La esquina de barro

Y otra Escritura dice también: Mirarán al que traspasaron

Juan 19:37

Me llamó un número desconocido. Era Cipriano Fuentes, un señor que vendía libros cerca de El Pinar, por una esquina que pasando la calle lleva al zoológico.

La primera vez que lo vi le compré una antología: La mano junto al muro: veinte cuentos latinoamericanos, al precio accesible de un dólar al cambio. Le dejé mis datos para que me avisara sobre nuevos libros, ya que estaba interesado en hacer algunas compras (innecesarias) para la librería.

Como sucede casi siempre con los libreros ambulantes la primera impresión suele ser bastante patética. El señor Cipriano había improvisado su puesto en una mesa de plástico curtida por el sol y cubierta por un mantel con estampados de osos panda y figuras espirales; encima tenía una serie de libros de la Segunda Guerra Mundial, kinestesia y superación personal (como el poder de la mente y el tratado de las ciencias ocultas), también varios productos enlatados de pepinillos y alcaparras, dos caballos de yeso que daban la impresión de una actitud no perecedera ante la vida: parecía que el señor tenía guardados desde quién sabe qué época de recesión y escasez esos productos para nada atractivos, incluyendo los libros. En suma era, a primera vista, una exhibición desesperada.

Le di mi número asumiendo que aquel sujeto que anotaba el contacto en un papel rayado con garabatos indescifrables (marcando el código celular entre las palabras Giralda y Maisanta), no me iba a llamar después. Para mi asombro lo hizo dos veces. En la segunda ocasión atendí y le dije que volvería.

Con la expectativa a medio tanque me fui caminando por la Avenida Páez. Un trayecto que, aunque nada tiene que ver con la anécdota, era en exceso melancólico, particularmente triste por el estado de abandono de las calles. ¿Será porque la costumbre de caminar anima a que nos pongamos a pensar en esas cosas que a fin de cuentas, y para nuestro bien, son irrecuperables? ¿Será porque ese trayecto específico por El Paraíso se enfrasca con facilidad al pasado, a una ruta acostumbrada de infancia querubina, de pesares asociados a uniformes, malas notas y confusiones pubertas? ¿Será porque se trataba de los últimos días del año, y no tenía otra cosa que hacer salvo trabajar y buscar algún pretexto para salir a estirar las piernas, dando un paseo en busca de algo que aplacara mi estado de sitio depresivo? ¿Será porque sólo haciendo este tipo de recorridos hacia la nada, efectivamente, se me hace más sencillo escribir?

Al llegar el señor Cipriano me saludó. Me hizo revisar los libros ordenados en fila sobre la acera mostrando los lomos y tapando las manchas de hongos de los bordes. Hablaba con insistencia y fastidio sobre cada libro. Le tuve que decir que le bajara dos porque había venido a ver. Los títulos eran tiras incompletas de enciclopedias de terciopelo, biografías de Grandes celebridades políticas occidentales, lecciones magistrales de macroeconomía, hagiografías, recetarios de comida española, almanaques mundiales de 1999, los clásicos aburridos y obligatorios de la literatura venezolana, cuentos morales para niños, y los viejos best-sellers de Círculo de Lectores. Al costado de un árbol había una caja llena de libros, me insistió que la revisara al final porque tenía una sorpresa especial para mí. Ya estaba algo decepcionado. Casi todos los libros estaban mojados, como sacados de balde, las páginas estaban infladas por descuidos y accidentes. El colmo era que Cipriano quería minimizar lo caótico diciendo que los libros, a pesar de que estuvieran un «poquito» mojados, todavía se podían leer, pues un verdadero lector no se detiene por el mal estado de las cosas.

Cipriano empezó a hablarme de su vida sin respetar los silencios ni las pausas. Su voz rezumbaba en mi búsqueda de títulos junto al ruido de los carros, el aire mezclado con dióxido de carbono que enloquece a los perros, el tedio ajeno de una funeraria de poco aforo, los olores de friolenta descomposición de la carnicería en la otra esquina. Datos irrelevantes, hiperbolizados por la misma necesidad de tener que contar algo gastado y demasiado elaborado. Para el primer encuentro Cipriano me dijo que era escritor, pero hizo énfasis de que era uno de poco alcance, su momento para ser leído y rescatado había pasado; se justificaba, más que en su falta de talento, en la insensatez de la época, en la ineptitud de las generaciones que no supieron leerlo. El fracaso tenía siempre una explicación. Fue castigado por el olvido de su medio. Incomprendido envejecía en su único sustento: en el recuerdo de lo que fue.

Imagine usted la cantidad de información que me dio para dejarme tan saturado, sin el menor espacio para conocerlo realmente. Ciertos personajes imponen sus propios perfiles, sus propios términos de presentación, no necesitan contar salvo lo que les conviene decir o hacer, para que luego nosotros hagamos lo que medianamente captamos de ellos. A veces resulta inevitable el escurrir de la tristeza en las tramas. Por motivos prácticos hay que limitarse a describir ciertas exageraciones y gestos de las personas, ya que no pueden ser más deprimentes de lo que ya son. No tenía forma de corroborar sus aseveraciones, dichas en un plan de yo solo soy una víctima de este sistema, en este país que no lee, que no piensa, and so on…

Había colaborado en ediciones de los primeros títulos de la Biblioteca Ayacucho, allá por los años setenta.

Me habló de Salarrué.

Cayó en un monólogo sobre El Ángel del Espejo, el Cristo Negro y la leyenda de San Uraco, hay que sacrificarse por el otro, salvarse por el arte, como está establecido en nuestra moribunda constitución. Luego destacó su asombro por los Cuentos de Barro, los Hombres de Barro, América Central y la narrativa salvadoreña, los hemisferios opuestos del universo del escritor, la fuerza de las imágenes inéditas, lo crucial de la brevedad, la totalización de los temas, el rescate de las profundas raíces populares, el uso de la metáfora, el diálogo incesante del bien y el mal…la locura, la sublime locura, esta última, una inmensidad inabordable para el señor Cipriano, su verdadera patria. Hablaba con tal grado de desorden que no era solo difícil llevar el hilo de esas reflexiones, sino que cada invención del Yo hice o Yo era o el Yo tengo, no podían quedarse tranquilas en un postulado coherente.

