

La tendencia del suceso, antes de caer en el olvido de los muros, son el nombre de la finalista Julia Barmaceda, junto con las palabras Decepción, Imán y Gloria.

Alexander JM Urrieta Solano

Caracas, 30 de agosto del 2021

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