El intersticio primero

por Bastián Desidel

Metáfora de la nervadura en La surtidora de María Sol Pastorino

La poesía no resuelve. Tensiona. Bien se sabe al leer los versos de la poeta María Sol Pastorino, quien publicó su primer libro hace algunos años. La surtidora es muestra y producto de la elaboración consciente de una escritora que se sabe en condición y que despliega su lenguaje sin temor al nudo y al callejón sin salida. Doblemente válido es para La surtidora, poemario que ha sobrevivido a los retazos de los años, a la búsqueda de su decir poético y a la complejidad del mundo editorial en tanto publicación como distribución.

Cosas varias podrían decirse de este libro donde la sutileza no es un acierto inconsciente. La surtidora comienza sus páginas con el siguiente poema: 

Empeño en escribir, 
tarea que la surtidora realiza sin el menor esfuerzo. 
Si ella se esforzara, dejaría de juntar hojas de otoño, 
dejaría de creer en el ardor de los nervios. 
La página en blanco la enciende ella misma. 
Funda una metafísica propia 
la de arder en una nervadura. 

En el desglose del poema, sin abandonar la totalidad a la cual se debe, reconocemos el imaginario expuesto al servicio de un arte poética. El protagonismo de La surtidora, quien escribe y es escrita, a la manera de la heteronomía, nos presenta las siguientes preguntas: ¿El poema es escuchado por la poeta quien transmite el dictum de lo que llamamos inspiración? ¿O será que el poema es construido a la manera de una cuidada artesanía del alma? La dualidad gestacional del “poema” es la obertura de este libro. El “empeño” demuestra rápidamente la irónica sutileza de una escritura experimentada, y que busca desbaratar en el siguiente verso la complejidad e intencionalidad que denota la acción de escribir. La escritura no es la poesía. La surtidora intuye: responde más al hábito de quien mantiene un vínculo extraño y personal con los objetos, personas, estaciones de su vida cotidiana. Significante será la presencia silenciosa de los cuartos, las bolsas, las manecillas, los otoños y los lápices, en ellas se gesta la primera sílaba que remueve a la poeta. Esta poética denota una idea de la escritura antes de la escritura y el sacrificio implícito que conlleva la poesía y que llamará más adelante “la dificultad afectuosa del poema”. ¿Es capaz la escritura de esbozar este contacto tan personal de la “metafísica propia”? Vitalidad, en esencia: el hechizo poético y la particularidad del poema reside en su cierre. Retorno al último verso: “la de arder en la nervadura”; resulta llamativa la utilización de la palabra nervadura, en un doble vínculo con “las hojas de otoño” y “los nervios”, lo que permite el ingreso del lector al bagaje botánico que potencia esta metáfora. 

La condición de la nervadura es básica para la totalidad de la estructura biológica de una hoja. Su símil humano, el nervio

Si escarbamos en algunos tomos sobre la composición de las plantas, como el Diccionario de botánica redactado por Pío Font Quer, publicado el año 1953, podemos asociar la nervadura como el conjunto y disposición de nervios que componen la hoja en forma de redes —similar a las venas humanas. A través de esta se puede lograr una clasificación dependiendo de su estructura, lo que variaría la complejidad de su función, no obstante, su presencia se liga a ciertas funciones básicas: la óptima distribución del agua, la estabilización de la estructura, promover la robustez enfocada en reducción de daños, entre otras tantas bifurcaciones existentes en el tema; es reconocible que sus funciones se ligan a otras como los de la fotosíntesis. La condición de la nervadura es básica para la totalidad de la estructura biológica de una hoja. Su símil humano, el nervio, remite de igual manera al contacto entre el sujeto y su entorno, en este caso a la acción pre-cognitiva con la cual responde el sujeto ante su ambiente. La utilización metafórica de la nervadura posibilita el ingreso a la sensibilidad poética: apertura ante la recepción de la intemperie y contención de la luz, como también su apreciación de estructura casi irreducible. Para indagar como lo hacen estos poemas con su cotidianidad, hay que entrar en esa región primaria de la cual la nervadura es signo. Así, “arder en la nervadura” será un mandato primario.

Esta nervadura, pura metafísica poética, es la que sostiene a la poeta en la hoja de papel. Más que respuesta reflejo, es el espacio límpido de trampas cognitivas, espacio del misterio. En este punto se podría considerar la posibilidad de desovillar una esencia común respecto a este espacio poético con la del poema “En el coto de la mente” del poeta peruano Carlos Germán Belli, la cual cobra relevancia en sus últimos versos “aquel que los arneses despojóse,/ para con premeditación nadar,/ entre sedosas aguas, pero ajenas,/ sin pez siquiera ser, ni pastor menos.” Pero apuntalar un posible significado no basta para esclarecer los pliegues de un poemario como el presente. Posiblemente este resquicio biológico permite acoger la tensión entre el Poeta que intenciona la escritura (como un oficio a partir de la práctica) y el Poeta que recepciona la palabra poética y vuelca la inspiración en un ejercicio activo (nacimiento desde ese espacio primario) y sostener una dialéctica que no llega a contraponerse jamás, pues ambas formas se contienen en una mayor. Así el roce de estas dos formas hace pensar en la experiencia humana abierta a la sensibilidad de los estímulos cotidianos y su comunicación privada. Imagen que en cualquiera de los casos le es fiel a la autora. 

Imagen de portadilla. La surtidora. Ruinas Circulares, 2019.

La plena confianza en la metáfora y, con esto, confianza también en la palabra como medio de contacto con una Realidad que, ligera, se asoma en los objetos más cotidianos, es otro atributo de la poeta María Sol Pastorino. Si bien La surtidora, máscara sujeta a otra metáfora, alude constantemente que el verbo “escribir” es un puente incompleto o un objeto defectuoso si se erige con base en una razón ciega, la “dificultad afectuosa del poema”, principal constitutivo del poema como triunfo del lenguaje en su expresión últimaserá “realizable” desde el posicionamiento en la “nervadura”. Ante la escritura de La surtidora se evidencia la necesidad que el lenguaje toque, ingrese, remueva ese nervio, que se sepa estar dentro, vivir la metáfora, pues los textos aquí reunidos son constatación de la palpitación poética, el habitar desde la sensibilidad de ese intersticio primero y su constante contacto privado con la simbología cotidiana en que la experiencia humana se mueve. Es por eso que la necesidad de la “metafísica propia” se presente como un imperativo para quien se bate ante la página en blanco. La vitalidad mística que destella y estalla en el verbo poético. La poesía de la surtidora se siente y se descubre, es hallazgo, sólo se nos hace poeta al encontrarnos con la poesía, el ejercicio lógico en sí mismo imposibilita esta vitalidad basada en el sentir. Se nos dice: 

XI 

Las llaves buscan el giro dice la surtidora.
Las cerraduras no comprenden en el círculo, 
las bendiciones que nadie ve. 
Los mandalas de nuestros verbos 
se abren y cierran en la geometría 
del esfuerzo y la utilidad que sobregira. 
Las llaves se desgastan en la comprensión. 

El poema es la labor del poeta. El conocimiento del trabajo y la nervadura es la esencia que provee a La surtidora misma en la posibilidad de la escritura poética: la Poesía en el intento de escribir poesía, el intento de retornar a esa región única que provee. El ejercicio escritural, carente de finalidad como se nos demostrará en el poema que cierra el conjunto, sobrevive al por qué, se escribe porque se arde en la nervadura, sin más. En esta batalla de la comprensión y el sentir, lo posible y lo concreto diluyen su dialéctica. La surtidora descree de la respuesta objetiva. María Sol posee tinta escéptica, lo cual no nos aleja de esa región nerviosa a la cual nos llama a arder, la creación de la metafísica propia conlleva al distanciamiento del lenguaje común. Desde el escepticismo y la cotidianeidad la surtidora enseña a retornar a uno mismo luego del contacto con el otro. Me perdonará la autora por citar a Roberto Juarroz, poeta que no es de su predilección. El poeta argentino refiere a su interlocutor Guillermo Boido, en el libro Poesía y creación: “La única manera de recibir una creación es crearla de nuevo. Tal vez, crearse con ella”. Pienso que esa metafísica propia nos lleva a fundir los polos en el sacrificio único de la creación, la surtidora nace en la dificultad afectuosa del poema, luego de horas de intento aprendiendo el fallo, habitando la palabra dictada a la mano por una voz más profunda, —nacida en la nervadura y su crepitar— y que quizás no nos pertenece en su totalidad. 

XI

Los caminos de la tensión y la insistencia dice la surtidora, 
en el corazón de la nervadura. 
En la dificultad 
el color de la página en blanco.

Como la insistencia de la vida, hay que insistir dice la surtidora.
Llevar la colección de nervios y corazones más allá de lo tibio. 
Llevar la acción, 
sus tensiones y nacimientos, 
junto a la memoria 
y sus fundiciones en la muerte.

Misceláneas compartidas

El fin de los dirigibles

La calle de los hoteles

Un mundo inmóvil

Je me souviens

Pathei mathos

El Poeta en el mundo

La casa de Asterión

Pathei mathos

por Rick Marshall

Querido lector,

He comenzado a leer Moira: Fate, Good, & Evil in Greek Thought (Moira: el destino, el bien y el mal en el pensamiento griego), de William Chase Greene, y estoy impresionado con las cinco primeras páginas, que incluyen una de las revisiones más ágiles sobre las concepciones griegas básicas que yo haya leído. Esas páginas tamizan relaciones entre docenas de elementos cruciales, aunque la exploración más profunda de sus significado se deja al resto del libro. Para auxiliarme en el desmenuzamiento de este sustancioso material voy a explorar un tanto su vocabulario, de manera que me ayude a examinar el contexto cultural de sus filósofos, comenzando en este párrafo de la página 5:

El fuerte de Greene no está en sus prioridades, ni tampoco en sus conclusiones, sino en la riqueza del material con que trabaja. Es decir, a pesar de que no siempre interpreta de manera correcta ese material, acierta más o menos tanto como se equivoca -y en verdad, la mayoría de los modernos no llega a comprender el nivel de profundidad que los griegos demandan-. Lo importante, sin embargo, es que selecciona material clave para comprender las preocupaciones de la Grecia de la antigüedad. En ese capítulo introductorio enfoca, uno tras otro, términos centrales. Si de verdad se desea comenzar a comprender muchos de sus conceptos medulares, que de manera tan radical separan la visión clásica del mundo, de la actual, -si de verdad quiere uno entenderse a sí mismo y a su mundo-, tendremos que entrar y considerar, además de la cosmovisión que hoy se maneja, otra distinta y, a partir de ambas, cerrar un triángulo con la perspectiva individual; pues sin ella no se alcanzaría una percepción real. Y justo ahí, en esas páginas introductorias del libro, están esos conceptos y una visión ordenados secuencialmente y listos para que uno comience su propia investigación.

Y empezando como ejemplo por pathei mathos, hay que advertir que ni Greene ni la mayoría de los estudiosos de su significado lo han comprendido cabalmente. Este autor lo resume como: descubrir que la sabiduría puede provenir del sufrimiento (pathei mathos), lo cual es –implica– una escuela del carácter. Esto, apenas es el comienzo de lo que pathei mathos quiere decir. Se acerca a ello tanto como se aleja. Y el peculiar tono condicional de su interpretación, muestra la característica forma moderna de distanciarse de este concepto griego esencial, y que expone una sentencia acerca de la naturaleza humana en absoluto condicional o arbitraria. Por el contrario, señala algo que no es consustancial, un conflicto que nosotros mismos creamos, la razón por la que “Conócete a ti mismo” fue tan central para los griegos antiguos, que aparecía escrito a la entrada del Oráculo de Delfos.

Pathei mathos ha debido ser una expresión citada con frecuencia en la Grecia clásica, aunque hoy la conozcamos mayormente a través de Agamenón, la tragedia de Esquilo. En un contexto semejante, solo una reacción poderosa nos habrá impedido comprender el inequívoco que Esquilo se esmera en presentarnos.

Para los griegos, la piedra angular de la literatura fue la Ilíada de Homero, que selecciona una secuencia crucial del ciclo de historias sobre la guerra de Troya. Una guerra que cierra de manera definitiva los tiempos heroicos, con la aniquilación de sus hombres más brillantes sobre las llanuras troyanas; vidas desperdiciadas en una disputa doméstica.

La cultura que transformó este hecho de pérdida y vergüenza horrorosas, en su épica principal, añadió a esta, otra obra de Homero, la Odisea. Selección de historias sobre los retornos, en los que los “vencedores”, los sobrevivientes de aquella debacle, fueron muriendo, casi todos en el viaje de regreso a sus hogares o en el momento de hacerlo. La épica de Homero escoge los diez años de horror y desesperación en los que Odiseo añora regresar a su hogar; uno de los poquísimos personajes que sobrevivieron a la guerra terrible y, luego, al penoso retorno.

Este es el contexto del Agamenón, que trata sobre el gran rey de los griegos, el que comandó la fabulosa flota de mil barcos a su ruinosa victoria sobre Troya, y cuy retorno terminó mucho menos felizmente que el de Odiseo. Pero más allá del total y fútil desperdicio de la guerra misma, Agamenón regresó oliendo a sangre y a culpa por haber sacrificado a su propia hija, Ifigenia, en aras de cambiar los vientos que, en un comienzo, impedían a la flota griega partir hacia Troya. Regresó al hogar con su concubina Casandra, la profetisa troyana que adivinó los horrores por venir y quien era portadora de la maldición de no ser creída, incluso por los que más la querían; condenada a vivir sin remedia lo que inútilmente había predicho. Regresó para ser asesinada por su esposa Clitemnestra, en venganza por la muerte de Ifigenia, hija de ambos. Para provocar que su hijo Orestes asesinara a su madre Clitemnestra por haberlo asesinado a él.

