El secreto del éxito japonés

En la casa se defienden de las estrellas. 

Lorca

I

Fui coordinador de una Fundación que dictaba cursos de oratoria y escritura en la biblioteca de un colegio.

Cuando acepté el cargo me dieron materiales para improvisar una oficina en el anexo de una casa en ruinas donde vivía alquilado.

Mis labores estaban repartidas en dos momentos que formaban una jornada completa. Por la tarde tenía que ir al colegio para abrir la biblioteca y quedarme hasta el cierre de los talleres. Con precaria expectativa acepté una forma de altruismo en mi vida. Llegaba con anticipación al colegio para armar el escenario de las clases, ordenar sillas y libros, montar el video-beam, barrer las sobras de los colores, despegar chicles y encender el aire. Por las mañanas tenía que estar en el anexo atendiendo llamadas por teléfono mientras llevaba el control de las inscripciones.

Era responsable de conservar los recuerdos acumulados de los que pasaron por ese cargo. Los objetos de la oficina venían en cajitas rojas etiquetadas con el eufemismo de juguetes anti-estrés para oficina. En un escritorio carcomido por las termitas ordené el inventario de la nostalgia: figuras metálicas balanceadas por imanes, péndulo de Newton, lámpara de lava, jardín zen en miniatura y una pelotica de gomaespuma impresa con la palabra Adelante.

Los sábados me reunía con mi jefe el señor Vunz. En los banquitos del patio nuestros diálogos se resumían a frases motivacionales para aplacar mi actitud negativa, cuando no era capaz de cubrir las inscripciones mínimas para el arranque de los cursos, así como trivializar la inconformidad de mi sueldo establecido, para defectos de la contadora, como honorario profesional. Las charlas aforísticas servían también para no hablar de la corrupción intestina del colegio, donde existía un ambiente de zozobra y desconfianza particular que reflejaba, en su lógica siniestra, la situación general del país. Lo único que importaba era llenar la biblioteca con cualquier tipo de público. Y ante mis preocupaciones, recibidas como lamentos bíblicos, el señor Vunz me respondía con su máxima resiliente favorita y siempre fuera de contexto:

El secreto del éxito japonés es hacer las cosas bien a la primera vez.

II

En el cargo pude aprender de escritores consagrados en un limitado trozo de país, uno donde por azar les había tocado existir: padecer una soledad específica.

Es necesario, decía la profesora Ribeyro, tener seguidores que orbiten en la obra que uno con esfuerzo ha creado, pero más importante son los detractores que destruyen la obra que ha caído en sus manos. Ellos son el caldo de cultivo para cualquier germen creativo. Esto es algo que no puedo decir en clases, más de uno dejaría de venir. Hay que mantener la ilusión de que todos pueden escribir, que no es lo mismo que lograr transmitir algo al escribir; son detalles. Los obstáculos forman la diminuta comparsa de las estrellas, desgracias con las que uno puede sostener su ego, uno que apueste a la vida, que dé la opción de la hoja antes que lanzarse por la ventana. Sin vanidad no puede existir el arte.

Soy parte de una pequeña constelación que abarca dos o tres municipios de la ciudad. Tal vez exagero, no te creas, decía con sus muecas agrieta-rostros el profesor Suárez, con su magister en narrativas hispánicas y mención honorífica en un concurso de cuentos que destacaba, en su papel de Sísifo, en el momento que se presentaba ante un público nuevo y entusiasmado cada mes. Al final no queda nada, decía tras una bocanada triste de fumador, no se puede evadir la infamia sistemática que forma olvidos tiranos, idiosincráticos, cuando se sabe que la voz no alcanza, cuando se sabe que uno no sirve más que a sus propios intereses. Hay que venderse como sea. Uno necesita el dinero. Se vive de transferencias, de la piedad del lector…

Y así el profesor Suárez terminaba el break de los cigarros, pisaba su colilla y me dejaba para irse con los participantes que lo envolvían en un cálido círculo de halagos y sonrisas de fuego.

III

Conocí a Zurama en el taller de Introducción a la escritura Creativa. Se inscribió también en el curso de oratoria que daban los jueves por la tarde, así que empecé a verla dos veces por semana. Tenía un pelo negro que le llegaba hasta la cintura. Era delgada y atractiva, de una piel tostada, como recién llegada de una playa. Usaba faldas muy cortas por lo que me resultaba inevitable mirarle cada tanto las piernas que mantenía cruzadas; digno de bajos instintos, esperaba la revelación de lo obvio en el momento que una de las piernas se cansara de soportar el peso de la otra.

Me empecé a hacer una idea de que podía gustarle.

Ella era cantante. Me mandó unos videos y audios mostrándome su talento. Ahora que lo recuerdo, su voz era estridente y subida de tono, algo que caracteriza en gran parte a las personas que no tienen realmente una voz para cantar, pero que tal vez, con disciplina y orientación pueden llegar a serlo; o en el mejor de los casos dedicarse a otra cosa. En un video Zurama se grabó con la cámara frontal caminando por un pasillo. Con una blusa roja, falda y botas de cuero interpretaba una canción de Christina Aguilera: Solamente tú…

IV

Mientras esperaba en el patio aprovechaba en leer novelas y textos de la universidad. Otras veces conversaba con el vigilante de turno que tenía un escritorio cerca de la entrada principal donde, si no estaba dando vueltas por el colegio, se sentaba a dormir inclinando la silla. Los lunes, miércoles y viernes estaba el señor Néstor, de buena conversa y muchas historias alteradas por una mitología personal. Creía en el recurso supremo de la fábula. Me hablaba de la amplia rotación de mi cargo. Nadie aguanta la rutina, decía, hasta los momentos eres uno de los que más tiempo ha durado.

Néstor cargaba un cuaderno que tenía en su portada un oso frontino durmiendo en un tronco. Durante su guardia nocturna se dedicaba a llenarlo.

—Hago cuentos para mi hija. Se los leo cuando la veo. Estoy divorciado. A veces no puedo verla tanto como quisiera. No me dejan. Uno es el malo. El trabajo quita tiempo para dedicarte a los tuyos. Escribir es una excusa para estar cerca de ella.

Le preguntaba sobre qué iban los cuentos y él me decía que había diversos temas, casi siempre de algo que veo camino al trabajo o de lo que escucho aquí de los profesores, lo que comentan las personas que vienen acá. Es un tema de tener oído. Hay que retener lo que dicen otros y luego anotarlo con rapidez porque después se olvida, decía Néstor, el oso.

—Una vez vi en el andén de la estación La Rinconada un rabipelado con suéter. Caminaba de un lado a otro. Estaba preocupado. Se me acercó a preguntarme la hora. Ya eran más de las tres y el bicho animal puso una expresión de horror. Me dijo que se le hacía tarde. Yo por respeto no quise meterme en sus asuntos, pero como se trataba de un rabipelado no pude evitar preguntarle el motivo de su angustia. Declaré mal unas facturas, me dijo. Yo me sentí mal porque no sabía nada de facturas ni declaraciones. Le respondí algo como: qué broma rabi te pelaste. La expresión en su rostro todavía no sé cómo describirla, era de horror, pero al mismo tiempo más allá del horror, algo que roza el espanto, pero muy en el fondo da risa porque la desgracia ajena es chistosa y uno quiere ocultar la carcajada. Algo así, no puedo ubicarlo. Tal vez sólo podía ser eso, un chiste cruel. Había gestos donde el animal me mostraba sus dientes chuecos y me provocaba risa, pero una risa buena, no burlona, de condescendencia, si así puedo llamar a una forma instantánea de gracia. No sé si lo que dije se lo tomó bien, porque justo llegando el tren el animal se lanzó a los rieles. El impacto sonó como cuando aplastas una bolsa llena de tomates, así lo puse en el cuento. La gente se asustó, pero como se trataba de un animal muy pequeño el tren siguió como si nada. Después la gente volvió a lo suyo.

