3120-5699-1184 (Lenguaje universal cifrado)

por Daniel Hernández

A mediados de setiembre último los diarios locales publicaron una noticia curiosa. Tratábase de un lenguaje universal creado por dos profesores italianos, los doctores Allioni y Boella, quienes asignando a cada palabra un número intentaban quebrar en forma sorprendente las barreras idiomáticas que hasta ahora dividen a los hombres.

Agregan los cables, fechados en Turín, que dichos investigadores habían publicado ya códigos de un millar de palabras en distintos idiomas, y preparaban otros con el objeto de lograr la difusión mundial del sistema.

Así nos enteramos en este país del intrigante enfoque de un problema que durante siglos ha preocupado a gramáticos y filólogos.

Lo curioso es que podíamos habernos enterado antes. Porque el verdadero creador del sistema es argentino y vive en La Plata.

Allí acudimos a verlo. El profesor Salvador De Luca es un hombre de aire modesto y hablar pausado, catedrático de cosmografía y matemáticas, y autor de numerosos trabajos de su especialidad.

—Llegan con más de tres años de retraso –dice refiriéndose jovialmente a los lingüistas italianos (y quizá también a nosotros). Luego nos aclara:

—Las bases del sistema las expuse a comienzos de 1953 en un folleto que se titulaba, precisamente, «Sobre un Lenguaje Universal Cifrado».

—¿Atribuye usted a simple coincidencia –preguntamos– el hecho de que los profesores italianos anuncien como propio el descubrimiento?

—¿Qué otra cosa podría ser? Es probable que el principio que me sirva de base, que «las ideas son comunes a todos los pueblos de la tierra», se haya vuelto contra mí. Sin embargo, creo que la prioridad que me corresponde está suficientemente documentada, no sólo por los folletos que publiqué en 1953 y los comentarios periodísticos locales que aparecieron ese año, sino también por la numerosa correspondencia que he recibido de universidades extranjeras a las que remití mis trabajos. Y finalmente, porque la iniciativa está registrada a mi nombre en la UNESCO con fecha julio de 1953 y espero que sea tratada en alguna de las próximas reuniones de ese organismo.

—¿En qué consiste su método? –inquirimos.

—Es muy simple. Desde la torre de Babel y la confusión de las lenguas, que nos refiere la Biblia, los hombres vienen buscando un medio de expresión que sea común a todos. Los esfuerzos realizados en ese campo son numerosos. El más conocido es el esperanto, creado por el ruso Zamenhof. Pero hubo otros anteriores, como el volapuk. La verdad es que todos ellos han fracasado.

—¿A qué atribuye tal fracaso?

—A que son creaciones artificiales. Y si bien están basadas en un impulso natural, el deseo de comunicación, contrarían otro impulso natural que ha demostrado ser más fuerte: la adhesión a la lengua materna, consustanciada con la adhesión al suelo nativo.

—Pero –objetamos–, ¿no es acaso imposible establecer una lengua universal sin que todos renunciemos precisamente a nuestros idiomas particulares?

—No. Ese idioma universal puede establecerse sin que nadie renuncie al propio ni aprenda otro nuevo.— No ocultamos nuestra sorpresa.

—Es muy simple –repite sonriendo–. Lo que pasa es que ese idioma universal ya existe, sólo que nosotros le damos una aplicación limitada. Es el antiquísimo lenguaje del número. Más precisamente el número natural, escrito en símbolos arábigos.

«Sostengo y éste es uno de los fundamentos de mi trabajo, que para obtener un lenguaje de carácter universal hay que prescindir en absoluto del sonido, o de la palabra hablada. En otros términos, dicho lenguaje sólo puede ser escrito. Pero no es necesario inventar los símbolos de tal escritura, puesto que ya disponemos del número arábigo, familiar a todos los pueblos del planeta.

