Zerópolis

Hay que escribir sobre un libro que nos guste. Quiero convertir esta activad en un hábito de mayor seriedad. Siempre al terminar un libro se puede llegar a tener una sensación de alivio, una alegría muy personal, de plenitud porque tal recorrido lo vamos a conservar siempre. Eso depende si el libro resultó ser de nuestro agrado. Creo que he tenido la suerte de haber disfrutado todos los libros que han llegado a mis manos, salvo contadas excepciones, pero eso no es algo que tenga que escribir. Más que una reseña lo que uno puede hacer es hablar de su experiencia con el libro. No pretendo hacer una crítica literaria. Solo compartir mi vivencia personal como lector.

Después de casi tres años de búsqueda pude disfrutar de la lectura de un ensayo de Bruce Bégout: Zerópolis (Anagrama, 2007). Quizá uno de los mejores libros que leí este año. Creo que cumple con un tipo de libro que puede ser recomendado para todos: es corto y se lee muy rápido, pues se trata de un libro que dentro de la sencillez de su prosa expone grandes complejidades desde un enfoque poético, muy al estilo de una referencia literaria cercana: Las Ciudades Invisibles de Italo Calvino. El autor parte de un enfoque fenomenológico, una filosofía de la experiencia para exponer una visión de la ciudad de Las Vegas: «superpotencia del consumismo frenético, emblema del entretenimiento pueril, templo de la tiranía ludócrata…un simulacro urbano inmenso y hueco».

El estudio fenomenológico de la ciudad de las Vegas es un punto de apoyo para reseñar cualquier ciudad contemporánea. Las Vegas se alza como referencia máxima y final de todas nuestras ciudades modernas en su posible último estado, que raya en el paroxismo de las experiencias sensitivas y simbólicas, la exaltación exagerada de una parodia urbana. Las Vegas se presenta como una ciudad en medio de la nada, construida en medio del desierto expresa el sentido megalómano de los hombres por levantar cosas desde la nada. Ozymandias.

La ciudad está ubicada en el desierto de Nevada. Lugar que durante un tiempo estuvo destinado a constantes ensayos atómicos que le dieron el título honorífico de Nuclear state.

En los años cincuenta, los casinos aprovecharon la proximidad geográfica de los ensayos nucleares para convertirlos en emblema de la ciudad: veladas atómicas, cortes de pelo atómicos (atomic hairdo), coctéles atómicos. Ignorando los riesgos de la radiación nuclear (el gobierno federal no los reveló oficialmente más que a comienzos de los años sesenta), algunos hoteleros llegaron incluso a organizar picnics en el norte de la ciudad para asistir en directo al espectáculo de las terribles explosiones en forma de seta. Por su parte, en 1953, el Atomic View Motel garantizaba en sus folletos una vista impecable, desde cualquiera de sus habitaciones, sobre el fenómeno (Pág.15)

Es un hecho curioso que la bomba atómica simbolice la destrucción del último mito válido de la modernidad: el sol. Elías Canetti escribió en 1945 que tras los eventos de Hiroshima y Nagasaki la luz solar es destronada por el poder nuclear. El hongo atómico se ha vuelto la medida de todas las cosas. Lo pequeño ha triunfado sobre la inmensidad indescriptible: una paradoja de poder. Y es más curioso que durante un tiempo miles espectadores se reunieran en terrazas de hotel, en medio de un desierto, para contemplar con cierto deleite radiactivo la fiesta de la insignificancia humana. Nuestra capacidad destructiva, engendrada en la religiosidad del progreso, la ciencia y la razón.

Ciudad de régimen ludocrático. Destinada única y exclusivamente al consumo de diversión, por medio de la irritación por imágenes y luces de neón. «Pozo de energía, devoradora y risueña, la ciudad del juego se ha situado bajo el doble símbolo de la electricidad y del átomo, de la onda y del choque». Ella habita cómoda en nuestras mentes, y se expresa en nuestros gestos y aspiraciones ordinarias. Todas las ciudades aspiran ser como Las Vegas.

No estoy seguro de que si me quedara aquí durante meses, recorriendo la ciudad hasta sus más minúsculos intersticios, participando en todos sus eventos festivos y oficiales y nutriéndome sin moderación de sus baratijas irrealistas, llegaría a aprender algo más de lo que me han revelado mis primeras impresiones. Sofocadas las sensaciones violentas de las primeras horas, la ciudad se agota rápidamente. Además de los casinos y de los hoteles temáticos, pocas cosas hay para ver y menos aún por hacer. Todos los espectáculos se parecen en el fondo: variaciones alrededor de un parque de atracciones. Desde luego, no faltan las solicitaciones de toda clase. En cada recodo de la calle, los ganchos al servicio de los inmensos complejos de diversión que colindan con los casinos que proponen excursiones en barco al alba, fugas en diligencias de la época del Oeste perseguidas por una horda auténtica de apaches pintarrajeados, abigarrados y gritando como debe ser, o el descubrimiento aéreo del Gran Cañón en helicóptero, incluido desayuno con champán al borde de la sima, pero finalmente todo conduce a impresionar sin descanso en todos los sentidos hasta provocar una sensación de absoluta estupefacción (Pág. 59)