» Entré al vagón tranquilo, sin tropiezo ni apuro. Me fui sentado. En el trayecto iba pensando en el aspecto aplastado del rabipelado dentro de la imagen fugaz de los tomates. También, por alguna razón, pensé en la Ignorancia, así, con la primera letra en mayúscula, no supe el motivo, o quise convencerme que no sabía, esa palabra en situaciones extrañas se afinca con fuerza en uno, sobre todo cuando sabes que no fuiste capaz de ayudar al otro. Un gesto es vital para tomar una decisión o insuficiente para evitar una tragedia. ¿Has leído a Esquilo? A veces es mejor quedarse callado. El control del silencio es un don. Quise escribir sobre eso, tratando de unir reflexión y vida, pero luego sentí que no había sitio para tratar el tema y me puse a pensar en otra cosa, en mi hija, en la impresión que puedo causar en ella con mis historias, en su rostro que cambia con violencia durante la ausencia, el paso de los años, en el pretexto fantástico que justifica el cuento, del tiempo que me queda y pierdo haciendo de vigilante… Lo más difícil es terminar algo sin desviarte de los motivos del principio. Disculpa…Así, más o menos, son los cuentos que pongo en este cuaderno.

Me dejaba pensando. Le pregunté cómo lo tomaba su hija y él me dijo que bien, de ese cuento me dijo que era una lástima que el rabipelado haya declarado mal, pero lo bueno es que su muerte no generó mayores retrasos. Es bueno que los personajes sean asertivos para la trama, el lector luego pensará lo que quiera. En este caso la ignorancia es una virtud inevitable, una condición natural para el avance de las cosas. Vea cómo es mi hija. Hay que contar historias honestas, decía Néstor, el oso.

—¿En un cuento son más importantes las acciones o las explicaciones?

—Depende ¿Dónde está la fuerza del giro?

—A veces en el gesto está la fuerza del giro ¿Usted qué piensa?

—No sé. Tal vez en el giro esté la expresión del gesto.

V

Después de la presentación el profesor animará a los participantes a compartir sus motivos y expectativas del curso/taller. (La coordinación tomará nota de las sugerencias y/o comentarios).

—Para escribir hay que tener valor. Pero se requiere de otra suerte de tripas para escribir sobre lo que en verdad nos interesa. Ahora, querer escribir y tener valor no garantiza que se escriba bien; tampoco garantiza que se logre escribir a cabalidad sobre lo que nos interesa. Y encima hacerlo bien. No es por desmotivar, pero eso es algo que deberían dejar claro en los talleres literarios. Muchas personas nos inscribimos sin tener idea de lo que podemos ser capaces o no de decir.

—Encuentro muchas semejanzas entre el proceso de escribir y cagar. Empezando porque ambos son medios de expresión y, a fin de cuentas, producciones humanas. Dependiendo de la gravedad de las oraciones, el estilo, las intenciones, la forma en que se presenta el texto, donde esté, sea dentro o afuera, tendrá un valor particular para quien interprete dichas expresiones.

—A mí me interesa en general todas las implicaciones que tiene la fragilidad de la vida en función de una cagada. Nada elaborado si nos quedamos en que aguantar las ganas de cagar es igual de contraproducente que aguantar la respiración. No sé si pasará lo mismo con el acto de escribir. Si aguantar las ganas de escribir son desesperantes como aguantar las ganas de cagar, entonces: ¿Tenemos las condiciones mínimas para volvernos, como quien dice, escritores?

—Un taller literario, básicamente, es un lugar donde el escritor aprovecha en robarse, si es que logró reunir al grupo adecuado (cosa que no puede determinar ni controlar pero que si lo consigue es una verdadera bendición de la providencia), las ideas de las personas que en principio pagan por escuchar de parte de ese escritor unos supuestos secretos del oficio.

—Hace años hice un taller de escritura donde sólo se enfocaban en técnicas narrativas. Un verdadero trauma. Sales con un saber que te ayuda capaz a leer mejor, pero no a escribir. Luego de culminar ese taller y haber presentado un cuento irrelevante en términos técnicos, como me dijeron aquella vez, decidí no escribir más. Un temor me invadía cuando sabía la gravedad de vida o muerte que implicada poner bien una coma. Es muy difícil. Un compañero que tuve en ese entonces decía que aprender a poner comas era lo más parecido al oficio del que aprende a desactivar bombas, o en tal caso, armarlas. Yo nunca entendí la analogía bélica, pensaba que un comista es aquel que tiene el ritmo interno de un baterista, alguien que domina las ciencias ocultas de la percusión, sus secretos los lleva dentro del cuerpo; no obstante, no todo percusionista es músico, así como no todo comista es un escritor de verdad, quiero decir, que lleve el ritmo a la letra. Ha pasado tanto desde ese taller, pero todavía me encuentro tratando de olvidar las técnicas. Rehaciéndome con todo tipo de materiales terminé trabajando en una ferretería. Irónico: terminé vendiendo herramientas. La soledad laboral es demasiado ruidosa. Me fascina la paleta de colores de la sección de pinturas. La mezcla de todo el espectro cromático suma la desidia de una jornada, esa repetición voluntaria donde mi fuerza de trabajo es procesada como sobrante de la industria cárnica. Pruebo las camas donde está prohibido dormir y soñar. Me repugnan los horribles diseños de productos que se ofrecen en liquidaciones a parejas jóvenes con pésimos gustos y cortas de dinero, cualidades de la humanidad sin alternativa, sin porvenir. Ignoro la indignación cuando veo a una madre que cachetea a su criatura en mitad del pasillo de las lámparas, mientras sacude la mano se reprocha el haber tenido hijos, y mientras maldice aprieta con furia la barra con que empuja su carrito luminoso hacía la esquina de los pesticidas. ¿Esa imagen, acaso, podría ser el presagio de nuestra extinción inminente? Ojalá. Estas escenas patéticas cotidianas son la fibra óptica de la escritura, ese tipo de cosas que, como digo, nada tienen que ver con técnicas narrativas, mucho menos con secretos, es simplemente mi vida: una que lamentablemente todavía soy incapaz de retratar.

—El escritor nunca admitirá ante su público que tales secretos del oficio no existen. No sirve comentarlo a otros porque sus métodos no pueden ser copiados ni asimilados por los demás. Se pueden plagiar las palabras, mas no la experiencia, ni el esfuerzo ni el dolor. Los escritores tienen que descubrir sus propios procesos de trabajo y por ende averiguar qué métodos van acorde a sus inquietudes espirituales.

—El moderador puede compartir sus experiencias con el grupo como parte de un acuerdo económico, dar testimonio residual de una experiencia que no puede replicarse bajo ninguna pedagogía (fuera de la existencia misma de exigirse, a punta de coñazos y frustraciones, escribir).

—Es evidente que un taller literario es un fenómeno del mercado. Se paga por la experiencia de poder escribir, aunque fuera de esa dinámica no lo hagas nunca.

—El escritor puede rentabilizar su farsa a partir de la expectativa de quien paga por él. Muchos creen que por pagar un curso y ganar un premio local se encaminan en la profesión de las letras. Esa es la ilusión de los mediocres, la base de una estafa: poseer mediante una transacción el bien de la palabra. Alguien diría que uno paga para que le enseñen, pero la escritura creativa no puede enseñarse. No es un saber, es un hacer.

—Es casi una cortesía invertir para que el artista hable de su hambre, de sus limitaciones, las bemoles y en parte los sufrimientos del arte, el fracaso, la insistencia que viene de la resaca diaria. Esa experiencia perdedora es para mí el contenido más gratificante de un taller al que yo estaría dispuesto a pagar. Un taller donde al terminar los participantes sean capaces de sincerarse con ellos mismos y aceptar si sirven (y están dispuestos) a tales entregas enfermizas de construcción. Mejor dedicarse a tareas menos infames, donde la palabra cueste menos, donde la imagen no refleje tanto nuestra debilidad. Aspiro un taller que revele lo que no somos, uno que nos dé como antesala, a modo de presupuesto, lo que tenemos que sacrificar.