Cuando se escucha a una persona que ha perdido desde hace tiempo la noción de sí misma es inevitable pensar que está enferma y por eso suele mentir acerca de lo que cree que es, o es que simplemente es mentirosa y por eso mismo se le siente irremediable(mente) enferma. Yo escuchaba al señor con atención, lamentando que me hablara desde un estado senil, como si en verdad no tuviese con quien más hacerlo, porque a raíz de sus propias invenciones se fue quedando solo, como le suele pasar a tanta gente en un mundo que exige, para sobrevivir, sostenerse a partir de diversas proporciones de falsedad: engaños ajustados a equis circunstancia, normalizando la cotidianidad detrás de un juego de máscaras, amputaciones, estrategias comediográficas para evitar acumular más sufrimientos, incluso llevando hasta la cotidianidad, si el drama diario lo amerita, la caricatura que ofrecemos al vacío como mercancía, a modo de cruz a cuestas (sin el apoyo de muletillas ni cirineos), llevamos el agotador ejercicio de fingir ser siempre otro. Insatisfacción enfermiza, provocada por la incapacidad de ser uno mismo sin que nos duela. Al menos la atrofia del señor Cipriano, aunque terminal, era honesta, servía para sostener la mentira total en la que se había convertido, al exponerme graciosa e inconscientemente, de una manera tan detallada, su experiencia con el fracaso.

Trabajaba, supuestamente a distancia, para el periódico británico Daily Mail, en la sección mortuoria. La editorial le pagaba en libras esterlinas. Un sueldo imperial que planteado desde la inmutación de esa esquina en El Paraíso era inverosímil. Él vivía su novela, y el mundo real parecía no ser necesario.

–Escribí un obituario sobre la Reina de Inglaterra.

–¿Cómo es eso señor? Si la Reina todavía sigue viva.

–Ah, pero ese es el detalle, algún día se va a morir. Lo que importa es que yo pueda cobrar mi anticipo. Ya tengo dos colaboraciones con el periódico. Y tengo otras cincuenta en una columna de un periódico subterráneo de San Felipe, donde publiqué gran parte de mis microficciones.

–¿Y en dónde puedo leer esas microficciones?

–Ese periódico solo se puede conseguir en San Felipe, déjame ver si tengo alguno dentro de mis manuscritos que llevo conmigo, digo, de los que me quedan, porque después del incendio de mi vida, quiero decir, luego que se quemó una parte de la casa donde tantos años dormí, perdí otra, pero no tan considerable, gran parte de mi vida, de mi obra. El desgraciado de mi editor me robó la otra parte, la publicada en la columna subterránea.

Se metía las manos en los bolsillos buscando algo que jamás iba a encontrar. Aquí lo que tengo en una libreta con escritos inéditos, decía, y me la mostró a medias. La abrió por encima pero sólo podían verse números telefónicos y cuentas bancarias. Mira, dijo, y en una página estaban las oraciones.

–Son puros principios que algún día espero terminar–dijo. –Son mis recuerdos. Estoy buscando un editor para que me ayude a montar mi libro de memorias. Pero primero debo reunir dinero para comprar un celular con la venta de libros. Por favor, revisa lo que hay en la caja sorpresa, tengo guardadas algunas cosas para lectores especiales. Ahí luego podemos cuadrar un precio.

Fui hacia la caja. En ella no había tantos libros, unos contados ejemplares. Estaba la biografía de Hitler y Eisenhower, de la misma colección de celebridades occidentales. Un diccionario trilingüe de inglés-español-griego en un formato de consulta muy incómodo. Un manual de dudas internas de la RAE. Nada relevante, salvo un ejemplar tapa dura de David Friedrich Strauss: Das Leben Jesu, kritisch bearbeitet, traducida como La nueva vida de Jesús. A pesar de que tenía un alto interés por los libros, y en especial por la vida de Cristo, algo me detuvo mientras hojeaba ese ejemplar.

Un intenso y creciente olor a orine me nubló la vista.

–De noche unos niños se acomodan cerca de la santamaría. Por las mañanas encuentro esta esquina vuelta un desastre. Pero uno se acostumbra a todo porque no le queda otra que adaptarse a lo que da la ciudad.

Las páginas húmedas de estos ejemplares especiales me hicieron caer en cuenta de lo que estaba pasando. Me hice la imagen de una banda de monstruos olvidados que durante la noche se meaban sobre los libros de los hombres más destacados de la historia universal. A pesar de esta conclusión repulsiva, algo me hacía quedarme y seguir revisando con mayor atención el Das Leben Jesu, como hipnotizado por sus páginas, sintiendo que aquel olor de azufre confundía mis aseveraciones, y la normalidad se había quedado retenida en los huecos de la nariz. Me empecé a sentir mal, y las invenciones cobraron por un instante sentido, y como los poseídos de los evangelios empecé a hablar en lenguas con Cipriano el Mago.

–La obra de Strauss le sirvió a Nietzsche para tomar postura ante el cristianismo y el mismo Dios. Es claro que los evangelios, como testamento literario, intervino de una manera decisiva con aportes sobrenaturales al gran relato que llamamos historia, una que concibe el pequeño paréntesis de lo que llamamos la humanidad, usando siempre los términos más adecuados, los minúsculos.

–Strauss afirma que el problema de los evangelios no radica en su valor histórico, sino en la idea que quieren expre­sar. Y luego como otros, los lectores del porvenir, quisieron interpretar esa idea. Strauss concluye que los evangelios son de carácter mítico, puesto que no hay forma racional de explicar las hazañas realizadas por Jesús. Deben leerse entonces como relatos teológicos basados en una prefiguración del antiguo de testamento, no como un hecho histórico que «en realidad» sucedió.

–El viejo Testamento es una serie de incidentes que anticipan o «prefiguraron» la vida de Jesús en el nuevo Testamento. Hay ejemplos memorables: el intento de Abraham de sacrificar a su hijo Isaac prefigura la voluntad de Dios al dejar que su hijo muera en la cruz.

–Aunque no hay una relación causal los hechos de la vida de Jesús fueron dispuestos de tal manera que justifican las predicciones del viejo testamento. Hay incontables pasajes del nuevo testamento donde tanto Jesús como el resto de los personajes actuaron para que pudieran cumplirse las profecías antiguas: porque esto sucedió para que se cumpliesen las escrituras.