El gran Gilbert Murray, en el prefacio de su traducción magistral del Agamenón (disponible gratuitamente en Proyecto Gutemberg), nos introduce de lleno en el asunto:

En el resumen de Murray, aunque no totalmente clara, está implícita la naturaleza de ese don: subsanar un defecto de la humana naturaleza, que hace posible que seamos tan abismalmente estúpidos como para cometer crímenes en nombre de la justicia sin darnos cuenta de que esto perpetúa inevitablemente el ciclo de crímenes. Este don no es uno más a recibir entre muchos otros, como parece implicar la interpretación de Greene en su Moira. El uso específico que le da Esquilo a pathei mathos, si se traduce de manera clara no deja lugar a dudas. Desafortunadamente, Murray, no entiende tan bien esta obra, oscurece un tanto el tema al moldearlo para su traducción en verso, pero la traducción de Herbert Weir Smith sí es bien clara:

Por distorsión, juzgamos a la cultura griega como foránea y ajena; pero el verdadero motivo es que choca con nuestros prejuicios modernos. Y así, optamos por pasar por alto o alterar intencionadamente lo más grave de sus sentencias. No nos molestamos en encarar el verdadero significado de esta ley.

Para empezar: únicamente el sufrir puede conducirnos al conocimiento. Mas, debido a los defectos de la naturaleza humana, haremos cualquier cosa para no desbancar nuestras más amadas ilusiones, y así, nuestra sabiduría sólo podrá sufrir metamorfosis, o cambios, en contra de nuestra voluntad y bajo la coacción del pathos.

Luego, la sabiduría ni siquiera siempre ni con frecuencia nos alcanza a través del sufrimiento, pues de ser así, hace mucho tiempo que habríamos roto la cadena de crímenes y castigos que constituye la justicia primitiva. Tal como se muestra en el Agamenón, quienes padecieron esas lecciones de sabiduría, sufrieron, pero no retuvieron la necesaria para romper ese ciclo de violencia. De modo que sea cual sea el conocimiento que un individuo pueda comprender, lo habrá obtenido a la fuerza. El hombre moderno se siente molesto con esta interpretación e insistirá en leer este pasaje aislado del resto de la obra y, por supuesto, de este ciclo de obras, pero ello es simplemente una ilustración del punto primero: que haremos cualquier cosa para no desbancar nuestras más amadas ilusiones.

Este don que Zeus trae a la humanidad no es un don cristiano, como la salvación ofrecida a todos los seres humanos (deducible de lo que Murray dice en su prefacio), ni un don moderno, del tipo de verdad evidente por sí misma y compartida por todos. Es un don tal y como lo entendían los griegos antiguos, para quienes los males eran muchos y los bienes escasos, y no enfatiza el que la sabiduría alcance gratuitamente a todos los hombres; es más bien al revés, lo hace en contra de nuestra voluntad. La concepción de pathei mathos de Esquilo de seguro contó con la aprobación de Heráclito: “Todos los animales son llevados a pastar a palos” y “Lo mejor para los hombres no sería conseguir lo que quieren”. Queremos las cosas erróneas y, dejados a nuestro capricho, nos alejamos de la sabiduría en favor de placeres fatuos y viciosos.

La lectura apresurada de Green del pathei mathos tuerce su significado característicamente griego, favoreciendo una lectura moderna: “Eh, hombre, haz lo que tú quieras, incluso puedes tratar de sufrir de manera que te hagas más sabio; esta es una manera de formar tu carácter”. Con todo, llama nuestra atención sobre este poderoso aserto y éste es un servicio por el que, con el mayor gusto, se perdona un lapsus de interpretación perfectamente comprensible. Como antídoto a la vaga versión de Greene ofrezco unos apuntes del curso de filosofía clásica griega del filósofo tejano Kenneth Smith.

Finalmente, a pesar de que hubo muchos intentos de traducir este pensamiento difícil y vital, quisiera llamar la atención sobre uno más: el artículo The Worst Week (La peor semana) apareció en el número del 19 de noviembre de 2007 de Newsweek. Allí, Evan Thomas discute las conexiones entre el colapso de la presidencia de Lyndon Johnson y los asesinatos de Martin Luther King Jr y Robert Kennedy. Narra la historia de cómo Kennedy buscó el respaldo de King a su campaña presidencial y estuvo a punto de obtenerla cuando King fue asesinado. El 4 de abril del 1968, en lo que se suponía debía ser un mitin de campaña en Indianápolis, sucedió que en su lugar le tocó a Kennedy transmitir la terrible noticia a la multitud que se había reunido para escucharle. Dejó de lado su charla preparada al efecto y habló basándose en las notas que tomó en el vuelo, las cuales capturan su conmoción y sufrir iniciales. El punto de quiebre de su alocución fue su interpretación del pasaje de Agamenón: “Mi poeta favorita fue Esquilo. Él escribió: ‘En nuestros sueños, el dolor que no se puede olvidar, cae gota a gota en el corazón hasta que, para desesperación propia, en contra de nuestra voluntad, la sabiduría nos alcanza por medio de la espantosa gracia de Dios.’”

Sinceramente suyo

Rick.

Texto original:

Verbal Medicine

*Para esta nota estamos agradecidos y a la búsqueda del traductor de este texto cuyo original está en inglés. Este texto llegó bajo unas circunstancias muy particulares pero gratas.

Botellas al mar:

Apuntes para Abraxas

Je me souviens

El poeta en el mundo

El secreto del éxito japonés

La correcciones

Tanizaki en Las Vegas

Selección natural

Como una novela

por Daniel Pennac

56

Pocos objetos como el libro despiertan tal sentimiento de absoluta propiedad. Una vez han caído en nuestras manos, los libros se convierten en nuestros esclavos…, esclavos, sí, por ser de materia viva, pero esclavos que nadie pensaría en liberar, por ser hojas muertas. Como tales, padecen los peores tratos, fruto de los más locos amores o espantosos furores. Y te doblo las páginas (¡oh, qué herida, cada vez, la visión de la página doblada!, «¡pero es para saber dónde estooooooy!») y poso mi taza de café sobre la tapa, esas aureolas, esos relieves de tostadas, esas manchas de aceite solar…, y te dejo un poco en todas partes la huella de mi pulgar, el dedo con el que aprieto mi pipa mientras te leo… y esa Pléiade secándose miserablemente sobre el radiador después de haber caído en tu baño («¡tu baño, cariño, pero mi Swift!»)… y esos márgenes garrapateados de comentarios afortunadamente ilegibles, esos párrafos nimbados por rotuladores fluorescentes…, ese libro definitivamente inválido por haber pasado una semana entera abierto por el lomo, ese otro supuestamente protegido por una inmunda funda de plástico transparente con reflejos petrolíferos…, esa cama que desaparece debajo de un témpano de libros esparcidos como pájaros muertos…, ese montón de Folio abandonados al moho del granero… esos desdichados libros infantiles que ya nadie lee, exiliados en una casa de campo adonde ya nadie va…, y todos esos otros en los muelles, liquidados a los revendedores de esclavos…

Todo, a los libros se lo hacemos sufrir todo. Pero la manera como los maltratan los demás es la única que nos apena…

No hace mucho tiempo vi con mis propios ojos cómo una lectora arrojaba una enorme novela por la ventanilla de un coche que corría a toda marcha: era por haberla pagado tan cara, convencida por competentes críticos, y sentirse tan decepcionada. ¡El padre del novelista Tonino Benacquista llegó al extremo de fumarse a Platón! Prisionero de guerra en algún lugar de Albania, con un resto de tabaco en el fondo de su bolsillo, un ejemplar del Cratilo (¿qué diablos hacía allí?), una cerilla… ¡y crac!, una nueva manera de dialogar con Sócrates…, por señales de humo.

Otro efecto de la misma guerra, más trágico todavía: Alberto Moravia y Elsa Morante, obligados a refugiarse durante varios meses en una cabaña de pastor, sólo habían podido salvar dos libros, La Biblia y Los hermanos Karamazov. De ahí un terrible dilema: ¿cuál de los dos monumentos utilizar como papel higiénico? Por cruel que sea, una elección es una elección. Con gran dolor de corazón, eligieron.

No, por sagrado que sea el discurso trenzado en torno a los libros, no ha nacido quien impida a Pepe Carvalho, el personaje favorito de Manuel Vázquez Montalbán, prender cada noche un buen fuego con las páginas de sus lecturas predilectas.

Es el precio del amor, la contrapartida de la intimidad.

En cuanto un libro acaba en nuestras manos, es nuestro, exactamente como dicen los niños: «Es mi libro»…, parte integrante de mí mismo. Ésta es sin duda la razón de que devolvamos con tanta dificultad los libros que nos prestan. No es exactamente un robo… (no, no, no somos unos ladrones, no…), digamos un deslizamiento de propiedad, o, mejor dicho, una transferencia de sustancia: lo que era de otro bajo su mirada, se vuelve mío cuando se lo come mi ojo; y, caramba, si me ha gustado lo que he leído, siento cierta dificultad en «devolverlo».

Sólo me estoy refiriendo a la manera como nosotros, los particulares, tratamos los libros. Pero los profesionales no lo hacen mejor. Y yo te guillotino el papel a ras de las palabras para que mi colección de bolsillo sea más rentable (texto sin márgenes con las letras desmedradas de puro apretujadas), y yo te hincho como un globo esta novelita para hacer creer al lector que vale el dinero que paga por ella (texto ahogado, con las frases asustadas por tanta blancura), y te coloco unas «fajas» cuyos colores y cuyos títulos enormes cantan hasta ciento cincuenta metros de distancia: «¿Me has leído? ¿Me has leído?». Y yo te fabrico ejemplares «club» en papel esponjoso y portada acartonada adornada con ilustraciones deprimentes, y yo pretendo fabricarte unas ediciones «de lujo» con el pretexto de que adorno una falsa piel con una orgía de dorados…

Producto de una sociedad hiperconsumista, el libro está casi tan mimado como un pollo alimentado con hormonas y mucho menos que un misil nuclear. El pollo con hormonas de crecimiento instantáneo no es, por otra parte, una comparación gratuita si se aplica a los millones de libros «de circunstancias» que se escriben en una semana bajo el pretexto de que, esa semana, la reina la ha diñado o el presidente ha perdido su empleo.

Así pues, visto bajo esta perspectiva, el libro no es, ni más ni menos, que un objeto de consumo, y tan efímero como cualquier otro: inmediatamente destruido si no funciona, muere con mucha frecuencia sin haber sido leído.

En cuanto a la manera como la misma universidad trata los libros, sería bueno preguntar su opinión a los autores. He aquí lo que escribió al respecto Flannery O’Connor el día en que descubrió que hacían a los estudiantes estudiar su obra:

«Si los profesores tienen hoy por principio abordar una obra como si se tratara de un problema de investigación para el que sirve cualquier respuesta, con tal que no sea evidente, mucho me temo que los estudiantes no descubran jamás el placer de leer una novela…»

Dispersos:

El fin de los dirigibles

Los demasiados libros, o las virtudes del exceso de plástico

La calle de los hoteles

Un mundo inmóvil (fragmento)

Cómo estafar a otros creyendo que salvas el planeta

La esquina de barro

Ensayo sobre el lugar silencioso

Locura y creación

por Ludovico Silva

En una entrevista publicada en el «Papel literario» con José Solanes, el médico del gran Antonin Artaud, decía Solanes: «Las drogas no sugieren nada que no esté ya dentro de nosotros. Y el delirio como tal, tampoco». Solanes tuvo oportunidad de tratar frecuentemente a Artaud, como médico y amigo, durante sus años de sanatorio. Pudo ver de cerca a aquel cerebro privilegiado, con todos sus delirios creadores. Subsiste una pregunta: ¿Son asimilables la locura y la creación artística? La pregunta es vieja, y aún sin respuesta definitiva. Es más: las diversas escuelas poéticas han dado diferentes respuestas a la misma pregunta. Para los surrealistas, por ejemplo, el estado creador estaba rayano en la locura, pues se trataba de hacer un inmenso «desarreglo de los sentidos» (según la consigna de Rimbaud) para poder captar las irradiaciones del inconsciente y transmitirlas mediante la escritura automática, en un proceso del cual quedaba desterrada la «razón», según lo declarara expresamente André Breton en su definición de escritura automática. En efecto, su definición reza así: «Surrealismo. s.m. Automatismo psíquico puro por el cual nos proponemos expresar, ya sea verbalmente, ya por escrito, ya de cualquier otra manera, el funcionamiento real del pensamiento. Dictado del pensamiento, en ausencia de todo dominio ejercido por la razón fuera de toda preocupación estética y moral».

Este automatismo era capaz de producir, en una especie de delirio visionario, expresiones poéticas como estas:

El gran frigorífico blanco en la noche de los tiempos

que distribuye escalofríos en la ciudad canta para él solo

y el fondo de su canción se parece a la noche que hace bien todo lo que hace.

O bien, expresiones como estas:

Un poco antes de medianoche junto al desembarcadero

si una mujer desmelenada te sigue no hagas caso.

Es el azul…

Los surrealistas reivindicaban, y reivindican aún hoy (pues el surrealismo no ha muerto, es una respuesta constante y perenne) el papel de la locura y el delirio en el proceso de la creación literaria. Sin duda, las drogas tienen allí una puesto destacado, pues las drogas provocan estados de delirio. Pero si, como dice, José Solanes, las drogas no sacan de nosotros nada que no estuviera ya en nosotros, podemos preguntarnos: ¿son necesarias las drogas para el proceso creador? Personalmente, no creo que sean necesarias ni que hayan producido jamás ninguna obra de arte o literaria de significación por sí solas. Las encargadas de producir esas grandes obras del espíritu son la imaginación y la fantasía. Lo que ha ocurrido con esto es un quid pro quo. Como el artista necesita elevar su sensibilidad a alturas e intensidades inusuales, insólitas, el artista termina casi siempre por convertirse en un personaje extraño, extraviado, distinto del resto de los mortales, y con inclinación a las drogas, especialmente el alcohol. No se soporta tan fácilmente esa tensión de la fantasía creadora que exige el arte. Hace falta un gran temple. Sin embargo, hay tipos de artistas que realizan grandes esfuerzos imaginativos y de intuición y sin embargo, son capaces de conservarse perfectamente normales. Tal es el caso de Valéry, quien trabajaba sus versos no de acuerdo a un delirio, sino de acuerdo a una razón constructora.