VI

En el grupo de escritura creativa de los miércoles conocí a Graciela Drumont. Dentro de la planilla de inscripción, en la columna de profesión, se puso como trotamundos. Quería escribir porque consideraba que le habían pasado cosas muy locas en la vida. Tenía treinta y nueve años, piel blanca, tetas inmensas, espalda ancha y brazos bien tonificados. Me dijo que entre sus oficios practicaba el pole dance. Daba clases de zumba. Subía los fines de semana al Ávila. Fanática de la leche de almendras. Hacía yoga para mantener elástico su cuerpo. Me recomendó grupos apoyo en Caracas para dejar de comer carne, tema que no me interesaba.

Estaba también una pareja de contadores que profesaba el sexo tántrico; sostenían que dicha práctica salvaba relaciones podridas por la costumbre. Fueron ellos mismos los que, tras escuchar la experiencia de ayahuasca de Graciela la trotamundos, se pagaron un viaje alucinógeno en la clandestinidad de Galipán, experiencia que contaron con mucha alegría la siguiente clase.

Su viaje consistió en un recorrido extrasensorial a los rincones místicos del cerebro.

El contador estuvo atrapado en la jungla del inconsciente, vio a su Yo interior representado en la figura totémica de un gorila lomo plateado que se golpeaba el pecho y sonaba como los tambores de una orquesta.

La mujer tuvo un viaje más allá de las espirales del alma, viéndose en la casa de su infancia y caminando por un pasillo donde iba viendo escenas de toda su vida hasta llegar al final del rollo, la parte donde canta la gorda. Creo haber visto cómo voy a morir, dijo, pero en el viaje una voz me decía que debía conservar la escena como un secreto. Ella decía esto con una calidez incorrupta, casi orgásmica. Se puso a llorar. El esposo la miraba melancólico. Parecía entender, mientras su mujer compartía su delirio con el grupo que escuchaba con la boca abierta, que era mejor reservarse ciertos aprendizajes de un viaje, y más cuando se trata de uno realizado a las entrañas.

Anoté fascinado esas imágenes porque las consideraba más poéticas que etnográficas.

Un coaching ontológico, que tomó la decisión de ayudar al mundo luego de casi ser asesinado en un pub en la isla del Barbados, le contó al grupo cómo un destino errante lo había llevado allí, a esa isla extraña cuyo lenguaje no podía recordar porque la memoria es como una tiza. Él dijo aquellas palabras increíbles sin caer en cuenta que eran increíbles. Palabras que en su boca eran desperdiciadas por un afán de querer contar otra cosa. En su relato habló de la blancura de la playa y su reticencia a comer camarones con coco. Describió de manera confusa la semblanza de su asesino. El coaching ontológico habló con énfasis de una sombra. Cuando se está al borde de la muerte, decía, uno se prepara para encontrar la luz, ella se hace grande, te devora o te quema. Así debe sentirse la muerte. Pero sí no hay luz, decía, había que estar preparado para la oscuridad total, asumir el viaje al fin de la noche.

Maravilloso.

El profesor le decía que ahí estaba la base de un cuento, uno muy bueno. El resto del grupo secundaba la opinión. Ese es el cuento…Por ahí va la cosa…

Pero al coaching le daba igual. Insistía en un cuento de hombrecitos verdes mutantes invadiendo planetas desolados.

Leyó en voz alta después de una explicación innecesaria. El cuento: aburridísimo. Era de esos textos irrespetuosos que dejan la dura lección de que hay que evitar escribir así, como eso. El coaching abusó de anglicismos. Se jactó de mostrarnos un texto inédito en el género de la ciencia ficción. Alguien del grupo le preguntó si conocía a Robert Sheckley, este tomó la pregunta como una ofensa, a lo que respondió que no estaba interesado en hablar de nada que no tuviera que ver con su lectura. La ignorancia como es osada, recordando las reflexiones de Néstor, el oso, actúa sin vergüenza.

—Mis amigos —dijo el coaching interrumpiendo su lectura entre un párrafo y otro— han dicho que este texto es una monstruosidad. Estalactita literaria. No me quiero exceder. Modestia. Estoy aquí mostrándoselos, pero no debería, porque pienso publicarlo en una antología en el extranjero…pero voy a seguir…y las catapultas lunares de la estación Quaker-Kraft…

Ich kann es nicht verstehen.

¡No puedo comprenderlo!

Yo no entendía:

¿Por qué a ese hombre no lo mataron en Barbados?

¿¡Por qué!?

¿Qué hacía en la biblioteca, lastimándonos de esa manera?

Terminó de leer, pero siguió hablando de que su texto no era un cuento sino el primer capítulo de una novela, una trilogía, una saga, parecía no decidirse. Explicó los detalles del proyecto de una historia todavía no escrita, extasiado con el aire que entraba a sus pulmones, disfrutando su momento cumbre en la biblioteca, con todos allí escuchando y botando babas por la boca, volteando los ojos y teniendo erecciones, muriendo lenta y…

Afortunadamente hay formas de mandar a callar sin levantar la sospecha de que nadie está interesado en las cosas que andan diciendo.

Es un tema, dijo el profesor Suárez, incómodo y sin saber en qué palo ahorcarse. Una participante, bien astuta y que voy a recordar con alegría, dijo en relación al texto, entre dientes, pero bastante fuerte:

Dios le da barba a quien no tiene quijada.

Nos partimos de risa, a excepción del coaching ontológico. Después de esa sesión que nos leyó su dystopic teaser no regresó más al taller. Nadie lo extrañó. Algunos llegaron a decir que este había decidido volver a Barbados. Quise por un instante creer. Sin buscarlo aprendimos demasiadas cosas con aquel mentor de la vida.

VII

Regresaba con la trotamundos en el metro. Ella me hablaba de su experiencia en la Rue Crémieux de París. Trabajaba de mesonera en las mañanas y por las noches era bailarina de pole dance. No podía evitar mirarle las tetas. Qué fácil era decirle lo mucho que me gustaba a la trotamundos, pulsear en el trance de la parada de cada estación una invitación a su apartamento en Bellas Artes, tan fácil como ella diciéndome Aquí me bajo, si no se te hace tarde me puedes acompañar, te muestro dónde vivo y te doy un poco de café que traje de Estambul. Decido seguirla. Salimos al exterior. Atravesamos tomados de la mano las calles oscuras iluminadas por los puestos de perros. Me impregno del olor de margarina untada en las cachapas puestas en una plancha cerca de pilas de queso. El corazón se acelera. Casi todas las entradas de los edificios son sucias y tristes, pero esta vez son la antesala de una gloria, de un deseo que estalla en cada paso por aquel pasillo, en cada baldosa una escena erótica desfigurada. Sin mucho preámbulo hacemos el amor en el sofá. Uno. Dos. Tres. Cuatro veces. Como eremita descanso entre las tetas de la trotamundos. Desde una ventana enrejada con formas arabescas, como cosa rara en una ciudad tan contaminada, por primera vez puedo ver las estrellas desde un ángulo distinto. En mitad de semana, sin nada en los bolsillos, veía la realización de un sueño, los mundos posibles marcados en la punta de los pezones de Graciela la trotamundos, como la cúpula de esa mezquita que me describía, a la par de las puertas defectuosas del vagón por donde sale la gente sin esperanza, mientras yo en un par de implantes recuperaba las ganas de estar vivo. Bueno hasta aquí llego, decía, y salía de la estación mezclándose con la gente, desapareciendo como un destello por las escaleras. Preso de mis fantasías volvía al anexo solo, indispuesto a masturbarme con furia para después describir con precisión, una vez más, la ridiculez de mi existencia.