–Esa prefiguración o «pensamiento figural» nació en los primeros tiempos cristianos como justificación a un contexto, a una situación que acarreaba necesidades históricas específicas. El milenio, sabes, su inminencia a la destrucción de los tiempos se hizo sentir en la angustia de los primeros creyentes; tampoco hubo necesidad de buscar una autoridad fuera de las enseñanzas de Jesús, pues él mismo era verbo, (ver)dad y ley. Al ver que la segunda venida no se concretaba, se postergaba inclemente y apocalíptica, la nueva religión tenía que competir durante siglos con todos los cultos paganos ya bien extendidos y populares en el mundo, por lo que los cristianos se vieron en la urgencia de legitimar las nuevas enseñanzas asentándolas a una genealogía. El pasado hebreo de Jesús hizo asequible (y rentable) el redescubrimiento del viejo Testamento.

–Esa vinculación narrativa para el movimiento cristiano creó dos efectos inmediatos. Dos fundamentalmente: el primero fue que le dio al nuevo culto una historia venerable, de proporciones míticas, convirtiendo el viejo Testamento en una obra importante para comunidades no judías, lo hizo un libro de leyes y acontecimientos para pueblos específicos que anticipaba la llegada de Jesús; el segundo efecto, claro, fue cómo se legitimó la figura de Jesús al relacionarse con las profecías del viejo testamento.

–No es ambiguo ante esta situación formularnos algunas preguntas esenciales acerca de nuestra civilización: ¿Qué Dios es este que primero fue hebraico y después cristiano, un Dios que exige la sangre a través de la muerte, para que sea reestablecido el equilibrio de un mundo que solo de sus leyes se nutre? Al construir una figura histórica del hijo también se reformula la divinidad del padre.

–¿Es acaso una ironía que El Paraíso en el que vivimos sea lo más parecido al Infierno y después de que esto se acabe no sucederá más nada? No quiero dar tampoco una respuesta a esa pregunta, ni quiero que tú tampoco me la des, es algo para pensarlo, a fin de cuentas, es parte de una disertación literaria. Nada de esto es real. Fuera de esta fantasía podemos coincidir que cada generación produce diversas vidas de Jesús adaptadas a las circunstancias de un tiempo.

–El Jesús histórico es igual de desolador que el Jesús religioso. Al final estamos solos y el calvario personal lo tiene que llevar cada uno en su pecho, como una colmena de avispas negras. Tú me entiendes, es una forma muy cristiana de verlo, es decir, no tiene ninguna importancia…

–Gracias a los primeros sabios cristianos como San Agustín y Tertuliano las interpretaciones figurales fueron llevadas hasta la justificación histórica. Se establecieron así los pilares de la cultura occidental. Cada pasaje del viejo Testamento se interpretó de tal forma que prefiguraba los acontecimientos del viejo testamento, interpretaciones que influenciaron de una manera profunda en la literatura de la Edad Media y el pensamiento escolástico en general. Un caso evidente es la Divina Comedia de Dante, la estructura y los incidentes de la obra están determinados por formas figurales.

–Dante nos legó una arquitectura del cielo y el infierno, condensando en una obra las interpretaciones de una época. Más que presentar personajes sobrenaturales quiso, en mayor medida, representar a los hombres del teatro del mundo, y su participación dentro de la gran comedia humana…

En la mesa estampada, entre los libros mojados estaba un ejemplar intacto de Pabellón de Cáncer de Aleksandr Solzhenitsyn, junto a unas cajitas apiladas de láminas para pasticho. Fue lo único que terminé comprando.

–¿Quieres el libro? Llévatelo. Te lo puedo dejar a un buen precio. Sabía que era algo que podía ser de tu interés, por eso todos estos libros los aparté en esta caja especial.

–Yo pensé que los tenía apartados porque estaban meados…

–¿Cómo así?

–Olvídelo, estoy un poco mareado. Voy a se seguir viendo mejor qué hay en la mesa. Creo que solo me llevaré el Pabellón de Cáncer.

–Vea lo que quiera. Mira esta rareza que tengo –me pasó un libro que tenía desde que había llegado bajo la custodia de su axila izquierda. Una Biblia Reina Valera editada en 1949, estaba comida por las termitas y el lomo se desprendía como las hojas de plátano cuando están muy quemadas.

Está en la mismísima piedra, pensaba.

–Conseguí un comprador potencial para este libro. El día de mañana voy a llevar esta biblia a casa de un pastor de una iglesia ortodoxa. Se lo voy a ofrecer y no voy a aceptar menos de veinte mil dólares.

–¿Veinte mil dólares? Señor Cipriano, ese libro no cuesta eso…

–Exacto. Eso lo sabemos tú y yo, ¿no entiendes que el precio que le damos a las cosas es subjetivo? El valor lo otorga la necesidad. Luego uno lo que tiene que hacer es negociar.

Aunque el punto del señor Cipriano era válido, este no dejaba de ser un loco. Su convicción era crónica. Me dije que no volvería más nunca a la esquina de barro. Me fui en dirección opuesta, sintiendo como el olor a azufre se iba disipando en la distancia.

Strauss contribuyó a una nueva forma de conciencia del pensamiento figural en la vida mítica de Jesús. En los pasajes donde este, en efecto, cumple con las profecías del viejo Testamento se establecen los paralelismos figurales. Strauss intentó despojar de los textos toda adición irracional, suponiendo que estas fueron producto de la imaginación literaria de los evangelistas, para llegar a la versión de un Jesús histórico verificable, sometido al cálculo de las interpretaciones exhaustivas de los lectores del siglo XIX, y que buscaban a través de la razón adaptar la vida de Jesús a la ficción literaria de cada escritor.

Ahora que lo recuerdo y escribo esto, deberíamos hablar de una interpretación posfigurativa y no prefigurativa en el Das Leben Jesu de Strauss.

La prefiguración consiste en sostener la creencia que el relato del viejo Testamento anticipa los acontecimientos que van a suceder años después; por otro lado, la posfiguración consistiría en sostener la consciente construcción de crear una ficción para conformarse con las predicciones ya establecidas en los relatos que anteceden al nuevo Testamento. Strauss terminó haciendo una transfiguración ficcional del Jesús histórico. En las construcciones literarias la transfiguración ficcional es una rama específica que ubica novelas que por sus cualidades pueden ser vistas como posfigurativas. El siglo veinte abunda en grandes novelas posfigurativas. Tenemos el fenómeno del Ulises de James Joyce, obra total que nos habla de un Odiseo moderno que transita por las calles de Dublín de 1904 por un día. La obra reactualiza la epopeya homérica. Esta misma relación puede dar una explicación literaria al vínculo de ambos testamentos bíblicos, tomando como eje la vida de Jesús, que como esquema de acción puede divorciarse del significado que haya tenido inicialmente para ubicarlo en la trama ficcional que mejor convenga. Y las nuevas formas de Jesús se pueden presentar en las parodias más inflamarias. El héroe (pos)moderno, quizá en parte prefigurado por la vida de Jesús, puede ser un hombre bueno, un canalla con TDAH, profesor de la narrativa guatemalteca, un farsante, un niño con uraco atrofiado, un pabellón criollo, una nación entera imaginada, un pabellón de cáncer.