El Nacional, 20 de octubre de 1976

Otros textos ajenos

Un mundo inmóvil

3120-5699-1184 (Lenguaje universal cifrado)

Vida y destina (Fragmento)

El fin de los dirigibles

¡Cuidado con la Fridamanía!

Las secta de los treinta

Un mundo inmóvil (Fragmentos)

por Christian Ferrer

Espectáculo

Cada época promueve una determinada distribución corporal de la energía psíquica. El alcance personal y social de la memoria, la percepción y la imaginación queda, por tanto, subordinado al organigrama energético que la cultura inocula en cada cuerpo; y a la celeridad e intensidad con que éste logre repelerlo. Guy Debord llama “espectáculo” al advenimiento de una nueva modalidad de disponer de lo verosímil y de lo incorrecto mediante la imposición de una separación fetichizada del mundo de índole tecnoestética. Prescribiendo lo permitido y conveniente así como desestimando en lo posible la experimentación vital no controlada, la sociedad espectacular regula la circulación social del cuerpo y de las ideas. El espectáculo, si se buscan sus raíces, nace con la modernidad urbana, con la necesidad de brindar unidad e identidad a las poblaciones a través de la imposición de modelos funcionales a escala total. Sería necesario volver a la segunda década del siglo XX para fijar el lugar de emergencia tecnológico e institucional del espectáculo actual. El nazismo, el stalinismo y el fascismo sólo se adelantaron a su época, y lo hicieron con la torpeza política y la brutalidad disciplinaria que definen a todo régimen emergente: hoy, es preciso rastrear esas ambiciones totalitarias (a saber, la gestión total de la vida desde la regulación del lenguaje hasta el mapeo genético) en sociedades legitimadas por maquinarias electorales.

No es este un mundo desencantado. La ilusión es más resistente y necia que cualquier análisis de los hechos. Los “saltos” tecnológicos son nuestros actuales milagros; la conexión diaria a las redes y pantallas, nuestra comunión en misa; los nostálgicos del general Ludd, nuestros herejes; la adquisición de accesorios para el hogar, el progreso en la pureza de nuestra fe; el rechazo a creyentes y nacionalistas, nuestra prueba espiritual; el forzamiento acelerado de las fuerzas productivas globales, nuestra última cruzada; la antena parabólica, nuestra aguja de la cruz; las veinticuatro horas continuas de transmisión, nuestro carillón canónico; si antes nos redimía el cielo, hoy nos emancipamos por control remoto. Una nueva cosmogonía. La historia humana ha conocido diversas concepciones y experiencias del tiempo y el espacio; ahora, las cartas náuticas son sustituidas por frecuencias de ondas; las proyecciones planisféricas, por scaneos satelitales instantáneos; las medidas espaciales, por ritmos informáticos y audiovisuales; los aparatos ideológicos de Estado, por el montaje y diseño de imágenes preprogramadas; la guerra de trincheras en el frente de la “conciencia”, por batallas de audiencias que culminan en sanciones estéticas. En todas partes, la diagramación de la mirada y la transformación de la velocidad en tiempo inmóvil requieren de nuevas estrategias de control social y de nuevos guardarropas para la verdad. No sería desacertado llamar al espectáculo una fe perceptual. El sistema de dominio espectacular se expande autocráticamente, al igual que lo hacía el sistema pedagógico para anteriores generaciones, es decir, como avanzadillas militares sobre espacios humanos no regulados: a todos quiere concernir, a nadie quiere dejar librado a sus propias potencialidades. El imperativo autocrático de nuestra época requiere de tecnologías sofisticadas y de burocracias especializadas en el arte de la vigilancia, tanto como de mnemotécnicas específicas para el olvido de la historia. En el extremo, la memoria histórica es forzada a pasar a la clandestinidad y el ojo a despegarse de su cuenca.

Es lugar común académico juzgar al pensamiento sobre el espectáculo, la tecnología o la televisión partiendo de oposiciones del estilo público y privado, mercado y estado, abierto y cerrado, apocalipsis e integración, soslayando la inclusión de la barra que regula los extremos en un dominio mayor. Así también, los analistas políticos perfilan a las opciones partidarias y los teólogos al legado de Maniqueo. Esas oposiciones confunden el pensamiento sobre las relaciones entre técnica y sociedad. No se trata de fomentar el pesimismo cultural sino de pensar el modo en que ese vínculo es absorbido por las instituciones así como el modo en que mundos hablados o sentidos son enviados a su ocaso, pues la misión de la sociedad tecnoespectacular no consiste en permitir o retrasar el progreso, sino en conducir a la humanidad a un estadio diferente de dominación. Es nuestra imagen de mundo el material que forja los barrotes del pensamiento binario. Retraído hacia el lado oscuro de lo pensable, el espectáculo guarda el secreto que lo explica, tanto como el Estado guarda el suyo, y la mercancía también. Cuando se afirma que los medios masivos amplían las posibilidades comunicativas del género humano y sacian su sed de saber se le concede sex-appeal a los recursos tecnológicos de una época. Pero la sociedad audiovisual es una lingua franca que debilita modos de sentir previos y descalifica, por principio, a la comunicabilidad humana misma. Esta misma no se sostiene en la capacidad fisiológica de hablar, ni en definiciones de diccionario, ni en la estructura lógica de las proposiciones sino en los rastros de memoria y de significatividad que fluyen y despliegan el mundo. El espectáculo desdeña la experiencia vivida, la actividad conversacional y la sociabilidad espontánea, es decir, desestima la reunificación de la comunidad como movimiento inventivo de sí mismo. Por eso, en la interpretación del espectáculo, lo que define a las políticas de la teoría es la lucha entablada a favor o en contra de la representación separada de la experiencia humana. Guy Debord pertenece a la estirpe de aquellos que suponen que lo que es experimentable no puede ser representado, y que la contemplación de simulacros o la estimulación sensorial por medios técnicos son sucedáneos vitales decididamente insuficientes.

Visión

El espectáculo es tan obligatorio como lo sería una ley social, lo cual no remite a trabajos forzados como lo son la participación electoral, el servicio militar o el testimonio judicial; más bien propone el problema de la indistinción entre deseo y obligación. El espectáculo se impone como obligatorio porque está en posición de ejercer el monopolio de la visualidad legítima. Un régimen de visibilidad es un régimen político como cualquier otro, con la salvedad de que la cámara de vigilancia es una de sus metáforas privilegiadas: en ese molde se vacían conductas y creencias. Y la criminología también. Los estadistas se prueban nuevas vestiduras y sus fuerzas de seguridad renuevan personal y métodos, pero después de tantos siglos la división del género humano entre víctimas y verdugos ha registrado muy escasas variantes. Cañones o grandes angulares, gatillos u obturadores, brigadas ligeras o movileros, generales o editores, el ocaso de unos señala el advenimiento de un principio de control que convierte a cada cuerpo en un efecto de iluminación.

La subjetividad propia de la época está vinculada a aparatos modelizadores de índole audiovisual, estadístico y psicofarmacológico. El régimen de visibilidad que la regula propone una paradoja: no deja ver. En tanto propedéutica y prescripción para la vista, no sólo fuerza a la perspectiva visual personal a ajustarse a modos de ver dominantes, también señala imágenes-tabú, un reino de lo inimaginable. La mirada carece de caminos de acceso o de antecedentes perceptivos para reconocerlo. El espectáculo es una gran máquina disuasiva de la vista: procede a la manera del jugador de ajedrez, disolviendo la estrategia del adversario por adelantado. Se trata siempre de la antigua veda política: “no intervendrás”.

La historia del ojo es la historia del régimen escópico al que está engarzado. Pero una visibilidad hegemónica también puede ser definida por aquello que huye de sus lindes y no solamente por el campo visual que controla. Pero nuestro saber sobre los efectos producidos por la luz y el color sobre la visión es misérrimo. El ojo es un cristal sobre el cual se proyectan dos rayos: el que emana imprime un catastro visual, y el aura que emerge desde una selva de imágenes interior; así también, un ojo de agua aflora a la superficie desde napas ocultas. ¿Qué otra cosa es el sentido de la vista sino un drama visual? La visión no es meramente una actividad fisiológicosocial, sino también un arte para el cual es preciso educarse. De ello se infiere que del arte de ojos parte un camino del conocimiento revelatorio: un vidente no ve los mismos objetos que un espectador.

A la geografía más inexplorada y más impredecible la ocupa el reino imaginal: desde allí se destilan imágenes que forjan la “realidad”. El ojo es tanto el campo de la batalla como órgano templado para su reconocimiento: del resultado incierto del combate depende el grado de autonomía personal. La expansión del mundo visual siempre ha sido consecuencia del ingreso y exploración en atlas raros o vedados; de las sondas lanzadas hacia lo todavía invisible e inaudible. Aquí centellean las viejas instigaciones del surrealismo, y Guy Debord las ha visto; con ellas desplegó una teoría de la emancipación. Quizás por eso se describía a sí mismo no sólo como un revolucionario profesional sino también como un cineasta.

(Fragmento utilizado para trabajos de promoción de lectura. No tiene fines comerciales. Si desea leer el texto completo puede acceder a este enlace)

Misceláneas

La Broma infinita: sobre la experiencia lectora deportiva

El Cuaderno de Blas Coll (Fragmentos)

El fin de los dirigibles

La calle de los hoteles

Los demasiados libros, o las virtudes del exceso de plástico

Vida y destino (Fragmento)

por Vasili Grossman

18

Vitia, estoy segura de que mi carta te llegará, a pesar de que estoy detrás de la línea del frente y detrás de las alambradas del gueto judío. Yo no recibiré tu respuesta, puesto que ya no estaré en este mundo. Quiero que sepas lo que han sido mis últimos días; con este pensamiento me será más fácil dejar esta vida.

Es difícil, Vitia, comprender realmente a los hombres… Los alemanes irrumpieron en la ciudad el 7 de julio. En el parque la radio transmitía las noticias de última hora. Salía de la policlínica, después de las consultas, y me detuve a escuchar a la locutora, que leía en ucraniano un boletín sobre los últimos combates. Oí un tiroteo a lo lejos. Luego algunas personas cruzaron corriendo el parque. Seguí mi camino a casa, sin dejar de sorprenderme por no haber oído la señal de alarma aérea. De repente vi un tanque y alguien gritó: « ¡Los alemanes están aquí!».

«No siembre el pánico», le advertí. La víspera había ido a ver al secretario del sóviet de la ciudad y le había planteado la cuestión de la evacuación; él montó en cólera: «Todavía es pronto para hablar de eso; no hemos comenzado siquiera a redactar las listas». En una palabra, los alemanes habían llegado. Aquella noche los vecinos se la pasaron yendo de una habitación a otra; los únicos en mantener la calma éramos los niños y yo. Había tomado una decisión: que me suceda lo que haya de suceder a los demás. Al principio tuve un miedo espantoso; comprendí que no te volvería a ver, y me entraron unas ganas locas de volver a verte, de besarte la frente, los ojos una vez más. Entonces me di cuenta de la suerte que tenía de que estuvieras a salvo.

Me quedé dormida de madrugada y, al despertar, me embargó una terrible melancolía. Estaba en mi habitación, en mi cama, pero me sentí en tierra extraña, perdida, sola. Aquella misma mañana me recordaron lo que había logrado olvidar durante los años de régimen soviético: que yo era judía. Los alemanes pasaban en sus camiones y gritaban: «Juden kaputt!».

Y los vecinos también me lo recordaron más tarde. La mujer del conserje, que se encontraba bajo mi ventana, le decía a una vecina: «Por fin, a Dios gracias, nos libraremos de los judíos». ¿Qué es lo que le pudo llevar a decir eso? Su hijo está casado con una judía; la vieja solía ir a visitarlos y me hablaba después de sus nietos.

Mi vecina de apartamento, una viuda con una hija de seis años llamada Aliónushka, de maravillosos ojos azules (ya te he escrito alguna vez sobre ella), pues bien, esta vecina vino a verme y me dijo:

—Anna Semiónovna, le pido que para la tarde haya retirado las cosas de su habitación, voy a instalarme en ella.

—Muy bien —le respondí—, entonces yo me instalaré en la suya.

—No, usted se instalará en el cuarto trasero de la cocina. Me negué en redondo; allí no había estufa, ni ventana siquiera.

Me fui a la policlínica y, al volver, resultó que me habían forzado la puerta y mis cosas habían sido arrojadas en el interior de aquel cuartucho. Mi vecina me dijo: «Me he quedado su sofá, de todas maneras no cabe en su nuevo cuarto».

Asombroso, se trata de una mujer con estudios, diplomada en una escuela de artes y oficios, y su difunto marido era un hombre bueno y tranquilo, que trabajaba de contable en la Ukoopspilka. «Usted está fuera de la ley», me dijo la mujer como si aquello supusiera un gran provecho para ella. Su pequeña Aliónushka se sentó conmigo toda la tarde y yo le estuve contando cuentos. La niña no quería irse a dormir, de modo que su madre se la llevó en brazos. Así fue la fiesta de inauguración de mi nuevo hogar. Luego, Vítenka, abrieron de nuevo la policlínica. A mí y a otro médico judío nos despidieron. Fui a pedir la mensualidad que no había cobrado pero el nuevo responsable me dijo: «Stalin le pagará lo que usted haya ganado bajo el régimen soviético; escríbale, pues, a Moscú». Una enfermera, Marusia, me abrazó lamentándose con voz queda: «Dios mío, Dios mío, qué va a ser de usted, qué va a ser de todos ustedes». El doctor Tkachev me estrechó la mano. No sé lo que resulta más duro, si la alegría maliciosa de unos o las miradas compasivas de otros, como si estuvieran ante un gato sarnoso, moribundo. Nunca imaginé que me tocaría vivir algo semejante.