«Si por ejemplo escribimos el número 7, cualquier habitante del mundo, a menos que sea analfabeto, entenderá lo que quiere decir. Pero no sucede lo mismo con la palabra escrita en su forma literal, puesto que si escribimos manzana, vgr., no nos entenderá un francés que ignore el castellano; para él esa fruta se llama pomme, para un inglés se llama apple, etcétera.

«Ahora bien, es posible reemplazar cada palabra escrita en forma literal por un número que equivalga a ella en cualquier idioma.

«Dicho de otro modo, las ideas o conceptos son comunes a todos los pueblos de la Tierra. Lo que difiere son las palabras que los expresan. Numerar las ideas o conceptos es crear un lenguaje universal.

—¿Cómo se logra eso?

—Basta asignar un mismo número a las palabras de distintos idiomas que designen una misma cosa. Por ejemplo, atribuir el número 133 a las palabras manzana, pomme, apple, etc., que en castellano, francés, inglés, etc., nombran la fruta que todos conocemos.

El número 133 sería así el equivalente de «manzana» en cualquier idioma conocido.

—¿Sería necesario, entonces, crear una tabla de equivalencias?

—Naturalmente.

Nos muestra el primer ensayo de tablas publicadas por él en marzo de 1953. Abarcaban el castellano, inglés, francés e italiano y constaban de doscientas nueve palabras. Posteriormente el profesor De Luca elaboró tablas más completas en los idiomas antedichos. Constan de seis mil vocablos.

Para poner en práctica el sistema es conveniente elegir un idioma «director». En la tabla correspondiente a él, o tabla «directriz», las palabras se hallan ordenadas alfabéticamente y sus equivalentes numéricos siguen el orden progresivo normal, en este caso de 1 a 6.000. Suponiendo que el idioma director sea el castellano, extractamos algunas equivalencias para que sirvan de ejemplo.

a (letra) …………1
a (preposición).2
abajo…………….3
…………………….
amo………………375
amoníaco ……..376
amor ……………377
…………………….
fanatismo………2597
fantasía …………2598
…………………….
pampa. ………….4298
pan……………….4290
…………………….
y (conjunción) .5936

Si escribimos, pues:
4290 -377 – 5936 -2598

y consultamos la tabla castellana, obtenemos: «Pan, amor y fantasía», título de una película que elegimos con fines de simplificación.

La tabla directriz es única y equivale a lo que se llama en criptografía un «código ordenado». En cambio, para los otros idiomas, hace falta una tabla doble. La primera o tabla cifrante es para transmitir mensajes; tiene las palabras ordenadas alfabéticamente y los números que les corresponden no conservan, por supuesto, el orden progresivo. La segunda, o tabla descifrante, tiene ordenados los números y no las palabras; sirve para interpretar los mensajes recibidos. El conjunto de ambas es lo que llaman los criptógrafos un código á bátons rompus («sin ton ni son»). Supongamos que un italiano quiera interpretar el texto numérico arriba citado. Consultará su tabla descifrante y hallará:

4290……………………pane
………………………………….
375…………………padrone
376……………ammoniaco
377……………………amore
………………………………….
5938 ….o (congiunzione)
………………………………….
2598 ……………….fantasía

El resultado le permitirá una inmediata (e inútil) evocación de Gina Lollobrigida…

—Estas tablas –preguntamos al profesor De Luca–, ¿no serían demasiado voluminosas e incómodas?

—Un código de seis mil palabras ocuparía el lugar de una libreta de bolsillo –nos responde inmediatamente.

—Aun así –objetamos–, ¿no es mejor un simple diccionario de bolsillo, un diccionario bilingüe?

—No, porque usted necesitaría un diccionario bilingüe para cada idioma ajeno al suyo, y hay varios centenares… La tabla tiene justamente el carácter de un diccionario universal. Con ella usted podría hacerse entender por escrito tanto en Francia como en Japón, en Inglaterra como en la India, porque en todos esos países, un mismo concepto sería expresado por un mismo número.

—¿Cuál sería la utilidad concreta de este método, en caso de que fuera aceptado internacionalmente?