La figura de Jesús no refleja el absoluto de Éste, apenas un contraste. Sin embargo, el escritor es libre de hacer lo que le plazca con la figura de Jesús, pero las creencias del escritor determinarán el significado dentro de la lógica de la trama, así como en el simbolismo de los resultados planteados, como si se trataran de acontecimientos deformados de los Evangelios, de la vida misma, intentando expresar más que diagnósticos de una misma enfermedad, una visión íntima de lo que por medio de un ejercicio creativo deja de ser sagrado para entretenernos.

Al final tener en mis manos Pabellón de Cáncer me dio una pequeña satisfacción. De la mano de Cipriano el Mago adquirí el testimonio visceral de una enfermedad común de las zonas periféricas. Caminaba sobre una tierra embarrada por el emperador de todos los males, en un país que empala a sus profetas en refinerías en ruinas y astas monumentales sin banderas, no hay memoria, tampoco pertenencia ni explicaciones, solo mitos que hacen sombra a los mediocres, tan aplaudidos y respetados aquí. Con esa conformidad se puede llegar a vivir lo suficiente. Mientras el tumor se agrande y no duela, el olvido será la cura y el cáncer. Resulta desagradable sentir que no es posible desprenderse de los presagios de aquellos lugares donde se ha tenido que vivir ciertas calamidades.

…el destierro no sólo tenía un carácter deprimente que todo el mundo conoce aunque sólo sea por la literatura (no resides en los lugares que amas, no te rodean las personas que serían de tu agrado), sino que también tenía una cualidad liberadora poco conocida: el exilio te libera de incertidumbres y responsabilidades…

Regresando por la avenida iba leyendo páginas salteadas del libro ruso, ignorando lo confuso de aquel episodio con el autor de microficciones mortuorias en El Paraíso. Un episodio extrasensorial posible en los límites de País Hotel.

Las puntas de mis dedos aún tenían impregnados el orine de infancias muertas, de mártires desconocidos.

Alexander JM Urrieta Solano

Caracas, 14 de enero de 2021

Tanizaki en Las Vegas

Últimamente he tenido inclinaciones por las reflexiones que pueden hacerse sobre el espacio. La lectura de dos ensayos me adentró en una discusión sobre la forma en que podemos percibir los lugares que habitamos, o que llegamos incluso a contemplar con fascinación en la velocidad que nos sugieren las imágenes, que percibimos con cierta irritación todos los días en nuestras pantallas solitarias, en rutinas que a veces no tienen mucho sentido como para prestarles atención.

Nuestras prácticas cotidianas están ritualizadas y esconden, en mayor o menor grado, ciertas actitudes neuróticas. Raras veces hacemos uso de la conciencia para nuestros movimientos generados por defecto en los lugares que habitamos: como cepillarnos los dientes, ponernos las medias, amarrarnos las trenzas y ponernos desodorante; son cosas que hacemos sin mucha contemplación ni demora. Tampoco nos detenemos en las acciones que acontecen en la rapidez de nuestros quehaceres: preparar el desayuno, ordenar la vianda, enlistar las prioridades. Ya fuera de casa es donde ocurre todo. A mitad del trance de tu viaje recuerdas haber olvidado algo. Ese algo provoca una falla en el sistema cognitivo. Son contadas las veces que has olvidado salir de tu casa sin ponerte desodorante. Se trata de un salto misterioso en el algoritmo de nuestros cuidados primitivos, una conspiración contra nosotros mismos. Da rabia. Pasa. Se asume la falla y se sigue adelante.

A veces solemos dirigirnos a un sitio cualquiera, pero lo hemos hecho tantas veces que importa poco si leemos los avisos o las señales del tren, si asimilamos las expresiones de la gente enturbiada que como tú acelera el paso porque va por igual tarde al trabajo. Tampoco nos preocupa detallar los rostros sombríos de la gente que apretada en los vagones participa de mala gana en un festival de máscaras. Las sugerencias de los espacios que creemos conocer por costumbre tampoco parecen decirnos algo, ni las inconsistencias del camino, de ese tránsito por tantos lugares cambiantes que mayormente no sabemos mirar. La escena parece la misma de todos los días. Y crees sabértela de memoria.

Con el hábito de la lectura sucede algo distinto que cambia toda la formulación de nuestro andar y de mirar los espacios. Ella te permite estar más consciente de los detalles de la rutina. Ciertas lecturas esconden un misterio que no sabemos explicar. Leer sin duda es pensar, ejercita el músculo de la lengua, el más fuerte del cuerpo. No es tampoco eso que leemos para pensar, sino que a veces leemos y encontramos algo que en algún momento llegamos a pensar, tal vez por mucho o quizá un instante de tiempo, pero lo hicimos y eso es lo que inquieta y emociona. El asombro está en ese hallazgo, en haber visto escrito eso que llegamos a pensar alguna vez, quizá de otra manera, pero lo vemos luego todo más claro, más sencillo y contundente; sin duda, algo que de no haber descubierto en esa lectura seguiríamos creyendo que es algo imposible retratar de tal forma. Son situaciones azarosas, accidentales, que dotan de un sentido especial al día entero. Luz. Cumplida la jornada regresamos turbios y contentos a casa, a nuestro rincón de universo. Hacemos cuenta en el cuaderno de nuestro nuevo descubrimiento. Mañana entonces, repetiremos los mismos procedimientos. Y así.

Me sucedió primero con la lectura de El elogio de la sombra, un lúcido ensayo del escritor Junichiro Tanizaki publicado en 1933, donde de manera magistral elabora unas reflexiones sobre las virtudes que definen la cultura japonesa en relación a un rasgo elemental: la oscuridad, la sombra. Vista desde los grandes relatos occidentales, la sombra es un concepto relacionado casi siempre a connotaciones negativas, antagónica a la luz, a lo que resulte luminoso; la luz es una alegoría de clarividencia, divinidad, ideas y ocurrencias.