VIII

El señor Rafián me tomó desprevenido mientras pasaba la asistencia en la biblioteca. Me dijo que era escritor y sacó de su bolso con cierre mágico tres libros de su autoría. Me dijo que podía llevármelos para leerlos con calma y luego devolvérselos. Varios amigos me han dicho que dos títulos podían ser novelas totales, que podían ser difíciles de entender si no tenías el nivel necesario, pero no lo digo por ti, se ve que tú no tienes problema para leer, llévatelos. Y así seguía el señor Rafián.

No entendía la intención de la palabra problema en esa última oración. Era claro que el señor Rafián quería demostrar en términos materiales que era, en efecto, un escritor. Ese comportamiento narcistoide era un gaje del oficio. Algunos artistas no distinguen entre una persona y un mueble. Para el señor Rafián yo era una especie de perchero, una geisha complaciente a su servicio capaz de escucharlo, sonreír y ponerle en caso de ser necesario mi mano en su hombro, la señal sutil y consumada de aprobación a sus encantos. Debía estimarlo y tratarlo bajo los términos en que exigía ser tratado: como un artista.

Tres libros, muy amable que me quiera compartir sus libros. El compromiso es grande. Mi honestidad no fue suficiente para negarme a leer cosas que no me interesan. Bastó para no irritar la vanidad del señor Rafián. Le dije que me llevaría por cuestiones de tiempo el libro que yo escogiera. Al revisarlos vi que habían sido publicados y editados por él mismo durante los años noventa. Me decidí por un título sugestivo, pero lamentable: El sonido de la ausencia. Novela.

La parte inferior de la portada tenía una aclaratoria en una familia tipográfica distinta:

¿Quién coño pone esas cosas en un libro?

El señor Rafián me miró con ojos desorbitados esperando que dijera algo, una clase muy específica de comentario, un comentario al que tal vez en muchas ocasiones estaba, por culpa de relaciones poco sinceras, acostumbrado, su lenguaje corporal delataba a alguien demasiado seguro de sí mismo, alguien que busca recibir cumplidos para verse reflejado en el otro, incluso sin importar si ese otro se da cuenta, como era en este caso mi posición al estar sosteniendo de manera incómoda aquel libro entre mis manos, luego de cometer el error de leer en voz alta una aclaratoria, y estar tan cerca de aquel sujeto que por bastantes razones me daba asco, me vi en la obligación, en la terrible necesidad, de decirle algo.

—Mil novecientos noventa y nueve, qué buen año para las letras. Venezuela le dio un premio bien merecido a un grande.

—¿Sí? No me acuerdo quién ganó ese año. Son tantos que se pierden—dijo el Rufián.

—¿Cómo no se acuerda? Ese año premiaron a una de las mejores novelas escritas en estos últimos años… bueno, esa es mi opinión.

—A ver, recuérdame cuál novela es esa…

—El premio se lo dieron a Los Detectives Salvajes, de Roberto Bolaño ¿Ya se acuerda?

—Sí…claro, ya sé cuál es esa novela. No es tan buena.

—¿¡No es tan buena!? Depende. El tiempo ha dicho lo contrario. Pero entiendo que es cuestión de gustos. —Y quise enterrar el dedo en la llaga de Cristo, rasgarle las vestiduras a Caifás—. Fíjese también en los finalistas de ese año… una barbaridad: Las nubes de Juan José Saer, La tierra del fuego de Sylvia Iparraguirre, dos piezas argentinas; Caracol Beach de Eliseo Alberto, Dime algo sobre Cuba de Jesús Díaz, Mariel de José Prats Sariol, trípode cubano; Plenilunio de Antonio Muñoz Molina, español; Inventar Ciudades de María Luisa Puga, México; Margarita está linda la mar de Sergio Ramírez, Nicaragua; y una finalista venezolana: Victoria de Stefano con Historias de la marcha a pie…Pura mermelada, si me permite la opinión gastronómica, en cada novela se puede ver el queso fundido a la tostada, eso no hay que negarlo, menos dudarlo…Usted me entiende señor Rafián…Para escribir bien hay que leer a los hombres y mujeres que escriben de una sola manera: vitalmente, muy distinto a escribir correcto, porque hay gente que se expresa correctamente y no dice absolutamente nada, hacen textos mojigatos, sin alma, complacientes y prescindibles, yo le hablo de esos maestros que escriben de una manera maldita rigurosa y envidiable, y al mismo tiempo enseñan desde una desesperanza tácita que las palabras son estériles pero juntas siempre deben generar un efecto en nosotros, es una forma de aprender a leer, que en sí es muy difícil para luego ponerse a escribir, que eso tampoco es sencillo, luego en el proceder dejar algo que, no sé, provoque leerse, que sea vistoso, que las oraciones tengas pellejo, carne y sangre, que el lector necesite regresar, rayar las hojas, marcar frases que luego se puedan plagiar sin agradecer ni rendirle cuentas a nadie, es el masoquismo de la dificultad, una gimnasia de la crueldad…Todo desaparece….Pero no comento más, capaz estoy equivocado…

La semblanza del señor Rafián cambió por completo. Se puso a la par de una realidad insignificante hablando conmigo sobre su novela total. Me dio muchísima pena, pero la literatura es cruel por naturaleza, permite que toda situación pueda verse como un chiste, un recurso de la memoria donde nadie resulta en el fondo herido. Total, nadie va a leer esto que escribo. Marqué con una equis su nombre en el recuadro correspondiente al día. Di las gracias por el préstamo y seguí pasando la asistencia. La siguiente clase regresé la novela. No pasé de las diez páginas.

IX

Zurama vivía en un pent-house de las Residencias Rosal Plaza, en la Avenida Pichincha. Había quedado con ella en visitarla a su casa para discutir temas relacionados a las cosas que había dado el profesor en el taller.

Quería discutir a fondo el decálogo del cuento de Horacio Quiroga.

Ella llevaba una falda azul. Tenía un llavero de bola peluda rosada del tamaño de una pelota de tenis. Me dio un beso de media luna y me miró de abajo hacia arriba.

—Disculpa la tardanza, el ascensor no llegaba.

En el apartamento se me impregnó un olor a mueble nuevo, palosanto y sándalo. Había una pared con relieves lunares rosados que me recordaron cuando tuve lechina. Me asomé en la ventana de la sala para ver la ciudad. De un pasillo oscuro apareció una señora. Me la presentó como su mamá. No se parecían en nada. Era silenciosa y se movía despacio por la cocina.

Zurama me invitó a que nos acostáramos en una alfombra, también peluda y rosada. Saqué mi cuaderno y la copia del decálogo. Ella se sentía frustrada porque no sabía sobre qué escribir, no entendía lo que el profesor decía en clase. Yo tampoco tenía idea de cómo escribir un cuento. Hablamos sobre autores, citas y escenas inolvidables…Sus piernas rozaban las mías…La señora nos llamó para comer. Nos sirvieron pasta y jugo de guayaba y yo bien si-señora-gracias porque estaba tan ansioso por ver a Zurama desnuda que olvidé desayunar.

—¿Por qué tu mamá no se sienta con nosotras?

—Ella no es mi mamá, es como una…Historia complicada. Ella me ayuda, me cuida.

Terminamos de comer y volvimos a la alfombra peluda. Seguimos con algunos comentarios sobre cómo hacer un cuento. Ella decía que nunca terminaría uno. Yo tampoco había escrito ninguno. Entonces pensé que nunca sería escritor ni tampoco me cogería a Zurama. Cuando nos gusta alguien somos condescendientes por temor a estropear el momento que tenemos a la espera de que suceda eso que deseamos con intensidad. Tenía que actuar, hacer algo. Quiroga tenía la pauta para el giro de la historia. La clave estaba en los labios de Zurama. Me acerqué para besarla. Ella se hizo a un lado, pero seguía suspendida. Podía sentir su aliento a salsa de tomate y guayaba. Detallé las grietas de su rostro, de su cansancio tras haber intentado algo demasiadas veces y no haber logrado nada.