—Supongamos que usted se halla en Londres, y no sabe una palabra de inglés, pero lleva consigo su libreta-código en castellano. Un agente de tránsito provisto de otro similar, en inglés, interpretará en pocos segundos cualquier mensaje escrito en números que usted le presente, y por el mismo procedimiento le dará la información que usted necesite. O usted entra en un negocio porque necesita comprar algo, digamos un sombrero. Hojea usted su libreta, busca la palabra «sombrero» y encuentra junto a ella el número 5342. Lo escribe en un papelito y lo entrega al vendedor. Este busca en su tabla el número 5342 y junto a ella encuentra la palabra hat, que le basta para saber lo que usted pide. El mismo resultado obtendrá usted en Estambul, en Tokio o en Moscú, porque, vuelvo a decirlo, la tabla es un diccionario polígloto universal. La primera ventaja, pues, sería para el turista o el viajero. Pero no la única. La clave numérica le permitiría a usted comunicarse por carta con personas de otros países que hablen cualquier idioma distinto del suyo. Sería aplicable también a las traducciones técnicas o científicas, donde la comunicación gramatical o la belleza literaria ocupan un lugar secundario. Un trabajo científico, por ejemplo podría ser comunicado en veinticuatro horas a todos los centros de estudio y universidades del mundo, mientras que su traducción a los distintos idiomas individuales absorberían un tiempo y un esfuerzo considerablemente mayores. Por último, el lenguaje numérico sería el vehículo ideal para las comunicaciones telegráficas de toda índole, desde el simple telegrama de felicitación hasta los extensos despachos cablegráficos de las agencias noticiosas, no sólo porque elimina la traducción de un idioma a otro, sino porque reduce el costo de los despachos.

—¿Qué ocurre con las diferencias de construcción en los distintos idiomas?

—La verdad es que ellas no pueden salvarse. La traducción que dan las tablas es literal, y por lo tanto, sujeta a imperfecciones gramaticales. Pero la finalidad del sistema no es obtener versiones literarias impecables, sino simplemente hallar equivalencias inteligibles.

—¿Cuántas palabras podrían codificarse? –averiguamos.

—Tantas como números existen. Y le recuerdo –añade– que la serie de los números naturales es infinita.

—¿Sería necesario codificar todas las flexiones verbales? –inquirimos–. El verbo «amar», por ejemplo, en sus distintos tiempos y modos, tiene unas ciento veinte formas. Si multiplicamos por los varios millares de verbos existentes, ¿no le parece que obtenemos un resultado más bien catastrófico?

—He pensado en esa dificultad y creo que la he solucionado –contestó sonriendo–. Una raya colocada bajo el número que reemplaza al verbo indicará que éste se halla en tiempo pasado. Una raya colocada arriba denota futuro. La ausencia de este signo indica infinitivo o presente. En cuanto a los demás accidentes del verbo, modo, número y persona, se desprenderían naturalmente del contexto. Por ejemplo, en este breve mensaje: 5947 – 5267.

«El número 5267 equivale a ser en infinitivo o en presente. Pero como el número 5947 que lo precede equivale a yo, deducimos automáticamente que el verbo se halla en primera persona del singular: soy yo.

«En cambio, 5947 – 5267 significaría yo fui. Y 5947 – 5267 debería traducirse por yo seré.

«Otras convenciones similares permitirían diferenciar el masculino de femenino o el singular del plural en sustantivos y adjetivos.

La explicación del profesor De Luca es convincente. Nuestra curiosidad periodística decide someterlo a una última inquisición. Le recordamos la existencia de códigos diplomáticos, militares, financieros y hasta telegráficos que utilizan la clave numérica.

—¿En qué se diferencia su método de esos otros, que la criptografía llama en general sistema de repertorio y que incluyen también códigos, tablas y diccionarios?