Sin embargo, Tanizaki destaca las sombras no solo como un rasgo que brinda estéticas superiores a los espacios y las formas de conducir la vida, sino que exalta las particularidades de la idiosincrasia japonesa en función de ella; presenta lo japonés como una cultura que se vale de la oscuridad para destacar sus tradiciones y preservarlas dentro de sus prácticas cotidianas. Desde la arquitectura, para  la construcción de una casa hasta el empleo del papel y la tinta para escribir; del teatro, donde la falta de luz destaca la belleza de los personajes en la puesta en escena de una obra Bunraku (teatro de títeres),  hasta en la gastronomía, en la elaboración de diferentes platos usando instrumentos elaborados con materiales y técnicas propias de Japón.

En general, sin importar de dónde provengan, los cocineros se preocupan por los colores de la comida, combinándolos con los platos y las paredes del comedor, pero en el caso particular de la comida japonesa las vajillas blancas nos quitan el apetito. Tomando como ejemplo la sopa de miso con que desayunamos todos los días, su color nos confirma el hecho de que los platos típicos de nuestra comida han evolucionado para ajustarse al ambiente de penumbra de los hogares antiguos (Tanizaki, 2016, p. 33).

El autor hace una crítica contundente a la obsesión que los occidentales tienen por el exceso de luz. Ese afán está presente en los detalles cotidianos, nuestra obsesión por el deslumbramiento de las cosas, reflejado en la blancura de nuestras pocetas, por ejemplo, que para el autor resultan ser de mal gusto, porque en el uso diario se evidencian paulatinamente manchas sobre lo blanco, exaltando el deterioro y lo repugnante. Para Tanizaki el baño es un lugar de intimidad donde hacemos las más elaboradas reflexiones, por lo que su diseño tiene que ser meticuloso y casi sagrado.

No hay lugar más placentero para pensar que un baño japonés, donde todo está hecho con madera y en la medida que se usa se ennegrece, haciendo del lugar algo más apacible para realizar nuestras necesidades esenciales. Para Tanizaki en esa quietud tenebrosa contenida en la penumbra está el sentido misterioso y estético de los espacios. La oscuridad meditada resalta y embellece las cosas.

El malestar de Tanizaki está en el derroche de las energías lumínicas en detrimento del descuido de las tradiciones, su negativa al proceso de modernización radical; la  transformación obscena de su país con la llegada de las compañías eléctricas y las propuestas imperantes pautadas por los préstamos occidentales.

Me pregunto ahora por qué los orientales insistimos en la búsqueda de la belleza entre las sombras. Según mi modesto conocimiento del mundo, los occidentales no saben apreciar la sombra a pesar de que han atravesado, ciertamente, largos periodos sin electricidad, gas o petróleo. Desde la remota antigüedad los fantasmas japoneses carecen de piernas, mientras que los occidentales aparecen con sus cuerpos transparentes haciendo visibles sus extremidades. Este detalle tan trivial revela la tendencia fantasiosa de los japoneses hacia las sombrías tinieblas, en contraste con el gusto de los occidentales por la deslumbrante claridad. En cuanto a los utensilios cotidianos, los japoneses preferimos los colores asociados con los diversos grados de oscuridad, al tiempo que los occidentales se inclinan hacia la luminosidad solar. La herrumbre que apreciamos en los objetos metálicos, ya sea de bronce o de plata, les resulta repugnante por sucia y antihigiénica a los occidentales, que los pulen al máximo. Ellos blanquean las paredes y el cielo raso con el propósito de eliminar las manchas oscuras de los rincones. Siembran césped en los jardines, mientras nosotros sembramos árboles frondosos. ¿De dónde proviene esta diferencia de gustos? (Tanizaki, 2016, p. 61).

Más que preguntarnos como lectores en dónde están las diferencias, es mejor preguntarnos qué tanta importancia le damos a las sombras en nuestras vidas, y cómo ellas sugieren nuevas perspectivas de sensibilidad.

La segunda lectura fue el ensayo de Zerópolis, del filósofo francés Bruce Bégout, que habla sobre la ciudad de Las Vegas. Ciudad mensaje, de régimen ludocrático y economía del despilfarro. Destinada única y exclusivamente al consumo y la diversión, por medio de la irritación por imágenes y luces de neón. Pozo de energía, devoradora y risueña, la ciudad del juego se ha situado bajo el doble símbolo de la electricidad y del átomo, de la onda y del choque. Ella habita cómoda en nuestras mentes, se expresa en nuestros gestos y aspiraciones ordinarias. Todas las ciudades anhelan ser como Las Vegas: deslumbrantes.

La ciudad está ubicada en el desierto de Nevada. Lugar que durante un tiempo estuvo destinado a constantes ensayos atómicos que le dieron el título honorífico de Nuclear state.

En los años cincuenta, los casinos aprovecharon la proximidad geográfica de los ensayos nucleares para convertirlos en emblema de la ciudad: veladas atómicas, cortes de pelo atómicos (atomic hairdo), cócteles atómicos. Ignorando los riesgos de la radiación nuclear (el gobierno federal no los reveló oficialmente más que a comienzos de los años sesenta), algunos hoteleros llegaron incluso a organizar picnics en el norte de la ciudad para asistir en directo al espectáculo de las terribles explosiones en forma de seta. Por su parte, en 1953, el Atomic View Motel garantizaba en sus folletos una vista impecable, desde cualquiera de sus habitaciones, sobre el fenómeno (Bégout, 2007, p.19).

Es un hecho curioso que la bomba atómica simbolice la destrucción del último mito válido de la modernidad: el Sol. Elías Canetti escribió en 1945 que tras los eventos de Hiroshima y Nagasaki la luz solar es destronada por el poder nuclear. El hongo atómico se ha vuelto la medida de todas las cosas. Lo pequeño ha triunfado sobre la inmensidad indescriptible: una paradoja de poder (Horrocks, 2004). Y es más curioso que durante un tiempo miles de espectadores se reunieran en terrazas de hotel, en medio de un desierto, para contemplar con cierto deleite radiactivo la fiesta de la insignificancia humana. Nuestra capacidad destructiva, engendrada en la religiosidad del progreso, la ciencia y la razón.

Las Vegas por su exceso de luces puede verse desde los satélites que orbitan el espacio. Es la ciudad del desierto y de la nada. Simulacro urbano que atrae con sus edificios resplandecientes, y presagia el porvenir de todas las ciudades contemporáneas. El visitante se encuentra sumergido en un constante bombardeo de imágenes y distracciones que le impiden tener una noción clara de dónde está.