Me preguntó si yo era casado. Inesperado. Le dije que no. Volvió a preguntar. No salía de su asombro y ante mi segunda respuesta negativa hizo un gesto de decepción. Me preguntó cuántos años tenía, le dije que tenía veintiuno y ella se tapó la boca, ahora como apenada…qué carajos…qué hice mal…

—Pensé que serías alguien mucho mayor. Aparte no estás casado. Lo siento, no estoy como acostumbrada a esto…Jijijijiji…

Y así estaba, riéndose como la propia estúpida.

En realidad, en el fondo, el estúpido de esta historia, claramente era yo.

—Estoy haciendo los arreglos para irme. En este país no puedo ser cantante ni escritora. Afuera quizá pueda ser una de las dos cosas, pero aquí no ¿Tú tienes pensado irte?

—Creo todos nos tendremos que ir eventualmente. Te dejo la copia del decálogo. No dejes para última hora la entrega, trata de hacer por lo menos el cuento para la clase final.

—Tranquilo. Tengo casi completo el cuento en mi cabeza. Lo haré, pero debo descansar primero. Irse a cualquier sitio es muy complicado. Me siento estancada. Te abro, en un rato también me tengo que ir.

—Para despedirme de tu mamá…

—Olvídala se fue hace rato. Sabe que libra mañana. Desgraciada. Al menos dejó limpia la cocina. Te digo algo, creo que ella cuando puede, me roba. Yo me hago la que no sabe.

Nos despedimos. Me besó en la boca, con la promesa de un próximo encuentro.

Cuando llegó el día Zurama no se presentó a la clase final, tampoco presentó su cuento. Sin ninguna explicación desapareció. Nunca más la volví a ver.

***

Iba por la avenida Casanova, pendiente de los huecos y el paso desquiciado de los carros, fumando un cigarro y arrastrando las piernas. Fue entre el rayado y el cambio de luz del semáforo que nació la idea de renunciar a la coordinación. Escapar. Concluí en medio de aquel desplazamiento decepcionante, por mi modo de andar hacia ninguna parte, regresando de nuevo al principio, que podía hacer de mi cuerpo un testimonio del rechazo.

De regreso al anexo me tiré en la cama a mirar las filtraciones del techo.

Un conjunto de puntos formaba una constelación de estrellas negras.

Quise defenderme de ellas mirando a otro sitio.

Quise irme bien lejos sin dejar de estar allí,

pero el terror del espacio estaba en todas partes.

En lo que escribimos, independiente de los fines y mecanismos internos, prevalece una función terapéutica. Escribo para olvidarme. Quiero contar algo, el enigma está en el cómo… (Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia). Como parte de un rito iniciático encontré una noción, casi auténtica y eficaz, de fracasar con estilo.

X

No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida en el cuento.

Alexander JM Urrieta Solano

Caracas – Puerto Ordaz (2022-2023)


Misceláneas:

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La esquina de barro

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Cómo estafar creyendo que salvas el planeta

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El poeta en el mundo

Tanizaki en Las Vegas (reprise)

Había terminado de leer El elogio de la sombra, del escritor japonés Junichiro Tanizaki. El ensayo hablaba sobre las virtudes de la oscuridad como rasgo idiosincrático de la cultura japonesa. Al mismo tiempo, la sombra como complemento esencial dentro de las estéticas de los espacios y la belleza, que se presentan en los hallazgos expresivos de las artes y la vida cotidiana. El elogio es una crítica a la obsesión que tenemos los occidentales por la luz, por el deslumbramiento, sinónimo del progreso civilizatorio justificado en la razón, mito heredado del Siglo de las Luces.

Pensé entonces que las ciudades con exceso de luz tienen la desventaja de poner en evidencia con mayor claridad sus defectos. No dan cabida al ocultamiento, tan solo se hacen más evidentes y grotescos los lugares y detalles que no resultan gratos a la mirada. A raíz de todo esto pensé en una ciudad occidental referencial, una ciudad que dentro de sus dinámicas diera el ejemplo totalizador de lo que tanto criticaba Tanizaki: Las Vegas, una ciudad en medio del desierto que nos sugiere con su arquitectura artificial, con sus luces y espectáculos insaciables, el resultado de un hecho urbanístico novedoso. Un fenómeno espacial que le resultaría vulgar al escritor japonés.

Las Vegas, además de presentarse como una ciudad mensaje, diseñada completamente de signos, funciona para comunicar nostalgias, consumo, derroche y fantasía. Ella logra engañar con su espejismo lúdico, construido a partir de pruebas atómicas, neones y máquinas tragamonedas. Viéndolo de esta forma, la luz de Las Vegas, o nuestras ciudades, proponen una estrategia de la ilusión. La sombra, o la idea precisa de ella, es un elemento para pensar las ciudades, que llega a presentarse como una crítica incómoda.

Vivimos atados a rutinas dentro de tantos espacios lumínicos, que evitamos hasta el hastío cualquier clase de reflexión. Digamos, el apreciar en tanta aceleración el placer de las pausas, el placer que puede brindar la penumbra de tanta mecánica de soledades, trabajos aburridos, rutinas asesinas, rostros cansados por la costumbre que conduce al suicidio, rostros con necesidad de algún grado de templanza para ocultar el agotamiento propiciado por los espacios, que no dan consenso a la contemplación de nuestra propia oscuridad.

Todas las ciudades occidentales aspiran superar sus propias ficciones, para enmarcarse en el viaje a la hiperrealidad en donde la imaginación occidental quiere ante todo buscar la verdad, y para eso necesita construir lo falso en un sentido absoluto. Al fin y al cabo, nos vemos en la urgencia enfermiza de creer que creemos. ¿Cuántas veces nos hemos dejado seducir por esa búsqueda plástica y superficial de iluminación?

Elaborar nuestra propia poética del espacio, contrastando los lugares tanto luminosos como oscuros de nuestro día a día, también es una terapia válida para la afinación de la mirada, tan irritada por las imágenes brillantes. De aquí tal vez la virtud de aprender a mirar la ciudad con un grado de cautela mayor, como Tanizaki en Las Vegas.

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Alexander JM Urrieta Solano

 

Paprika y la interpretación de los sueños

Anoche tuve un sueño. ¿O debiera decir una pesadilla? Una pesadilla es algo que se eleva del subconsciente al inconsciente, plagado de sobresaltos y desazón, para castigar o asustarnos. Pero lo que me sucedió anoche fue un presentimiento frenético de felicidad. Si pienso en ello como una pesadilla es porque, contrariamente a los sueños comunes, que se elevan y desaparecen en las sombras, este era profundo y claro, y permanece todavía conmigo en lugar de desvanecerse.

Nietzsche – Mi hermana y yo

Siguiendo el mapa de lecturas de la cuarentena terminé la novela de Paprika, del escritor japonés Yasutaka Tsutsui, publicada en 1993. Tanto Paprika como otras novelas de Tsutsui han sido adaptadas al manga. También hace ya unos años había visto la película animada de Paprika, estrenada en el 2006 y dirigida por Satoshi Kon, cuya adaptación del libro es muy fiel a la trama, aunque siempre hay que tomar en cuenta que no hay acciones totalmente fieles en las artes. Tanto el libro como la película son gratas experiencias por igual.

En el Instituto de Investigaciones Psiquiátricas de Tokio se desarrollan tecnologías para el tratamiento de pacientes mediante la interpretación de sus sueños. Los principales investigadores del instituto son la doctora Atsuko Chiba y el doctor Kosaku Tokita, ambos nominados al premio nobel de fisiología y medicina por sus aportes al estudio de la psique humana. Tokita ha creado un dispositivo para introducirse en los ciclos REM de los enfermos mentales, el mini-DC, con el que mediante la terapia puede modificar sus comportamientos y aliviar trastornos.

La trama se dispara cuando empieza a correrse el rumor de que la esquizofrenia es contagiosa. Se presume que durante los tratamientos los terapeutas pueden asimilar los sueños dementes de los pacientes más crónicos.