—Se diferencia en ser justamente lo contrario, no en cuanto al principio teórico utilizado, que puede ser el mismo, sino en cuanto a la aplicación que se les da. Fíjese usted: un código diplomático o militar es un instrumento secreto. Su fin es comunicar algo a una sola persona, el destinatario del mensaje, que por otra parte habla el mismo idioma del remitente. Mi sistema, en cambio, tiene por finalidad comunicar cualquier cosa a cualquier persona, aunque yo no conozca su idioma y él no conozca el mío. La verdad es que un principio muy simple ha sido colocado hasta ahora al servicio de la violencia, el engaño o el disimulo.

«Yo propongo», concluye el profesor De Luca, «que se lo coloque al servicio de la armonía y la inteligencia entre los seres humanos».*

* La nota incluía una transcripción de las tablas de recepción y transmisión (con 209) términos cada una) que aquí hemos omitido. (N. del E.)

[Este texto forma parte de la obra periodística de Rodolfo Walsh, que escribió en varias oportunidades bajo el seudónimo de Daniel Hernández. Abajo podrá encontrar un enlace para que pueda acceder al libro completo.]

El violento oficio de escribir.jpg

Rodolfo Walsh – El violento oficio de escribir

 

 

 

El fin de los dirigibles

por Daniel Hernández

Van a cumplirse veinte años. Desde esa fecha –6 de mayo de 1937– ningún dirigible ha vuelto a surcar los cielos en misión comercial. Esa noche se derrumbó para siempre el creciente imperio de las aeronaves más livianas que el aire y se esfumó el sueño de un visionario.

La catástrofe del Hindenburg, que ahora recordamos, conmovió al mundo. Muy pocos acontecimientos han sacudido tan hondamente la sensibilidad pública. Desde el preciso instante en que la voz del locutor Herbert Morrison, que efectuaba una transmisión de rutina desde el aeropuerto de Lakehurst, se quebró para anunciar a millares de incrédulos oyentes: «¡Se incendia…! ¡Estalla… estalla!», desde ese instante una ola de asombro se propagó por los cuatro puntos cardinales. Y el asombro no ha cesado todavía.

El Hindenburg era la última maravilla de la ingeniería alemana. Algo colosal en sus dimensiones, bello en sus formas, ágil en su desplazamiento. Ni antes ni después ha remontado vuelo nada que se le pueda comparar. Medía 250 metros de largo y 45 de alto. Sostenido en el aire por ocho millones de pies cúbicos de hidrógeno, impulsado por cuatro poderosos motores Mercedes-Benz, con una autonomía de 8.700 millas y una capacidad de carga de 18 toneladas, era capaz de atravesar el Atlántico en dos días y medio, sorteando las peores tormentas con la facilidad de un gigantesco lebrel que ahuyentara una tribu de ardillas.

El Hindenburg era rápido. Cuatro veces más rápido que los buques que efectuaban la travesía transatlántica.

El Hindenburg era cómodo. Reunía las máximas posibilidades de confort para los pasajeros: cabinas individuales, grandes salones, ventanales de observación, calefacción, cocina perfecta.

El Hindenburg era seguro. Transportaba –es cierto– una mortífera carga de hidrógeno inflamable, pero el sistema de aislamiento se consideraba perfecto. Tanto que el Lloyd’s de Londres le había otorgado seguros por 500.000 libras a una tarifa muy baja.

El Hindenburg era hermoso, liviano, indestructible.

Hasta esa fatídica noche del jueves 6 de mayo.

Ya llevaba realizados diez viajes transatlánticos cuando el lunes 3, a las ocho de la mañana, zarpó por última vez de Frankfurt, Alemania.

Para esta travesía se designó comandante al capitán Max Pruss, en reemplazo del viejo Ernst Lehmann, que lo condujera en las anteriores. Lehmann, sin embargo, iba a bordo, quizá para completar la formación de su discípulo.

El dirigible debía llegar a la base aeronaval de Lakehurst, en Nueva Jersey, Estados Unidos, con las primeras horas del 6 de mayo. Vientos de frente lo retrasaron en el camino. Al amanecer, sin embargo, volaba sobre Nueva Escocia, y a las tres de la tarde era avistado en Nueva York, rumbo al sur. A las cuatro, el público y los reporteros congregados desde temprano en la base lo divisaban en el horizonte.