Muchas personas me han dejado estupefacta. Y no sólo personas ignorantes, amargadas, analfabetas. He aquí, por ejemplo, un profesor jubilado, de setenta y cinco años, que siempre preguntaba por ti, me pedía que te diera saludos de su parte, y decía hablando de ti: «Es nuestro orgullo». En estos días malditos, al encontrarse conmigo por la calle, no me saludó, me dio la espalda. Luego me enteré de que en una reunión en la Kommandantur había declarado: «Ahora el aire se ha purificado, al fin ha dejado de oler a ajo». ¿Por qué? ¿Por qué ha hecho eso? Esas palabras le ensucian. Y en la misma reunión cuántas calumnias vertidas contra los judíos… Sin embargo, Vítenka, no todos participaron en esa reunión. Muchos rehusaron. Y, ¿sabes?, por mi experiencia de la época zarista siempre había pensado que el antisemitismo estaba ligado al patrioterismo de los hombres de la Liga del Arcángel San Miguel. Pero ahora he constatado que los hombres que claman por liberar a Rusia de los judíos son los mismos que se humillan ante los alemanes y se comportan como deplorables lacayos, estos hombres están dispuestos a vender Rusia por treinta monedas de plata alemanas. Gentes zafias llegadas de los arrabales se apoderan de los apartamentos, las mantas, los vestidos; personas como ellos, con total seguridad, son los que mataban a los médicos durante las revueltas del cólera. Y hay también otros seres, cuya moral se ha atrofiado, seres dispuestos a consentir cualquier crimen con tal que no se sospeche que están en desacuerdo con las autoridades.

Vienen a verme amigos a cada momento para traerme noticias, todos tienen mirada de loco, deliran. Una extraña expresión se ha puesto de moda: «esconder las cosas». Por alguna razón, el escondite del vecino parece más seguro que el propio. Todo eso me recuerda a cierto juego infantil.

Pronto se anunció la creación de un gueto judío; cada persona tenía derecho a llevar consigo quince kilos de objetos personales. En las paredes de las casas fijaron unos pequeños carteles amarillos: «Se ordena a todos los judíos que se trasladen al barrio de Ciudad Vieja antes de las seis de la tarde del 15 de julio de 1941». Para todo aquel que no obedeciese, la pena capital.

Así que, Vítenka, yo también me puse a preparar mis cosas. Cogí una almohada, algo de ropa blanca, la tacita que un día me regalaste, una cuchara, un cuchillo, dos platos. ¿Acaso necesitábamos mucho más? Cogí parte del instrumental médico. Cogí tus cartas, las fotografías de mi madre y del tío David, y también aquella donde sales tú con papá, un pequeño volumen de Pushkin, las Lettres de mon moulin, otro de Maupassant, donde está Une vie, un pequeño diccionario… Cogí Chéjov, el libro aquel donde aparece Una historia trivial y El obispo, y eso es todo: mi cesta estaba llena. Cuántas cartas te he escrito bajo este techo, cuántas noches me he pasado llorando, sí, ahora puedo decírtelo, por mi soledad.

Dije adiós a la casa, al jardincito; me senté algunos minutos bajo el árbol; dije adiós a los vecinos. Hay personas que son realmente extrañas. Dos vecinas, en mi presencia, se pusieron a discutir por mis pertenencias: cuál se quedaría con las sillas, cuál con mi pequeño escritorio; pero, en el momento de la despedida, las dos lloraron. Les pedí a unos vecinos, los Basanko, que si después de la guerra venías a buscarme te lo contaran todo con detalle. Me prometieron que así lo harían. Me conmovió Tóbik, el perro de la casa, que se mostró especialmente cariñoso conmigo la última noche. Si vuelves dale de comer por la ternura dispensada a una vieja judía.

Cuando me disponía a emprender el camino y me preguntaba cómo me las iba a apañar para cargar con mi cesta hasta la Ciudad Vieja, apareció de improviso un antiguo paciente mío llamado Schukin, un hombre sombrío y, creía yo, de corazón duro. Se ofreció a llevarme la cesta, me dio trescientos rublos y me dijo que una vez por semana me llevaría pan a la alambrada. Trabaja en una imprenta; no lo habían llamado a filas debido a una enfermedad ocular. Antes de la guerra había venido a curarse a mi consulta, y si me hubieran propuesto que diera nombres de personas puras y sensibles, habría dado decenas de nombres antes que el suyo. Sabes, Vítenka, después de su visita volví a sentir que era un ser humano. Los perros ya no eran los únicos que mostraban una actitud humana.

Schukin me contó que en la imprenta de la ciudad se estaba imprimiendo un bando: se prohíbe a los judíos andar por las aceras; deben llevar una estrella amarilla de seis puntas cosida en el pecho; no tienen derecho a utilizar el transporte colectivo ni los baños públicos, no pueden acudir a los consultorios médicos ni ir al cine; se les prohíbe comprar mantequilla, huevos, leche, bayas, pan blanco, carne y todas las verduras excepto patatas; las compras en el mercado se autorizan sólo después de las seis de la tarde (cuando los campesinos han abandonado ya el mercado). La Ciudad Vieja será rodeada de alambradas y se prohibirá toda salida, salvo bajo escolta para realizar trabajos forzados. Cualquier ruso que cobije en su casa a un judío será fusilado, de la misma manera que si hubiera escondido a un partisano.

El suegro de Schukin, un viejo campesino procedente de Chudnov, un shtetl cercano a la ciudad, había visto con sus propios ojos cómo los alemanes llevaron en manada hasta el bosque a todos los judíos del lugar, provistos de sus hatillos y maletas; durante todo el día no dejaron de oírse disparos y gritos terribles. Ni un solo judío regresó. Los alemanes, que se alojaban en casa del suegro de Schukin, regresaron bien entrada la noche; estaban borrachos y siguieron bebiendo y cantando hasta la madrugada mientras se repartían broches, anillos, brazaletes delante de las narices del viejo. No sé si se trata de un hecho aislado y fortuito o del presagio de lo que nos depara el futuro.

Qué triste fue, hijo mío, mi camino hacia el gueto medieval. Atravesaba la ciudad donde había trabajado durante veinte años. Primero pasamos por la calle Svechnaya, completamente desértica. Pero cuando llegamos a la calle Nikólskaya vi a cientos de personas, todas ellas dirigiéndose al maldito gueto. La calle se tornó blanca por los hatillos y las almohadas. Los enfermos eran llevados del brazo por sus acompañantes. Al padre del doctor Margulis, paralítico, lo transportaban sobre una manta. Un joven llevaba a una viejecita en brazos, le seguían su mujer e hijos cargando con los hatillos a la espalda. Gordon, un hombre entrado en carnes y que respiraba con dificultad, responsable de una tienda de ultramarinos, se había puesto un abrigo con cuello de piel y el sudor le corría por la cara. Me impresionó especialmente un joven: caminaba sin llevar fardo alguno, con la cabeza erguida, manteniendo ante sí un libro abierto, el rostro sereno y altivo. Pero ¡qué locas y aterrorizadas parecían las personas que estaban a su lado! Avanzábamos por la calzada mientras los habitantes de la ciudad permanecían de pie en las aceras, mirándonos pasar.

Durante un rato anduve al lado de los Margulis y oí los suspiros de compasión de las mujeres. Pero había quien se reía de Gordon y de su abrigo de invierno, aunque te aseguro que el aspecto que presentaba era más espantoso que divertido. Vi muchas caras conocidas. Algunos me hacían un ligero gesto con la cabeza, despidiéndose; otros desviaban la mirada. Me parece que en aquella muchedumbre no había miradas indiferentes; había ojos curiosos, despiadados y, algunas veces, vi ojos anegados de lágrimas.

Yo veía a dos gentíos: uno constituido por los judíos, hombres enfundados en abrigos, con los gorros calados y mujeres con pañuelos en la cabeza, y otro, en las aceras, con ropa de verano. Blusas claras, hombres sin chaquetas, algunos con camisas bordadas a la ucraniana. Parecía incluso que para los judíos que desfilaban por la calle el sol se negara a brillar, como si caminaran a través del frío de una noche de diciembre.

En la entrada del gueto me despedí de mi acompañante y él me señaló el lugar de la alambrada donde nos encontraríamos.

¿Sabes, Vítenka, lo que sentí al hallarme detrás de las alambradas? Esperaba sentir terror. Pero, figúratelo, en realidad me sentí aliviada dentro de aquel redil para ganado. No pienses que es porque tengo alma de esclava. No, no. Me sentía así porque todo el mundo a mi alrededor compartía mi destino. En el gueto ya no estaba obligada a andar por la calzada, como los caballos; la gente no me miraba con odio; y los que me conocían no apartaban los ojos de mí ni evitaban toparse conmigo. En este redil todos llevamos el sello con el que nos han marcado los fascistas, y por esa razón el sello no me quema tanto en el alma. Aquí ya no me siento como una bestia privada de derechos, sino como una mujer desdichada. Y es más fácil de sobrellevar.

Me instalé junto a un colega, el doctor Sperling, en una casita de adobe compuesta por dos cuartuchos. Sperling tiene dos hijas ya adultas y un varón de unos doce años llamado Yura. Muchas veces me quedo contemplando la cara delgaducha de ese niño, sus grandes ojos tristes. Dos veces por equivocación le llamé Vitia y él me corrigió: «No soy Vitia, mi nombre es Yura».

¡Qué diferentes son los hombres entre sí! Sperling, a sus cincuenta y ocho años, rebosa energía. Se las ha arreglado para conseguir colchones, queroseno y una carretada de leña. Por la noche le trajeron a casa un saco de harina y medio de judías. Se alegra de sus éxitos como un jovenzuelo. Ayer colgó en las paredes unos pequeños tapices. «No es nada, no es nada, sobreviviremos —repetía—. Lo más importante es hacerse con reservas de comida y leña.»

Me dijo que era preciso organizar una escuela en el gueto. Me propuso incluso que impartiera clases de francés a Yura y me pagaría un plato de sopa por clase. Estuve conforme.

Fania Borísovna, la gorda mujer de Sperling, suspira: «Estamos perdidos, todo está perdido»; pero eso no quita para que siga de cerca a su hija mayor, Liuba, un ser amable y bondadoso, no vaya a ser que dé a alguien un puñado de judías o una rebanada de pan. La menor, Alia, el ojito derecho de la madre, es un verdadero engendro de Satanás —autoritaria, avara, recelosa—, se pasa el día gritando a su padre y a su hermana. Antes de la guerra vino a hacerles una visita desde Moscú y quedó aquí atrapada.

¡Dios mío, qué miseria por todas partes! ¡Que vengan esos que hablan de las riquezas de los judíos y que afirman que siempre tienen guardado dinero para los malos tiempos, que vengan a la Ciudad Vieja! Aquí están los malos tiempos, peores no puede haberlos. Pero en la Ciudad Vieja no se concentran únicamente los recién mudados con sus quince kilos de equipaje, aquí han vivido siempre artesanos, viejos, obreros, enfermeras… ¡En qué terribles condiciones de hacinamiento viven estas gentes! ¡Y qué clase de comida se llevan a la boca! Si pudieras ver las chozas medio en ruinas, ya casi forman parte de la tierra.

Vítenka, veo aquí a tantas personas malas, codiciosas, deshonestas, capaces de las más pérfidas traiciones. Anda por ahí un hombre espantoso, un tal Epstein, que vino a parar aquí desde alguna ciudad polaca; lleva un brazalete en la manga y acompaña a los alemanes durante los registros, colabora en los interrogatorios, se emborracha con los politsai  ucranianos y lo envían por las casas a extorsionar vodka, dinero, comida. Lo he visto una o dos veces; es un hombre de estatura alta, apuesto, elegante en su traje color crema, incluso la estrella amarilla cosida a su americana parece un crisantemo.

Pero quería contarte otra cosa. Yo nunca me he sentido judía; de niña crecí rodeada de amigas rusas, mis poetas preferidos eran Pushkin y Nekrásov, y la obra de teatro con la que lloré junto a todo el auditorio de la sala, en el Congreso de Médicos Rurales, fue Tío Vania, la producción de Stanislavski. Una vez, Vítenka, cuando era una chiquilla de catorce años, mi familia se disponía a emigrar a América del Sur. Yo le dije a papá: «No abandonaré Rusia, antes preferiría ahogarme». Y no me fui.

Y ahora, en estos días terribles, mi corazón se colma de ternura maternal hacia el pueblo judío. Nunca antes había conocido ese amor. Me recuerda al amor que te tengo a ti, mi querido hijo.

Visito a los enfermos en sus casas. Decenas de personas, ancianos prácticamente ciegos, niños de pecho, mujeres embarazadas, todos viven apretujados en un cuartucho diminuto. Estoy acostumbrada a buscar en los ojos de la gente los síntomas de enfermedades, los glaucomas, las cataratas. Pero ahora ya no puedo mirar así en los ojos de la gente, en sus ojos sólo veo el reflejo del alma. ¡Un alma buena, Vítenka! Un alma buena y triste, mordaz y sentenciada, vencida por la violencia pero, al mismo tiempo, triunfante sobre la violencia. ¡Un alma fuerte, Vitia! Si pudieras ver con qué consideración me preguntan sobre ti las personas ancianas. Con qué afecto me consuelan personas ante las que no me he lamentado de nada, personas cuya situación es peor que la mía.