Es la irritación del instante. El visitante se encuentra sumergido en un constante bombardeo de imágenes y distracciones  que le impiden tener una noción clara de dónde está caminando. «Es preciso abstenerse de cualquier ironía de la distancia. Es ahí donde reside el poder primordial de la alucinación espectacular de Las Vegas: en convencernos de que es mejor no dejar de creer» (Pág. 81). El Strip de las Vegas, emblema de la ciudad en la que se concentra la descripción de Bégout, comprende una zona de casi siete kilómetros repleta de colosales y lujosos hoteles casino y luces neón. Estos complejos comprenden cadenas de restaurantes, espacios para toda clase de eventos musicales, pirotecnia y coreografías infinitas, donde todo gira en función de una actividad ancestral: el juego.

La experiencia lúdica y social propuesta en Las Vegas, con sus atracciones y sus espectáculos, sus casinos y sus cabarets, apenas cuentan en una vida. Una excitación pasajera de los sentidos, un frenesí de consumo de olvido que desemboca muy pronto en una náusea tenaz. Pero resulta significativo que, a pesar de su capacidad de hastío vertiginoso, la ciudad que nunca duerme logra siempre seducir de nuevo a los humildes y a los incautos, a los derrochadores y a los canallas. Después de todo, parece satisfacerse con ese estatus de ciudad superficial y hueca. Aunque es preciso añadir que ha construido todo un imperio sobre ese vacío. (Pág. 36)

Podemos pensar que la ciudad que vivimos ha hecho los mayores esfuerzos por convertirse en un parque temático. La vida mental de las metrópolis, desde el punto Zero, se encamina en la tarea de alcanzar un estado donde el consumo desmedido es la práctica religiosa que logra saciar todas nuestras necesidades materiales y espirituales. Donde las instituciones y tradiciones particulares o colectivas pueden ser llevadas a niveles de fetichismo y degradación. «Las Vegas se mofa de todo. Convierte toda realidad en escarnio. Sin preocuparse por la historia, tritura cualquier evento humano en un quimo electroquímico y paródico que no deja absolutamente nada intacto» (Pág.15). La cultura del cinismo que vivimos actualmente la podemos explicar en esta ciudad. Ella se extrapola a todas las ciudades que pretenden también superar sus propias distopías. Parte de la vida en la ciudad consiste en la idea de que uno se mueve con cierta libertad, cuando realmente la lógica de la ciudad es que está diseñada para conducirnos de forma totalitaria. El libre albedrío no existe.

La ilusión devora la realidad, el engaño jovial y colectivo se convierte en solidez y materia, pues, no hay duda, las atracciones existen. Ésa es precisamente una de las fuentes de placer de la fantasy en sí misma: pasa por verdadera. La ciudad juega tanto con sus propios espejismos que lo mantiene a distancia con una suerte de ironía trágica…la ilusión vampiriza la realidad o bien la realidad, nacida de la ilusión, desprecia todo artificio que no esté a la altura de su propia irrealidad. Expresado de otro modo, podría decirse que la verdadera quimera contenida en Las Vegas es la propia ciudad en sí misma y no los múltiples artificios que la componen. (Pág. 25)

La particularidad que tiene la Torre Eiffel es que puede verse desde cualquier parte del mundo. Así como París se convierte en un emblema de la modernidad, Las Vegas se convierte en un emblema de la banalidad. Y sin embargo esto no quita que la ciudad con sus propuestas nos resulte fascinante y nos idiotice con todas sus opciones estrafalarias. Parada obligatoria dentro de nuestro itinerario de viajero, de turista de imágenes, que contempla todo desde una sensación de benevolencia inducida por la misma idea artificial que sugiere el espacio.