Es preciso abstenerse de cualquier ironía de la distancia. Es ahí donde reside el poder primordial de la alucinación espectacular de Las Vegas: en convencernos de que es mejor no dejar de creer […] Las Vegas se mofa de todo. Convierte toda realidad en escarnio. Sin preocuparse por la historia, tritura cualquier evento humano en un quimo electroquímico y paródico que no deja absolutamente nada intacto (Bégout, 2007, p.15).

El Strip de las Vegas, emblema de la ciudad en la que se concentra la descripción de Bégout, comprende una zona de casi siete kilómetros repleta de colosales y lujosos hoteles casino y luces neón. Estos complejos comprenden cadenas de restaurantes, espacios para toda clase de eventos musicales, pirotecnia y coreografías que se repiten diariamente hasta el cansancio, donde lo cotidiano gira en función de una actividad ancestral: el juego.

Uno se imagina qué impresión tendría el escritor japonés, tan arraigado a la belleza espectral de antaño, si visitara la ciudad de Las Vegas. ¿Reforzaría sus creencias concluyendo que Occidente desconoce la virtud que puede encontrarse en la contemplación de las tinieblas? Creo que estaría profundamente asqueado ante tanta exageración luminosa.

Contrastar los excesos con lo precario nos hace pensar en qué tipo de equilibrio podemos encontrar en los espacios que habitamos, hablando en términos de claridad.

Me quise hacer la imagen de Tanizaki caminando atónito por el Strip de Las Vegas, agitado por la multitud que no mira por dónde camina, hipnotizada por los anuncios de neón que indican a los viajeros cómo tienen que moverse. Me quise hacer la imagen de Tanizaki entrando al Caesar’s Palace, recorriendo los pasillos llenos de huéspedes moviéndose como autómatas frente a las máquinas tragamonedas, en medio de un espectáculo electrónico repetitivo donde se pierde la noción del tiempo. Me quise imaginar a Tanizaki dirigiéndose al personal del bar del hotel buscando sake, viendo que el exceso de luz y aire acondicionado han dotado de cualidades criogénicas al personal, que parece estar muerto en vida, cerrando sus ideas con una sonrisa artificial y un have a nice day. Me quise hacer la imagen de Tanizaki contemplando fijamente la Esfinge de Fremont Street, que con su aspecto monstruoso de parodia egipcia, vigila la entrada del downtown. Ella no logra seducirlo pues él sabe que tal inmensidad solo oculta una crueldad sin límites.

Rodeada de pantallas donde desfilan sumas astronómicas, sus enigmas consisten en series de números incomprensibles que suministra con aplicación. ¿Se trata acaso de la suma que pide? ¿O de la que ofrece? Todo el mundo vacila. Al cliente que osa al fin desafiarla, le lanza una mirada cargada de codicia y desgrana sin emoción su rosario numérico. Sin embargo, nadie ha podido todavía pagar su precio (Bégout, 2002, p 136).

Estas formas de mirar nos pueden servir para pensar nuestra ciudad que funciona a media máquina, en una cartografía urbana de dominios confusos y claroscuros.

La ciudad que vivimos ha hecho los mayores esfuerzos por convertirse en un parque temático, que asocia y recrea eventos de lugares que no le pertenecen. La vida mental de las metrópolis, desde el punto Zero, se encamina en la tarea de alcanzar un estado donde la velocidad y el consumo son los ritos que pretenden saciar todas las necesidades materiales y espirituales humanas. Bajo esta forma tan rudimentaria y superficial es difícil mirar la ciudad de otra manera. Es fácil perderse en la luminosidad de las apariencias o el terror de la oscuridad.

El ejercicio más complejo es pensar nuestra ciudad sopesando los extremos entre la oscuridad y la luz. La carencia y el despilfarro sin duda son parte de una ecuación para explicar la incógnita de lo que ha sido y son nuestras tradiciones, y la forma con que la ciudad se nos presenta en sus edificios deformes, callejones sin salida, grietas y comas. Una mezcla siniestra de incomprensión.

Con su avasallante estética las vallas publicitarias, postes titilantes y semáforos miopes, iluminan, si es que pueden, algún trozo de calle o autopista. Los espacios lumínicos fragmentan y restringen nuestros movimientos, entre los lugares posibles para estar y los que por la falta de luz nos advierten de posibles peligros. Nuestra ciudad con sus rutinas particulares no está exenta de los cambios drásticos propiciados por la aceleración de las cosas, ni el reemplazo de nuestra cultura de memoria urbana por una de consumo instantáneo, que no sabe de virtudes ni gradaciones.

De cualquier manera, tal vez un ejercicio de alto grado, sea aprender a mirar y movernos por nuestra ciudad con cierta reflexión y cautela, como Tanizaki en Las Vegas.

Alexander JM Urrieta Solano

Referencias:

Bégout, B. (2007). Zerópolis. Barcelona: Anagrama.

Horrocks, C. (2004). Baudrillard y el milenio. Barcelona: Gedisa.

Tanizaki, J. (2016). El Elogio de la sombra. Caracas: Bid & Co. editor.

 

Zerópolis

Hay que escribir sobre un libro que nos guste. Quiero convertir esta activad en un hábito de mayor seriedad. Siempre al terminar un libro se puede llegar a tener una sensación de alivio, una alegría muy personal, de plenitud porque tal recorrido lo vamos a conservar siempre. Eso depende si el libro resultó ser de nuestro agrado. Creo que he tenido la suerte de haber disfrutado todos los libros que han llegado a mis manos, salvo contadas excepciones, pero eso no es algo que tenga que escribir. Más que una reseña lo que uno puede hacer es hablar de su experiencia con el libro. No pretendo hacer una crítica literaria. Solo compartir mi vivencia personal como lector.

Después de casi tres años de búsqueda pude disfrutar de la lectura de un ensayo de Bruce Bégout: Zerópolis (Anagrama, 2007). Quizá uno de los mejores libros que leí este año. Creo que cumple con un tipo de libro que puede ser recomendado para todos: es corto y se lee muy rápido, pues se trata de un libro que dentro de la sencillez de su prosa expone grandes complejidades desde un enfoque poético, muy al estilo de una referencia literaria cercana: Las Ciudades Invisibles de Italo Calvino. El autor parte de un enfoque fenomenológico, una filosofía de la experiencia para exponer una visión de la ciudad de Las Vegas: «superpotencia del consumismo frenético, emblema del entretenimiento pueril, templo de la tiranía ludócrata…un simulacro urbano inmenso y hueco».