En realidad no era cuestión de formación, sino de…fuerza mental. Algunos tenían lo suficiente para ser terapeutas, pero no para adaptarse a los sueños de los enfermos o transferir emociones en su subconsciente. Si intentaban hacerlo, corrían el peligro de quedar atrapados en la psique del enfermo, incapaces de volver al mundo real. (Tsutsui, 2011, p. 21).

Se mezclan rivalidades científicas para tomar el control de los sueños. Durante la novela estos se confunden con la realidad y llevan a los personajes a la atrofia de sus capacidades como doctores, y de poder dormir con normalidad. Hay todo un conflicto de ética en donde se cuestiona el uso de la tecnología en detrimento de las formas tradicionales aplicadas a los pacientes, mediante la terapia clásica del psicoanálisis. Lo que despierta rabias intelectuales, rencillas típicas en ambientes académicos, donde el genio despierta la envidia de los fracasados. Hay una repulsión de los antagonistas de la novela hacia Tokita, el genio creador, que detrás de su excesiva gordura, esconde un malestar de deseos reprimidos.

Los diversos traumas que poseía ese monstruo de la naturaleza lo había sublimado en un talento científico sin precedentes en la historia. Pero era un talento en crudo, desprovisto de ética o de moralidad. Las frustradas pulsiones sociales y sexuales de ese hombretón estaban por completo dirigidas a la elaboración de invenciones inhumanas (Tsutsui, 2011, p. 135).

Paprika, alter ego de la doctora Chiba, es la detective de los sueños. Su figura despierta un interés enorme en las personas que trata. Hay un componente lúdico en la novela en el tratamiento del erotismo a través del morbo que expresan los personajes. Los deseos sexuales, la ansiedad y la desesperación levantan escenarios oníricos donde Paprika transita y registra los sueños en una grabadora que en la realidad reproduce como una película.

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El autor hace breves paradas para comentar temas sobre teorías del psicoanálisis, los conceptos de la depresión y la angustia, vistas como casos clínicos que pueden analizarse desde la interpretación de los sueños, como en el caso del paciente Tatsuo Nose, un empresario que quiere ubicar el origen de su neurosis de angustia.

La angustia forma parte del ser humano. Heidegger la consideraba un mal necesario. Cuando seas capaz de domesticar esa angustia y encuentres una forma de convivir con ella o, incluso, de utilizarla, ya no necesitarás tratamiento alguno. Entonces conocerás la causa de tu ansiedad (Tsutsui, 2011, p. 38).

Otro de los personajes es Toshimi Konakawa, un policía que sufre de una depresión severa. A pesar de los éxitos obtenidos en una carrera profesional, la tristeza siempre proviene de otra parte. Me dio la impresión como lector que el autor hace un análisis sobre la obsesión que provoca la búsqueda del éxito y la perfección en las personas, las rivalidades laborales que definen la división de los oficios, y que al no obtener ni cumplir algunas expectativas, sin darnos cuenta, sucumbimos ante la frustración.

Un perfeccionista. La típica personalidad propensa a la depresión. Los perfeccionistas se ponen expectativas muy altas sin motivo. Trabajan para alcanzar metas inalcanzables y asumen demasiada responsabilidad. También intentan hacer demasiadas tareas al mismo tiempo con un alto nivel de calidad y, cuando se les dice que se exigen demasiado a sí mismos, contestan que no pueden trabajar de otra manera. Y siguen convencidos de que deben sacar todas esas responsabilidades adelante (Tsutsui, 2011, p. 153).

Una característica de las personalidades con tendencia a la depresión es la obsesión por el orden, y eso denota cierta debilidad de espíritu. La depresión hace que quien la sufre tienda a batirse en retirada cuando hay una pelea o si aparece una colisión de personalidades. Paprika pensó que su paciente no podía realizar su trabajo en esas condiciones. Salvo que con los delincuentes fuera más agresivo (Tsutsui, 2011, p. 157).

La obra de Tsutsui es una exploración de los trastornos más comunes de las sociedades modernas. La detective de sueños despierta deseo y morbosidades en lo demás, tal vez por su gran atractivo, del mismo modo que impresiona exponiendo sus métodos y experiencias en el desempeño de su profesión terapéutica, evocando a los autores de la tradición psicoanalista: desde Sigmund Freud hasta Carl Gustav Jung. Entre sus explicaciones toma el concepto de Endon, propuesto por el psiquiatra Hubert Tellebanch en 1966, que habla de la región del individuo donde convergen lo psicológico con lo biológico.

Paprika ya había experimentado cierto éxito en el tratamiento de la depresión con los aparatos PT. Su método consistía en identificar mediante el psicoanálisis el estado en el que habían vivido los pacientes antes de que aparecieran los síntomas clínicos de la depresión. Luego calculaba el punto en el que el llamado «estado de orientación del endon» provocaba una fluctuación, es decir, el punto en que perdía su estabilidad y equilibrio. El endon existe en una dimensión mixta, que no es mental ni física, de ahí que sea tan frágil. Por eso la depresión se llama también «melancolía derivada de los endones» o de la «endocosmogenidad», porque esta región sutil de los individuos participa de la naturaleza en su sentido más amplio (Tsutsui, 2011, p. 156).

Hay en Paprika un juego de representaciones de la pesadilla y el tratamiento del mal. El terror está en los sueños y los miedos de otros, que se mezclan y saltan del espacio onírico al real, y lastiman a quien se atraviese en ellos. Salen de los sueños personajes de mitología griega, arquetipos diabólicos de tratados de demonología y folklore japonés. Ya una vez llevado todo al extremo ambigüedades de cualquier clase son permitidas en la metaficción.

Algo estaba pasando. La gente sospechaba y quería saberlo pero, al mismo tiempo, tenía la vaga intuición de que querer saber era peligroso. Se estaban habituando a una presencia ominosa o a un estado mental concreto. No tenían medios para protegerse de la insidiosa propagación de la locura y, cuando perdían la cordura en la calle, era difícil saber si se debía a algún acontecimiento que acababan de vivir o a no haber podido resistir el constante goteo de pequeños sucesos absurdos. Muchos de estos sucesos solo se percibían de manera individual –como que aparecieran distorsionados los dígitos en un reloj de pulsera o que el rostro de una madre se cambiara, por un instante, por el de una foca– y podían ser suficientes para activar la locura en la gente. Las dolencias que se desencadenaban iban desde un complejo de inferioridad a otro de Edipo, pasando por todo un abanico de perversiones sexuales; los fantasmas de dichos trastornos se aparecían en las pesadillas de quienes los sufrían, irradiándose a su vez al exterior y generando nuevos enfermos. Así se estaba creando una cadena de montaje de la locura (Tsutsui, 2011, pp. 336-337).

La novela se lee con mucha facilidad. Me pareció que el autor japonés hace los saltos de una cosa a otra con bastante maestría, de la manera que narra una historia fantasiosa, en el fondo de la trama va dejando que el lector reflexione sobre temas como la intimidad, el erotismo, los deseos frustrados y la locura. La memoria como materia prima de los sueños, que nos permite concebir la posibilidad de existir en ellos estando ausentes en la realidad.

Los sueños suelen ofrecer pistas para resolver crímenes. Las pesadillas son caras de los mismos sueños, en versiones más desesperadas de nuestro interior, orquestadas con el miedo que nos define mejor. Los sueños son sucesiones de imágenes que parecen reclamos del inconsciente, y el esfuerzo por indagar más en ellos permite recordarlos. Es preciso hacer un seguimiento de sus significados, indagar en la memoria, en esa burla diabólica y vergonzosa, que atraviesa nuestras vidas y que empieza desde la infancia.

No se trata de que los sueños nos digan lo que ocurre afuera con exactitud, o que nos  den alguna noción clara de lo que sucederá; se trata de ver si esos sueños pueden servir para averiguar un poco más acerca de lo que acontece en nosotros, dentro de esa compleja máquina que es el cerebro, que hace de lo inverosímil posible mientras estemos dormidos.