A veces me parece que no soy yo la que está visitando a un enfermo, sino al contrario, que las personas son amables doctores que curan mi alma. Y de qué manera tan conmovedora me ofrecen por mis cuidados un trozo de pan, una cebolla, un puñado de judías.

Créeme, Vítenka, no son los honorarios por una consulta. Se me saltan las lágrimas cuando un viejo obrero me estrecha la mano, mete en una pequeña bolsa dos o tres patatas y me dice: «Vamos, doctora, vamos, se lo ruego». Hay en esto algo puro, paternal, bueno; pero no puedo transmitírtelo con palabras.

No quiero consolarte diciendo que la vida aquí ha sido fácil para mí, te sorprenderá que mi corazón no se haya desgarrado de dolor. Pero no te atormentes pensando que he padecido hambre. No he pasado hambre ni una sola vez. Tampoco me he sentido sola.

¿Qué puedo decirte de los seres humanos, Vitia? Me sorprenden tanto por sus buenas cualidades como por las malas. Son extraordinariamente diferentes, aunque todos conocen un idéntico destino. Imagínate a un grupo de gente bajo un temporal: la mayoría se afanará por guarecerse de la lluvia, pero eso no significa que todos sean iguales. Incluso en esa tesitura cada cual se protege de la lluvia a su manera…

El doctor Sperling está convencido de que la persecución contra los judíos es temporal y cesará cuando concluya la guerra. Muchos, como él, comparten ese parecer, y he observado que cuanto más optimistas son las personas más ruines y egoístas se vuelven. Si alguien entra mientras están comiendo, Alia y Fania Borísovna esconden enseguida la comida.

Los Sperling me tratan muy bien, tanto más cuanto que yo soy de poco comer y aporto más comida de la que consumo. Pero he decidido marcharme, me resultan desagradables. Estoy buscándome un rinconcito. Cuanta más tristeza hay en un hombre y menor es su esperanza de sobrevivir, mejor, más generoso y bueno es éste.

Los pobres, los hojalateros, los sastres que se saben condenados a morir son más nobles, desprendidos e inteligentes que aquellos que se las ingenian para aprovisionarse de comida. Las maestras jovencitas; Spielberg, el viejo y estrambótico profesor y jugador de ajedrez; las tímidas chicas que trabajan en la biblioteca; el ingeniero Reivich, débil como un niño, que sueña con armar al gueto con granadas de fabricación casera… ¡Qué personas tan admirables, qué poco prácticas, agradables, tristes y buenas!

Me he dado cuenta de que la esperanza casi nunca va ligada a la razón; está privada de sensatez, creo que nace del instinto.

Las personas, Vitia, viven como si les quedaran largos años por delante. Es imposible saber si es estúpido o inteligente, es así y basta. Yo también he acatado esa ley. Dos mujeres procedentes de un shtelt cuentan exactamente lo mismo que contaba mi amigo. Los alemanes están exterminando a todos los judíos del distrito, sin compadecerse de niños o ancianos. Los alemanes y los politsai llegan en vehículos, toman a algunas decenas de hombres para hacerlos trabajar en el campo, les ordenan cavar fosas, y luego, dos o tres días más tarde, los alemanes conducen a todos los judíos hasta esas fosas y fusilan a todos sin excepción. Por doquier, en los alrededores de la ciudad, están surgiendo estos túmulos judíos.

En la casa de al lado vive una chica polaca. Cuenta que en su país las masacres de judíos no se interrumpen ni un instante, son aniquilados del primero al último. Sólo han logrado sobrevivir judíos en algunos guetos de Varsovia, Lodz, Radom. Cuando me he parado a pensarlo, he comprendido perfectamente que no nos han congregado aquí para conservarnos con vida, como bisontes en la reserva del bosque de Biarowieia, sino como ganado que enviarán al matadero.

Conforme al plan, nuestro turno debe de estar previsto para dentro de una o dos semanas. Pero, imagínatelo, aún comprendiendo eso, sigo curando a los enfermos y les digo: «Si se lava el ojo regularmente con esta loción, dentro de dos o tres semanas estará curado». Examino a un viejo que dentro de seis meses o un año podría ser operado de cataratas. Continúo dando clases de francés a Yura, me desmoraliza su pésima pronunciación.

Entretanto los alemanes irrumpen en el gueto y desvalijan, los centinelas se divierten disparando contra los niños detrás de las alambradas y cada vez más gente corrobora que nuestro destino se decidirá el día menos pensado. Y así es, la vida continúa. Hace unos días se celebró incluso una boda. Los rumores se multiplican por decenas. Ahora un vecino me informa, ahogándose de alegría, de que nuestras tropas han tomado la ofensiva y que los alemanes se retiran. O bien circula el rumor de que el gobierno soviético y Churchill han presentado a los alemanes un ultimátum, y que Hitler ha dado la orden de que no se mate a más judíos.

Otras veces dicen que los judíos serán intercambiados por prisioneros de guerra alemanes.

Así, en ningún otro lugar del mundo hay más esperanza que en el gueto. El mundo está lleno de acontecimientos, y todos esos acontecimientos tienen el mismo sentido y el mismo propósito: la salvación de los judíos. ¡Qué riqueza de esperanza! Y la fuente de esa esperanza es sólo una: el instinto de vida que, sin lógica alguna, se resiste al terrible hecho de que todos vamos a perecer sin dejar rastro. Miro a mi alrededor y simplemente no puedo creerlo: ¿es posible que todos nosotros seamos sentenciados a muerte, que estemos a punto de ser ejecutados? Los peluqueros, los zapateros, los sastres, los médicos, los fumistas…, todos siguen trabajando. Se ha abierto incluso una pequeña maternidad, o para ser exactos, algo que se le parece. Se hace la colada y se tiende en cordeles, se prepara la comida, los niños van a la escuela desde el primero de septiembre y las madres preguntan a los maestros sobre las notas de sus hijos.

El viejo Spielberg ha llevado varios libros a encuadernar. Alia Sperling realiza a diario su gimnasia matutina; cada noche, antes de acostarse, se enrolla el cabello en bigudíes; y riñe con su padre por dos retales de tela que quiere para hacerse unos vestidos de verano.

También yo mantengo mi tiempo ocupado de la mañana a la noche. Visito a los enfermos, doy clases, zurzo mi ropa, hago la colada, me preparo para hacer frente al invierno: le pongo relleno de guata a mi abrigo de otoño. Escucho los relatos sobre los terribles castigos que se infligen a los judíos: la mujer de un consultor jurídico que conozco fue golpeada hasta perder el conocimiento por haber comprado un huevo de pato para su hijo; a un niño, el hijo de Sirota, el farmacéutico, le dispararon en el hombro cuando trataba de deslizarse por debajo de la alambrada para recuperar su pelota. Y luego, otra vez, rumores, rumores, rumores…

Lo que ahora te cuento, sin embargo, no es un rumor. Hoy los alemanes vinieron y se llevaron a ochenta jóvenes para trabajar el campo, supuestamente para recoger patatas. Algunos incluso se alegraron imaginando que podrían traer unas pocas patatas para la familia. Pero yo comprendí al instante a qué se referían los alemanes con patatas.

La noche en el gueto es un tiempo aparte, Vitia. Tú sabes, querido hijo, que siempre te he enseñado a decirme la verdad, un hijo siempre debe decir la verdad a su madre. Pero también una madre debe decir la verdad a su hijo. No te imagines, Vítenka, que tu madre es una mujer fuerte. Soy débil. Me da miedo el dolor y tiemblo cuando me siento en el sillón del dentista. De niña me daban miedo los truenos y la oscuridad. Ahora que soy vieja, tengo miedo de las enfermedades, de la soledad; temo que si enfermara no podría trabajar más y me convertiría en una carga para ti y que tú me lo harías sentir. Tenía miedo de la guerra. Ahora, por las noches, Vitia, se apodera de mí un terror que me hiela el corazón. Me espera la muerte. Siento deseos de llamarte, de pedirte ayuda.

Cuando eras pequeño, solías correr a mí en busca de protección. Ahora, en estos momentos de debilidad, quisiera esconder mi cabeza entre tus rodillas para que tú, inteligente y fuerte, me defendieras, me protegieras. No siempre soy fuerte de espíritu, Vitia, soy débil. Pienso a menudo en el suicidio, pero algo me retiene, no sé si es debilidad, fuerza o bien una esperanza absurda…

Pero ya es suficiente. Me estoy durmiendo y comienzo a soñar. A menudo veo a mi madre, hablo con ella. La pasada noche vi en sueños a Sasha Sháposhnikova en la época que vivimos juntas en París. Pero contigo no he soñado ni una sola vez, aunque pienso en ti sin cesar, incluso en los momentos de angustia más terrible. Me despierto y de repente veo el techo, entonces recuerdo que los alemanes han ocupado nuestra tierra, que soy una leprosa, y me parece que no me he despertado sino, al contrario, que me acabo de dormir y estoy soñando.

Pero pasan algunos minutos y oigo a Alia discutir con Liuba sobre a quién le toca ir al pozo por agua, oigo a alguien contar que durante la noche, en la calle de al lado, los alemanes fracturaron el cráneo a un viejo.

Una chica que conozco, alumna del Instituto Técnico de Pedagogía, vino a buscarme para que fuera a examinar a un enfermo. Resulta que la chica escondía a un teniente con una herida en un hombro y un ojo quemado. Un joven dulce, demacrado, con un fuerte acento del Volga. Había pasado por debajo de las alambradas durante la noche y había hallado refugio en el gueto. La herida del ojo no era demasiado grave y pude cortar la supuración. Me habló largo y tendido sobre los combates, la retirada de nuestras tropas; sus historias me deprimieron. Quiere restablecerse cuanto antes y volver, cruzando la línea, al frente. Varios jóvenes tienen la intención de partir con él, uno de ellos fue alumno mío. ¡Ay, Vítenka, si pudiera ir con ellos! Fue un enorme placer ayudar a ese joven: sentí que también yo participaba en la guerra contra el fascismo. Le llevamos patatas, pan, judías, y una anciana le tricotó un par de calcetines de lana.

Hoy se ha vivido un día lleno de dramatismo. Ayer Alia se las ingenió, a través de una conocida rusa, para hacerse con el pasaporte de una joven rusa, muerta en el hospital. Esta noche Alia se irá. Y hoy hemos sabido de boca de un campesino amigo que pasaba cerca del recinto del gueto que los judíos a los que enviaron a recoger patatas están cavando fosas profundas a cuatro kilómetros de la ciudad, cerca del aeródromo, en el camino a Romanovka. Vitia, recuerda ese nombre: allí encontrarás la fosa común donde estará sepultada tu madre.

Incluso Sperling lo ha comprendido. Ha estado pálido todo el día, los labios le temblaban y me ha preguntado, desconcertado: « ¿Hay esperanza de que dejen con vida al personal cualificado?». Se dice, en efecto, que en algunos lugares no han ejecutado a los mejores sastres, zapateros y médicos.

A pesar de todo, esta misma noche, Sperling ha llamado al viejo que repara las estufas y éste le ha habilitado un escondrijo en la pared para la harina y la sal. Yura y yo estuvimos leyendo Lettres de mon moulin. ¿Te acuerdas de cuando leíamos en voz alta mi cuento favorito, «Les vieux», e intercambiábamos miradas, nos echábamos a reír y se nos llenaban los ojos de lágrimas? Después le dicté a Yura las clases que tenía que aprender para pasado mañana. Así debe ser. Pero qué dolor sentí cuando miré la carita triste de mi alumno, sus dedos anotando en la libretita los números de los párrafos de gramática que le había puesto de deberes.

Y cuántos niños hay aquí: ojos maravillosos, cabellos rizados oscuros. Entre ellos habría, probablemente, futuros científicos, físicos, profesores de medicina, músicos, incluso poetas.

Los veo cuando corren a la escuela por la mañana, tienen un aire serio impropio de su edad y unos trágicos ojos desencajados en la cara. A veces comienzan a armar alboroto, se pelean, se ríen a carcajadas, pero entonces, más que producirme alegría, el espanto se adueña de mí.

Dicen que los niños son el futuro, pero ¿qué se puede decir de estos niños? No llegarán a ser músicos ni zapateros ni talladores. Y esta noche me hice una idea clara de cómo este mundo ruidoso, de papás barbudos, atareados, de abuelas refunfuñonas que hornean melindres de miel y cuellos de ganso, el mundo entero de las costumbres nupciales, los proverbios, las celebraciones del sabbat, desaparecerá para siempre bajo tierra, y después de la guerra la vida se reanudará, y nosotros ya no estaremos, nos habremos extinguido al igual que se extinguieron los aztecas.

El campesino que nos trajo la noticia de la preparación de las fosas comunes nos contó que su mujer se había pasado la noche llorando y lamentándose: «Saben coser y fabricar zapatos, curten la piel, reparan relojes, venden medicinas en la farmacia… ¿Qué pasará cuando los hayan matado a todos?».

Con qué claridad me imaginé a alguien, una persona cualquiera, pasando delante de las ruinas y diciendo: « ¿Te acuerdas? Aquí vivía un judío, un reparador de estufas llamado Boruj. Las tardes de los sábados su vieja mujer se sentaba en un banco y, alrededor de ella, los niños jugaban». Y otro diría: «Y allí, bajo el viejo peral, se solía sentar una doctora, no recuerdo su apellido, pero una vez fui a verla para que me curara los ojos. Después del trabajo sacaba una silla de mimbre y se ponía a leer un libro». Así será, Vitia.

Después fue como si un soplo de espanto hubiera atravesado los rostros de las gentes: todos comprendimos que se acercaba el final.

Vítenka, quiero decirte… no, no es eso, no es eso.

