El fin de los dirigibles

por Daniel Hernández

Van a cumplirse veinte años. Desde esa fecha –6 de mayo de 1937– ningún dirigible ha vuelto a surcar los cielos en misión comercial. Esa noche se derrumbó para siempre el creciente imperio de las aeronaves más livianas que el aire y se esfumó el sueño de un visionario.

La catástrofe del Hindenburg, que ahora recordamos, conmovió al mundo. Muy pocos acontecimientos han sacudido tan hondamente la sensibilidad pública. Desde el preciso instante en que la voz del locutor Herbert Morrison, que efectuaba una transmisión de rutina desde el aeropuerto de Lakehurst, se quebró para anunciar a millares de incrédulos oyentes: «¡Se incendia…! ¡Estalla… estalla!», desde ese instante una ola de asombro se propagó por los cuatro puntos cardinales. Y el asombro no ha cesado todavía.

El Hindenburg era la última maravilla de la ingeniería alemana. Algo colosal en sus dimensiones, bello en sus formas, ágil en su desplazamiento. Ni antes ni después ha remontado vuelo nada que se le pueda comparar. Medía 250 metros de largo y 45 de alto. Sostenido en el aire por ocho millones de pies cúbicos de hidrógeno, impulsado por cuatro poderosos motores Mercedes-Benz, con una autonomía de 8.700 millas y una capacidad de carga de 18 toneladas, era capaz de atravesar el Atlántico en dos días y medio, sorteando las peores tormentas con la facilidad de un gigantesco lebrel que ahuyentara una tribu de ardillas.

El Hindenburg era rápido. Cuatro veces más rápido que los buques que efectuaban la travesía transatlántica.

El Hindenburg era cómodo. Reunía las máximas posibilidades de confort para los pasajeros: cabinas individuales, grandes salones, ventanales de observación, calefacción, cocina perfecta.

El Hindenburg era seguro. Transportaba –es cierto– una mortífera carga de hidrógeno inflamable, pero el sistema de aislamiento se consideraba perfecto. Tanto que el Lloyd’s de Londres le había otorgado seguros por 500.000 libras a una tarifa muy baja.

El Hindenburg era hermoso, liviano, indestructible.

Hasta esa fatídica noche del jueves 6 de mayo.

Ya llevaba realizados diez viajes transatlánticos cuando el lunes 3, a las ocho de la mañana, zarpó por última vez de Frankfurt, Alemania.

Para esta travesía se designó comandante al capitán Max Pruss, en reemplazo del viejo Ernst Lehmann, que lo condujera en las anteriores. Lehmann, sin embargo, iba a bordo, quizá para completar la formación de su discípulo.

El dirigible debía llegar a la base aeronaval de Lakehurst, en Nueva Jersey, Estados Unidos, con las primeras horas del 6 de mayo. Vientos de frente lo retrasaron en el camino. Al amanecer, sin embargo, volaba sobre Nueva Escocia, y a las tres de la tarde era avistado en Nueva York, rumbo al sur. A las cuatro, el público y los reporteros congregados desde temprano en la base lo divisaban en el horizonte.

Pero el Hindenburg pasó sobre sus cabezas sin descender. El capitán Pruss acababa de comunicar al comodoro Charles Rosendahl, jefe de la base, que postergaría el descenso hasta las seis, porque no le gustaban las nubes de tormenta que se estaban acumulando en la zona. Y la aeronave siguió rumbo al sur. Poco más tarde cayó un chaparrón.

A las seis, Rosendahl informó por radio que a su juicio las condiciones atmosféricas habían mejorado lo bastante como para intentar el descenso. A las siete repitió el mensaje. Pero ya el zepelín se acercaba desde el sur, con las luces encendidas.

–Ahí viene –anunció el locutor Morrison a sus oyentes–, ahí viene hacia nosotros, como una gigantesca pluma, el Hindenburg

Los hombres que componían la dotación de amarre (150 en total) corrieron a sus puestos. Todavía lloviznaba ligeramente, pero el viento había disminuido y la visibilidad era bastante buena. La aeronave pasó sobre el campo, a 150 metros de altura, y viró en redondo para dirigirse a la torre de amarre.

El capitán Pruss y sus oficiales controlaban el descenso. Las válvulas comenzaron a expeler hidrógeno. El Hindenburg estaba ahora a sesenta metros de altura. Las hélices de los motores empezaron a girar en sentido inverso y el dirigible pareció detenerse de pronto.

Los fotógrafos lo enfocaban con sus cámaras. Los pasajeros se asomaban a los ventanales. A las 19:21 se soltó el primer cabo de amarre. Poco después, el segundo. Los hombres de tierra se apoderaron de ellos.

A las 19:22 la maniobra estaba prácticamente terminada. El dirigible flotaba seguro a unos 25 metros del suelo. Los pasajeros se aprestaban a descender cuando tocase tierra.

Al parecer, el Hindenburg había completado con éxito su undécimo viaje.