Uno podría ponerse a pensar qué sería del mundo si se lograra por medio de prótesis controlar los sueños y dirigirlos. Si acaso ya estamos siendo discretamente manipulados dentro de un sueño profundo, del que todavía somos incapaces de despertar.

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Alexander JM Urrieta Solano

Referencia:

-Tsutsui, Y. (2011). Paprika. España: Atalanta.

 

Tanizaki en Las Vegas

Últimamente he tenido inclinaciones por las reflexiones que pueden hacerse sobre el espacio. La lectura de dos ensayos me adentró en una discusión sobre la forma en que podemos percibir los lugares que habitamos, o que llegamos incluso a contemplar con fascinación en la velocidad que nos sugieren las imágenes, que percibimos con cierta irritación todos los días en nuestras pantallas solitarias, en rutinas que a veces no tienen mucho sentido como para prestarles atención.

Nuestras prácticas cotidianas están ritualizadas y esconden, en mayor o menor grado, ciertas actitudes neuróticas. Raras veces hacemos uso de la conciencia para nuestros movimientos generados por defecto en los lugares que habitamos: como cepillarnos los dientes, ponernos las medias, amarrarnos las trenzas y ponernos desodorante; son cosas que hacemos sin mucha contemplación ni demora. Tampoco nos detenemos en las acciones que acontecen en la rapidez de nuestros quehaceres: preparar el desayuno, ordenar la vianda, enlistar las prioridades. Ya fuera de casa es donde ocurre todo. A mitad del trance de tu viaje recuerdas haber olvidado algo. Ese algo provoca una falla en el sistema cognitivo. Son contadas las veces que has olvidado salir de tu casa sin ponerte desodorante. Se trata de un salto misterioso en el algoritmo de nuestros cuidados primitivos, una conspiración contra nosotros mismos. Da rabia. Pasa. Se asume la falla y se sigue adelante.

A veces solemos dirigirnos a un sitio cualquiera, pero lo hemos hecho tantas veces que importa poco si leemos los avisos o las señales del tren, si asimilamos las expresiones de la gente enturbiada que como tú acelera el paso porque va por igual tarde al trabajo. Tampoco nos preocupa detallar los rostros sombríos de la gente que apretada en los vagones participa de mala gana en un festival de máscaras. Las sugerencias de los espacios que creemos conocer por costumbre tampoco parecen decirnos algo, ni las inconsistencias del camino, de ese tránsito por tantos lugares cambiantes que mayormente no sabemos mirar. La escena parece la misma de todos los días. Y crees sabértela de memoria.

Con el hábito de la lectura sucede algo distinto que cambia toda la formulación de nuestro andar y de mirar los espacios. Ella te permite estar más consciente de los detalles de la rutina. Ciertas lecturas esconden un misterio que no sabemos explicar. Leer sin duda es pensar, ejercita el músculo de la lengua, el más fuerte del cuerpo. No es tampoco eso que leemos para pensar, sino que a veces leemos y encontramos algo que en algún momento llegamos a pensar, tal vez por mucho o quizá un instante de tiempo, pero lo hicimos y eso es lo que inquieta y emociona. El asombro está en ese hallazgo, en haber visto escrito eso que llegamos a pensar alguna vez, quizá de otra manera, pero lo vemos luego todo más claro, más sencillo y contundente; sin duda, algo que de no haber descubierto en esa lectura seguiríamos creyendo que es algo imposible retratar de tal forma. Son situaciones azarosas, accidentales, que dotan de un sentido especial al día entero. Luz. Cumplida la jornada regresamos turbios y contentos a casa, a nuestro rincón de universo. Hacemos cuenta en el cuaderno de nuestro nuevo descubrimiento. Mañana entonces, repetiremos los mismos procedimientos. Y así.

Me sucedió primero con la lectura de El elogio de la sombra, un lúcido ensayo del escritor Junichiro Tanizaki publicado en 1933, donde de manera magistral elabora unas reflexiones sobre las virtudes que definen la cultura japonesa en relación a un rasgo elemental: la oscuridad, la sombra. Vista desde los grandes relatos occidentales, la sombra es un concepto relacionado casi siempre a connotaciones negativas, antagónica a la luz, a lo que resulte luminoso; la luz es una alegoría de clarividencia, divinidad, ideas y ocurrencias.

Sin embargo, Tanizaki destaca las sombras no solo como un rasgo que brinda estéticas superiores a los espacios y las formas de conducir la vida, sino que exalta las particularidades de la idiosincrasia japonesa en función de ella; presenta lo japonés como una cultura que se vale de la oscuridad para destacar sus tradiciones y preservarlas dentro de sus prácticas cotidianas. Desde la arquitectura, para  la construcción de una casa hasta el empleo del papel y la tinta para escribir; del teatro, donde la falta de luz destaca la belleza de los personajes en la puesta en escena de una obra Bunraku (teatro de títeres),  hasta en la gastronomía, en la elaboración de diferentes platos usando instrumentos elaborados con materiales y técnicas propias de Japón.

En general, sin importar de dónde provengan, los cocineros se preocupan por los colores de la comida, combinándolos con los platos y las paredes del comedor, pero en el caso particular de la comida japonesa las vajillas blancas nos quitan el apetito. Tomando como ejemplo la sopa de miso con que desayunamos todos los días, su color nos confirma el hecho de que los platos típicos de nuestra comida han evolucionado para ajustarse al ambiente de penumbra de los hogares antiguos (Tanizaki, 2016, p. 33).

El autor hace una crítica contundente a la obsesión que los occidentales tienen por el exceso de luz. Ese afán está presente en los detalles cotidianos, nuestra obsesión por el deslumbramiento de las cosas, reflejado en la blancura de nuestras pocetas, por ejemplo, que para el autor resultan ser de mal gusto, porque en el uso diario se evidencian paulatinamente manchas sobre lo blanco, exaltando el deterioro y lo repugnante. Para Tanizaki el baño es un lugar de intimidad donde hacemos las más elaboradas reflexiones, por lo que su diseño tiene que ser meticuloso y casi sagrado.

No hay lugar más placentero para pensar que un baño japonés, donde todo está hecho con madera y en la medida que se usa se ennegrece, haciendo del lugar algo más apacible para realizar nuestras necesidades esenciales. Para Tanizaki en esa quietud tenebrosa contenida en la penumbra está el sentido misterioso y estético de los espacios. La oscuridad meditada resalta y embellece las cosas.

El malestar de Tanizaki está en el derroche de las energías lumínicas en detrimento del descuido de las tradiciones, su negativa al proceso de modernización radical; la  transformación obscena de su país con la llegada de las compañías eléctricas y las propuestas imperantes pautadas por los préstamos occidentales.

Me pregunto ahora por qué los orientales insistimos en la búsqueda de la belleza entre las sombras. Según mi modesto conocimiento del mundo, los occidentales no saben apreciar la sombra a pesar de que han atravesado, ciertamente, largos periodos sin electricidad, gas o petróleo. Desde la remota antigüedad los fantasmas japoneses carecen de piernas, mientras que los occidentales aparecen con sus cuerpos transparentes haciendo visibles sus extremidades. Este detalle tan trivial revela la tendencia fantasiosa de los japoneses hacia las sombrías tinieblas, en contraste con el gusto de los occidentales por la deslumbrante claridad. En cuanto a los utensilios cotidianos, los japoneses preferimos los colores asociados con los diversos grados de oscuridad, al tiempo que los occidentales se inclinan hacia la luminosidad solar. La herrumbre que apreciamos en los objetos metálicos, ya sea de bronce o de plata, les resulta repugnante por sucia y antihigiénica a los occidentales, que los pulen al máximo. Ellos blanquean las paredes y el cielo raso con el propósito de eliminar las manchas oscuras de los rincones. Siembran césped en los jardines, mientras nosotros sembramos árboles frondosos. ¿De dónde proviene esta diferencia de gustos? (Tanizaki, 2016, p. 61).