Vítenka, termino ya la carta y voy a llevarla al límite del gueto, se la entregaré a mi amigo. No es fácil interrumpir esta carta, ésta es mi última conversación contigo, y cuando la haya entregado me habré apartado de ti definitivamente, nunca sabrás lo que han sido mis últimas horas. Ésta es nuestra última despedida. ¿Qué puedo decirte antes de separarme de ti para siempre? en estos últimos días, como durante toda mi vida, tú has sido mi alegría. Por la noche me acordaba de ti, de la ropa que llevabas de niño, de tus primeros libros; me acordaba de tu primera carta, tu primer día de escuela; todo, me acordaba de todo, desde tus primeros días de vida hasta la más nimia noticia que recibí de ti, el telegrama que recibí el 30 de junio. Cerraba los ojos y me parecía, querido mío, que me protegías del horror que se avecinaba sobre mí. Pero cuando pienso lo que está ocurriendo, me alegro de que no estés a mi lado y que no tengas que conocer este horrible destino.

Vitia, yo siempre he estado sola. Me he pasado noches en blanco llorando de tristeza. Pero nadie lo sabía. Me consolaba la idea de que un día te contaría mi vida. Te contaría por qué tu padre y yo nos separamos, por qué durante todos estos largos años he vivido sola. Pensaba a menudo: « ¡Cuánto se sorprenderá Vitia al saber que su madre ha cometido errores, ha hecho locuras, que era celosa y que inspiraba celos, que su madre era igual que todas las jóvenes!». Pero mi destino es acabar la vida sola, sin haberla compartido contigo. A veces pensaba que no debía vivir lejos de ti, que te quería demasiado, que ese amor me daba derecho a vivir mi vejez junto a ti. A veces pensaba que no debía vivir contigo, que te quería demasiado.

Bueno, en fin… Que seas feliz siempre con aquellos que amas, con los que te rodean, con los que han llegado a estar más cerca de ti que tu madre. Perdóname.

De la calle llegan llantos de mujer, improperios de los policías, y yo, yo miro estas páginas y me parece que me protegen de un mundo espantoso, lleno de sufrimiento.

¿Cómo poner punto final a esta carta? ¿De dónde sacar fuerzas, hijo mío? ¿Existen palabras en este mundo capaces de expresar el amor que te tengo? Te beso, beso tus ojos, tu frente, tu pelo.

Recuerda que el amor de tu madre siempre estará contigo, en los días felices y en los días tristes, nadie tendrá nunca el poder de matarlo.

Vítenka… Ésta es la última línea de la última carta de tu madre. Vive, vive, vive siempre…

MAMÁ.

(Fragmento utilizado para trabajos de promoción de lectura. No tiene fines comerciales)

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3120-5699-1184 (Lenguaje universal cifrado)

por Daniel Hernández

A mediados de setiembre último los diarios locales publicaron una noticia curiosa. Tratábase de un lenguaje universal creado por dos profesores italianos, los doctores Allioni y Boella, quienes asignando a cada palabra un número intentaban quebrar en forma sorprendente las barreras idiomáticas que hasta ahora dividen a los hombres.

Agregan los cables, fechados en Turín, que dichos investigadores habían publicado ya códigos de un millar de palabras en distintos idiomas, y preparaban otros con el objeto de lograr la difusión mundial del sistema.

Así nos enteramos en este país del intrigante enfoque de un problema que durante siglos ha preocupado a gramáticos y filólogos.

Lo curioso es que podíamos habernos enterado antes. Porque el verdadero creador del sistema es argentino y vive en La Plata.

Allí acudimos a verlo. El profesor Salvador De Luca es un hombre de aire modesto y hablar pausado, catedrático de cosmografía y matemáticas, y autor de numerosos trabajos de su especialidad.

—Llegan con más de tres años de retraso –dice refiriéndose jovialmente a los lingüistas italianos (y quizá también a nosotros). Luego nos aclara:

—Las bases del sistema las expuse a comienzos de 1953 en un folleto que se titulaba, precisamente, «Sobre un Lenguaje Universal Cifrado».

—¿Atribuye usted a simple coincidencia –preguntamos– el hecho de que los profesores italianos anuncien como propio el descubrimiento?

—¿Qué otra cosa podría ser? Es probable que el principio que me sirva de base, que «las ideas son comunes a todos los pueblos de la tierra», se haya vuelto contra mí. Sin embargo, creo que la prioridad que me corresponde está suficientemente documentada, no sólo por los folletos que publiqué en 1953 y los comentarios periodísticos locales que aparecieron ese año, sino también por la numerosa correspondencia que he recibido de universidades extranjeras a las que remití mis trabajos. Y finalmente, porque la iniciativa está registrada a mi nombre en la UNESCO con fecha julio de 1953 y espero que sea tratada en alguna de las próximas reuniones de ese organismo.

—¿En qué consiste su método? –inquirimos.

—Es muy simple. Desde la torre de Babel y la confusión de las lenguas, que nos refiere la Biblia, los hombres vienen buscando un medio de expresión que sea común a todos. Los esfuerzos realizados en ese campo son numerosos. El más conocido es el esperanto, creado por el ruso Zamenhof. Pero hubo otros anteriores, como el volapuk. La verdad es que todos ellos han fracasado.

—¿A qué atribuye tal fracaso?

—A que son creaciones artificiales. Y si bien están basadas en un impulso natural, el deseo de comunicación, contrarían otro impulso natural que ha demostrado ser más fuerte: la adhesión a la lengua materna, consustanciada con la adhesión al suelo nativo.

—Pero –objetamos–, ¿no es acaso imposible establecer una lengua universal sin que todos renunciemos precisamente a nuestros idiomas particulares?

—No. Ese idioma universal puede establecerse sin que nadie renuncie al propio ni aprenda otro nuevo.— No ocultamos nuestra sorpresa.

—Es muy simple –repite sonriendo–. Lo que pasa es que ese idioma universal ya existe, sólo que nosotros le damos una aplicación limitada. Es el antiquísimo lenguaje del número. Más precisamente el número natural, escrito en símbolos arábigos.

«Sostengo y éste es uno de los fundamentos de mi trabajo, que para obtener un lenguaje de carácter universal hay que prescindir en absoluto del sonido, o de la palabra hablada. En otros términos, dicho lenguaje sólo puede ser escrito. Pero no es necesario inventar los símbolos de tal escritura, puesto que ya disponemos del número arábigo, familiar a todos los pueblos del planeta.

«Si por ejemplo escribimos el número 7, cualquier habitante del mundo, a menos que sea analfabeto, entenderá lo que quiere decir. Pero no sucede lo mismo con la palabra escrita en su forma literal, puesto que si escribimos manzana, vgr., no nos entenderá un francés que ignore el castellano; para él esa fruta se llama pomme, para un inglés se llama apple, etcétera.

«Ahora bien, es posible reemplazar cada palabra escrita en forma literal por un número que equivalga a ella en cualquier idioma.

«Dicho de otro modo, las ideas o conceptos son comunes a todos los pueblos de la Tierra. Lo que difiere son las palabras que los expresan. Numerar las ideas o conceptos es crear un lenguaje universal.

—¿Cómo se logra eso?

—Basta asignar un mismo número a las palabras de distintos idiomas que designen una misma cosa. Por ejemplo, atribuir el número 133 a las palabras manzana, pomme, apple, etc., que en castellano, francés, inglés, etc., nombran la fruta que todos conocemos.

El número 133 sería así el equivalente de «manzana» en cualquier idioma conocido.

—¿Sería necesario, entonces, crear una tabla de equivalencias?

—Naturalmente.

Nos muestra el primer ensayo de tablas publicadas por él en marzo de 1953. Abarcaban el castellano, inglés, francés e italiano y constaban de doscientas nueve palabras. Posteriormente el profesor De Luca elaboró tablas más completas en los idiomas antedichos. Constan de seis mil vocablos.

Para poner en práctica el sistema es conveniente elegir un idioma «director». En la tabla correspondiente a él, o tabla «directriz», las palabras se hallan ordenadas alfabéticamente y sus equivalentes numéricos siguen el orden progresivo normal, en este caso de 1 a 6.000. Suponiendo que el idioma director sea el castellano, extractamos algunas equivalencias para que sirvan de ejemplo.

a (letra) …………1
a (preposición).2
abajo…………….3
…………………….
amo………………375
amoníaco ……..376
amor ……………377
…………………….
fanatismo………2597
fantasía …………2598
…………………….
pampa. ………….4298
pan……………….4290
…………………….
y (conjunción) .5936

Si escribimos, pues:
4290 -377 – 5936 -2598

y consultamos la tabla castellana, obtenemos: «Pan, amor y fantasía», título de una película que elegimos con fines de simplificación.

La tabla directriz es única y equivale a lo que se llama en criptografía un «código ordenado». En cambio, para los otros idiomas, hace falta una tabla doble. La primera o tabla cifrante es para transmitir mensajes; tiene las palabras ordenadas alfabéticamente y los números que les corresponden no conservan, por supuesto, el orden progresivo. La segunda, o tabla descifrante, tiene ordenados los números y no las palabras; sirve para interpretar los mensajes recibidos. El conjunto de ambas es lo que llaman los criptógrafos un código á bátons rompus («sin ton ni son»). Supongamos que un italiano quiera interpretar el texto numérico arriba citado. Consultará su tabla descifrante y hallará:

4290……………………pane
………………………………….
375…………………padrone
376……………ammoniaco
377……………………amore
………………………………….
5938 ….o (congiunzione)
………………………………….
2598 ……………….fantasía

El resultado le permitirá una inmediata (e inútil) evocación de Gina Lollobrigida…

—Estas tablas –preguntamos al profesor De Luca–, ¿no serían demasiado voluminosas e incómodas?

—Un código de seis mil palabras ocuparía el lugar de una libreta de bolsillo –nos responde inmediatamente.

—Aun así –objetamos–, ¿no es mejor un simple diccionario de bolsillo, un diccionario bilingüe?

—No, porque usted necesitaría un diccionario bilingüe para cada idioma ajeno al suyo, y hay varios centenares… La tabla tiene justamente el carácter de un diccionario universal. Con ella usted podría hacerse entender por escrito tanto en Francia como en Japón, en Inglaterra como en la India, porque en todos esos países, un mismo concepto sería expresado por un mismo número.

—¿Cuál sería la utilidad concreta de este método, en caso de que fuera aceptado internacionalmente?

—Supongamos que usted se halla en Londres, y no sabe una palabra de inglés, pero lleva consigo su libreta-código en castellano. Un agente de tránsito provisto de otro similar, en inglés, interpretará en pocos segundos cualquier mensaje escrito en números que usted le presente, y por el mismo procedimiento le dará la información que usted necesite. O usted entra en un negocio porque necesita comprar algo, digamos un sombrero. Hojea usted su libreta, busca la palabra «sombrero» y encuentra junto a ella el número 5342. Lo escribe en un papelito y lo entrega al vendedor. Este busca en su tabla el número 5342 y junto a ella encuentra la palabra hat, que le basta para saber lo que usted pide. El mismo resultado obtendrá usted en Estambul, en Tokio o en Moscú, porque, vuelvo a decirlo, la tabla es un diccionario polígloto universal. La primera ventaja, pues, sería para el turista o el viajero. Pero no la única. La clave numérica le permitiría a usted comunicarse por carta con personas de otros países que hablen cualquier idioma distinto del suyo. Sería aplicable también a las traducciones técnicas o científicas, donde la comunicación gramatical o la belleza literaria ocupan un lugar secundario. Un trabajo científico, por ejemplo podría ser comunicado en veinticuatro horas a todos los centros de estudio y universidades del mundo, mientras que su traducción a los distintos idiomas individuales absorberían un tiempo y un esfuerzo considerablemente mayores. Por último, el lenguaje numérico sería el vehículo ideal para las comunicaciones telegráficas de toda índole, desde el simple telegrama de felicitación hasta los extensos despachos cablegráficos de las agencias noticiosas, no sólo porque elimina la traducción de un idioma a otro, sino porque reduce el costo de los despachos.

—¿Qué ocurre con las diferencias de construcción en los distintos idiomas?

—La verdad es que ellas no pueden salvarse. La traducción que dan las tablas es literal, y por lo tanto, sujeta a imperfecciones gramaticales. Pero la finalidad del sistema no es obtener versiones literarias impecables, sino simplemente hallar equivalencias inteligibles.

—¿Cuántas palabras podrían codificarse? –averiguamos.

—Tantas como números existen. Y le recuerdo –añade– que la serie de los números naturales es infinita.

—¿Sería necesario codificar todas las flexiones verbales? –inquirimos–. El verbo «amar», por ejemplo, en sus distintos tiempos y modos, tiene unas ciento veinte formas. Si multiplicamos por los varios millares de verbos existentes, ¿no le parece que obtenemos un resultado más bien catastrófico?

—He pensado en esa dificultad y creo que la he solucionado –contestó sonriendo–. Una raya colocada bajo el número que reemplaza al verbo indicará que éste se halla en tiempo pasado. Una raya colocada arriba denota futuro. La ausencia de este signo indica infinitivo o presente. En cuanto a los demás accidentes del verbo, modo, número y persona, se desprenderían naturalmente del contexto. Por ejemplo, en este breve mensaje: 5947 – 5267.

«El número 5267 equivale a ser en infinitivo o en presente. Pero como el número 5947 que lo precede equivale a yo, deducimos automáticamente que el verbo se halla en primera persona del singular: soy yo.

«En cambio, 5947 – 5267 significaría yo fui. Y 5947 – 5267 debería traducirse por yo seré.

«Otras convenciones similares permitirían diferenciar el masculino de femenino o el singular del plural en sustantivos y adjetivos.

La explicación del profesor De Luca es convincente. Nuestra curiosidad periodística decide someterlo a una última inquisición. Le recordamos la existencia de códigos diplomáticos, militares, financieros y hasta telegráficos que utilizan la clave numérica.

—¿En qué se diferencia su método de esos otros, que la criptografía llama en general sistema de repertorio y que incluyen también códigos, tablas y diccionarios?