Pero faltaba exactamente un minuto para que se convirtiera en una gigantesca antorcha, y llegara a su término la era de los zepelines.

Era un orgulloso sueño el que iba a concluir allí, en las arenas de Nueva Jersey. Y un sueño al que se encuentra inevitablemente ligado el nombre del conde Fernando de Zeppelin.

El conde Zeppelin era un general alemán retirado, un hombre que ya casi había cerrado la órbita de su vida cuando a fines del siglo pasado empezó a soñar con una aeronave rígida, capaz de ser dirigida a voluntad, que reemplazara a los globos de incierto manejo. Y al servicio de esta fantasía, puso toda su tenacidad teutónica.

Otros hombres trabajaban en distintas direcciones para resolver el mismo problema. Faltaba poco para que en el taller de bicicletas de los hermanos Wright naciera el aeroplano. Las ascensiones en aeróstatos y planeadores se hacían cada vez más numerosas.

En 1900 terminó Zeppelin su primer aparato y lo hizo volar. Fue un desastre: se incendió en el aire. Pero él no se desanimó. Y tampoco se desanimaron los hombres que habían acogido con entusiasmo su idea.

A partir de entonces, la historia de los zepelines es una larga serie de esperanzas y fracasos, de hazañas y catástrofes.

Mientras el conde prosigue sus ensayos, los franceses construyen también un dirigible: el République. Se estrella en 1909, matando a sus cuatro tripulantes. En 1913 pierden otro: el L-2. Aquí los muertos son trece.

Pero viene la Primera Guerra Mundial. Y son los alemanes, naturalmente, los que creen ver en el zepelín un arma decisiva. Empiezan a construirlos afiebradamente. Y los lanzan sobre los campos de batallas y las ciudades enemigas cargados de bombas. Los resultados son catastróficos… para los zepelines. Los cañones antiaéreos y los cazas aliados los derriban fácilmente. En un solo «raid» sobre Londres intervienen doce de estos monstruos aéreos. Ninguno vuelve a su base.

Cuando termina la guerra, los alemanes han perdido cincuenta y siete dirigibles. Sólo les quedan tres. A partir de entonces se acepta que no sirven para la guerra.

Pero, ¿no servirían para fines de paz?

Los norteamericanos han recogido la idea. Y el saldo de desgracias que parece acompañarla. En 1922 se les estrella el Roma, con treinta y cuatro muertos. Más tarde construyen un gigante: el Shenandoah. Cuando estalla en el aire, mueren catorce hombres. El comodoro Rosendahl –a quien ya hemos nombrado como jefe de la base de Lakehurst– estaba allí. Fue uno de los sobrevivientes.

Tercian los ingleses. En 1930 pierden el enorme R-101. Cuarenta y ocho muertos.

Insisten los norteamericanos, esta vez con el Akron. En 1933 desaparece en el mar con setenta y dos tripulantes.

Y ya tenemos a los alemanes listos para volver a la brecha, a pesar de tantos contrastes. Ellos van a recoger la bandera de Zeppelin –ahora que los otros países parecen dispuestos a abandonarla–, la van a poner en manos de un genial conductor, el doctor Eckener, y tratarán de llevarla al triunfo. Si no lo consiguen, no será por falta de constancia y heroísmo.

Eckener construye el Graf Zeppelin, esa maravilla plateada que muchos porteños recuerdan haber visto hace veintitrés años sobre Buenos Aires. Con él se inaugura un servicio regular de Alemania a Sudamérica. Rápido y seguro, conquista inmediatamente la confianza del público.

Luego viene el Hindenburg. Representa un enorme avance sobre el Graf Zeppelin. Es, casi, la perfección. Y se lo destina a la travesía Alemania-Estados Unidos.

El Hindenburg acaba de terminar su undécimo viaje. Se halla junto a la torre de amarre, en Lakehurst. Son las 19:23…

Súbitamente una lengua de fuego nace de la quilla del dirigible, a popa, corre como una víbora, se extiende y en pocos segundos se propaga por todas partes. El Hindenburg se convierte en una pira colosal. Las llamas ascienden a más de cien metros de altura. El temible hidrógeno arde, arde furiosamente…

La aeronave empieza a inclinarse por la popa, hacia tierra, con lentitud de pesadilla.

La voz del locutor Morrison, que transmite a millares de oyentes, se ha llenado de espanto:

–¡Arde…! ¡Se estrella, se estrella…, terrible!

En la dotación de tierra y en los espectadores hay momentos de pánico. La inmensa mole incendiada se les viene encima. Fragmentos incandescentes llueven sobre ellos.

El comodoro Rosendahl está en la torre de amarre.

–¡Santo Dios! –exclama al ver el resplandor que ilumina el cielo.

El dirigible caía directamente sobre él. Tuvo que correr como un poseído para ponerse a salvo.

En su cabina, Morrison todavía tiene ánimo para seguir transmitiendo:

–¡Esto es espantoso! –grita–. ¡Se incendia y cae sobre la torre de amarre! ¡Esta es una de las peores catástrofes del mundo!

