Como una novela

por Daniel Pennac

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Pocos objetos como el libro despiertan tal sentimiento de absoluta propiedad. Una vez han caído en nuestras manos, los libros se convierten en nuestros esclavos…, esclavos, sí, por ser de materia viva, pero esclavos que nadie pensaría en liberar, por ser hojas muertas. Como tales, padecen los peores tratos, fruto de los más locos amores o espantosos furores. Y te doblo las páginas (¡oh, qué herida, cada vez, la visión de la página doblada!, «¡pero es para saber dónde estooooooy!») y poso mi taza de café sobre la tapa, esas aureolas, esos relieves de tostadas, esas manchas de aceite solar…, y te dejo un poco en todas partes la huella de mi pulgar, el dedo con el que aprieto mi pipa mientras te leo… y esa Pléiade secándose miserablemente sobre el radiador después de haber caído en tu baño («¡tu baño, cariño, pero mi Swift!»)… y esos márgenes garrapateados de comentarios afortunadamente ilegibles, esos párrafos nimbados por rotuladores fluorescentes…, ese libro definitivamente inválido por haber pasado una semana entera abierto por el lomo, ese otro supuestamente protegido por una inmunda funda de plástico transparente con reflejos petrolíferos…, esa cama que desaparece debajo de un témpano de libros esparcidos como pájaros muertos…, ese montón de Folio abandonados al moho del granero… esos desdichados libros infantiles que ya nadie lee, exiliados en una casa de campo adonde ya nadie va…, y todos esos otros en los muelles, liquidados a los revendedores de esclavos…

Todo, a los libros se lo hacemos sufrir todo. Pero la manera como los maltratan los demás es la única que nos apena…

No hace mucho tiempo vi con mis propios ojos cómo una lectora arrojaba una enorme novela por la ventanilla de un coche que corría a toda marcha: era por haberla pagado tan cara, convencida por competentes críticos, y sentirse tan decepcionada. ¡El padre del novelista Tonino Benacquista llegó al extremo de fumarse a Platón! Prisionero de guerra en algún lugar de Albania, con un resto de tabaco en el fondo de su bolsillo, un ejemplar del Cratilo (¿qué diablos hacía allí?), una cerilla… ¡y crac!, una nueva manera de dialogar con Sócrates…, por señales de humo.

Otro efecto de la misma guerra, más trágico todavía: Alberto Moravia y Elsa Morante, obligados a refugiarse durante varios meses en una cabaña de pastor, sólo habían podido salvar dos libros, La Biblia y Los hermanos Karamazov. De ahí un terrible dilema: ¿cuál de los dos monumentos utilizar como papel higiénico? Por cruel que sea, una elección es una elección. Con gran dolor de corazón, eligieron.

No, por sagrado que sea el discurso trenzado en torno a los libros, no ha nacido quien impida a Pepe Carvalho, el personaje favorito de Manuel Vázquez Montalbán, prender cada noche un buen fuego con las páginas de sus lecturas predilectas.

Es el precio del amor, la contrapartida de la intimidad.

En cuanto un libro acaba en nuestras manos, es nuestro, exactamente como dicen los niños: «Es mi libro»…, parte integrante de mí mismo. Ésta es sin duda la razón de que devolvamos con tanta dificultad los libros que nos prestan. No es exactamente un robo… (no, no, no somos unos ladrones, no…), digamos un deslizamiento de propiedad, o, mejor dicho, una transferencia de sustancia: lo que era de otro bajo su mirada, se vuelve mío cuando se lo come mi ojo; y, caramba, si me ha gustado lo que he leído, siento cierta dificultad en «devolverlo».

Sólo me estoy refiriendo a la manera como nosotros, los particulares, tratamos los libros. Pero los profesionales no lo hacen mejor. Y yo te guillotino el papel a ras de las palabras para que mi colección de bolsillo sea más rentable (texto sin márgenes con las letras desmedradas de puro apretujadas), y yo te hincho como un globo esta novelita para hacer creer al lector que vale el dinero que paga por ella (texto ahogado, con las frases asustadas por tanta blancura), y te coloco unas «fajas» cuyos colores y cuyos títulos enormes cantan hasta ciento cincuenta metros de distancia: «¿Me has leído? ¿Me has leído?». Y yo te fabrico ejemplares «club» en papel esponjoso y portada acartonada adornada con ilustraciones deprimentes, y yo pretendo fabricarte unas ediciones «de lujo» con el pretexto de que adorno una falsa piel con una orgía de dorados…

Producto de una sociedad hiperconsumista, el libro está casi tan mimado como un pollo alimentado con hormonas y mucho menos que un misil nuclear. El pollo con hormonas de crecimiento instantáneo no es, por otra parte, una comparación gratuita si se aplica a los millones de libros «de circunstancias» que se escriben en una semana bajo el pretexto de que, esa semana, la reina la ha diñado o el presidente ha perdido su empleo.

Así pues, visto bajo esta perspectiva, el libro no es, ni más ni menos, que un objeto de consumo, y tan efímero como cualquier otro: inmediatamente destruido si no funciona, muere con mucha frecuencia sin haber sido leído.

En cuanto a la manera como la misma universidad trata los libros, sería bueno preguntar su opinión a los autores. He aquí lo que escribió al respecto Flannery O’Connor el día en que descubrió que hacían a los estudiantes estudiar su obra:

«Si los profesores tienen hoy por principio abordar una obra como si se tratara de un problema de investigación para el que sirve cualquier respuesta, con tal que no sea evidente, mucho me temo que los estudiantes no descubran jamás el placer de leer una novela…»

Dispersos:

El fin de los dirigibles

Los demasiados libros, o las virtudes del exceso de plástico

La calle de los hoteles

Un mundo inmóvil (fragmento)

Cómo estafar a otros creyendo que salvas el planeta

La esquina de barro

Ensayo sobre el lugar silencioso