—Se diferencia en ser justamente lo contrario, no en cuanto al principio teórico utilizado, que puede ser el mismo, sino en cuanto a la aplicación que se les da. Fíjese usted: un código diplomático o militar es un instrumento secreto. Su fin es comunicar algo a una sola persona, el destinatario del mensaje, que por otra parte habla el mismo idioma del remitente. Mi sistema, en cambio, tiene por finalidad comunicar cualquier cosa a cualquier persona, aunque yo no conozca su idioma y él no conozca el mío. La verdad es que un principio muy simple ha sido colocado hasta ahora al servicio de la violencia, el engaño o el disimulo.

«Yo propongo», concluye el profesor De Luca, «que se lo coloque al servicio de la armonía y la inteligencia entre los seres humanos».*

* La nota incluía una transcripción de las tablas de recepción y transmisión (con 209) términos cada una) que aquí hemos omitido. (N. del E.)

[Este texto forma parte de la obra periodística de Rodolfo Walsh, que escribió en varias oportunidades bajo el seudónimo de Daniel Hernández. Abajo podrá encontrar un enlace para que pueda acceder al libro completo.]

El violento oficio de escribir.jpg

Rodolfo Walsh – El violento oficio de escribir

 

 

 

El fin de los dirigibles

por Daniel Hernández

Van a cumplirse veinte años. Desde esa fecha –6 de mayo de 1937– ningún dirigible ha vuelto a surcar los cielos en misión comercial. Esa noche se derrumbó para siempre el creciente imperio de las aeronaves más livianas que el aire y se esfumó el sueño de un visionario.

La catástrofe del Hindenburg, que ahora recordamos, conmovió al mundo. Muy pocos acontecimientos han sacudido tan hondamente la sensibilidad pública. Desde el preciso instante en que la voz del locutor Herbert Morrison, que efectuaba una transmisión de rutina desde el aeropuerto de Lakehurst, se quebró para anunciar a millares de incrédulos oyentes: «¡Se incendia…! ¡Estalla… estalla!», desde ese instante una ola de asombro se propagó por los cuatro puntos cardinales. Y el asombro no ha cesado todavía.

El Hindenburg era la última maravilla de la ingeniería alemana. Algo colosal en sus dimensiones, bello en sus formas, ágil en su desplazamiento. Ni antes ni después ha remontado vuelo nada que se le pueda comparar. Medía 250 metros de largo y 45 de alto. Sostenido en el aire por ocho millones de pies cúbicos de hidrógeno, impulsado por cuatro poderosos motores Mercedes-Benz, con una autonomía de 8.700 millas y una capacidad de carga de 18 toneladas, era capaz de atravesar el Atlántico en dos días y medio, sorteando las peores tormentas con la facilidad de un gigantesco lebrel que ahuyentara una tribu de ardillas.

El Hindenburg era rápido. Cuatro veces más rápido que los buques que efectuaban la travesía transatlántica.

El Hindenburg era cómodo. Reunía las máximas posibilidades de confort para los pasajeros: cabinas individuales, grandes salones, ventanales de observación, calefacción, cocina perfecta.

El Hindenburg era seguro. Transportaba –es cierto– una mortífera carga de hidrógeno inflamable, pero el sistema de aislamiento se consideraba perfecto. Tanto que el Lloyd’s de Londres le había otorgado seguros por 500.000 libras a una tarifa muy baja.

El Hindenburg era hermoso, liviano, indestructible.

Hasta esa fatídica noche del jueves 6 de mayo.

Ya llevaba realizados diez viajes transatlánticos cuando el lunes 3, a las ocho de la mañana, zarpó por última vez de Frankfurt, Alemania.

Para esta travesía se designó comandante al capitán Max Pruss, en reemplazo del viejo Ernst Lehmann, que lo condujera en las anteriores. Lehmann, sin embargo, iba a bordo, quizá para completar la formación de su discípulo.

El dirigible debía llegar a la base aeronaval de Lakehurst, en Nueva Jersey, Estados Unidos, con las primeras horas del 6 de mayo. Vientos de frente lo retrasaron en el camino. Al amanecer, sin embargo, volaba sobre Nueva Escocia, y a las tres de la tarde era avistado en Nueva York, rumbo al sur. A las cuatro, el público y los reporteros congregados desde temprano en la base lo divisaban en el horizonte.

Pero el Hindenburg pasó sobre sus cabezas sin descender. El capitán Pruss acababa de comunicar al comodoro Charles Rosendahl, jefe de la base, que postergaría el descenso hasta las seis, porque no le gustaban las nubes de tormenta que se estaban acumulando en la zona. Y la aeronave siguió rumbo al sur. Poco más tarde cayó un chaparrón.

A las seis, Rosendahl informó por radio que a su juicio las condiciones atmosféricas habían mejorado lo bastante como para intentar el descenso. A las siete repitió el mensaje. Pero ya el zepelín se acercaba desde el sur, con las luces encendidas.

–Ahí viene –anunció el locutor Morrison a sus oyentes–, ahí viene hacia nosotros, como una gigantesca pluma, el Hindenburg

Los hombres que componían la dotación de amarre (150 en total) corrieron a sus puestos. Todavía lloviznaba ligeramente, pero el viento había disminuido y la visibilidad era bastante buena. La aeronave pasó sobre el campo, a 150 metros de altura, y viró en redondo para dirigirse a la torre de amarre.

El capitán Pruss y sus oficiales controlaban el descenso. Las válvulas comenzaron a expeler hidrógeno. El Hindenburg estaba ahora a sesenta metros de altura. Las hélices de los motores empezaron a girar en sentido inverso y el dirigible pareció detenerse de pronto.

Los fotógrafos lo enfocaban con sus cámaras. Los pasajeros se asomaban a los ventanales. A las 19:21 se soltó el primer cabo de amarre. Poco después, el segundo. Los hombres de tierra se apoderaron de ellos.

A las 19:22 la maniobra estaba prácticamente terminada. El dirigible flotaba seguro a unos 25 metros del suelo. Los pasajeros se aprestaban a descender cuando tocase tierra.

Al parecer, el Hindenburg había completado con éxito su undécimo viaje.

Pero faltaba exactamente un minuto para que se convirtiera en una gigantesca antorcha, y llegara a su término la era de los zepelines.

Era un orgulloso sueño el que iba a concluir allí, en las arenas de Nueva Jersey. Y un sueño al que se encuentra inevitablemente ligado el nombre del conde Fernando de Zeppelin.

El conde Zeppelin era un general alemán retirado, un hombre que ya casi había cerrado la órbita de su vida cuando a fines del siglo pasado empezó a soñar con una aeronave rígida, capaz de ser dirigida a voluntad, que reemplazara a los globos de incierto manejo. Y al servicio de esta fantasía, puso toda su tenacidad teutónica.

Otros hombres trabajaban en distintas direcciones para resolver el mismo problema. Faltaba poco para que en el taller de bicicletas de los hermanos Wright naciera el aeroplano. Las ascensiones en aeróstatos y planeadores se hacían cada vez más numerosas.

En 1900 terminó Zeppelin su primer aparato y lo hizo volar. Fue un desastre: se incendió en el aire. Pero él no se desanimó. Y tampoco se desanimaron los hombres que habían acogido con entusiasmo su idea.

A partir de entonces, la historia de los zepelines es una larga serie de esperanzas y fracasos, de hazañas y catástrofes.

Mientras el conde prosigue sus ensayos, los franceses construyen también un dirigible: el République. Se estrella en 1909, matando a sus cuatro tripulantes. En 1913 pierden otro: el L-2. Aquí los muertos son trece.

Pero viene la Primera Guerra Mundial. Y son los alemanes, naturalmente, los que creen ver en el zepelín un arma decisiva. Empiezan a construirlos afiebradamente. Y los lanzan sobre los campos de batallas y las ciudades enemigas cargados de bombas. Los resultados son catastróficos… para los zepelines. Los cañones antiaéreos y los cazas aliados los derriban fácilmente. En un solo «raid» sobre Londres intervienen doce de estos monstruos aéreos. Ninguno vuelve a su base.

Cuando termina la guerra, los alemanes han perdido cincuenta y siete dirigibles. Sólo les quedan tres. A partir de entonces se acepta que no sirven para la guerra.

Pero, ¿no servirían para fines de paz?

Los norteamericanos han recogido la idea. Y el saldo de desgracias que parece acompañarla. En 1922 se les estrella el Roma, con treinta y cuatro muertos. Más tarde construyen un gigante: el Shenandoah. Cuando estalla en el aire, mueren catorce hombres. El comodoro Rosendahl –a quien ya hemos nombrado como jefe de la base de Lakehurst– estaba allí. Fue uno de los sobrevivientes.

Tercian los ingleses. En 1930 pierden el enorme R-101. Cuarenta y ocho muertos.

Insisten los norteamericanos, esta vez con el Akron. En 1933 desaparece en el mar con setenta y dos tripulantes.

Y ya tenemos a los alemanes listos para volver a la brecha, a pesar de tantos contrastes. Ellos van a recoger la bandera de Zeppelin –ahora que los otros países parecen dispuestos a abandonarla–, la van a poner en manos de un genial conductor, el doctor Eckener, y tratarán de llevarla al triunfo. Si no lo consiguen, no será por falta de constancia y heroísmo.

Eckener construye el Graf Zeppelin, esa maravilla plateada que muchos porteños recuerdan haber visto hace veintitrés años sobre Buenos Aires. Con él se inaugura un servicio regular de Alemania a Sudamérica. Rápido y seguro, conquista inmediatamente la confianza del público.

Luego viene el Hindenburg. Representa un enorme avance sobre el Graf Zeppelin. Es, casi, la perfección. Y se lo destina a la travesía Alemania-Estados Unidos.

El Hindenburg acaba de terminar su undécimo viaje. Se halla junto a la torre de amarre, en Lakehurst. Son las 19:23…

Súbitamente una lengua de fuego nace de la quilla del dirigible, a popa, corre como una víbora, se extiende y en pocos segundos se propaga por todas partes. El Hindenburg se convierte en una pira colosal. Las llamas ascienden a más de cien metros de altura. El temible hidrógeno arde, arde furiosamente…

La aeronave empieza a inclinarse por la popa, hacia tierra, con lentitud de pesadilla.

La voz del locutor Morrison, que transmite a millares de oyentes, se ha llenado de espanto:

–¡Arde…! ¡Se estrella, se estrella…, terrible!

En la dotación de tierra y en los espectadores hay momentos de pánico. La inmensa mole incendiada se les viene encima. Fragmentos incandescentes llueven sobre ellos.

El comodoro Rosendahl está en la torre de amarre.

–¡Santo Dios! –exclama al ver el resplandor que ilumina el cielo.

El dirigible caía directamente sobre él. Tuvo que correr como un poseído para ponerse a salvo.

En su cabina, Morrison todavía tiene ánimo para seguir transmitiendo:

–¡Esto es espantoso! –grita–. ¡Se incendia y cae sobre la torre de amarre! ¡Esta es una de las peores catástrofes del mundo!

Entretanto, dentro del Hindenburg, donde hay cincuenta y nueve tripulantes y treinta y dos pasajeros, reina el caos más absoluto. Solamente los oficiales parecen mantener una extraordinaria serenidad. El capitán Pruss, en la cabina de control, ha sentido una explosión no muy fuerte y ha escuchado el clamor del público. Se asoma a la ventanilla de la góndola, pero en el primer momento no observa nada anormal.

–¿Qué sucede? –pregunta.
–¡La nave está en llamas! –le contesta un oficial.

El capitán obra con seguro instinto. Podría mantener durante algunos segundos la estabilidad de la nave, soltando el lastre de la popa, pero permite que ésta descienda a tierra, dando una oportunidad de salvación a los que se encuentran allí.

Al inclinarse el zepelín, pasajeros y tripulantes han rodado por pasillos y camarotes. Después empiezan a desprenderse como hormigas por cuanta escotilla o agujero deja la estructura en llamas. De los que logran salvarse, muy pocos sabrán más tarde cómo lo hicieron.

Algunos son despedidos, otros rompen ventanillas y se tiran, los más son arrancados de las llamas por las patrullas de salvamento rápidamente organizadas.

Joseph Spah, un acróbata profesional, permanece varios segundos colgado del marco metálico de una ventanilla, calentado a una temperatura que sólo él puede resistir… porque está acostumbrado a hacer una prueba semejante. Cuando cree llegado el momento oportuno, intenta un prodigioso salto desde quince metros de altura, corre por la arena húmeda –el chaparrón de la tarde resultó providencial– y se salva.

Un chico de catorce años, que trabaja de botones en la nave, se deja caer por una escotilla. Pero una masa de fuego desciende sobre él. Está perdido. En ese momento estallan los tanques de agua que sirven de lastre, lo empapan y le dan una increíble oportunidad de salvación, que el chico aprovecha corriendo como un gamo.

Una señora sale por el camino normal: por la planchada. No parece inmutarse. Dos marineros la arrebatan a los tirantes de acero incandescente que se precipitan sobre ella.

Un hombre surge caminando tranquilamente de las llamas, con todas las ropas quemadas. Alguien corre a su encuentro. El hombre habla pausadamente en alemán, sin dar muestras de excitación. De pronto, gira sobre sí mismo y se desploma, muerto.

Otro fugitivo del siniestro se ha sentado sobre la arena, con los codos apoyados en las rodillas. Y arde. Arde de pies a cabeza. Cuando se acercan a ayudarlo, tiene en el rostro incendiado un gesto de profunda concentración, como si reflexionara. Muere en seguida.

Entre las primeras víctimas llevadas a la enfermería de la base hay un joven tripulante del Hindenburg. Pide que envíen un cable a su joven esposa.

–¿Qué le decimos? –le preguntan.
–Que estoy bien. Que estoy con vida.

Apenas termina de decirlo, muere.