Pero el Hindenburg pasó sobre sus cabezas sin descender. El capitán Pruss acababa de comunicar al comodoro Charles Rosendahl, jefe de la base, que postergaría el descenso hasta las seis, porque no le gustaban las nubes de tormenta que se estaban acumulando en la zona. Y la aeronave siguió rumbo al sur. Poco más tarde cayó un chaparrón.

A las seis, Rosendahl informó por radio que a su juicio las condiciones atmosféricas habían mejorado lo bastante como para intentar el descenso. A las siete repitió el mensaje. Pero ya el zepelín se acercaba desde el sur, con las luces encendidas.

–Ahí viene –anunció el locutor Morrison a sus oyentes–, ahí viene hacia nosotros, como una gigantesca pluma, el Hindenburg

Los hombres que componían la dotación de amarre (150 en total) corrieron a sus puestos. Todavía lloviznaba ligeramente, pero el viento había disminuido y la visibilidad era bastante buena. La aeronave pasó sobre el campo, a 150 metros de altura, y viró en redondo para dirigirse a la torre de amarre.

El capitán Pruss y sus oficiales controlaban el descenso. Las válvulas comenzaron a expeler hidrógeno. El Hindenburg estaba ahora a sesenta metros de altura. Las hélices de los motores empezaron a girar en sentido inverso y el dirigible pareció detenerse de pronto.

Los fotógrafos lo enfocaban con sus cámaras. Los pasajeros se asomaban a los ventanales. A las 19:21 se soltó el primer cabo de amarre. Poco después, el segundo. Los hombres de tierra se apoderaron de ellos.

A las 19:22 la maniobra estaba prácticamente terminada. El dirigible flotaba seguro a unos 25 metros del suelo. Los pasajeros se aprestaban a descender cuando tocase tierra.

Al parecer, el Hindenburg había completado con éxito su undécimo viaje.

Pero faltaba exactamente un minuto para que se convirtiera en una gigantesca antorcha, y llegara a su término la era de los zepelines.

Era un orgulloso sueño el que iba a concluir allí, en las arenas de Nueva Jersey. Y un sueño al que se encuentra inevitablemente ligado el nombre del conde Fernando de Zeppelin.

El conde Zeppelin era un general alemán retirado, un hombre que ya casi había cerrado la órbita de su vida cuando a fines del siglo pasado empezó a soñar con una aeronave rígida, capaz de ser dirigida a voluntad, que reemplazara a los globos de incierto manejo. Y al servicio de esta fantasía, puso toda su tenacidad teutónica.

Otros hombres trabajaban en distintas direcciones para resolver el mismo problema. Faltaba poco para que en el taller de bicicletas de los hermanos Wright naciera el aeroplano. Las ascensiones en aeróstatos y planeadores se hacían cada vez más numerosas.

En 1900 terminó Zeppelin su primer aparato y lo hizo volar. Fue un desastre: se incendió en el aire. Pero él no se desanimó. Y tampoco se desanimaron los hombres que habían acogido con entusiasmo su idea.

A partir de entonces, la historia de los zepelines es una larga serie de esperanzas y fracasos, de hazañas y catástrofes.

Mientras el conde prosigue sus ensayos, los franceses construyen también un dirigible: el République. Se estrella en 1909, matando a sus cuatro tripulantes. En 1913 pierden otro: el L-2. Aquí los muertos son trece.

Pero viene la Primera Guerra Mundial. Y son los alemanes, naturalmente, los que creen ver en el zepelín un arma decisiva. Empiezan a construirlos afiebradamente. Y los lanzan sobre los campos de batallas y las ciudades enemigas cargados de bombas. Los resultados son catastróficos… para los zepelines. Los cañones antiaéreos y los cazas aliados los derriban fácilmente. En un solo «raid» sobre Londres intervienen doce de estos monstruos aéreos. Ninguno vuelve a su base.