El estudio fenomenológico de la ciudad de las Vegas es un punto de apoyo para reseñar cualquier ciudad contemporánea. Las Vegas se alza como referencia máxima y final de todas nuestras ciudades modernas en su posible último estado, que raya en el paroxismo de las experiencias sensitivas y simbólicas, la exaltación exagerada de una parodia urbana. Las Vegas se presenta como una ciudad en medio de la nada, construida en medio del desierto expresa el sentido megalómano de los hombres por levantar cosas desde la nada. Ozymandias.

La ciudad está ubicada en el desierto de Nevada. Lugar que durante un tiempo estuvo destinado a constantes ensayos atómicos que le dieron el título honorífico de Nuclear state.

En los años cincuenta, los casinos aprovecharon la proximidad geográfica de los ensayos nucleares para convertirlos en emblema de la ciudad: veladas atómicas, cortes de pelo atómicos (atomic hairdo), coctéles atómicos. Ignorando los riesgos de la radiación nuclear (el gobierno federal no los reveló oficialmente más que a comienzos de los años sesenta), algunos hoteleros llegaron incluso a organizar picnics en el norte de la ciudad para asistir en directo al espectáculo de las terribles explosiones en forma de seta. Por su parte, en 1953, el Atomic View Motel garantizaba en sus folletos una vista impecable, desde cualquiera de sus habitaciones, sobre el fenómeno (Pág.15)

Es un hecho curioso que la bomba atómica simbolice la destrucción del último mito válido de la modernidad: el sol. Elías Canetti escribió en 1945 que tras los eventos de Hiroshima y Nagasaki la luz solar es destronada por el poder nuclear. El hongo atómico se ha vuelto la medida de todas las cosas. Lo pequeño ha triunfado sobre la inmensidad indescriptible: una paradoja de poder. Y es más curioso que durante un tiempo miles espectadores se reunieran en terrazas de hotel, en medio de un desierto, para contemplar con cierto deleite radiactivo la fiesta de la insignificancia humana. Nuestra capacidad destructiva, engendrada en la religiosidad del progreso, la ciencia y la razón.

Ciudad de régimen ludocrático. Destinada única y exclusivamente al consumo de diversión, por medio de la irritación por imágenes y luces de neón. «Pozo de energía, devoradora y risueña, la ciudad del juego se ha situado bajo el doble símbolo de la electricidad y del átomo, de la onda y del choque». Ella habita cómoda en nuestras mentes, y se expresa en nuestros gestos y aspiraciones ordinarias. Todas las ciudades aspiran ser como Las Vegas.

No estoy seguro de que si me quedara aquí durante meses, recorriendo la ciudad hasta sus más minúsculos intersticios, participando en todos sus eventos festivos y oficiales y nutriéndome sin moderación de sus baratijas irrealistas, llegaría a aprender algo más de lo que me han revelado mis primeras impresiones. Sofocadas las sensaciones violentas de las primeras horas, la ciudad se agota rápidamente. Además de los casinos y de los hoteles temáticos, pocas cosas hay para ver y menos aún por hacer. Todos los espectáculos se parecen en el fondo: variaciones alrededor de un parque de atracciones. Desde luego, no faltan las solicitaciones de toda clase. En cada recodo de la calle, los ganchos al servicio de los inmensos complejos de diversión que colindan con los casinos que proponen excursiones en barco al alba, fugas en diligencias de la época del Oeste perseguidas por una horda auténtica de apaches pintarrajeados, abigarrados y gritando como debe ser, o el descubrimiento aéreo del Gran Cañón en helicóptero, incluido desayuno con champán al borde de la sima, pero finalmente todo conduce a impresionar sin descanso en todos los sentidos hasta provocar una sensación de absoluta estupefacción (Pág. 59)

Es la irritación del instante. El visitante se encuentra sumergido en un constante bombardeo de imágenes y distracciones  que le impiden tener una noción clara de dónde está caminando. «Es preciso abstenerse de cualquier ironía de la distancia. Es ahí donde reside el poder primordial de la alucinación espectacular de Las Vegas: en convencernos de que es mejor no dejar de creer» (Pág. 81). El Strip de las Vegas, emblema de la ciudad en la que se concentra la descripción de Bégout, comprende una zona de casi siete kilómetros repleta de colosales y lujosos hoteles casino y luces neón. Estos complejos comprenden cadenas de restaurantes, espacios para toda clase de eventos musicales, pirotecnia y coreografías infinitas, donde todo gira en función de una actividad ancestral: el juego.

La experiencia lúdica y social propuesta en Las Vegas, con sus atracciones y sus espectáculos, sus casinos y sus cabarets, apenas cuentan en una vida. Una excitación pasajera de los sentidos, un frenesí de consumo de olvido que desemboca muy pronto en una náusea tenaz. Pero resulta significativo que, a pesar de su capacidad de hastío vertiginoso, la ciudad que nunca duerme logra siempre seducir de nuevo a los humildes y a los incautos, a los derrochadores y a los canallas. Después de todo, parece satisfacerse con ese estatus de ciudad superficial y hueca. Aunque es preciso añadir que ha construido todo un imperio sobre ese vacío. (Pág. 36)

Podemos pensar que la ciudad que vivimos ha hecho los mayores esfuerzos por convertirse en un parque temático. La vida mental de las metrópolis, desde el punto Zero, se encamina en la tarea de alcanzar un estado donde el consumo desmedido es la práctica religiosa que logra saciar todas nuestras necesidades materiales y espirituales. Donde las instituciones y tradiciones particulares o colectivas pueden ser llevadas a niveles de fetichismo y degradación. «Las Vegas se mofa de todo. Convierte toda realidad en escarnio. Sin preocuparse por la historia, tritura cualquier evento humano en un quimo electroquímico y paródico que no deja absolutamente nada intacto» (Pág.15). La cultura del cinismo que vivimos actualmente la podemos explicar en esta ciudad. Ella se extrapola a todas las ciudades que pretenden también superar sus propias distopías. Parte de la vida en la ciudad consiste en la idea de que uno se mueve con cierta libertad, cuando realmente la lógica de la ciudad es que está diseñada para conducirnos de forma totalitaria. El libre albedrío no existe.