Los últimos en abandonar el Hindenburg fueron el capitán Pruss, el capitán Lehmann y diez oficiales más que estaban a proa, en la cabina de control. Lo hicieron cuando ya casi todo el resto de la aeronave estaba consumido por las llamas.

Pruss sobrevivió, a pesar de los numerosos viajes de regreso al siniestro que efectuó en busca de sobrevivientes. Sólo se le oía gritar:

–¡Los pasajeros…! ¡Los pasajeros…!

El capitán Lehmann, en cambio, se quebró la columna vertebral y sufrió terribles quemaduras al saltar de la góndola.

Murió esa misma noche, conservando plena lucidez hasta el último momento y sin que nadie le oyera quejarse de sus terribles dolores. Antes de expirar, habló largamente con su viejo amigo Rosendahl. El total de muertos causados por el accidente ascendió a treinta y seis, de los cuales trece eran pasajeros.

En cuanto a las causas del desastre, se han propuesto muchas explicaciones. Algunos opinaron que la electricidad estática había inflamado una pérdida de hidrógeno. Otros, que al saltar un fragmento de una hélice perforó la envoltura del dirigible, permitiendo la combustión espontánea del hidrógeno en contacto con el aire. Y no faltan quienes aseguran que antes de zarpar el Hindenburg para su último viaje, el gobierno alemán recibió denuncias anónimas de que se atentaría contra él.

Pero el misterio subsiste. Quizá la mejor respuesta sean aquellas palabras que pronunció el capitán Lehmann antes de cerrar los ojos para siempre:

Ich kann es nicht verstehen. «No puedo comprenderlo.»

 

[Este texto forma parte de la obra periodística de Rodolfo Walsh, que escribió en varias oportunidades bajo el seudónimo de Daniel Hernández. Abajo podrá encontrar un enlace para que pueda acceder al libro completo.]

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Rodolfo Walsh – El violento oficio de escribir

El brujo del cuervo

Mi primer encuentro con El brujo del cuervo fue en Lima. La contratapa del libro me había llamado la atención pero terminé comprando otro libro cuya prioridad en ese momento era vital. Entre las cosas que me llamaron la atención de aquel libro de bolsillo fue el nombre del autor que no supe pronunciar al principio: Ngũgĩ wa Thiong’o. Después de casi un año ya en Caracas el libro se me volvió a presentar. Por un impulso propiciado por las festividades decembrinas terminé comprándolo. El libro no dejaba de llamarme y me comprometí a leerlo durante el mes de enero.

Cada vez estoy más convencido que los libros a veces nos buscan. Ciertas obras se presentan en nuestra vida para dar sentido a nuestro presente, tal vez con el propósito de hacernos creer que nada se lee por casualidad. No puedo decir que esto sea un absoluto, la experiencia lectora de cada uno es única y diversa, de ahí lo rico y divertido de todo el asunto que envuelve el acto de leer. Para mí los libros han fluido de esa manera. Incluso me ha pasado que sueño con libros que estoy leyendo que ni siquiera he empezado a leer.

La compañía del brujo del cuervo fue hasta cierto punto esclarecedora. No sólo porque su lectura resulta amena desde principio a fin, sino que me resultaba imposible no contrastar la ficción del libro con la realidad triste de mi país. La imaginaria República Libre de Aburiria no dista mucho de la República Bananera de Venezuela. Las similitudes eran un reflejo de las atrocidades que se viven en gobiernos militares y totalitarios, donde la ignorancia se conjuga con el miedo y somete a los habitantes a vivir como poseídos, embrutecidos por la necesidad, la pobreza, la violencia del Estado, la tiranía del pensamiento que de forma injusta suprime a todo aquel que piense distinto.

Thiong’o escribe sobre un país regido bajo de figura asfixiante del Soberano, considerado  por antonomasia como la medida de todas las cosas. Dictador inamovible, que ejerce el poder a capricho y sobre las riendas de todo un pueblo. Tuve ciertos sentimientos encontrados con el libro de Thiong’o. En reseñas que busqué sobre el libro mencionan varias veces que se trata de una obra donde predomina el realismo mágico africano, pero más allá de los elementos fantasiosos que van hilando la obra, junto a una serie de personajes con voces que desde sus perspectivas van construyendo una trama, se trata de una obra que, como el autor lo menciona en voz de su personaje principal, abarca el tema pos-colonial.

El brujo del cuervo expone de forma lúcida y satírica las consecuencias de todo el proceso de colonización en África. A pesar de haber sido un proceso muy distinto a la colonización en América, se pueden encontrar que lo que tienen en común son los hechos históricos que envuelven la destrucción de la memoria: la domesticación del ser. Para dominar al otro lo primero que hay que quitarle es la lengua, la palabra, hacerlo olvidar por completo de dónde viene para manipularlo.

Thiong’o expone a la República de Aburiria como un país enfermo. La estructura del libro se compone de seis partes donde se expone cada síntoma de aquel lugar controlado por fuerzas demoníacas que alteran la aparente normalidad del país. Uno de los que más me desconcertó fue el segundo libro: Demonios de las colas. Por razones extrañas la gente empieza a hacer colas infinitas por toda Aburiria. No era difícil para mi imaginarme la cruda realidad en la que estamos actualmente, el cómo la desidia a modo de embrujo se había apoderado del control de todo.

Durante un tiempo fue como si todo el mundo en Eldares estuviera poseído. Si una persona se paraba a mirar un escaparate, se encontraba de pronto con que se había formado una cola detrás de él. La gente ni siquiera se molestaba en preguntar para qué era la fila; simplemente suponían que tenía que haber una razón para hacerla, y querían su parte de lo que fuera que se distribuyera…De vez en cuando una persona daba origen a una cola sin tener conciencia de haberlo hecho, se marchaba a su casa y al día siguiente se incorporaba a la misma cola, siempre sin saber que él había sido su inocente causa. Sencillamente, las filas tenían vida propia. (Thiong’o; p. 173)

Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Cada sociedad cuenta con sus reyezuelos y seguidores parasitarios, respaldados por la indiferencia del mundo y la carga del hombre blanco, que el autor desarrolla con la enfermedad de la blanquitis que padecen algunos personajes: la dificultad de las palabras, el rechazo hacía uno mismo, la ignorancia que suprime todo movimiento hacia adelante. Es una lectura recomendaba. Me agrada que esta novela haya sido mi introducción a la literatura africana donde, así como muchos otros textos escritos desde la periferia, ponen en tela de juicio la corrupción de las sociedades occidentales. La mirada del otro.

El brujo del cuervo me acompañó y seguirá estando conmigo en mis viajes por Caracas, una de las tantas Eldares con su realidad insignificante, donde el caos resulta ser la norma reguladora de todos los días, y a veces es tan aterradora que no hay que pensar dos veces en recurrir a los recursos que promete la magia. En la medida que me iba metiendo en las tramas desarrolladas en más de setecientas páginas, me terminó quedando esa inquietud de desde el inicio plantea el autor sobre el malestar de su pueblo. Fue una ironía sentir que Thiong’o con su realidad africana se había acercado de forma pertinente a la mía.

Invito al lector que se le presente la oportunidad a considerar la historia del Brujo del cuervo. Es un libro que vale la pena revisar así como el resto de la obra de este prolífico autor de Kenia: Ngũgĩ wa Thiong’o.

Esperando que mi casi reseña les haya servido de incentivo para sumergirse en el universo que promete la literatura africana… Hakuna Matata.

Era demasiado tarde para cambiar su historia. Tendría que seguir adelante con la mentira, fueran cuales fueran las consecuencias. A partir de ese momento se atendría a lo que mejor sabía hacer: deformar la verdad, en lugar de decir mentiras rotundas. (Ibíd; p. 561)

Alexander JM Urrieta Solano

 

La secta de los treinta

por Jorge Luis Borges

El manuscrito original puede consultarse en la Biblioteca de la Universidad de Leiden; está en latín, pero algún helenismo justifica la conjetura de que fue vertido del griego. Según Leisegang, data del siglo cuarto de la era cristiana. Gibbon lo menciona, al pasar, en una de las notas del capítulo decimoquinto de su Decline and Fall. Reza el autor anónimo:

«… La Secta nunca fue numerosa y ahora son parcos sus prosélitos. Diezmados por el hierro y por el fuego duermen a la vera de los caminos o en las ruinas que ha perdonado la guerra, ya que les está vedado construir viviendas. Suelen andar desnudos. Los hechos registrados por mi pluma son del conocimiento de todos; mi propósito actual es dejar escrito lo que me ha sido dado descubrir sobre su doctrina y sus hábitos. He discutido largamente con sus maestros y no he logrado convertirlos a la Fe del Señor.

 »Lo primero que atrajo mi atención fue la diversidad de sus pareceres en lo que concierne a los muertos. Los más indoctos entienden que los espíritus de quienes han dejado esta vida se encargan de enterrarlos; otros, que no se atienen a la letra, declaran que la amonestación de Jesús: Deja que los muertos entierren a sus muertos, condena la pomposa vanidad de nuestros ritos funerarios.

»El consejo de vender lo que se posee y de darlo a los pobres es acatado rigurosamente por todos; los primeros beneficiados lo dan a otros y éstos a otros. Ésta es explicación suficiente de su indigencia y desnudez, que los avecina asimismo al estado paradisíaco. Repiten con fervor las palabras: Considerad los cuervos, que ni siembran ni siegan, que ni tienen cillero, ni alfolí; y Dios los alimenta. ¿Cuánto de más estima sois vosotros que las aves? El texto proscribe el ahorro: Si así viste Dios a la hierba, que hoy está en el campo, y mañana es echada en el horno, ¿cuánto más vosotros, hombres de poca fe? Vosotros, pues, no procuréis qué hayáis de comer, o qué hayáis de beber; ni estéis en ansiosa perplejidad.

»El dictamen Quien mira una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón es un consejo inequívoco de pureza. Sin embargo, son muchos los sectarios que enseñan que si no hay bajo los cielos un hombre que no haya mirado a una mujer para codiciarla, todos hemos adulterado. Ya que el deseo no es menos culpable que el acto, los justos pueden entregarse sin riesgo al ejercicio de la más desaforada lujuria.

»La Secta elude las iglesias; sus doctores predican al aire libre, desde un cerro o un muro o a veces desde un bote en la orilla.

»El nombre de la Secta ha suscitado tenaces conjeturas. Alguna quiere que nos dé la cifra a que están reducidos los fieles, lo cual es irrisorio pero profético, porque la Secta, dada su perversa doctrina, está predestinada a la muerte. Otra lo deriva de la altura del arca, que era de treinta codos; otra, que falsea la astronomía, del número de noches, que son la suma de cada mes lunar; otra, del bautismo del Salvador; otra, de los años de Adán, cuando surgió del polvo rojo. Todas son igualmente falsas. No menos mentiroso es el catálogo de treinta divinidades o tronos, de los cuales uno es Abraxas, representado con cabeza de gallo, brazos y torso de hombre y remate de enroscada serpiente.

»Sé la Verdad pero no puedo razonar la Verdad. El inapreciable don de comunicarla no me ha sido otorgado. Que otros, más felices que yo, salven a los sectarios por la palabra. Por la palabra o por el fuego. Más vale ser ejecutado que darse muerte. Me limitaré pues a la exposición de la abominable herejía.

»El Verbo se hizo carne para ser hombre entre los hombres, que lo darían a la cruz y serían redimidos por Él. Nació del vientre de una mujer del pueblo elegido no sólo para predicar el Amor, sino para sufrir el martirio.

»Era preciso que las cosas fueran inolvidables. No bastaba la muerte de un ser humano por el hierro o por la cicuta para herir la imaginación de los hombres hasta el fin de los días. El Señor dispuso los hechos de manera patética. Tal es la explicación de la última cena, de las palabras de Jesús que presagian la entrega, de la repetida señal a uno de los discípulos, de la bendición del pan y del vino, de los juramentos de Pedro, de la solitaria vigilia en Gethsemaní, del sueño de los doce, de la plegaria humana del Hijo, del sudor como sangre, de las espadas, del beso que traiciona, de Pilato que se lava las manos, de la flagelación, del escarnio, de las espinas, de la púrpura y del cetro de caña, del vinagre con hiel, de la Cruz en lo alto de una colina, de la promesa al buen ladrón, de la tierra que tiembla y de las tinieblas.

»La divina misericordia, a la que debo tantas mercedes me ha permitido descubrir la auténtica y secreta razón del nombre de la Secta. En Kerioth, donde verosímilmente nació, perdura un conventículo que se apoda de los Treinta Dineros. Ese nombre fue el primitivo y nos da la clave. En la tragedia de la Cruz —lo escribo con debida reverencia— hubo actores voluntarios e involuntarios, todos imprescindibles, todos fatales. Involuntarios fueron los sacerdotes que entregaron los dineros de plata, involuntaria fue la plebe que eligió a Barrabás, involuntario fue el procurador de Judea, involuntarios fueron los romanos que erigieron la Cruz de Su martirio y clavaron los clavos y echaron suertes. Voluntarios sólo hubo dos: El Redentor y Judas. Éste arrojó las treinta piezas que eran el precio de la salvación de las almas e inmediatamente se ahorcó. A la sazón contaba treinta y tres años, como el Hijo del Hombre. La Secta los venera por igual y absuelve a los otros.

»No hay un solo culpable; no hay uno que no sea un ejecutor, a sabiendas o no, del plan que trazó la Sabiduría. Todos comparten ahora la Gloria.

»Mi mano se resiste a escribir otra abominación. Los iniciados, al cumplir la edad señalada, se hacen escarnecer y crucificar en lo alto de un monte, para seguir el ejemplo de sus maestros. Esta violación criminal del quinto mandamiento debe ser reprimida con el rigor que las leyes humanas y divinas han exigido siempre. Que las maldiciones del Firmamento, que el odio de los ángeles…»

El fin del manuscrito no se ha encontrado.

El libro de Arena (1975)

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