Entretanto, dentro del Hindenburg, donde hay cincuenta y nueve tripulantes y treinta y dos pasajeros, reina el caos más absoluto. Solamente los oficiales parecen mantener una extraordinaria serenidad. El capitán Pruss, en la cabina de control, ha sentido una explosión no muy fuerte y ha escuchado el clamor del público. Se asoma a la ventanilla de la góndola, pero en el primer momento no observa nada anormal.

–¿Qué sucede? –pregunta.
–¡La nave está en llamas! –le contesta un oficial.

El capitán obra con seguro instinto. Podría mantener durante algunos segundos la estabilidad de la nave, soltando el lastre de la popa, pero permite que ésta descienda a tierra, dando una oportunidad de salvación a los que se encuentran allí.

Al inclinarse el zepelín, pasajeros y tripulantes han rodado por pasillos y camarotes. Después empiezan a desprenderse como hormigas por cuanta escotilla o agujero deja la estructura en llamas. De los que logran salvarse, muy pocos sabrán más tarde cómo lo hicieron.

Algunos son despedidos, otros rompen ventanillas y se tiran, los más son arrancados de las llamas por las patrullas de salvamento rápidamente organizadas.

Joseph Spah, un acróbata profesional, permanece varios segundos colgado del marco metálico de una ventanilla, calentado a una temperatura que sólo él puede resistir… porque está acostumbrado a hacer una prueba semejante. Cuando cree llegado el momento oportuno, intenta un prodigioso salto desde quince metros de altura, corre por la arena húmeda –el chaparrón de la tarde resultó providencial– y se salva.

Un chico de catorce años, que trabaja de botones en la nave, se deja caer por una escotilla. Pero una masa de fuego desciende sobre él. Está perdido. En ese momento estallan los tanques de agua que sirven de lastre, lo empapan y le dan una increíble oportunidad de salvación, que el chico aprovecha corriendo como un gamo.

Una señora sale por el camino normal: por la planchada. No parece inmutarse. Dos marineros la arrebatan a los tirantes de acero incandescente que se precipitan sobre ella.

Un hombre surge caminando tranquilamente de las llamas, con todas las ropas quemadas. Alguien corre a su encuentro. El hombre habla pausadamente en alemán, sin dar muestras de excitación. De pronto, gira sobre sí mismo y se desploma, muerto.

Otro fugitivo del siniestro se ha sentado sobre la arena, con los codos apoyados en las rodillas. Y arde. Arde de pies a cabeza. Cuando se acercan a ayudarlo, tiene en el rostro incendiado un gesto de profunda concentración, como si reflexionara. Muere en seguida.

Entre las primeras víctimas llevadas a la enfermería de la base hay un joven tripulante del Hindenburg. Pide que envíen un cable a su joven esposa.

–¿Qué le decimos? –le preguntan.
–Que estoy bien. Que estoy con vida.

Apenas termina de decirlo, muere.

Los últimos en abandonar el Hindenburg fueron el capitán Pruss, el capitán Lehmann y diez oficiales más que estaban a proa, en la cabina de control. Lo hicieron cuando ya casi todo el resto de la aeronave estaba consumido por las llamas.

Pruss sobrevivió, a pesar de los numerosos viajes de regreso al siniestro que efectuó en busca de sobrevivientes. Sólo se le oía gritar:

–¡Los pasajeros…! ¡Los pasajeros…!

El capitán Lehmann, en cambio, se quebró la columna vertebral y sufrió terribles quemaduras al saltar de la góndola.

Murió esa misma noche, conservando plena lucidez hasta el último momento y sin que nadie le oyera quejarse de sus terribles dolores. Antes de expirar, habló largamente con su viejo amigo Rosendahl. El total de muertos causados por el accidente ascendió a treinta y seis, de los cuales trece eran pasajeros.

En cuanto a las causas del desastre, se han propuesto muchas explicaciones. Algunos opinaron que la electricidad estática había inflamado una pérdida de hidrógeno. Otros, que al saltar un fragmento de una hélice perforó la envoltura del dirigible, permitiendo la combustión espontánea del hidrógeno en contacto con el aire. Y no faltan quienes aseguran que antes de zarpar el Hindenburg para su último viaje, el gobierno alemán recibió denuncias anónimas de que se atentaría contra él.

Pero el misterio subsiste. Quizá la mejor respuesta sean aquellas palabras que pronunció el capitán Lehmann antes de cerrar los ojos para siempre:

Ich kann es nicht verstehen. «No puedo comprenderlo.»

 

[Este texto forma parte de la obra periodística de Rodolfo Walsh, que escribió en varias oportunidades bajo el seudónimo de Daniel Hernández. Abajo podrá encontrar un enlace para que pueda acceder al libro completo.]

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Rodolfo Walsh – El violento oficio de escribir

Publicado por

@LiberLudens

También los animales son ciudades.

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