Cuando termina la guerra, los alemanes han perdido cincuenta y siete dirigibles. Sólo les quedan tres. A partir de entonces se acepta que no sirven para la guerra.

Pero, ¿no servirían para fines de paz?

Los norteamericanos han recogido la idea. Y el saldo de desgracias que parece acompañarla. En 1922 se les estrella el Roma, con treinta y cuatro muertos. Más tarde construyen un gigante: el Shenandoah. Cuando estalla en el aire, mueren catorce hombres. El comodoro Rosendahl –a quien ya hemos nombrado como jefe de la base de Lakehurst– estaba allí. Fue uno de los sobrevivientes.

Tercian los ingleses. En 1930 pierden el enorme R-101. Cuarenta y ocho muertos.

Insisten los norteamericanos, esta vez con el Akron. En 1933 desaparece en el mar con setenta y dos tripulantes.

Y ya tenemos a los alemanes listos para volver a la brecha, a pesar de tantos contrastes. Ellos van a recoger la bandera de Zeppelin –ahora que los otros países parecen dispuestos a abandonarla–, la van a poner en manos de un genial conductor, el doctor Eckener, y tratarán de llevarla al triunfo. Si no lo consiguen, no será por falta de constancia y heroísmo.

Eckener construye el Graf Zeppelin, esa maravilla plateada que muchos porteños recuerdan haber visto hace veintitrés años sobre Buenos Aires. Con él se inaugura un servicio regular de Alemania a Sudamérica. Rápido y seguro, conquista inmediatamente la confianza del público.

Luego viene el Hindenburg. Representa un enorme avance sobre el Graf Zeppelin. Es, casi, la perfección. Y se lo destina a la travesía Alemania-Estados Unidos.

El Hindenburg acaba de terminar su undécimo viaje. Se halla junto a la torre de amarre, en Lakehurst. Son las 19:23…

Súbitamente una lengua de fuego nace de la quilla del dirigible, a popa, corre como una víbora, se extiende y en pocos segundos se propaga por todas partes. El Hindenburg se convierte en una pira colosal. Las llamas ascienden a más de cien metros de altura. El temible hidrógeno arde, arde furiosamente…

La aeronave empieza a inclinarse por la popa, hacia tierra, con lentitud de pesadilla.

La voz del locutor Morrison, que transmite a millares de oyentes, se ha llenado de espanto:

–¡Arde…! ¡Se estrella, se estrella…, terrible!

En la dotación de tierra y en los espectadores hay momentos de pánico. La inmensa mole incendiada se les viene encima. Fragmentos incandescentes llueven sobre ellos.

El comodoro Rosendahl está en la torre de amarre.

–¡Santo Dios! –exclama al ver el resplandor que ilumina el cielo.

El dirigible caía directamente sobre él. Tuvo que correr como un poseído para ponerse a salvo.

En su cabina, Morrison todavía tiene ánimo para seguir transmitiendo:

–¡Esto es espantoso! –grita–. ¡Se incendia y cae sobre la torre de amarre! ¡Esta es una de las peores catástrofes del mundo!

Entretanto, dentro del Hindenburg, donde hay cincuenta y nueve tripulantes y treinta y dos pasajeros, reina el caos más absoluto. Solamente los oficiales parecen mantener una extraordinaria serenidad. El capitán Pruss, en la cabina de control, ha sentido una explosión no muy fuerte y ha escuchado el clamor del público. Se asoma a la ventanilla de la góndola, pero en el primer momento no observa nada anormal.

–¿Qué sucede? –pregunta.
–¡La nave está en llamas! –le contesta un oficial.

El capitán obra con seguro instinto. Podría mantener durante algunos segundos la estabilidad de la nave, soltando el lastre de la popa, pero permite que ésta descienda a tierra, dando una oportunidad de salvación a los que se encuentran allí.