Más que preguntarnos como lectores en dónde están las diferencias, es mejor preguntarnos qué tanta importancia le damos a las sombras en nuestras vidas, y cómo ellas sugieren nuevas perspectivas de sensibilidad.

La segunda lectura fue el ensayo de Zerópolis, del filósofo francés Bruce Bégout, que habla sobre la ciudad de Las Vegas. Ciudad mensaje, de régimen ludocrático y economía del despilfarro. Destinada única y exclusivamente al consumo y la diversión, por medio de la irritación por imágenes y luces de neón. Pozo de energía, devoradora y risueña, la ciudad del juego se ha situado bajo el doble símbolo de la electricidad y del átomo, de la onda y del choque. Ella habita cómoda en nuestras mentes, se expresa en nuestros gestos y aspiraciones ordinarias. Todas las ciudades anhelan ser como Las Vegas: deslumbrantes.

La ciudad está ubicada en el desierto de Nevada. Lugar que durante un tiempo estuvo destinado a constantes ensayos atómicos que le dieron el título honorífico de Nuclear state.

En los años cincuenta, los casinos aprovecharon la proximidad geográfica de los ensayos nucleares para convertirlos en emblema de la ciudad: veladas atómicas, cortes de pelo atómicos (atomic hairdo), cócteles atómicos. Ignorando los riesgos de la radiación nuclear (el gobierno federal no los reveló oficialmente más que a comienzos de los años sesenta), algunos hoteleros llegaron incluso a organizar picnics en el norte de la ciudad para asistir en directo al espectáculo de las terribles explosiones en forma de seta. Por su parte, en 1953, el Atomic View Motel garantizaba en sus folletos una vista impecable, desde cualquiera de sus habitaciones, sobre el fenómeno (Bégout, 2007, p.19).

Es un hecho curioso que la bomba atómica simbolice la destrucción del último mito válido de la modernidad: el Sol. Elías Canetti escribió en 1945 que tras los eventos de Hiroshima y Nagasaki la luz solar es destronada por el poder nuclear. El hongo atómico se ha vuelto la medida de todas las cosas. Lo pequeño ha triunfado sobre la inmensidad indescriptible: una paradoja de poder (Horrocks, 2004). Y es más curioso que durante un tiempo miles de espectadores se reunieran en terrazas de hotel, en medio de un desierto, para contemplar con cierto deleite radiactivo la fiesta de la insignificancia humana. Nuestra capacidad destructiva, engendrada en la religiosidad del progreso, la ciencia y la razón.

Las Vegas por su exceso de luces puede verse desde los satélites que orbitan el espacio. Es la ciudad del desierto y de la nada. Simulacro urbano que atrae con sus edificios resplandecientes, y presagia el porvenir de todas las ciudades contemporáneas. El visitante se encuentra sumergido en un constante bombardeo de imágenes y distracciones que le impiden tener una noción clara de dónde está.

Es preciso abstenerse de cualquier ironía de la distancia. Es ahí donde reside el poder primordial de la alucinación espectacular de Las Vegas: en convencernos de que es mejor no dejar de creer […] Las Vegas se mofa de todo. Convierte toda realidad en escarnio. Sin preocuparse por la historia, tritura cualquier evento humano en un quimo electroquímico y paródico que no deja absolutamente nada intacto (Bégout, 2007, p.15).

El Strip de las Vegas, emblema de la ciudad en la que se concentra la descripción de Bégout, comprende una zona de casi siete kilómetros repleta de colosales y lujosos hoteles casino y luces neón. Estos complejos comprenden cadenas de restaurantes, espacios para toda clase de eventos musicales, pirotecnia y coreografías que se repiten diariamente hasta el cansancio, donde lo cotidiano gira en función de una actividad ancestral: el juego.

Uno se imagina qué impresión tendría el escritor japonés, tan arraigado a la belleza espectral de antaño, si visitara la ciudad de Las Vegas. ¿Reforzaría sus creencias concluyendo que Occidente desconoce la virtud que puede encontrarse en la contemplación de las tinieblas? Creo que estaría profundamente asqueado ante tanta exageración luminosa.

Contrastar los excesos con lo precario nos hace pensar en qué tipo de equilibrio podemos encontrar en los espacios que habitamos, hablando en términos de claridad.

Me quise hacer la imagen de Tanizaki caminando atónito por el Strip de Las Vegas, agitado por la multitud que no mira por dónde camina, hipnotizada por los anuncios de neón que indican a los viajeros cómo tienen que moverse. Me quise hacer la imagen de Tanizaki entrando al Caesar’s Palace, recorriendo los pasillos llenos de huéspedes moviéndose como autómatas frente a las máquinas tragamonedas, en medio de un espectáculo electrónico repetitivo donde se pierde la noción del tiempo. Me quise imaginar a Tanizaki dirigiéndose al personal del bar del hotel buscando sake, viendo que el exceso de luz y aire acondicionado han dotado de cualidades criogénicas al personal, que parece estar muerto en vida, cerrando sus ideas con una sonrisa artificial y un have a nice day. Me quise hacer la imagen de Tanizaki contemplando fijamente la Esfinge de Fremont Street, que con su aspecto monstruoso de parodia egipcia, vigila la entrada del downtown. Ella no logra seducirlo pues él sabe que tal inmensidad solo oculta una crueldad sin límites.

Rodeada de pantallas donde desfilan sumas astronómicas, sus enigmas consisten en series de números incomprensibles que suministra con aplicación. ¿Se trata acaso de la suma que pide? ¿O de la que ofrece? Todo el mundo vacila. Al cliente que osa al fin desafiarla, le lanza una mirada cargada de codicia y desgrana sin emoción su rosario numérico. Sin embargo, nadie ha podido todavía pagar su precio (Bégout, 2002, p 136).

Estas formas de mirar nos pueden servir para pensar nuestra ciudad que funciona a media máquina, en una cartografía urbana de dominios confusos y claroscuros.

La ciudad que vivimos ha hecho los mayores esfuerzos por convertirse en un parque temático, que asocia y recrea eventos de lugares que no le pertenecen. La vida mental de las metrópolis, desde el punto Zero, se encamina en la tarea de alcanzar un estado donde la velocidad y el consumo son los ritos que pretenden saciar todas las necesidades materiales y espirituales humanas. Bajo esta forma tan rudimentaria y superficial es difícil mirar la ciudad de otra manera. Es fácil perderse en la luminosidad de las apariencias o el terror de la oscuridad.

El ejercicio más complejo es pensar nuestra ciudad sopesando los extremos entre la oscuridad y la luz. La carencia y el despilfarro sin duda son parte de una ecuación para explicar la incógnita de lo que ha sido y son nuestras tradiciones, y la forma con que la ciudad se nos presenta en sus edificios deformes, callejones sin salida, grietas y comas. Una mezcla siniestra de incomprensión.

Con su avasallante estética las vallas publicitarias, postes titilantes y semáforos miopes, iluminan, si es que pueden, algún trozo de calle o autopista. Los espacios lumínicos fragmentan y restringen nuestros movimientos, entre los lugares posibles para estar y los que por la falta de luz nos advierten de posibles peligros. Nuestra ciudad con sus rutinas particulares no está exenta de los cambios drásticos propiciados por la aceleración de las cosas, ni el reemplazo de nuestra cultura de memoria urbana por una de consumo instantáneo, que no sabe de virtudes ni gradaciones.

De cualquier manera, tal vez un ejercicio de alto grado, sea aprender a mirar y movernos por nuestra ciudad con cierta reflexión y cautela, como Tanizaki en Las Vegas.

Alexander JM Urrieta Solano

Referencias:

Bégout, B. (2007). Zerópolis. Barcelona: Anagrama.

Horrocks, C. (2004). Baudrillard y el milenio. Barcelona: Gedisa.

Tanizaki, J. (2016). El Elogio de la sombra. Caracas: Bid & Co. editor.