Visitaremos Las Vegas como visitamos el Louvre o la National Gallery, con el mismo respeto exagerado por el genio de nuestros ancestros. Con la sola diferencia de que Las Vegas será su propio museo a cielo abierto. Nos inclinaremos hacia las vitrinas que reunirán las reliquias centelleantes que la sociedad del espectáculo de finales del segundo milenio dejó tras de sí…Todos los museos del mundo querrán desarrollar su propia colección de tubos de neón y letreros luminosos, poseer su sección con el sello Las Vegas, prolífica en máquinas tragaperras, en surtidores de estuco rosa caramelo, en puertas cocheras gigantes, como otros poseen su sección copta o fenicia…Al atravesar a paso las inmensas salas subterráneas de los casinos, al seguir hasta el final los múltiples espectáculos de luz y sonido, el echar un vistazo por doquier y sin tregua, a veces se tiene la impresión de que, tras la agitación incontrolable de Las Vegas, la momificación museística ha comenzado ya. (Pág. 75)

Todas las ciudades occidentales aspiran superar sus propias ficciones, para enmarcarse en el viaje a la hiperrealidad en donde la imaginación americana quiere ante todo buscar la verdad, y para eso necesita construir lo falso en un sentido absoluto. O como habrá dicho Umberto Eco en su Estrategia de la Ilusión, con relación a los museos: «donde los límites entre el juego y la ilusión se confunden, donde el museo de arte se contamina de la barraca de feria y donde la mentira se goza en una situación de “pleno”, de horror vacui» (Pág. 20). Eco hace una mención en relación en un apartado del libro que habla de la Ciudad de los autómatas. Las Vegas

posee una arquitectura totalmente artificial, que ha sido objeto de estudio por parte de Roberto Venturi, como un hecho urbanístico enteramente nuevo, una ciudad «mensaje», hecha toda de signos, no una ciudad como las demás, que comunican para poder funcionar, sino una ciudad que funciona para comunicar. (Pág. 61)

Las Vegas como gran espacio museístico del entretenimiento nos da la oportunidad de conectarnos con un pasado mágico sin tener que dejar de estar aquí. Es en principio la experiencia que brinda el museo. La repetición de la ciudad nos da la sensación de vivir atrapados en un loop eterno. Es llevar la rutina mecanizada hasta sus últimas consecuencias. No one does it better, cita el epígrafe de uno de los capítulos de Bégout, titulado Urbanidad Psicotrópica:

El terreno de juego de América. Antiguo lugar de la famiglia, Las Vegas se ha convertido en algunos años en el espacio favorito de las familias americanas. Vienen esencialmente al desierto de Nevada para divertirse un buen rato, para recibir, ellas también, algo de «polvo de neón» que produce el brillo de la vida y constituye, al final, hermosos recuerdos. La ciudad misma no es más que un gigantesco y continuo espectáculo. La tarjeta postal ha acabado absorbiendo toda la realidad y la ha expelido poco tiempo después como una papilla de iconos psicodélicos para la clase media: sensaciones extremas pero obtenidas por medios legales, seguros e inofensivos. Un trip en el Strip pero dentro de los límites de lo lícito. La aventura extrema sin peligro, la excitación total sin la angustia y el escalofrío absoluto sin el miedo; he aquí, en definitiva, la última discriminación social que ha producido América. (Pág. 64).

Libro de desencanto. Disección urbana. Zerópolis le ofrece al lector una visión perturbadora de aquella ciudad que por sus luces amontonadas puede verse desde el espacio. Es un libro que siempre su relectura parece decirnos algo distinto. El estado final de nuestras fantasías está en los contrastes oscuros de nuestras ciudades parque, todas buscan parecerse a otras, y en esa búsqueda de identidad los habitantes también encuentran el refugio en la diversión y en los enigmas que aguarda cada lugar. Libro altamente recomendado. Espero que esta reseña sirva como incentivo. Comparto con ustedes este cierre del libro titulado Vegas Vickie:

Con la regularidad de un metrónomo, la mujer de acero y de neones, la cowgirl ceñida en su sostén fosforescente, levanta la pierna eléctrica cada treinta segundos. Con sus ojos envueltos en oropel provoca a los transeúntes, que miran de reojo bajo sus faldas para ver si oculta algunas monedas que les permita recuperarse. Alta como un edificio parisino de cinco pisos, coloso femenino erótico-robótico, lanza guiños a la ciudad entera; puta celeste y mecánica que, al llegar la noche, se engalana con halos multicolores y calienta el propio desierto con sus maneras de chica fácil.

Con constancia, la Esfinge de Fremont Street vigila la entrada del downtown. Pero no debemos engañarnos: su aspecto seductor oculta una crueldad sin límites. Rodeada de pantallas donde desfilan sumas astronómicas, sus enigmas consisten en series de números incomprensibles que suministra con aplicación. ¿Se trata acaso de la suma que pide? ¿O de la que ofrece? Todo el mundo vacila. Al cliente que osa al fin desafiarla, le lanza una mirada cargada de codicia y desgrana sin emoción su rosario numérico. Sin embargo, nadie ha podido todavía pagar su precio. (Pág. 136)

zeropolis

Alexander JM Urrieta Solano

Referencias:

-Bégout, Bruce. Zerópolis. España, Anagrama; 2007

-Eco, Umberto. La estrategia de la ilusión. España, De Bolsillo; 2012.

-Horrocks, Christopher. Baudrillard y el milenio. España, Gedisa; 2004