Al inclinarse el zepelín, pasajeros y tripulantes han rodado por pasillos y camarotes. Después empiezan a desprenderse como hormigas por cuanta escotilla o agujero deja la estructura en llamas. De los que logran salvarse, muy pocos sabrán más tarde cómo lo hicieron.

Algunos son despedidos, otros rompen ventanillas y se tiran, los más son arrancados de las llamas por las patrullas de salvamento rápidamente organizadas.

Joseph Spah, un acróbata profesional, permanece varios segundos colgado del marco metálico de una ventanilla, calentado a una temperatura que sólo él puede resistir… porque está acostumbrado a hacer una prueba semejante. Cuando cree llegado el momento oportuno, intenta un prodigioso salto desde quince metros de altura, corre por la arena húmeda –el chaparrón de la tarde resultó providencial– y se salva.

Un chico de catorce años, que trabaja de botones en la nave, se deja caer por una escotilla. Pero una masa de fuego desciende sobre él. Está perdido. En ese momento estallan los tanques de agua que sirven de lastre, lo empapan y le dan una increíble oportunidad de salvación, que el chico aprovecha corriendo como un gamo.

Una señora sale por el camino normal: por la planchada. No parece inmutarse. Dos marineros la arrebatan a los tirantes de acero incandescente que se precipitan sobre ella.

Un hombre surge caminando tranquilamente de las llamas, con todas las ropas quemadas. Alguien corre a su encuentro. El hombre habla pausadamente en alemán, sin dar muestras de excitación. De pronto, gira sobre sí mismo y se desploma, muerto.

Otro fugitivo del siniestro se ha sentado sobre la arena, con los codos apoyados en las rodillas. Y arde. Arde de pies a cabeza. Cuando se acercan a ayudarlo, tiene en el rostro incendiado un gesto de profunda concentración, como si reflexionara. Muere en seguida.

Entre las primeras víctimas llevadas a la enfermería de la base hay un joven tripulante del Hindenburg. Pide que envíen un cable a su joven esposa.

–¿Qué le decimos? –le preguntan.
–Que estoy bien. Que estoy con vida.

Apenas termina de decirlo, muere.

Los últimos en abandonar el Hindenburg fueron el capitán Pruss, el capitán Lehmann y diez oficiales más que estaban a proa, en la cabina de control. Lo hicieron cuando ya casi todo el resto de la aeronave estaba consumido por las llamas.

Pruss sobrevivió, a pesar de los numerosos viajes de regreso al siniestro que efectuó en busca de sobrevivientes. Sólo se le oía gritar:

–¡Los pasajeros…! ¡Los pasajeros…!

El capitán Lehmann, en cambio, se quebró la columna vertebral y sufrió terribles quemaduras al saltar de la góndola.

Murió esa misma noche, conservando plena lucidez hasta el último momento y sin que nadie le oyera quejarse de sus terribles dolores. Antes de expirar, habló largamente con su viejo amigo Rosendahl. El total de muertos causados por el accidente ascendió a treinta y seis, de los cuales trece eran pasajeros.

En cuanto a las causas del desastre, se han propuesto muchas explicaciones. Algunos opinaron que la electricidad estática había inflamado una pérdida de hidrógeno. Otros, que al saltar un fragmento de una hélice perforó la envoltura del dirigible, permitiendo la combustión espontánea del hidrógeno en contacto con el aire. Y no faltan quienes aseguran que antes de zarpar el Hindenburg para su último viaje, el gobierno alemán recibió denuncias anónimas de que se atentaría contra él.

Pero el misterio subsiste. Quizá la mejor respuesta sean aquellas palabras que pronunció el capitán Lehmann antes de cerrar los ojos para siempre:

Ich kann es nicht verstehen. «No puedo comprenderlo.»

 

[Este texto forma parte de la obra periodística de Rodolfo Walsh, que escribió en varias oportunidades bajo el seudónimo de Daniel Hernández. Abajo podrá encontrar un enlace para que pueda acceder al libro completo.]

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Rodolfo Walsh – El violento oficio de escribir