La ilusión devora la realidad, el engaño jovial y colectivo se convierte en solidez y materia, pues, no hay duda, las atracciones existen. Ésa es precisamente una de las fuentes de placer de la fantasy en sí misma: pasa por verdadera. La ciudad juega tanto con sus propios espejismos que lo mantiene a distancia con una suerte de ironía trágica…la ilusión vampiriza la realidad o bien la realidad, nacida de la ilusión, desprecia todo artificio que no esté a la altura de su propia irrealidad. Expresado de otro modo, podría decirse que la verdadera quimera contenida en Las Vegas es la propia ciudad en sí misma y no los múltiples artificios que la componen. (Pág. 25)

La particularidad que tiene la Torre Eiffel es que puede verse desde cualquier parte del mundo. Así como París se convierte en un emblema de la modernidad, Las Vegas se convierte en un emblema de la banalidad. Y sin embargo esto no quita que la ciudad con sus propuestas nos resulte fascinante y nos idiotice con todas sus opciones estrafalarias. Parada obligatoria dentro de nuestro itinerario de viajero, de turista de imágenes, que contempla todo desde una sensación de benevolencia inducida por la misma idea artificial que sugiere el espacio.

Visitaremos Las Vegas como visitamos el Louvre o la National Gallery, con el mismo respeto exagerado por el genio de nuestros ancestros. Con la sola diferencia de que Las Vegas será su propio museo a cielo abierto. Nos inclinaremos hacia las vitrinas que reunirán las reliquias centelleantes que la sociedad del espectáculo de finales del segundo milenio dejó tras de sí…Todos los museos del mundo querrán desarrollar su propia colección de tubos de neón y letreros luminosos, poseer su sección con el sello Las Vegas, prolífica en máquinas tragaperras, en surtidores de estuco rosa caramelo, en puertas cocheras gigantes, como otros poseen su sección copta o fenicia…Al atravesar a paso las inmensas salas subterráneas de los casinos, al seguir hasta el final los múltiples espectáculos de luz y sonido, el echar un vistazo por doquier y sin tregua, a veces se tiene la impresión de que, tras la agitación incontrolable de Las Vegas, la momificación museística ha comenzado ya. (Pág. 75)

Todas las ciudades occidentales aspiran superar sus propias ficciones, para enmarcarse en el viaje a la hiperrealidad en donde la imaginación americana quiere ante todo buscar la verdad, y para eso necesita construir lo falso en un sentido absoluto. O como habrá dicho Umberto Eco en su Estrategia de la Ilusión, con relación a los museos: «donde los límites entre el juego y la ilusión se confunden, donde el museo de arte se contamina de la barraca de feria y donde la mentira se goza en una situación de “pleno”, de horror vacui» (Pág. 20). Eco hace una mención en relación en un apartado del libro que habla de la Ciudad de los autómatas. Las Vegas

posee una arquitectura totalmente artificial, que ha sido objeto de estudio por parte de Roberto Venturi, como un hecho urbanístico enteramente nuevo, una ciudad «mensaje», hecha toda de signos, no una ciudad como las demás, que comunican para poder funcionar, sino una ciudad que funciona para comunicar. (Pág. 61)

Las Vegas como gran espacio museístico del entretenimiento nos da la oportunidad de conectarnos con un pasado mágico sin tener que dejar de estar aquí. Es en principio la experiencia que brinda el museo. La repetición de la ciudad nos da la sensación de vivir atrapados en un loop eterno. Es llevar la rutina mecanizada hasta sus últimas consecuencias. No one does it better, cita el epígrafe de uno de los capítulos de Bégout, titulado Urbanidad Psicotrópica:

El terreno de juego de América. Antiguo lugar de la famiglia, Las Vegas se ha convertido en algunos años en el espacio favorito de las familias americanas. Vienen esencialmente al desierto de Nevada para divertirse un buen rato, para recibir, ellas también, algo de «polvo de neón» que produce el brillo de la vida y constituye, al final, hermosos recuerdos. La ciudad misma no es más que un gigantesco y continuo espectáculo. La tarjeta postal ha acabado absorbiendo toda la realidad y la ha expelido poco tiempo después como una papilla de iconos psicodélicos para la clase media: sensaciones extremas pero obtenidas por medios legales, seguros e inofensivos. Un trip en el Strip pero dentro de los límites de lo lícito. La aventura extrema sin peligro, la excitación total sin la angustia y el escalofrío absoluto sin el miedo; he aquí, en definitiva, la última discriminación social que ha producido América. (Pág. 64).

Libro de desencanto. Disección urbana. Zerópolis le ofrece al lector una visión perturbadora de aquella ciudad que por sus luces amontonadas puede verse desde el espacio. Es un libro que siempre su relectura parece decirnos algo distinto. El estado final de nuestras fantasías está en los contrastes oscuros de nuestras ciudades parque, todas buscan parecerse a otras, y en esa búsqueda de identidad los habitantes también encuentran el refugio en la diversión y en los enigmas que aguarda cada lugar. Libro altamente recomendado. Espero que esta reseña sirva como incentivo. Comparto con ustedes este cierre del libro titulado Vegas Vickie:

Con la regularidad de un metrónomo, la mujer de acero y de neones, la cowgirl ceñida en su sostén fosforescente, levanta la pierna eléctrica cada treinta segundos. Con sus ojos envueltos en oropel provoca a los transeúntes, que miran de reojo bajo sus faldas para ver si oculta algunas monedas que les permita recuperarse. Alta como un edificio parisino de cinco pisos, coloso femenino erótico-robótico, lanza guiños a la ciudad entera; puta celeste y mecánica que, al llegar la noche, se engalana con halos multicolores y calienta el propio desierto con sus maneras de chica fácil.

Con constancia, la Esfinge de Fremont Street vigila la entrada del downtown. Pero no debemos engañarnos: su aspecto seductor oculta una crueldad sin límites. Rodeada de pantallas donde desfilan sumas astronómicas, sus enigmas consisten en series de números incomprensibles que suministra con aplicación. ¿Se trata acaso de la suma que pide? ¿O de la que ofrece? Todo el mundo vacila. Al cliente que osa al fin desafiarla, le lanza una mirada cargada de codicia y desgrana sin emoción su rosario numérico. Sin embargo, nadie ha podido todavía pagar su precio. (Pág. 136)

zeropolis

Alexander JM Urrieta Solano

Referencias:

-Bégout, Bruce. Zerópolis. España, Anagrama; 2007

-Eco, Umberto. La estrategia de la ilusión. España, De Bolsillo; 2012.

-Horrocks, Christopher. Baudrillard y el milenio. España, Gedisa; 2004